Al anochecer, Allnutt se mostró taciturno y malhumorado, como si estuviese rumiando alguna secreta queja. No pasó ello inadvertido a los ojos de Rose, quien lo miró fijamente un par de veces. El clima de camaradería estuvo ausente esa tarde a la hora del té. Una vez concluido el refrigerio, Allnutt extrajo de su cajón la botella de ginebra y se sirvió en abundancia, por segunda vez ese día; y bebió y volvió a llenar el tazón, siempre taciturno y melancólico. Siguió bebiendo; el alcohol parecía aumentar su malhumor. Rose sentía instintivamente que debía hacer algo para mantener alta la moral de la tripulación. El viento traía cargas de electricidad que el mudo y murrio beber no hacía sino aumentar de intensidad.
—¿Qué le pasa, Allnutt? —preguntó ella suavemente. Estaba sinceramente apenada por la desdicha moral del pequeño cockney, siempre que nada tuviese que ver con el éxito de la empresa.
Allnutt, por toda respuesta, bebió otro trago y quedóse mirando enfurruñado las zapatillas deshilachadas que calzaba. Rose fue a sentarse a su lado.
—Dígame —repitió gentilmente.
Esta vez Allnutt contestó.
—No vamos a seguir río abajo —repuso él—. Ya hemos ido bastante lejos. Toda esta locura de llegar al lago…
Allnutt no empleó precisamente la palabra «locura», pero aun cuando el vocablo pronunciado le fuera extraño, Rose conjeturó que debía significar algo parecido; se asombró, no por el término, sino por el sentimiento con que Allnutt se había expresado. Se hallaba preparada para oír algún exabrupto, pero no había sospechado que pudiese caber en su pensamiento nada de esa naturaleza.
—¿Que no vamos a proseguir? —preguntó ella—. ¡Pero, Allnutt!… ¡Por descontado que debemos hacerlo!
—Nada de «por descontado» en este maldito asunto —profirió él.
—No veo lo que puede haberle ocurrido —insistió Rose, perpleja.
—Es el río, ¡eso! Y Shona.
—¡Shona! —repitió Rose. Al fin vislumbraba la causa de la preocupación de Allnutt.
—Si seguimos mañana —dijo Allnutt—, estaremos en los rápidos por la noche. Y antes de llegar a ellos tendremos que pasar por Shona. Había olvidado a Shona. Me acordé anoche.
—Pero nada puede pasarnos en Shona.
—¿Ah, no? ¿Ah, no?… ¿Cómo lo sabe usted? Si hay algún lugar de este río donde los alemanes están en guardia es Shona, Es allí donde el sendero que viene del sur cruza el río. Había un ferry de los nativos antes de que llegaran los alemanes; tendrán un destacamento al acecho. Tan cierto como que estoy vivo. Y no hay manera de escurrirse por Shona. He andado por allí a bordo de esta Reina. Conozco el río en ese punto; es un recodo inmenso, sin brazos laterales, nada para escabullirse. Se domina todo el ancho, de una orilla a otra, y Shona está en un ribazo sobre la margen.
—Pero no nos van a poder detener…
—¡Que no nos van a detener!… No diga tonterías, señorita. Tienen fusiles, y tal vez ametralladoras y cañones, ¿quién le dice que no? El río tiene allí poco más de un kilómetro de ancho.
—Hagámoslo de noche, entonces.
—Eso tampoco es posible. Los rápidos comienzan justo después de Shona. Esa barranca donde está Shona es la primera de una doble cadena por entre la cual se precipita el río. Si pasamos Shona en la oscuridad, también tendremos que pasar los rápidos de noche. Y yo no me voy a meter allí sin luz. Ni me voy a meter en los malditos rápidos en modo alguno nunca, nunca. No debíamos haber avanzado hasta aquí. Es una idea estúpida, sin pies ni cabeza. Nos podrían encontrar aquí con que salieran en canoa desde Shona. Mañana me voy de vuelta a aquel riacho donde fondeamos ayer. Ése es el mejor lugar.
Allnutt acababa de despojarse de su débil barniz de recato y falsa modestia. Prefirió aparecer como cobarde a los ojos de Rose antes que arriesgarse a pasar bajo el fuego graneado del puesto de Shona, o intentar el imposible descenso por las gargantas del Ulanga. Ya no se andaba con medias tintas en la expresión de sus sentimientos el amigo Allnutt. Al finalizar, como para sellar su firme resolución, bebió ginebra pura. Rose estaba pálida de ira por el desencanto. Trató de mantenerse calmada, ensayando el ruego y la lisonja para hacerle cambiar de idea, pero Allnutt no estaba para carantoñas. Estuvo callado un breve rato, sin intentar siquiera responder a los argumentos que Rose iba aportando; su mejor oposición era una estólida inercia. Sólo ya caída la tarde, cuando Rose lo llamó mentiroso y cobarde —y Rose nunca en su tranquila sociedad había empleado con nadie tales epítetos—, se decidió a rebatirla.
—La cobarde es usted —repuso—. Usted no es mujer. No, señorita. Eso es lo que mi pobre madre hubiera dicho de usted. Si mi madre la hubiera oído…
Cuando un hombre con unas copas de ginebra de más comienza a hablar de su madre, ya no hay manera de discutir con él, como Rose no tardó en advertir. Se recogió tiesa bajo la toldilla, en tanto que Allnutt proseguía su pequeña orgía. Estaba sola en una embarcación con un hombre ebrio; no podía haber situación más comprometida. Se mantuvo sentada junto a la borda, con los nervios tensos, pronta a luchar en defensa de su vida y su pudor, y muy segura estaba de que algo de ello intentaría el hombre antes de que amaneciera. Cada uno de los torpes movimientos de Allnutt en la oscuridad la ponía alerta. Cuando Allnutt volcaba el tazón o se escanciaba otro trago, ella se incorporaba con los puños cerrados, convencida de que el ataque no tardaría un minuto más. Hubo un angustioso momento de espera al acuclillarse Allnutt grotescamente para retirar el cajón de ginebra y sacar otra botella; ella pensó que estaba avanzando agazapado hacia la toldilla.
Mas ebrio, Allnutt no era ni libidinoso ni violento. Al mencionar a su madre, habían brotado lágrimas de sus ojos. Lloró por la suerte de Carrie, la robusta negra con quien vivía entonces, y que estaría Dios sabe en qué tarea en el ejército de Von Hanneken. Luego rompió en lamentaciones sobre su expatriación y sollozó entre hipos, pensando en los amigos de su adolescencia en Londres. Echó a cantar, con discordancia increíble en un ser humano, mas la tonada estaba de acuerdo con su estado:
Lleva mis recuerdos a Leicester Square,
A la dulce Piccadilly y Mayfair,
Saluda a mis amigos de ayer,
Ellos sabrán comprender.
Prolongó tanto la última nota que olvidó el resto de la canción, y, tras dos o tres vanos intentos por aferrar de nuevo el primer transporte poético, renunció al canto. Luego, entre dientes, se dio a discutir de sueño y vigilia, hasta que Rose, al oír sus sonoros ronquidos, tuvo la certeza de que había pasado el peligro. Sus nervios estaban cediendo a un placentero alivio cuando un ruido sordo y el estrépito de cacharros procedentes de donde descansaba Allnutt volvió a ponerla tensa. Una malhumorada exclamación le advirtió que el ebrio acababa de caer desde su asiento a las tablas desnudas del piso, con jarros, botella y todo. Mas a los dos minutos volvía a roncar plácidamente, en tanto Rose permanecía sentada, con el busto erguido, tensa e inmóvil, resentida con el camarada. El olor picante de la ginebra derramada impregnaba el ambiente.
La desesperación y el odio impedían a Rose conciliar el sueño. No le quedaba ya esperanza alguna de realizar su propósito. Su conocimiento de los hombres —que se circunscribía a su hermano Samuel y a su padre— le decía que cuando un hombre afirma una cosa es que se la ha propuesto, y ya no hay poder en la tierra capaz de inducirlo a cambiar de decisión. Se resistía a creer que Allnutt pudiera jamás ser inducido, persuadido o intimidado para intentar el paso de Shona. Era la primera vez en su vida que se había hecho el propósito firme de realizar algo, y allí estaba Allnutt, inflexible, en medio del camino, impidiéndoselo. Rose no perdía el tiempo con sueños quijotescos, como, por ejemplo, el de librarse de Allnutt y pilotar La Reina se África ella sola; le sobraba sensatez para tener conciencia de sus escasas aptitudes, y no pensó en ello siquiera un segundo.
Pero, al mismo tiempo, le bullía dentro un sentimiento de rebelión contra el hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios. Aunque durante treinta años había acatado con femenina naturalidad las decisiones del sexo superior, por arbitrarias que éstas fuesen, este caso era diferente. Estaba apasionadamente decidida a llevar a término la aventura; sabía que debía hacerlo; su conciencia y la proyección de su ánimo se combinaban para hacerle sentir amargamente el cambio de opinión de Allnutt. Nada le quedaría por hacer en la vida si no le fuera posible llevar La Reina se África hasta el lago, para ofrendar su tributo de valor y abnegación a su patria; y veía tal santidad en su misión, que sentía como si el alma se le manchase de pecado mortal ante la amenaza de fracaso. Su encono hacia Allnutt aumentaba por momentos.
A lo largo de la noche resolvió que Allnutt debía pagar cara su arbitrariedad. Apretaba los dientes, se mordía las uñas —la pantufla de su madre la había curado una vez de esta costumbre, a la edad de doce años— y juraba que amargaría la vida del mecánico. Era la primera vez que Rose iba a intentar amargar la vida a alguien, mas en su paroxismo de resentimiento sentíase inspirada para hacerlo. Quienquiera que la hubiese observado en la oscuridad la habría visto con el mentón proyectado hacia adelante y los labios firmes, dando forma de delgada línea recta a la comisura, y con dos profundos paréntesis desde los lados de la nariz hasta los ángulos de la boca. La hubiera tomado por una arpía, una mujer de temperamento violento y ánimo perverso. Ahora que ya no estaba Samuel, Rose no sabía qué hacer con la paciencia, la resignación, la caridad, la clemencia o cualquiera de las pasivas virtudes cristianas.
Tampoco la entera noche de penurias mejoró su humor. Calambres y dolores la hacían cambiar de posición a cada instante; pero, aun queriéndolo, no podía acostarse bajo la toldilla donde Allnutt estaba despatarrado, todo a lo largo, en el fondo de la embarcación, y no quería ocupar el sitio del otro entre las cajas de explosivos.
Quedóse, pues, sentada y dolorida, en el rústico banco de la regala donde había pasado la mayor parte del día, a pesar de la protesta de sus bien formadas posaderas. Logró conciliar el sueño al acercarse el alba, a ratos, pero no era sueño para calmar su fría ira.
La claridad del día le presentó el espectáculo de Allnutt echado como un ser inanimado sobre las tablas del piso. El rostro, apenas cubierto por una rala barba, era de un gris sucio; por su boca abierta salían, apagados, desagradables sonidos. No era ningún placer para el sentido de decencia de una dama observar aquel espectáculo. Rose se levantó de su asiento y le pasó por encima; le hubiera dado de puntapiés para despertarlo, de no haber preferido mantenerlo inerte mientras realizaba lo que acababa de ocurrírsele. Tiró del cajón de botellas de gin, sacó una botella y le rasgó la cápsula de lámina de plomo. El tapón era de los de con cabeza, que no necesitan sacacorchos. Vertió el contenido por la borda, echó la botella vacía tras él y repitió la misma operación con otra botella.
Cuando el gorgoteo del precioso líquido hirió por tercera vez sus oídos embotados, Allnutt gruñó unas palabras, abrió los ojos y dio unos respingos para incorporarse.
—¡Jesús! —dijo.
No fue la vista de la tarea en que estaba empeñada Rose la que provocó su exclamación, pues no había descubierto la procedencia del ruido que acababa de despertarlo. La cabeza de Allnutt semejaba una masa de dolor al rojo. Y sentía, además, como si la cabeza estuviese clavada en las tablas del piso, causándole dolores inauditos todo intento de despegarla de allí. Los ojos no toleraban la luz; con sólo entreabrir los párpados se intensificaba su dolor. Gemía con los ojos cerrados; la boca y la garganta le abrasaban.
Allnutt no era un bebedor habitual, ni era natural en él ese género de orgías; su físico no toleraba el alcohol. Tal vez residiera allí, en su escasa resistencia al alcohol, la explicación de su misteriosa presencia en el África Central alemana. Una sola noche de embriaguez solía reducirlo a un estado lastimoso, enfermo, pálido, tembloroso, y pronto a jurar que jamás bebería otro trago… La verdad, era capaz de pasarse otro mes antes de repetir la fiesta.
Rose no hizo caso de sus gimoteos ni de sus entrecortadas frases de lamentación. Lanzándole una mirada de desprecio, se apresuró a echar al agua la última botella del cajón. Dio unos pasos hacia la proa y extrajo el segundo cajón de gin de entre las demás cajas de provisiones. Tomó el destornillador favorito de Allnutt y comenzó a forcejear con sus robustas muñecas para levantar la tapa. Al ceder los clavos y levantarse la tapa con estrépito de madera reducida a astillas, Allnutt se volvió para mirar de nuevo a la mujer. Apelando a todas sus fuerzas, y desentumeciendo sus miembros doloridos, logró sentarse en el piso, apretándose las sienes, que golpeaban como pilones candentes. Se quedó mirándola con ojos incrédulos.
—¡Jesús! —exclamó al fin, con tono lastimero.
Rose no perdió tiempo ni gastó simpatía con él; con calma, continuó vaciando botellas en el río. Allnutt alcanzó a incorporarse sobre las rodillas, con los codos apoyados en el banco. Al segundo intento llevó las rodillas a la altura del banco y dobló el cuerpo sobre la borda. Rose creyó por un instante verlo caer al agua, mas no se preocupó por ello. Vio luego que estiraba el cuerpo hasta llevar los labios a tomar contacto con el agua, y que sorbía con avidez. Satisfecho, Allnutt volvió a dejarse caer en el banco, y al instante vomitó toda el agua que acababa de engullir; pero ya se sintió mejor. Al menos, la luz había dejado de irritarle las pupilas.
Rose arrojó la última botella al río y se cercioró de que no había otras en el cajón. Volvió a ir hacia la toldilla de popa, rozando a Allnutt al pasar junto a él, mas no dio muestra de haberlo advertido. Extrajo unos objetos del tocador de una cajita, levantó una alfombra del suelo y se volvió a proa.
Cuando Allnutt dirigió la mirada en esa dirección la alfombra estaba tendida sobre la chimenea, en los estais de ésta, a manera de biombo. Al concluir su arreglo, Rose quitó el obstáculo, enrolló la alfombra, siempre sin hacer caso de la presencia del hombre, y comenzó a prepararse con toda calma el desayuno. Después recogió la «mesa» y volvió a popa, pero siempre sin dirigir la mirada ni la palabra a su camarada. Con aire de absoluta abstracción, tomó sus prendas sucias de la caja donde las guardaba y comenzó a lavarlas sobre la borda, poniéndolas luego a secar, prenda por prenda, en la toldilla. Y cuando también terminó el lavado, se sentó a descansar; ni una mirada en dirección a Allnutt. Era, en verdad, el comienzo del gran silencio.
Rose no habría podido escoger medio mejor para quebrantar la moral de Allnutt; sin advertirlo, había dado con un recurso realmente efectivo, recordando que cuando Samuel había creído necesario mostrarse enfadado con ella le había retirado el encanto de su conversación, a veces hasta por espacio de veinticuatro horas. Había recordado en qué lóbrego lugar se convertía entonces la cabaña, y cómo el silencio de Samuel minaba la calma de sus nervios hasta el bendito momento del perdón. No pretendía Rose igualar la gélida impersonalidad de su hermano, pero se sabía capaz de imitarlo, sobre todo porque no podía, de ningún modo, vencer la repugnancia de dirigir la palabra al odioso hombre con quien compartía la pequeña embarcación. Rose tenía escasa fe en su habilidad para regañar, y regañar habría sido la otra línea de ataque capaz de amargar los días de Allnutt.
Durante la mañana, Allnutt no sintió casi el efecto de su aislamiento; su mente y su cuerpo estaban ocupados en vencer los efectos de una botella y media de bebida de alta graduación alcohólica en un clima tropical. Mas a medida que pasaban las horas, y los tragos de agua del río le devolvían al ritmo de su proceso fisiológico normal, comenzó a mostrar señales de inquietud. Creía haber expiado sus pecados y ganado el perdón; y le fastidiaba insoportablemente no poder charlar, según su costumbre. Pensaba que Rose estaba enfadada por la borrachera; en su estado atribuía escasa importancia a su renuncia a pasar Shona y las gargantas.
—¡Diablos! ¿No hace calor? —dijo.
Rose fingió no haberlo oído.
—No vendría mal otra tormenta —prosiguió Allnutt—. Para refrescarse uno un poco. Aunque después estos malditos pican más despiadados que nunca.
Rose se acordó de que tenía que coser un par de botones. Buscó la prenda y el canasto de la costura y púsose tranquilamente manos a la obra. Al verla en actividad, Allnutt creyó que, al fin, iba a ser notada su presencia, y se sintió decepcionado al ver que era otro el propósito de Rose.
—¿Está poniendo sus cosas en orden, señorita?
Cuando cose, una mujer cuenta con un arma poderosa para esta clase de duelos con un hombre. La cabeza baja, oculta las expresiones del rostro sin delatar su intención: le resulta la cosa más fácil del mundo simular completa abstracción, cuando, en realidad, observa y escucha atentamente, y si aun así se hallara desconcertada o necesitara un instante para pensar, siempre le quedaría con qué hacer tiempo buscando las tijeras. Y algunos hombres —Allnutt era un ejemplo— se irritan y enfurecen al ver que la mujer pone más atención en la insignificante tarea de coser que en escuchar su cautivadora conversación.
A Allnutt le llevó pocos minutos darse cuenta de que había perdido la primera vuelta de la contienda.
—¿Es que no me quiere contestar, señorita? —dijo al fin, y luego, al no recibir respuesta, prosiguió—: Siento mucho lo de anoche. Ahí tiene, no me avergüenza decirlo, señorita. ¿Qué podía hacer, con la bebida a mano, y el calor, y no sé qué más? No pude dejar de tomar un trago más de lo que debía. Ya se las ha cobrado usted, tirando todo lo que quedaba, ¿no le parece? Estamos a mano, creo.
Rose hizo oídos sordos, aunque un psicólogo más avisado hubiera hecho sus deducciones, por el modo como envolvía el hilo en la cola del botón y la demora deliberada en echar puntadas inútiles. Allnutt perdió la paciencia.
—Sálgase con la suya, pues, ¡vieja perra, mascapadrenuestros, cantasalmos! —dijo. Tiró la colilla del cigarrillo por la borda con gesto de desdén, y fue balanceándose a proa. El corazón de Rose dio un salto al verle hacer el primer movimiento, creyendo que esta vez recurriría a la violencia física. Mas por suerte, delató su verdadero propósito antes de que ella tuviese tiempo de obedecer a su primer impulso de dejar la costura y defenderse. Transformó, pues, su leve sobresalto en probar a pasar el botón por el ojal.
Desde sus años de la infancia, y por haberlo aprendido de sus padres en la sórdida casa de vecindad en que había crecido, Allnutt había oído decir, creyéndolo, que la vida ideal era la del ocio absoluto, acompañado de la abundancia de comer y beber. Combinación ideal, por otra parte, que, hasta ese día, se le había mostrado esquiva. Jamás se habla visto en la necesidad de distraerse solo; siempre había tenido compañeros para sus ratos de ocio. La soledad lo enfermaba tanto como la responsabilidad, lo cual nos explica por qué, cuando su tripulación negra había desertado allá en la mina, había realizado el para él poco apetecible esfuerzo de bajar a la misión en busca de Samuel y Rose. Y eso de hallarse enjaulado en una embarcación de diez metros le destrozaba los nervios, y más tratándose de nervios ya estragados, como los suyos. Hizo cuantos ruidos y movimientos raros pudo a fin de agotar la paciencia de Rose; pero ésta sabía controlarse.
No tardó, cansado de moverse sin ton ni son por la embarcación, en disponerse a revisar la máquina. Hacía mucho tiempo que la pobre no recibía la atención que el mecánico le prodigó ese día. Se vio limpia, engrasada y acariciada, y un par de juntas mal reparadas se vieron remendadas un tanto más efectivamente. Luego, Allnutt, notándose sucio y pringoso, se lavó con esmero y, atendiendo a esta parte de su aseo personal, se acordó de algo más; fue a su armario, sacó la navaja, limpió la grasa con que solía tener cubierta la hoja para protegerla del óxido, y se afeitó. Por mera pereza había dejado de afeitarse, al estallar la guerra, lo que explicaba su barba de histrión. Rasurar una barba de varios días es operación dolorosa, pero Allnutt no hizo caso; continuó hasta el fin, y cuando se vio la cara limpia, se acarició con satisfacción sus mejillas de muchacho. Puso unas gotas de aceite en su cabello desgreñado y lo alisó hasta obtener el peinado apetecido, con un artístico mechón marcando una onda sobre la frente. Volvió a poner los bártulos en el armario con inusitado esmero, para sentarse a descansar luego. Cinco minutos después estaba de nuevo en pie, moviéndose en todas direcciones en el tiránico espacio de la lancha, en busca de algún quehacer. En torno gravitaba el silencio del río, que por sí solo sobraba para irritarle los nervios.