Debido a las cataratas, los ríos del África se tornan innavegables en algún punto de su curso. En su carrera hacia el mar, bajan del altiplano central a la llanura de la costa, pero el Ulanga presenta una excepción. Su curso inferior se dirige a los Grandes Lagos, y sus cataratas marcan el límite de la Gran Falla africana. Es sabido que en el centro del continente una inmensa comarca se ha hundido muy por debajo del altiplano, formando una especie de inmensa quebrada; su área total es casi igual a la de toda Europa, constituyendo el lecho de los Grandes Lagos, con su propio sistema hidrográfico, y, finalmente, las fuentes del Nilo.
A lo largo de esta inmensa cuenca las riberas suelen ser escarpadas, pero el Ulanga, como corresponde al noble río que es, se ha desviado de su lecho y retrocedido a lo largo de la depresión, de modo que no hay en todo su curso una sola caída de agua; sus cataratas señalan la presencia de estratos de roca más dura no cortada con la misma eficiencia con que lo han sido los lechos más blandos. El resultado, muy natural por cierto, es que en su curso, desde el altiplano al valle, el Ulanga fluye a menudo por gargantas profundas y oscuras, entre altas barrancas; el terreno circundante es sumamente escarpado y fragoso, no hollado aún por el pie del hombre, no consignado en mapa alguno, y el paso por allí de un curso de agua considérase fenómeno curioso.
En Shona comienza el río su descenso; es éste el último punto donde se lo puede cruzar en balsa o en canoa. La vieja ruta de caravanas de esclavos que orillaba las barrancas, cruzaba el Ulanga por allí, y Shona surgió como mercado en el punto de intersección de las rutas de las caravanas y la fluvial. La elección de la cresta del acantilado para puesto de observación sobre el río, allí donde comienza la estrecha garganta, fue debida precisamente a la necesidad de protegerse de los merodeadores traficantes de esclavos, quienes, dispuestos a vender aun a sus propios padres por algún dinero, vivían acechando la oportunidad de asaltar a comerciantes conocidos demasiado confiados.
Fue hacia el lado exterior de la gran curva del río en que se levanta Shona que Rose dirigió La Reina de África. Siguiendo este rumbo, no sólo avanzaban al favor de la corriente más rápida, sino que se mantenían lo más alejados posible de la aldea. Rose paseó la mirada por la barranca a través del gran espejo de agua: a media altura cesaba abruptamente toda vegetación; más arriba se veían altos acantilados de piedra rojiza, y los techos de adobe de las chozas allá en la cresta. Estaba demasiado lejos como para distinguir los detalles; no alcanzaba a ver señales de que hubieran sido avistados, y ningún movimiento se advertía en la orilla. A medida que la embarcación avanzaba, las márgenes del río fueron haciéndose más escarpadas, roca cobriza orlada, al pie, por una vegetación precaria, hasta alcanzar casi la verticalidad.
Mirando fijamente a las peñas rojas de la cresta del acantilado creyó ver personas en movimiento, pero no se fiaba del testimonio de sus ojos a media milla de distancia. Quizá para dejar un desierto en el posible camino del invasor inglés, Von Hanneken se hubiera llevado a los habitantes del poblado, tal y como había hecho en el resto de la ribera. Ya enfrentaban el caserío, y nada había ocurrido aún. Una fugaz mirada a la orilla dio a Rose idea de la velocidad a que avanzaban; la corriente se movía mucho más reciamente al aproximarse a las cataratas.
De pronto hirió el aire un sonido múltiple, como de abejas en endiablado vuelo, acompañado de un ruido como de papel rasgado. Acababa Rose de notar el paso de los proyectiles, cuando oyó los estampidos de los disparos. El eco de la descarga fue rebotando de despeñadero en despeñadero, bajando de tono al prolongarse las notas.
—¡Nos han visto! —exclamó Allnutt, incorporándose.
Su rostro mostraba el frenesí de la excitación. Mas Rose carecía de tiempo para atender a sus exclamaciones; tenía la mirada fija en los remolinos que la esperaban. Estaba manteniendo La Reina de África en el curso más rápido, a lo largo del borde del reflujo, a pocos metros de la orilla.
Oyeron otra descarga cerrada, que también los dejó incólumes. Rose maniobró para llevar la embarcación más al centro de la corriente, a fin de tomar la contracurva que se iba aproximando peligrosamente. Allnutt no se movió del centro de la lancha, olvidado ya del resguardo que le ofrecía la pila de leña. Al girar Rose el timón para tomar el recodo, iba tan absorta en el viraje que no oyó la bala que pasó silbando a su lado. Un momento más tarde la embarcación empezó a hacer un ruido como de arpa, y Allnutt se volvió sobresaltado. El estay de alambre que sostenía la chimenea por el lado de estribor se hallaba cortado a la altura de la borda, y el extremo largo colgaba ahora sobre ella. Mientras Allnutt mantenía fija allí la mirada, se oyeron dos impactos metálicos, y sendas perforaciones aparecieron en lo alto de la chimenea. Rose había movido el gobernalle, enderezando la lancha después de tomar la curva. Shona desaparecía detrás de los árboles, mientras Allnutt gritaba a voz en grito y sacudía los puños hacia el enemigo invisible.
—¡Cuide la máquina! —gritó Rose.
Volaban ahora sobre las aguas, pues el río iba estrechándose y la corriente ganaba ímpetu por momentos. Allí el viento, impedido por las altas barrancas, no alcanzaba a bajar hasta la superficie líquida. Ésta era lisa y suave en su mayor parte, como una plancha de metal engrasado; pero aparecían aquí y allí surcos y remolinos que delataban las siniestras desigualdades del lecho. Rose timoneaba con destreza, tratando de no salirse del agua mansa. Notó que debía tener en cuenta la desviación; tan rápida se había vuelto la corriente, que el bote comenzaba a dar bandazos contra estos obstáculos, guiñando a izquierda y derecha. He ahí que se le presenta otra curva, muy cerrada por las apariencias. Tira del timón, y, no satisfecha con el campo visual que tiene del curso del río, se sube al banco, manteniendo la barra sujeta con la rodilla izquierda. Alarga la mano derecha y arranca los jirones de lona que cuelgan de los puntales. Ninguno de los dos oye los postreros disparos que les dirige el capitán alemán de la reserva en ese instante. La Reina de África salva la curva dando bandazos y cabeceos entre los remolinos que la acechan a cada paso. Mas el empuje firme de la hélice le permite evitarlos uno tras otro; Allnutt atiende por su parte a que la lancha no pierda el control a través de las corrientes encontradas, y permite que Rose maniobre con eficacia.
Aparecen, ahora, escollos rocosos, el agua blanca burbujeando en torno, y Rose los ve venir hacia ella con rapidez aterradora.
Es menester tomar decisiones instantáneas para elegir el mejor rumbo; con todo, Rose no puede dejar de notar, aun en ese momento supremo, que el agua ha perdido su color pardo para presentar un verde botella claro. Empuja el timón al lado opuesto, y las rocas pasan como relámpagos; al ver ahora un pasaje poco mayor que ancho del bote, endereza la proa por él. Extendiéndose ante ella, se muestra una rampa verdusca de impetuosa corriente. Y aun cuando La Reina de África levanta la popa para enfilarla, Rose advierte que, al otro extremo del recial, una amenazadora roca negra proyecta su pico agudo a flor de agua; de tocarlo, partirá en dos el fondo de la embarcación. Mantiene el timón firme por una fracción de segundo, hasta ver ensancharse un tanto el pasaje, y luego echa todo el peso de su cuerpo sobre la caña, para virar. Al empujar Rose el timón al centro para enderezarla, la lancha se balancea y culebrea como un ser viviente. Hay un angustioso instante en que parece como si las corrientes fueran a dar cuenta de todos sus esfuerzos, mas la máquina se mantiene firme y los palas de la hélice obligan a la embarcación a horadar las aguas. Pasan rozando la angosta garganta con sólo unos centímetros de luz a ambos costados; la proa avanza guiñando, mientras Rose pone toda su fuerza en el timón y la endereza por los reflujos de la cola del recial. Un momento más, y alcanzan la relativa quietud de un hondo remanso; Rose tiene tiempo entonces para enjugarse la frente con el dorso del antebrazo izquierdo.
El aire está lleno de los rociones y del mugido de las corrientes que corren en impetuosa carrera, estrépito que aumenta gracias a las altas barrancas que bordean el curso. El sonido es aterrador para Allnutt, además de los bandazos y los cabeceos de la embarcación, mas no le sobra tiempo para mirar a su alrededor. Mantener en marcha la máquina es su tarea suprema. Él sabe, aún mejor que Rose, que sus vidas dependen del rendimiento de la hélice. Tiene, pues, que mantener lo más alta posible la presión en la caldera, aunque, desde luego, siempre por debajo del punto crítico; tiene que accionar la bomba de alimentación y mantener la lubricación impecable. Sabe muy bien que estarían perdidos si, aunque sólo fuera por un segundo, llegara a pararse la máquina. Trabaja, concentrado, en su faena, el ánimo presa del pánico, en tanto el piso de la embarcación bajo sus pies salta y corcovea como un caballo encabritado; mientras tanto, por el rabillo del ojo, pasan las rocas fugazmente, diciéndole cuán grande es la velocidad con que la embarcación va salvando los precipicios.
«Padre Nuestro que estás en los Cielos…» —murmura Allnutt para sí, al cerrar con un golpe la portezuela del hogar.
No había rezado un padrenuestro desde los días del colegio. Pasan unos pocos segundos antes de alcanzar el próximo recial, que, como el anterior, es un trecho de pavorosas rocas, remolinos y caídas de agua, donde el ojo debe estar alerta y el cerebro todavía más; donde la mano debe ser firme, recia, flexible, y la voluntad pronta y segura. A mitad de camino del recial se produce una rara confusión de aguas entrechocantes; la mirada tarda en percibir la presencia de aquellas puntas de roca a flor de agua, cuyo sólo rozamiento significaría el fin. En esa vorágine Rose gobierna la lancha como una valquiria. Experimenta una euforia y una agitación como sólo los mejores sermones de su hermano hubieran sido capaces de despertar. La mente le trabaja como una máquina, con delirante rapidez. Tiene a La Reina de África sometida a su voluntad, mientras va hilando una derrota segura a través de una maraña de peligros. El roción forma blancas capas de espuma donde las corrientes se encuentran.
Más abajo, el río se introduce, con rapidez increíble y sin obstáculos, en un lecho angosto, flanqueado por dos pétreas vertientes. Para Rose, en el instante de relativa inacción en que puede pensar, esto es tan arrebatador como viajar en automóvil… sensación que sólo conoce de oídas.
Es breve el tiempo que puede dedicar a esta divagación, pues la estrechura del curso vira a pocos pasos, tan pronunciadamente, que parece como si el recial se fuera a estrellar contra el paredón de piedra de enfrente, y Rose tiene que prepararse para el viraje abrupto y ponerse alerta para cualquier peligro, oculto a la vista todavía, que pueda acechar a la vuelta. Con la mirada fija en la piedra, a flor de agua por el lado interior del recodo, Rose timonea para no estrellarse contra las rocas. La Reina de África comienza, pues, a virar antes de alcanzar el recodo; es una maniobra inspirada…
El recial lanza la embarcación sobre la margen opuesta como lo haría con una cáscara de nuez. Rose tira del gobernalle con todas sus fuerzas. La proa obedece y gira a la izquierda, pero la popa da un bandazo como si fuese a estrellarse con las rocas de enfrente. La hélice lucha un instante, porfiada, contra la corriente; la embarcación se mantiene como indecisa, y luego, al ser arrastrada hacia abajo, la atrapa el reflujo y la devuelve al centro del río. Rose debe girar el timón en un abrir y cerrar de ojos, y aún no acaba de enderezar el rumbo cuando ya debe abrirse paso entre unas afiladas puntas de piedra, coronadas de espuma, que tachonan la superficie.
Instantes más tarde, Rose nota que Allnutt trata de atraer su atención, pero su voz no alcanza a superar el estrépito del recial. Él está de pie, con un ojo ansiosamente atento a los aparatos de control de la máquina; levanta un trozo de leña y lo golpea con los nudillos mientras señala con la otra mano la orilla. Es señal de que van estando escasos de combustible, del cual no podrían prescindir. Ella, sin apartar un momento la atención del lecho del río, menea la cabeza en señal de aprobación, proyectando la mirada cuanto más lejos puede, al acecho de escollos ominosos. Pasan por otra serie de rápidos, y por una nueva garganta donde, a la merced de un caudaloso río de media milla de ancho comprimido en un lecho de cuarenta metros, les parece navegar a la velocidad de un tren expreso. Es vitalmente urgente hallar un punto donde detenerse, que tarda en aparecer en los nueve o diez kilómetros recorridos a paso de relámpago. Allnutt vuelve a pararse blandiendo su trozo de leña; Rose hace un ademán, como apartando a un importuno. Advierte ella la precariedad de la situación tanto como él: sobran los aspavientos. Continúa la desenfrenada carrera: Rose sigue tercamente prendida del gobernalle.
De pronto divisa lo que esperaba. A proa, se cruzan una serie de gruesas piedras, como poniendo barrera al recial, con un paso en el centro, donde el agua, regolfada, se apila para irrumpir impetuosamente a su través, formando una inmensa joroba verde. Más abajo de esa rompiente natural, el agua se ve clara. No hay piedras en la superficie; cada ala de la rompiente es un remolino cubierto de espuma, pero al reparo de la corriente, Rose dirige La Reina de África por la abertura. La lancha respinga al enfrentarse con la montaña de agua, baja la proa, levanta la popa y se despeña por la pendiente. Al pie se encuentra con altas olas verdes, firmes todas e impenetrables: la lancha las embiste con estrépito, el agua se levanta burbujeante, y el roción invade la cubierta.
Cualquiera con menos fe que Rose hubiera creído que La Reina de África estaría condenada a seguir hundiendo la proa hasta la madre del río, mientras la corriente empujaba la popa alzada. Mas, en el momento culminante, guiñó y se levantó chapaleando como un grueso cerdo al salir de una ciénaga. Al sacudirse de la casi trágica trampa, Rose seguía apoyando todo su peso en el timón, y su mente era una máquina calculadora barajando flujos y reflujos. La lancha tomó rumbo, se mantuvo firme al volver a su sitio el timón, desafiando una corriente arremolinada para tomar otra con inexorable decisión.
—¡Pare! —gritó Rose.
Su voz tajó como un cuchillo afilado el fragor de la cascada, y Allnutt, sorprendido, obedeció al instante. El cálculo había sido preciso. La inercia llevó la lancha por el filo de la corriente hasta un pequeño remanso de agua blancuzca, bajo un ala de la rompiente. Rose se arrimó a esa caleta con sólo un par de bandazos, y en seguida un Allnutt vibrante de emoción estaba atando amarras a las piedras, media docena de amarras, para ponerse al abrigo de sorpresas, en tanto La Reina de África se balanceaba plácidamente.
A un paso de la popa el caudaloso Ulanga bullía entre las rocas; corriente abajo rompía en clamores alrededor de nuevas series de rocas. Más arriba, en el dique, las olas rompían y rugían coronando las piedras que Rose acababa de soslayar. Todo en torno eran ruidos infernales; el aire estaba saturado de agua y espuma, mas ellos tenían el ánimo en paz.
—¡Diablos! —exclamó Allnutt, mirando a su alrededor. Ni su propia voz oía al hablar.
Rose sintió flaquearle las rodillas; sintió asimismo una rara sensación de vacío en el estómago y una necesidad arrolladora de dar suelta al alborozo, no importándole que Allnutt fuese o no de su misma opinión.
Las reacciones del momento se sucedían en las mentes de ambos, mas a despecho del agotamiento físico y del hambre que los acosaban, les brotaban torrentes de alegría. Nadie podría acabar de pasar medio día navegando entre rápidos y rocas sin sentir una sensación de alivio y alborozo. El regusto del triunfo alcanzaba al propio Allnutt. La exaltación le soltó la lengua, y echó a hablar gárrula y volublemente con Rose, aunque ella no oía ni una sílaba de cuanto decía; pero él continuaba rebosante de alegría, sonriendo, cabeceando y gesticulando. La honda garganta era fresca y placentera. En lo alto, las copas de los árboles bordeaban las escarpadas márgenes, y la luz, cual balsámica luz verde, llegaba al pie de las barrancas filtrada por su follaje. En resumen, se hallaban fuera del calor húmedo y bochornoso y de los efectos del reflejo solar del África. No había allí insectos, ni corrían peligro de ser descubiertos por los alemanes.
Allnutt recordó de pronto, no sin asombro, que esa misma mañana había estado bajo el fuego enemigo; le pareció un episodio lejano. Tuvo que mirar el estay colgante de la chimenea, para traer a colación los recuerdos, y se dirigió mecánicamente hacia allí, para empalmar el alambre cortado. Reasumía así la rutinaria reparación de la embarcación. Rose armó la destartalada bomba de mano y se dispuso a achicar el agua que había entrado bajo cubierta; al caminar sobre sus tablas, el agua chapoteaba, brotando entre ellas. Mas bombear en ese restaurador remanso no era lo mismo que hacerlo en el calor molesto de río arriba. La propia bomba, que nadie hubiera creído capaz de mejorar, se portaba mejor allí. Allnutt saltó la borda en busca de leña, y al instante quedó despejada toda duda acerca de la imposibilidad de hallarla en de sobra en la garganta. Había abundancia de ramas y troncos en los socavones de las empinadas barrancas; era leña traída por pasadas crecidas, seca y quebradiza, que le venía de perilla al delicado aparato digestivo de La Reina de África. Allnutt bajó algunos trozos de aquellos estantes naturales, y vio que, para completar la provisión, el ala del dique estaba cubierta de ramas traídas por la corriente y atrapadas allí. Allnutt extrajo gran cantidad de esa leña, que puso a orear y secar sobre las piedras; para la mañana siguiente estaría pronta para alimentar, con la ayuda de la más seca, el hogar de la caldera.
Rose se consideraba dichosa de haber hallado La Reina de África tan dócil a su mando. La lancha de vapor poseía, con todos sus defectos, una movilidad inherente negada a todo otro medio de transporte. Ninguna partida de acarreadores de la selva hubiera resistido la comparación. Equipada con un motor de combustión interna, no hubiera podido cargar el combustible líquido necesario para más de dos días de navegación. Así como era, surtiéndose de agua del río para la caldera, y segura de poder proveerse de leña en las orillas, estaba libre de las insalvables dificultades con que en esos momentos se enfrentaba el Emden en el Océano Indico, y tenían inmóvil e inútil al Koenigsberg en el delta de Rufiji. Vista como capitana de un crucero pirata, se hallaba Rose en posición airosa. Vencidas las desavenencias con la tripulación, y teniendo las provisiones de boca casi intactas, podía concentrar su atención en los problemas de la navegación; problemas que le planteaban las rocas y los rápidos del curso inferior del Ulanga.
Por el momento, empero, ni Rose ni Allnutt sentían preocupación por los futuros problemas náuticos. Satisfechos con lo hecho ese día, no se explayaron en rendir elogios a los méritos de La Reina de África. El ininterrumpido fragor de las aguas ensordecía, confundiendo las ideas y el pensamiento y tornando irritante e inútil toda conversación. Tan sólo atinaban a sonreír para expresar la satisfacción que experimentaban, a comer vorazmente, y a beber té, con abundante leche condensada y azúcar, en los tazones de loza; Rose estaba hambrienta de azúcar después de la agitada actividad de la mañana, y, hecho significativo en ella, no hacía esfuerzo alguno por dominarse. Olvidaba de momento que hubiera debido sospechar de cualquier deseo carnal y tratarlo como insidia del Mal.
La libertad, la responsabilidad y la vida al aire libre, más el goce anticipado del triunfo, habían hecho milagros en Rose. Había pasado diez años en el continente negro, rodeada por las paredes de la oscura cabaña, con casi nadie con quien poder cambiar una palabra, fuera de Samuel, y ese entero decenio no había contribuido a su desenvolvimiento un ápice más de lo que lo hubieran hecho diez años en un convento. Había vivido toda su vida sujeta a la voluntad ajena, y en la sujeción no hay campo de acción para el desarrollo de la personalidad. Ninguna otra mujer de la educación de Rose hubiera podido vivir diez días con un hombre en una embarcación —aun tratándose de un Allnutt— sin ensanchar su visión de la vida y limar los escabrosos cantos de sus ideas, adquiriendo condiciones más auténticamente humanas. Esos diez días habían sido un como florecer para Rose.
Sus abundantes senos, que habían comenzado a caer al avanzar su soltería, volvían a levantarse y tomar firmeza, y ella, sin escandalizarse ya, los veía henchirse bajo la pechera de su vestido de dril. Aun en el breve término de diez días, su cuerpo había hecho mucho en el sentido de reponer carnes donde faltaban, y quitarlas de donde sobraban. Su rostro estaba más lleno, y aun cuando debido al sol, quedaban patas de gallo en torno de los ojos, no desentonaban con el saludable curtido de la piel, confiriéndole, en cambio, un rasgo incitante a la granada femineidad del cuerpo. Bebía el té a grandes sorbos, ingiriéndolo a ruidosos tragos, cosa que la hubiera horrorizado un mes antes.
Llenos los estómagos, las emociones y la fatiga de la jornada comenzaron a hacer sentir sus efectos. Los párpados comenzaron a entornarse y las cabezas a caer sobre los pechos, antes aún de quitarse los platos de los regazos. La deliciosa frescura de la garganta contribuyó en parte a ello. Corriente abajo, las escarpadas barrancas iban quedando envueltas, imperceptiblemente, entre dos luces; volvían a hallarse, Rose y Allnutt, en una tierra donde el crepúsculo no era un mito. Rose se durmió mientras Allnutt acababa de limpiar y guardar los platos. El tremendo fragor de las aguas era apenas percibido por sus oídos cansados. Tenía que recuperar tres noches de casi vigilia a causa de sus desavenencias con Allnutt. Sentíase ahora segura, sin preocupaciones; aun cuando ardía en su pecho el fuego de su misión, la embargaba una sensación de alborozo incontenible. Sonrió al acomodarse para dormir, y sonreía al dormir, arrullada por la canción rugiente del Ulanga.
Allnutt fue a ocultarse entre las cajas de explosivos en parecida transfiguración de rosados sueños. La fatiga, la incapacidad natural y el rugir del río le impedían pensar, y la noche anterior no habla cerrado un ojo a causa del trato de que lo había hecho objeto su camarada. Asombrábale el que aquello hubiera acaecido sólo la noche anterior; flotaba en su mente como recuerdo de infancia. Después de reconciliados habían desafiado el paso de Shona. ¡Canastos!, y en las barbas de los propios alemanes. No se les había ocurrido a los pobres diablos disparar hasta que la lancha ya no estaba a tiro. Menudo chasco debían de haberse llevado al ver cómo La Reina de África pasaba de largo. Jamás hubieran creído que hubiese locos capaces de desafiar las gargantas del Ulanga. «Bueno, que aprendan», se decía Allnutt, sonriente, al refugiarse en el sueño, arrullado también él por la música del Ulanga.
Hubiera sido un singular problema de psicología determinar por qué Allnutt advertía más patentemente la sensación de hombría —aunque no mucha, apenas un tanto—, en la compañía de Rose, en el Ulanga anchuroso y en sus estrechuras de recias corrientes, o bajo el fuego graneado de los áscaris alemanes, después de habérsela negado a sí mismo en los arrabales donde había pasado su juventud, en las bodegas, en las salas de máquinas y en los burdeles, o entre los blancos de las minas de oro de las fuentes del Ulanga. Acaso la explicación estuviera en el hecho de que Allnutt, hasta esa altura del viaje, había tenido contacto con el peligro, sólo como para tomarle gusto, de modo que, agradándole, lo odiaba. Ya tendría tiempo de hartarse.