CAPÍTULO V

Un hombre más inteligente o de voluntad más varonil que Allnutt hubiera sabido doblegar a Rose en ese trance y en otros. Pero Allnutt estaba en seria desventaja. No era capaz de resolver mentalmente problemas de ajedrez, ni dirigir el pensamiento a la situación militar europea, ni debatir consigo mismo los pros y los contras de la «Preferencia Imperial», ni encadenar fragmentos de Shakespeare si los hubiera recordado. No sabía siquiera un verso de Shakespeare, y su mente no estaba acostumbrada a pensar con continuidad, de modo que en una situación donde pensar lo era todo, estaba perdido. Al cabo, el ruido del río, en su eterno cantar en torno de las raíces descubiertas de la orilla, derribó su último baluarte de obstinación.

Allnutt había malogrado varios intentos de tornar a Rose conversadora, induciéndola una vez a decir algo.

—Lo odio —había sido su airada exclamación—. Es usted un cobarde y dice mentiras, y ya no pienso dirigirle la palabra, jamás.

Y Rose había sacudido los hombros, como librándose de una enfadosa carga. En verdad, el primer intento de Allnutt de hacer las paces la había sorprendido. Ella buscaba vengarse, hacer expiar a Allnutt, en el sufrimiento del desprecio, el fracaso de su plan diabólico. No había creído en la posibilidad de reducirlo a la obediencia por el medio escogido; no tenía conciencia del poder a su disposición, ya que nunca antes había tenido que vérselas con un hombre sin voluntad. Su hermano y su padre eran hombres cuyos exteriores cubrían una obstinación granítica. Sólo cuando Allnutt comenzó a pedir clemencia y comprensión se le ocurrió que acaso estaba llegando el momento de dominarlo. Por entonces, además, habíase formado una idea más cabal de la monotonía del río y de sus posibles efectos en el espíritu pusilánime de Allnutt.

Su único temor era que él apelase a la violencia. Encerrada en un caparazón de acero, desde donde escuchaba, impasible, cualquier palabra que saliese de labios de su compañero, así fuera el más obsceno de los insultos, la idea del ataque físico la volvía aprensiva. Era, con todo, una mujer robusta y capaz de defenderse; para mayor seguridad, había deslizado el estilete de la costura bajo del cinturón. Si él intentaba violarla —Rose no empleaba este vocablo, sino que pensaba que él intentara «hacerle eso»—, le clavaría el punzón en el pecho.

Pero no debiera haberse preocupado. Lejos estaba Allnutt de pensar en la violencia física, aun tratándose de una mujer. Hubiera sido tal vez distinto de quedar aún ginebra en la despensa para estimular sus instintos sexuales; providencialmente, la ginebra bajaba por el río.

Así como Rose había subestimado sus fuerzas, Allnutt había subestimado la ofensa de que la había hecho objeto. Al comienzo había creído que Rose estaba enfadada sólo por la borrachera. Su proyecto de bajar el río, era tan ridículo, tan descabellado, que ni pensó en él al iniciarse el período de silencio; poco a poco, sin embargo, fue dándose cuenta del verdadero motivo del enojo de Rose y de que no le dirigiría la palabra hasta que no se aviniera a su capricho. Fue entonces, al advertir sus verdaderas intenciones, que Allnutt, tras los preliminares de su penitencia, se encerró de nuevo en una férrea obstinación, fortaleciéndose para aguantar otras veinticuatro horas de tortura.

Vaya si era torturante su situación. Y de un refinamiento tal sólo posible de imaginar por personas del temperamento de Allnutt que hubieran pasado por experiencias similares. Nada había en qué emplear el tiempo en aquel sitio, fuera de escuchar la cháchara de la corriente con los raigones de la orilla y soportar los ataques de los insectos en medio del calor sofocante. Ni siquiera le quedaba el recurso de pasearse por la abarrotada lancha. El silencio era una de las cosas que Allnutt era incapaz de soportar; su niñez por las bullangueras calles de Londres y su vida posterior en talleres mecanizados y estrepitosas salas de máquinas no lo tenían inmunizado contra el mal. No obstante el silencio era quizá una parte ínfima de su tortura; lo que más le hería era la presencia de Rose allí y cómo ella lo daba por ausente. Sentía el vejamen que quería infligírsele; quizá hubiera soportado mejor el silencio del río de no haber existido la molesta presencia de Rose. A su modo, sentíase herido en su vanidad, o en su sentido del propio valer.

Hasta llegó a serle imposible conciliar el sueño, signo ya inconfundible de la efectividad de la táctica. El insomnio era un fenómeno nuevo y molesto en Allnutt. Días enteros sin ningún ejercicio corporal o mental, una digestión un tanto desordenada y los nervios naturalmente irritables, se combinaron para privarle del sueño una noche entera. Cambió de sitio, se retorció y se tumbó alternativamente sobre los costados en su incómoda yacija encima de las cajas de explosivos; se incorporó al fin, comenzó a fumar cigarrillo tras cigarrillo; se agitó y volvió a probar, pero en vano. Llegó a pensar que cuanto le sucedía era incomprensible y de suma gravedad. Luego, a la madrugada siguiente, enfrentado con otro día pavorosamente inactivo, cedió.

—Veamos lo que quiere hacer, señorita —dijo—. ¡Ea, dígalo de una vez!

—Quiero seguir bajando el río —contestó Rose.

Una vez más cruzaron por la imaginación de Allnutt aterradoras visiones de ametralladoras y rocas y remolinos de muerte; de sí mismo arrastrado por las olas, perseguido y capturado por los alemanes; y de su fin en la selva, por enfermedad e inanición. Aunque estaba realmente asustado, sentía, sin embargo, que le era imposible quedarse un minuto más en ese remanso del gran río. El terror pánico llenaba esa soledad y le invitaba a huir, para lanzarse en el vórtice de otro pánico.

—Muy bien, señorita. Sigamos.

Un rato más tarde, La Reina de África salía a todo vapor del brazo de río y desembocaba en el curso principal. El Ulanga formaba en ese punto un inmenso espejo de agua. El viento soplaba con más violencia que los días pasados, y a todo su largo visible, el río se encrespaba en olas de más de medio metro de altura, que La Reina de África salvaba con gracia, sufriendo alguna que otra rociada por la proa, que llegaba a alcanzar la caldera.

Rose estaba sentada frente al timón, rebosante de alegría. Se encontraban, una vez más, camino de hacer algo por la patria común. Había concluido la monotonía de la inactividad; el viento y las olas condescendían con su humor del momento. Hasta era posible que el pensamiento de que iban camino del peligro añadiera un punto a su euforia.

—Ahí está el cerro de Shona — gritó Allnutt gesticulando. Rose se limitó a asentir con la cabeza, y Allnutt se inclinó de nuevo sobre el hogar de la caldera, mientras maldecía entre dientes. Hasta el momento de salir había abrigado una firme esperanza: no estaba muy seguro de la distancia que los separaba de Shona, contaba con algún percance inesperado que demorase indefinidamente la llegada al peligroso punto. En verdad, se había hecho el propósito de quemar un tubo de la caldera en el momento oportuno, para así detenerse un tiempo en la reparación del desperfecto. Mas ahora inesperadamente estaban a la vista de Shona; aunque la máquina dejase de funcionar, la corriente se encargaría de llevar la embarcación bajo sus barrancas, y no había lugar de abrigo en las márgenes. Hubieran caído prisioneros y, por sorprendente que pareciera la elección, Allnutt prefería la libertad a la vida. Se dio a trabajar con ahínco en la máquina para hacerla rendir el máximo.

El combés de la lancha estaba ocupado por la pila de madera recogida esa mañana; Allnutt, agazapado detrás de ella, quiso cerciorarse de si allí estaría a salvo de las balas. Puso al alcance de sus manos unos trozos de leña seca y carcomida, capaz de arder como estopa y levantar rápidamente unas libras de presión, llegado el momento de necesitarlas. Inspeccionó manómetros y engrasadores. La Reina de África avanzó matraqueando majestuosamente, penacho de humo por la chimenea, dos alas de agua a los costados y blanca estela a la zaga. Al verla, los áscaris apostados en el cerro corrieron en busca del comandante blanco. Este acudió afanoso al muro de adobe —Shona es una aldea cercada de muros— y subió al parapeto para observar con sus prismáticos la aproximación de la lancha. Los apartó de los ojos con un gruñido de satisfacción; acababa de reconocer a La Reina de Árica, la única lancha en todo el Ulanga, acerca de la cual había recibido órdenes estrictas de Von Hanneken. Habiendo desaparecido durante un tiempo y quizá oculta en los riachos, aquél deseaba vivamente su captura. El alemán, un capitán de la reserva, se alegró al verla llegar así. Tal vez los misioneros ingleses y el propio mecánico, cansados de ocultarse, o habiendo agotado las provisiones, vinieran a entregarse a la guarnición alemana.

No cabía otra interpretación de la actitud de los ocupantes de la embarcación, ya que apenas un par de kilómetros más abajo, justo pasando el recodo, cesaba el curso navegable al volcarse el río en estrechas gargantas. La Reina de Árica sería un valioso botín para la colonia; él, el capitán, podría desplazarse a bordo de ella mucho más cómodamente que por los senderos de la selva. Y si los ingleses, en algún momento intentaban avanzar por la vieja ruta de las caravanas, alcanzando de ese modo la orilla opuesta del río, la lancha le sería de gran utilidad en la defensa del cruce del río por sus fuerzas. La sola mención de su captura constituiría un grato cambio en los monótonos partes que enviaba periódicamente por estafeta a Von Hanneken.

Se sentía, pues, alborozado al verla llegar. Permaneció observándola, mota blanca en el anchuroso río. Era evidente que la gente que iba a bordo ignoraba cuál era el mejor sitio para desembarcar; se mantenían en la parte exterior de la curva, justo donde la corriente era más rápida, cerca de la margen opuesta a la aldea. Tal vez fuera intención de los ingleses acercarse por el lado inferior, donde, empero, se encontrarían con un terreno anegado y cubierto de maleza. ¡Qué tontos! Aguardaría su llegada a la orilla para enviarles un mensaje diciéndoles que remontasen el río hasta el muelle de las canoas, donde podría inspeccionarlos sin tener que meter los pies en el lodo ni subir la alta barranca.

Se trasladó al sector adyacente del muro para seguir su maniobra en la curva del río. «Esos tontos se mantienen en la periferia de la curva» —se dijo el militar—. No mostraban, en efecto, intención de acercarse; llevó ambas manos a la visera, ya que en ese momento navegaban entre él y el sol, y el reflejo deslumbraba. «¡De manera que no vienen con idea de rendirse!». Dios sabía sus intenciones, pero, fuera como fuere, había que detenerlos. Profirió un grito que más se pareció a rugido de fiera, y su docena de áscaris acudieron al trote a su lado, con la cartuchera en bandolera sobre el pecho desnudo y sus fusiles Martini en la mano. Al recibir la orden de hacer fuego sonrieron con satisfacción, ya que la estricta disciplina militar teutona les negaba el placer de gastar cartuchos. Algunos echaron cuerpo a tierra para tomar mejor puntería, otros apuntaron de pie, según el propio instinto les sugería. El sargento de áscaris cantó las palabras místicas, cuyo significado ni siquiera entendían, mandando a sus soldados apuntar antes de hacer fuego. La ráfaga fue desigual. El capitán de la reserva observaba con sus prismáticos; la lancha, sin dar señales de desviarse de su ruta, continuaba avanzando firmemente, aunque sus temerarios tripulantes debían de haber oído la descarga, y al menos algunos de los proyectiles haberlos rozado.

—Otra vez —gruñó, y sonó una segunda descarga, con igual efecto que la primera. El asunto se ponía serio; traspuesta la aldea, la lancha se acercaba a la parte exterior del recodo. Arrebató un fusil de manos de uno de los áscaris y él mismo, cuerpo a tierra sobre el terraplén, tomando un puñado de cartuchos que le alcanzó un soldado, cargó y tomó firme puntería. La lancha se hallaba en ese instante justo en el ojo del sol, y el reflejo del agua le borraba la mirilla, resultándole difícil ubicar la toldilla blanca de la embarcación.

Mil metros era mucho alcance para un viejo Martini con las estrías gastadas. Disparó, cargó, disparó otra vez y otra y otra. La lancha seguía su curso. Al apuntar una vez más, algo se interpuso entre él y la lancha; eran los árboles de la orilla; los ingleses estaban doblando la curva. Echando una maldición, se puso en pie, fusil en mano, y rompió a correr por los muros con los áscaris como séquito. Transpirando, atravesó de un tirón el claro de la selva donde se levantaba la población, y se encaramó por el empinado sendero, que lo condujo al otro lado. Subiendo hasta temer que le estallara el corazón, se introdujo en la maleza, para encontrarse finalmente en la cima de la barranca, desde donde dominaba el último trecho del río antes de las cataratas. Los ingleses habían alcanzado el extremo opuesto; la lancha iba a virar para tomar la curva. El capitán afianzó la culata del fusil contra el hombro e hizo fuego apresurado dos veces, aunque, jadeante como estaba, sin esperanza alguna de hacer blanco. Luego la lancha desapareció por la garganta y ya nada le quedó por hacer al jefe de la guarnición.

No obstante, durante un largo minuto, permaneció allí, mirando en dirección a las altas barrancas. Von Hanneken se pondría furioso al enterarse de la pérdida de la lancha, pero, ¿qué más se hubiera podido hacer? ¿Quién podría hacerle al capitán el cargo de no haber previsto lo imprevisible? Nadie que poseyera un adarme de sano juicio hubiera pensado nunca en aventurarse con una lancha de vapor en las cataratas; y en el adiestramiento de un oficial de la reserva no entra la consideración de los casos de insania. Los pobres diablos, a esas horas, habrían pagado con sus vidas tamaña locura, arrojados y hechos pedazos contra las rocas; pero la lancha estaba perdida para siempre. Ni siquiera podría organizar una expedición para recuperar los fragmentos, ya que los peñascos, que caían verticalmente sobre el río, eran inescalables; y, a menos de cinco kilómetros de Shona, el terreno se tornaba tan escabroso y la selva tan espesa, que el Ulanga inferior permanecía casi desconocido y punto menos que inexplorada esa parte del África Central alemana. Sólo Spengler —otro chiflado— había pasado por allí.

Aquel capitán de la reserva no iba a intentar nada; tomó esa resolución al abandonar la cima del cerro. Y, caminando de regreso a Shona, empapado de sudor, siguió indeciso acerca de si debería mencionar el episodio a Von Hanneken en el primer parte. Ello le traería dolores de cabeza; Von Hanneken no admitiría disculpas, y Von Hanneken era tiránico. Prefería no mencionar nada: desaparecida la lancha, los pobres diablos que iban a bordo no irían a contarle el cuento. El mundo no lloraría a aquel gusano de misionero y a la jeta de caballo de su esposa… ¿O sería su hermana? Hermana, claro. Y el mecánico inglés que trabajaba en la mina belga, ese cara de ratón… Con todo, le apenaba un poco pensar en el triste fin que acababan de encontrar.

Al entrar por la puerta de Shona seguía indeciso acerca de si debía o no a Von Hanneken una explicación del caso. Los áscaris no dejarían de hacer correr la noticia, mas pasaría tiempo antes de que llegara a oídos del comandante.