Rose durmió la mayor parte de la noche. La lluvia, infierno de agua, relámpagos y truenos, la despertó con un sobresalto. Tardó un rato en darse cuenta de su situación, acostada como estaba en la oscuridad, sobre las tablas duras del piso. Todo a su alrededor era un infierno de ruidos. La lluvia caía como sólo puede hacerlo en África Central. Tamborileaba en la toldilla y formaba miniaturas de cataratas de los árboles al río.
Los relámpagos, con reflejos eléctricos, iluminaban hasta el agua pardusca del riacho, y el trueno rugía casi sin solución de continuidad. Un viento cálido llevaba la embarcación corriente arriba, y, en los momentos en que amainaba un poco, ésta volvía a su fondeadero con una brusca sacudida. Rose sintió como un latigazo en el rostro la primera ráfaga de lluvia tibia, empujada por el viento debajo de la toldilla; a poco comenzó a hacer agua la propia lona, descargando pequeñas cascadas de agua en torno suyo.
Parecía como si todo sucediese a la vez: de dormida y olvidada de la situación en que se hallaba, despertó azotada por el agua, con la lancha tironeando de la cadena del ancla. Algo se movía por el combés de la embarcación, y un relámpago dibujó la silueta de Allnutt dirigiéndose hacia ella, empapado y afligido, arrastrando sus ropas tras de sí. Fue a echarse cerca de Rose, gimiendo cual falderillo apaleado. La toldilla le soltó, por uno de sus jirones, un chorro de agua sobre la nuca.
—¡Vaya! —dijo, y cambió de sitio.
Dio la casualidad de que Rose se hallaba en un punto donde no corría peligro de sufrir la caída directa de tales torrentes; sólo la fastidiaba la lluvia que le traía el viento y las salpicaduras que la alcanzaban desde el piso. Era ése el único sitio realmente resguardado. Allnutt pasó largo rato cambiando bruscamente de lugar, siempre perseguido por los inexorables chorros que caían de arriba. A Rose le castañeteaban los dientes, y hubo un instante en que estuvo a punto de sacar el brazo para atraerlo hacia sí, como a un niño; se sonrojó secretamente al descubrir su amago de intento, pensando que Allnutt era tan niño como ella. En cambio se incorporó y le preguntó:
—¿Qué podemos hacer?
—Nada, señorita —contestó él sin valor ni voluntad.
—¿No puede guarecerse en ningún sitio?
—No, señorita. Pero esto no va a durar mucho.
Allnutt hablaba con la desganada paciencia adquirida en una vida desdichada. Huía de un chorro de agua para caer bajo otro. Samuel, en trance semejante, habría desahogado su mal humor; Rose medía a todo el mundo en relación con su hermano, porque no conocía a hombre alguno tan bien como a él.
—¡Pobre hombre!
Hubiera debido decir «pobre chico» o algo cariñoso que sonase mejor a los oídos de un camarada, mas Rose jamás se había dirigido a un hombre llamándolo «chico».
—¡Qué pena! —dijo Rose, pero Allnutt no atendía sino a esquivar la pesada ducha.
La tormenta cesó con la misma rapidez con que había comenzado. En una región donde llueve a razón de tres centímetros por hora, una precipitación anual de trescientos centímetros equivale a doscientas horas de lluvia. Durante un rato las copas de los árboles continuaron mugiendo, barridas por el viento, pero luego, al cesar éste, apareció un reflejo blancuzco en la superficie del agua; con la quietud del alba, el sonido del río serpenteando en torno de los raigones descubiertos ahogó todo otro ruido. El día llegó de improviso, y esta vez el sol y el calor fueron bienvenidos portadores de alivio y no crueles tiranos. Rose y Allnutt se levantaron del fondo de la embarcación. De la superficie del río, todo alrededor de ellos, manaba vapor como de un lavadero.
—¿Qué hemos de hacer antes de seguir adelante? —preguntó Rose.
No se le ocurría ningún quehacer previo a levar el ancla. Allnutt se rascó su crecida barba.
No tenemos leña —observó—. Tenemos que proveernos de ella; hay bastantes ramas secas por aquí. Y hay que achicar; el bote ya hacía agua, y con toda esta lluvia…
—Enséñeme a achicar.
Rose trabó así conocimiento con la bomba de mano, tan vieja e ineficiente como todo lo que había a bordo. En teoría, bastaba con introducir el pie de la bomba entre el forro de la borda y las tablas del piso, y luego bajar y subir una palanca, para que el agua de debajo de las tablas fuera absorbida y volcada al río por una espita; ladeando la embarcación un tanto hacia el lado de la bomba, era posible extraer toda el agua. Mas el aparato se negaba a andar; chillaba y se ahogaba y trababa y pellizcaba las manos que lo mandaban, con una malignidad rayana en lo diabólico. Rose llegó a odiar aquel mecanismo con tanta intensidad como no había aborrecido algo antes. Allnutt le indicó cómo dar comienzo al trabajo.
—Usted vaya por leña —le dijo Rose, mientras colocaba la bomba en posición y se preparaba para accionar la palanca—. Esto de aquí, corre de mi cuenta.
Allnutt sacó un hacha, tan herrumbrosa y gastada como el resto de las cosas de la lancha, enganchó el bichero en la orilla y saltó a tierra con la amarra de popa en mano. Desapareció entre la maleza, mirando adelante y en torno a cada paso, por miedo a las serpientes; en tanto, Rose se afanaba con su bomba. Nada podía haber en el mundo más diabólicamente a propósito para borrar de un ánimo bien dispuesto todo optimismo mañanero. Rose, con el rostro encendido y las gotas de sudor brotándole de todo el cuerpo, luchaba con el desvencijado arnés. De rato en rato aparecía Allnutt de entre la espesura con una nueva carga de ramas secas que sumaba a la pila que iba creciendo en la orilla, junto al fondeadero, y finalmente, tirando de la amarra, dio comienzo a la incierta tarea de llevar la leña a bordo.
Rose interrumpió su trabajo para ayudarle —iba quedando apenas un charco de agua barrosa debajo de las tablas del piso—, y una vez que toda la leña estuvo a bordo, con el combés cargado hasta el filo de la borda, ambos se detuvieron para tomar un respiro, mirándose el uno al otro.
—Convendría salir ya —dijo Rose.
—El desayuno —dijo Allnutt, y, luego, jugando su mejor carta—. ¿Y el té?
—Eso se arregla andando —rebatió Rose—. Salgamos.
Tal vez Rose hubiera sido durante toda su vida una decidida mujer de acción, pero había pasado sus años de adulta bajo la influencia de su hermano. Samuel, además de hombre, había sido en vida ministro del Señor, y, por lo tanto, poseedor de un doble —acaso cuádruple— derecho de ordenar los actos de las mujeres de su grey. Rose se había conformado con seguir su consejo y acatar su juicio.
Ahora que estaba sola, la reacción llegaba, violenta. Se encontraba llevando a cabo un plan propio y no se sentía con ánimo de permitir que nadie la detuviera ni la demorara. La fiebre de acción la consumía. Esto sin desmedro del fervor patriótico que la animaba. Tomada la firme determinación de hacer algo por su patria, tan tenaz e inconmovible era la voluntad que la impulsaba, que ni siquiera debía detenerse a pensar, como no se piensa en el acto de la respiración y en el latido del pulso. Sentía de cerca el impulso vengador de la muerte de su hermano; pero más fuerte y más presente que todos los motivos actuales era tal vez el deseo de borrar los diez años de insultos infligidos por los funcionarios coloniales alemanes, que el manso Samuel había soportado tan resignadamente. Era el recuerdo de aquellos desaires lo que llevaba oleadas de sangre a sus mejillas y la hacía apretar el puño, impulsándola a la acción.
Allnutt se encogió filosóficamente de hombros como solía hacer con sus patronos belgas allá arriba en la mina. La mujer estaba un tanto chiflada, pero se hubiera gastado más saliva contradiciéndola que obedeciéndola; por el momento al menos. Allnutt era incapaz de autoanalizarse hasta el punto de apreciar que la mayor parte de los trances duros de su vida eran obra de sus intentos por soslayarlos. Se dirigió, pues, con su acostumbrada postura de penitente, a la tarea de encender la caldera, y en tanto ésta levantaba el vapor, se dedicó a la interminable labor de lubricar las partes móviles. Tan pronto la caldera comenzó a parlotear y hacer gorgoritos, Allnutt miró inquisitivamente a Rose, quien le hizo una seña afirmativa con la cabeza. Rose sentía curiosidad por averiguar cómo Allnutt pensaba sacar la lancha del angosto canal en que la tenía fondeada.
Y es verdad que Allnutt hubo de prodigarse para salir del lugar. Tiró primero del ancla con el cabrestante, pero sin resultado, porque la corriente era recia y no le permitía subirla hasta la lancha. Así que hizo girar la hélice hasta conseguir que La Reina de África tuviera la proa avanzando contra la corriente, para, lanzándose adelante, izar el ancla en seguida, y cobrar y adujar el cable. Pero no continuó remontando el brazo del río, ya que no había manera de saber si la ruta estaba despejada hasta el curso principal; algunos de esos canales solían tener una longitud de hasta diez kilómetros. Optó por reducir la aceleración hasta dejar que la corriente casi arrastrase la embarcación, bien que llevándole leve ventaja.
Esto le proporcionaba una marcha contraria, singular, en la cual había que pensar en términos de popa en lugar de proa. Allnutt dejó sola la máquina y corrió hacia el timón; no podía confiarlo a Rose en la maniobra que se proponía. Dejó que La Reina de África se deslizase suavemente a favor de la corriente hasta alcanzar la confluencia con el ancho curso del brazo principal. Allí soltó el timón y fue a dar contramarcha, para llevar la popa contra la corriente, corriendo de vuelta al timón, vigilando entretanto a proa a fin de que un bandazo no llevase la embarcación a estrellarse contra la orilla; luego, estando la proa ya libre mientras la popa amenazaba una catástrofe, corrió de nuevo adelante, puso la hélice en sentido contrario y saltó una vez más hasta el timón, teniendo la lancha firme mientras se abría camino, corriente abajo. Fue una maniobra arriesgada, ejecutada con pericia de práctico; Rose, aun con su escasa experiencia, supo apreciarla en casi todo su valor. Se le escaparon algunos detalles; como por ejemplo el acertado equilibrio en medio de la contracorriente, en la curva, y el ingenioso empleo de la hélice para reforzar el viraje. Sonrió meneando la cabeza en señal de aprobación, mas Allnutt no buscaba el aplauso; la máquina lanzaba en ese instante señales de peligro, y tuvo que entregar la caña del timón a Rose y acudir a su tarea.
La Reina de África reanudó su solemne carrera navegando al amparo de la corriente, bajo la dirección de una Rose confiada y sonriente; recorría el canal principal un curso de agua de unos cien metros de ancho, así que no le tocaba resolver arduos problemas de navegación. Había aprendido a desconfiar de los remolinos en forma de V en la superficie, porque eran señales seguras de que había troncos o raigones casi a flor de agua; comprendía ahora la útil característica del fondo plano y el poco calado de La Reina de África, que la hacía pasar, sin peligro para su quilla, sobre cualquier obstáculo no señalado por algún detalle del curso. Las mayores fuentes de peligro eran los vientos; una brisa fuerte que peinase la superficie del río, rizándola, borraba las señales de alerta.
Ese día no soplaba el viento. Todo parecía marchar a pedir de boca. En el riacho, serpeando entre islotes cenagosos y deshabitados, no se corría el peligro de ser vistos desde las márgenes; la derrota era fácil y la máquina de La Reina de África se hallaba en uno de sus mejores días, dicharachera pero obediente. Allnutt pudo hasta robarle unos escasos diez minutos para preparar el desayuno. Llevó a Rose su porción, y ella la tomó sin advertir siquiera las manos pringosas que se la alcanzaban. Comió y bebió sin soltar el gobernalle; se sentía casi feliz.
Con una corriente propicia de cuatro nudos, la lancha se deslizaba entre las cercanas márgenes a paso alegre, y giraba en las curvas con subyugante agilidad. Casi sin darse cuenta, Rose estaba haciéndose una experta en materia de corrientes, contracorrientes y remolinos, aprendizaje que habría de poner a prueba muy pronto.
El calor iba en aumento. Conforme el sol se elevaba más en el horizonte, Rose se vio imposibilitada de mantener la lancha a la sombra de las copas de los añosos árboles que flanqueaban el canal. Los rayos directos los herían a ambos como estoques en los trechos sin sombra, y aun debajo de la toldilla sentía Rose el calor abrasador del hogar y la caldera.
Lo lamentaba sobre todo por Allnutt, y por ello encontraba justificada su antihigiénica costumbre de beber el agua sucia del río. En la misión, ni ella ni Samuel habían bebido jamás una gota de agua sin que estuviera filtrada previamente, por miedo a la lombriz intestinal, al tifus y a las muchas plagas de que el agua puede ser portadora. Ahora ya aquello parecía no tener importancia; bajo la toldilla, disfrutaba al menos de un poco de sombra, mientras Allnutt se derretía bajo los rayos del sol.
El, por su parte, era uno de esos hombres hechos a trabajar bajo temperaturas imposibles. Había estado de engrasador en las salas de máquinas, con temperaturas superiores a los sesenta grados centígrados, de los barcos mercantes de las líneas del Mar Rojo; para él, el aire abierto del río Ulanga era menos bochornoso y sofocante, incluso bajo el sol directo, que la atmósfera en que trabajó antaño. Ni se le ocurría lamentarse de este capítulo de su vida; le causaba cierto placer estético inducir a la desvencijada máquina a seguir andando.
El brazo llegaba a su término para confluir con el curso principal. Así como antes se habían cerrado sobre la embarcación, las márgenes se alejaron al salir al majestuoso curso, ya de casi un kilómetro de ancho, con un reflejo azulino lejano bajo el cielo despejado. Allnutt no simpatizaba con las extensiones anchurosas. Von Hanneken, con su ejército, debía de estar acampado en algún punto de la ribera; acaso tuviera centinelas apostados en los puntos estratégicos. Únicamente escurriéndose por entre los islotes y riachos podría pasar desapercibida La Reina de África. De pie junto a la borda, Alnutt escrutaba ansiosamente, tratando de penetrar las márgenes en busca de indicios.
Rose, aun advirtiendo la preocupación que lo embargaba, no la compartía. Hallábase poseída por la temeridad más absoluta. Hubiera descartado toda idea de fracaso en la misión emprendida. En cuanto a caer prisionera de Von Hanneken, no creía en tal posibilidad… y desde luego que no sospechaba ninguno de los recelos y temores que torturaban a Allnutt acerca de lo que haría Von Hanneken si fueran sorprendidos planeando alguna acción de guerra con La Reina de África. Con todo, para darle gusto a Allnutt, maniobró la embarcación dirigiéndola al extremo opuesto del recodo, donde, al pie de unos riscos cubiertos de vegetación, se perfilaba el extremo de una isla larga y angosta. Rose se había vuelto lo suficientemente experta como para adivinar que las aguas detrás de la isla formaban la boca de acceso a una nueva cadena de cursos que se retorcían en un rosario de islas entrelazadas, y que acaso durante unas diez millas no volverían a navegar por el curso principal del Ulanga.
La Reina de África navegaba, soberana, a través de la corriente. El eje de la hélice estaba un tanto descentrado, y los numerosos choques con escollos de la más variada naturaleza habían torcido también sus palas, lo cual tornaba su labor ruidosa, reflejándose su falta de precisión en las vibraciones que impartía a la embarcación al compás de su empuje; mas Rose ya se había acostumbrado al ruido y a las sacudidas. Entraron en el canal sin ser vistos. Rose se levantó y escrutó con mirada penetrante al acercarse la embarcación a la boca del río. No tenía idea de lo dramático de su figura: el rostro curtido por el sol, las quijadas firmes, los párpados entornados para afinar la mirada y las manos empuñando el gobernalle de la destartalada lancha bajo el sol abrasador del trópico. Su mayor trabajo consistía en explorar atentamente el derrotero para no dar con escollos y obstrucciones.
Salieron del sol y pasaron a la frescura umbrosa del angosto brazo. La estela de la lancha comenzó a romper en olas parduscas contra las márgenes cercanas; las plantas acuáticas de los costados comenzaron a inclinarse en solemne sucesión al aproximarse la embarcación, levantando sus cabezas nuevamente al pasar, para luego sumergirse en la barrosa espuma del oleaje. El canal que recorrían se abrió en tres direcciones, y Rose debió tomar una decisión rápida para apuntar hacia la que le pareció más navegable. Luego pasaron momentos de ansiedad al angostarse el lecho y apurar su paso el curso; tuvieron que volver sobre sus pasos por falta de navegabilidad. La ansiedad llegó a su fin sólo al aparecer un nuevo cauce cuya anchura y placidez prometía liberarlos de la angustia de la falta de espacio.
Estas islas de los brazos del río eran remansos de paz. Hasta los pájaros y los insectos parecían haberse llamado a silencio en el calor húmedo de esa media mañana. No había a los lados sino altos árboles, vegetación enmarañada de arbustos, trepadoras invasoras y raigones desnudos brotando de las barrancas. Parecía como si La Reina de África, en su ruidosa marcha, fuera el primer sonido que hiriese aquella soledad, y, apagado ese solo sonido, al fondear para recoger más combustible, Rose se halló a sí misma hablando en voz baja, en un intento para sacudirse de encima el embrujo de aquella soledad.
Aquel primer día fue típico de los que le siguieron en el descenso del río antes de alcanzar los rápidos. Menudearon los incidentes. Hubo veces en que los cursos laterales les cerraron el paso con troncos cruzados, y los obligaron a retroceder cautelosamente hasta dar con la boca de otro más promisorio. En una ocasión, el curso se abrió de pronto en un ancho lago, más estanque que lago, rodeado de islas cenagosas y lleno de nenúfares y gramíneas que se enredaron en la hélice hasta detener la embarcación; tanto que Allnutt debió meterse medio desnudo en el agua para liberar la hélice con un cuchillo y luego sacar la lancha de allí impeliéndola con una pértiga. Cada golpe contra el fondo fangoso traía a la superficie miríadas de burbujas producidas por la vegetación putrefacta, que infestaban el ambiente de miasmas.
Acaso fue ese contratiempo el que causó el desperfecto en el cojinete de empuje de la hélice, que inmovilizó la embarcación durante medio día hasta que Allnutt concluyó la reparación necesaria.
Había momentos durante el día en que el cielo se abría volcando cataratas de agua; una lluvia tan pesada que hundía las tablas del piso casi a flor de agua y obligaba a Rose a trabajar larga y penosamente con aquel maligno aparato de sus odios: la bomba manual de achique. No podían faltar las lluvias, tratándose de la estación otoñal. Por otra parte, Rose daba gracias a Dios de que no fuese primavera, porque las precipitaciones de esa estación son mucho más copiosas y prolongadas. Esas pequeñas tormentas diarias eran inofensivos chubascos comparadas con aquéllas.
Rose gozaba realmente de la vida por primera vez en su existencia. No lo experimentaba conscientemente, pero se lo decía el cuerpo cuando se detenía a escuchar. Diez años había pasado en África Central sin vivirlos. Aquella misión era un sitio lúgubre; Rose no había leído jamás un libro de aventuras que le abriera el panorama de la verdadera África Tropical. Samuel no era amante de aventuras, ni siquiera se había interesado, como misionero, en problemas de botánica, filología o entomología. Habíase empeñado, triste y tozudamente, en convertir a los infieles, sin quedarle tiempo en los diez años para sostener siquiera alguna conversación de sobremesa. Ése había sido el único interés de su vida —no había pues que extrañar que la leva arrasadora de Von Hanneken le destrozara el corazón—, y también el de Rose, interés angustiosamente pequeño para ella.
La administración de un hogar en una aldea centroafricana era tarea harto más aburrida que en un centro industrial de provincia, y el África Central alemana era la colonia más solitaria del continente negro. Había allí un escaso contingente de hombres blancos, y los mandatos imperiales del Káiser valían únicamente en los alrededores: en ciertos sectores de la costa, en las orillas del gran lago, en la cabecera del Ulanga donde operaba la mina y a lo largo del ferrocarril que discurría desde la costa swahili. Fuera de unos pocos oficiales, que se conducían con los misioneros como militares coloniales que eran, y más tratándose de misioneros extranjeros, Rose no había visto a más blanco que Allnutt —en virtud de un convenio especial con la compañía belga, él traía a la misión las provisiones mensuales y el correo desde Limbasi—, cuyas visitas estaban siempre condicionadas por el estado de navegabilidad de La Reina de África y la cantidad de trabajo en la maquinaria de la mina que requiriese su atención inmediata.
Samuel no había permitido que Rose se interesara en exceso en las visitas de su compatriota. Las cartas que allí llegaban venían dirigidas siempre a Samuel, y Allnutt era un cristiano que vivía en unión pecaminosa con una negra, allá en la mina. Tenían que darle alojamiento y comida cuando venía, y su proximidad ocasionaba su mención en las plegarias para la redención del pecador; no pasaban de allí las relaciones. Aquellos dos lustros habían sido de una abrumadora monotonía.
El porvenir se le presentaba ahora menos sombrío. La animaba el ambicioso proyecto de llegar al lago y liberarlo del dominio germano; únicamente con ello ya había bastante para hacer feliz a cualquier patriota. Y en cuanto a llenar las horas del día, allí estaba el río, inmenso y cambiante. No podía caber un minuto de monotonía en un río así, con sus troncos semisumergidos y sus bancos de tierra, sus curvas y canales, sus contracorrientes y sus remolinos. Tal vez aquellos pocos días de dicha traída por tanta actividad fueran suficiente compensación por los treinta y tres años de pasiva miseria moral.