CAPÍTULO II

Allnutt no abandonaba su aprensión, y miraba en torno recelosamente al avanzar por entre las huertas de la aldea indígena.

—¿Dónde están todos los demás, señorita? —preguntó al acercársele.

—Se los han llevado —respondió Rose.

—¿Dónde está el Reverendo, su hermano?

—Ahí dentro… Ha muerto.

Los labios de la mujer comenzaron a temblar levemente al encontrarse con Allnutt a la luz del sol, mas no mostró señal de debilidad. Cerró la boca como una trampa, dando a la comisura de los labios su acostumbrada línea firme e inexorable.

—¿Muerto, él? Lo siento, señorita —dijo Allnutt; pero era fácil advertir que, de momento, su condolencia era puramente formal. La aprensión de Allnutt era tal, que no le permitía pensar en más de un asunto a la vez. Tenía que hacer preguntas importantes.

—¿Han estado los alemanes por aquí, señorita?

—Sí, mire.

Rose describió con el brazo un semicírculo para señalar el centro de la aldea desierta. De no haber sido por la aparición de Von Hanneken, el lugar, a esas horas, estaría ocupado por el mercado indígena, entre un bullicio de voces, de negros sonrientes pregonando pollos y huevos y cien otras cosas para trocar; habría chicos desnudos, panzuditos, corriendo en todas direcciones, mujeres trabajando en las huertas y, acaso, un grupo de hombres volviendo del río, cargados de pescado. Reinaba, en cambio, el silencio más lóbrego; la tierra estaba reseca y desnuda en el círculo de chozas desiertas, y la selva silente atenazaba el claro.

—Esto parece el infierno, ¿no, señorita? —dijo Allnutt—. Allá, en la mina, me encontré con el mismo cuadro, al volver de Limbasi. Han limpiado todo. ¿Qué habrán hecho de los belgas? Dios sabe. ¡Y que Él los ayude! Maldita la gracia que me haría caer prisionero de ese gigante con el ojo de vidrio… Hanneken se llama, ¿verdad, señorita? No se movía allí un alma, hasta que apareció un nativo que había logrado escaparse. Mis negros huyeron al bosque apenas se enteraron. No sé si por miedo a mí o a los alemanes. Me dejaron durante la noche solo con mi lancha.

—¿La lancha? —preguntó Rose, vivamente.

—Sí, señorita, La Reina de África. Yo me había ausentado aguas arriba, hasta Limbasi, para traer provisiones. Allá se habían enterado de la guerra, pero no pensaban que el Hanneken este pelearía. Así que me entregaron las provisiones y me dejaron partir de nuevo. Sospechaba que no saldría tan fácilmente como ellos pensaban, pero ahora lo deben de sentir. Apostaría que Hanneken ha hecho allí lo mismo que en la mina. Pero se ha quedado sin lancha y sin lo que hay en ella. Que le gustaría tenerlo. ¡Claro que le gustaría!

—¿Y qué hay en ella? —preguntó Rose.

—Dinamita para las voladuras de la mina, señorita. Ocho cajas. Y alimentos en conserva. Y cilindros de oxígeno e hidrógeno que traía para soldar la trituradora. Montones de cosas. El viejo Hanneken se daría maña para usar tantas cosas; para eso le tengo fe.

Habían pasado al interior de la cabaña, y Allnutt acababa de quitarse el estropeado casco tropical al advertir que estaba en presencia de la Muerte. Inclinó la cabeza y profirió unas frases ininteligibles. Gárrulo como el que más cuando hablaba de guerra, o en el relato de sus propias experiencias, hacía magro papel al expresarse en el lenguaje de las condolencias. Mas una pregunta se le hacía obvia:

—Perdone, señorita, pero… ¿cuándo murió?

—Esta madrugada —respondió Rose, y acudió de pronto a su mente el mismo pensamiento que provocara la pregunta de Allnutt. En las regiones tropicales hay que dar sepultura a los cadáveres dentro de las seis horas del deceso, y Allnutt sentía, además, el deseo obsesivo de huir de aquel lugar cuanto antes, para retirarse a su santuario en un brazo del río, alejado de la mirada de los alemanes.

—Yo lo enterraré, señorita —dijo Allnutt—. No se preocupe. Sé hacerlo, y conozco también parte de los responsos. ¡Tantas veces los he oído!

Rose se recobró de pronto.

—Tengo aquí el devocionario. Leeré yo los responsos —dijo ella, esforzándose por ocultar el temblor de su voz.

Allnutt volvió a salir a la veranda. Su mirada inquisitiva escrutaba hondo en el linde la espesura, en busca de alemanes, antes de dirigirla al sitio donde pudiera cavar la fosa.

—Allí me parece el mejor lugar —dijo—. El suelo ha de ser liviano, y creo que a él le gustaría estar en la sombra, digo. ¿Dónde puedo encontrar una pala, señorita?

La importancia de los hechos ajenos al lugar eran para él de tal magnitud que, en medio de su piadosa tarea, no dejaba de decir:

—Será mejor que no nos detengamos, señorita, no sea que a los alemanes les dé por volver.

Cuando la fosa hubo recibido en custodia el cuerpo del religioso, y mientras Rose rezaba junto a la rústica cruz, Allnutt no dejaba de pasearse, agitado, hasta que, no pudiendo contener su ansiedad, dijo:

—Vayamos hacia el río, señorita; alejémonos de aquí.

El sendero que atravesando la espesura conducía al río era escabroso y empinado; al desembocar en la llanura pantanosa, degeneraba en algo que ya ni merecía el nombre de sendero. A veces debían meterse en el barro hasta las rodillas. Resbalaban y perdían la estabilidad, transpirando bajo el peso de la carga de las escasas pertenencias de Rose; algún raigón les ofrecía precario sostén. A cada paso llegaba hasta ellos más agudo el olor a caléndula. Emergieron, al fin, de la vegetación enmarañada a la solana cegadora. La lancha se mecía sobre el ancla, junto a la orilla, la proa contra la corriente. La correntada parda producía un cabrilleo cantarino en torno de la cadena del ancla y la proa de la embarcación.

—Cuidado ahora, señorita —dijo Allnutt—. Haga pie en ese raigón. Así.

Rose se instaló en la lancha que habría de tornarse tan importante para ella en el futuro, aunque apenas la considerara merecedora del grandilocuente nombre de La Reina de África. Era chata y de fondo plano; medía nueve metros de largo. Iba descascarillándose de pintura, y por todos lados mostraba señales de deterioro. Una toldilla en jirones cubría un par de metros cuadrados en la popa; en medio de la embarcación estaban montados el motor y la caldera, con el muñón de una chimenea sobresaliendo apenas fuera del tambucho. Rose sentía que la abrasaba el calor del asiento, molestia que venía a añadirse a la del sol.

—Perdóneme, señorita —dijo Allnutt.

Estaba arrodillado en el fondo de la embarcación, ocupado en atender el funcionamiento de la máquina. Sacó del hogar una paletada de carbones que, al ser arrojados por la borda, produjeron un agudo siseo, prontamente ahogado por el agua. Volvió a llenar la hornalla con trozos de leña de una pila situada a su lado, y no tardó en salir humo por la chimenea; Rose alcanzaba a oír el ruido del tiro. La máquina comenzó a jadear. Rose aprendería a conocer el orden de sucesión de aquellos sonidos. Al poco comenzaron a salir finos chorros de vapor. En efecto, la señal mis visible de la presencia de la máquina eran esas pérdidas de vapor por aquí, por allí y por todos lados. Allnutt observó los indicadores de control, echó unos leños en el hogar y se puso a caminar luego en torno a la máquina. Entre gruñidos y tirones al pequeño cabrestante, fue subiendo el ancla, la transpiración manándole por todos los poros. Cuando apareció el ancla a flor de agua, y la corriente rauda comenzó a empujar la embarcación contra la orilla, Allnutt volvió a su máquina. Hubo un ruido estridente al comenzar la hélice a vibrar por debajo de Rose. Para desatracar, Allnutt presionó con fuerza contra la margen fangosa con un largo palo; luego, depositó el palo en el fondo de la embarcación y se dirigió, ligero, a popa, para manejar el timón.

—Perdone, señorita —repitió Allnutt. La hizo a un lado bruscamente para abalanzarse sobre el timón y maniobrarlo para evitar que la corriente hiciera chocar la embarcación contra la orilla. Pronto se hallaron, con estrépito de caldera y hierros, en medio de la recia corriente.

—Pensaba, señorita —dijo Allnutt—, meterme en algún remanso, detrás de algún islote, donde no nos vieran. Allí podríamos planear nuestros pasos futuros.

—Sería lo mejor que podríamos hacer —repuso Rose.

El río Ulanga sigue, a esa altura de su curso, una línea poco definida. Se retuerce y zigzaguea, y sus márgenes son fangosas y tachonadas de islotes; tan frecuentes son las islas, que en algunos puntos semeja una maraña de riachos y canalones empeñados en abrirse camino tortuosamente entre la jungla. La Reina de África avanzaba laboriosamente contra la corriente, cuarteando por el ancho brazo de río que Allnutt había elegido para navegar. Media milla más arriba, en la orilla opuesta, se ofrecían a su elección una media docena de canales, y Allnutt enfiló la proa hacia el que prometía ser el más importante.

—¿Le importaría sostener el timón, señorita? —preguntó Allnutt—. Así, sin moverlo, tal y como está ahora.

Rose, sin proferir una sílaba, tomó el hierro, tan caliente que creyó que iba a quemarle la mano. Lo empuñaba resuelta y firme, sintiendo un leve estremecimiento al notar cómo La Reina de África vibraba obediente bajo su pulso con sólo mover ella apenas el timón. Allnutt volvió a su faena, casi frenética. Abierto el hogar y lanzados adentro unos tarugos más, se encaramó por entre la carga hasta la proa, y allí, haciendo equilibrios, se quedó observando atentamente la ruta, al acecho de troncos sumergidos y bajíos.

—Un tantito a babor, señorita —gritó—. Vire un poquito hacia este lado, quiero decir. ¡Así! ¡Firme ahora!

La embarcación fue remontado la corriente por debajo de una especie de túnel formado por la unión del ramaje sobre sus cabezas. Allnutt volvió de un tranco desde la pila de provisiones para parar la máquina y, por consiguiente, la hélice. En dos saltos estuvo nuevamente a proa, y cuando los árboles, a los costados de Rose, comenzaban a huir hacia adelante, al adelantarse la correntada al paso del bote, Allnutt echó el ancla con un estrépito de cadenas. Con apenas una sacudida, La Reina de África fondeó en el canal iluminado de verde. Apagado el chirrido de la cadena del ancla, sintieron ambos cerrarse sobre ellos un silencio profundo, silencio de un río del trópico a mediodía. Sólo se oían el paso impetuoso de la corriente y el gorgoteo del agua junto al jadeo de la máquina. El verde frescor que allí se gozaba podía ser el del mismo paraíso. Pero, desde la maraña de la isla, no tardaron en llegarles nubes de insectos que picaban sin compasión.

Allnutt regresó a la toldilla de popa. Le colgaba un cigarrillo de su labio superior; Rose no le había visto encenderlo, pero ese apéndice era el toque final del retrato del pequeño mecánico cockney. Sin él, se le antojaba incompleto. Jamás hubiera podido figurárselo Rose sin un cigarrillo —que, por lo general, se apagaba a medio fumar— pegado al labio superior, entre la mitad de la boca y el ángulo izquierdo. Una barbita rala, a lo sumo un centenar de pelos negros, asomaba en las mejillas enjutas. Daba la impresión de estar inquieto y con los nervios agitados mientras luchaba con las moscas; pero sintiéndose alejado de la tierra firme, llena de acechanzas, dominaba mejor su espíritu sobresaltado, o al menos intentaba ocultarlo bajo un aparente humor jocoso.

—Aquí estamos, señorita —dijo—. Sanos y salvos, podríamos decir. La cuestión es, ¿qué hacemos ahora?

Rose era lenta en tomar sus decisiones, y las expresaba asimismo con lentitud. Se mantuvo en silencio en tanto la nerviosidad de Allnutt se explayaba en otras salidas, que pretendían ser humorísticas.

—Tenemos comida a montones aquí, señorita, así que no nos irá mal mientras que dure. Dos mil cigarrillos. Dos cajones de ginebra. Podríamos quedarnos aquí meses, si quisiéramos. La cuestión es querer. ¿Cuánto cree usted que durará esta guerra, señorita?

Rose sólo atinaba a observarlo en silencio. La conclusión era obvia: le estaba sugiriendo la permanencia en ese fangoso canal hasta la terminación de la guerra, para no volver sino entonces a la civilización. Y era igualmente claro que, para él, aquello era lo mejor que cabía hacer, siempre que no llegaran a faltar las provisiones. Ni se le ocurría a Allnutt hacer algo por su patria necesitada. El asombro que embargaba a Rose en ese instante le impedía responder; lo dejaba dar rienda suelta a su garrulería.

—Lo malo es —prosiguió Allnutt— que no sabemos por qué lado nos llegarán los socorros. Supongo que no se quedarán sin luchar. El viejo Von Hanneken no parece vacilar en cuanto a esto, ¿no le parece? Se me ocurre que, si los nuestros vienen del mar, se abrirán camino a lo largo de la línea ferroviaria que va a Limbasi. Pero si así fuera, podríamos quedarnos aquí y, llegado el momento, remontar hasta Limbasi. Y no sé si no sería eso lo mejor, después de todo. Claro que también podrían venir del África Oriental británica. Sería más fácil atrapar a Von Hanneken por ese lado, aunque no sería juego de niños darle caza en la selva. De hacerlo, lo tendríamos siempre entre ellos y nosotros. Lo mismo que si partieran del África Oriental portuguesa. Estamos aviados, por cualquier lado que miremos el asunto, señorita.

La jerga nativa de Allnutt, junto con el conocimiento que poseía del terreno, le permitían explayarse con fluidez acerca de la situación estratégica. En esos precisos instantes había generales que se devanaban los sesos en apreciaciones análogas, aunque expresadas en palabras menos legas, sobre planos preparados por sus Estados Mayores. Una invasión del África Oriental alemana frente a un enemigo bien dirigido no era operación que pudiera contemplarse a la ligera.

—Una cosa es segura, señorita. No vendrán por el lado del Congo. Ni aunque los belgas lo quisieran. Hay un solo camino por ese lado… cruzando el lago. Y nadie se atrevería a seguirlo mientras Luisa esté allí.

—Muy cierto —convino Rose.

La Königin Luise, cuyo nombre Allnutt traducía campechanamente por «Luisa», era la cañonera a vapor que el gobierno alemán tenía en el lago para cumplir servicios de policía. Rose recordaba los días en que el buque había sido traído de la costa, por tierra, ocho años antes. En la comarca se había hecho entonces una leva forzosa para obtener peones y obreros, similar a la última; y había habido que abrirse paso a golpes de hacha a través de la espesura, acarreando pesos enormes. Sólo la caldera de la Königin Luise había sido transportada en una sola pieza, y en cada etapa había dejado la vida un hombre en la selva. Luego de montada y botada al agua, empero, no había tardado en limpiar el lago de los piratas que, en sus ligeras canoas, lo infestaban desde antiguo. Con su velocidad de diez nudos, daba alcance a cualquier flotilla de canoas, y su cañón, de seis libras, sabía someter a la obediencia a toda aldea de piratas; el comercio había empezado a florecer entonces junto al lago, y la agricultura a producir a lo largo de las márgenes no pantanosas; la Königin Luise, convirtiendo momentáneamente su espada en reja de arado, había prestado un servicio de correo y pasajeros tan eficiente entre las márgenes del lago, que la mayor parte del África Oriental alemana se había vuelto más accesible desde la costa atlántica, cruzando entero el Congo Belga, que partiendo del Océano Indico.

No obstante, era una lección muy significativa de poderío marítimo el que la mera mención de la Königin Luise fuera suficiente para convencer a dos personas con vasta experiencia de la comarca, como lo eran Rose y Allnutt, acerca de la inexpugnabilidad del África Oriental alemana por el lado del Congo Belga. No cabía pensar en ninguna invasión capaz de forzar las aguas del lago frente a un barco de cien toneladas, armado con un cañón de seis libras. Alemania dominaba las aguas del lago tan incontestablemente como Inglaterra el Estrecho de Dover, y la ventaja que los germanos podían sacar de este poderío local sobre las aguas se perfilaba patente ante los ojos de las dos personas que permanecían a bordo de la lancha.

—De no ser por la Luisa —proseguía Allnutt—, no habría de qué preocuparse. El viejo Von Hanneken no duraría un mes si pudieran coparlo a través del lago. Pero, así…

El gesto que hizo Allnutt indicaba a un Von Hanneken protegido por los tres costados de la selva y en condiciones de prolongar su resistencia indefinidamente. Allnutt sacudió con un dedo la ceniza de su cigarrillo, que cayó sobre su sucia camisa blanca; con ello se ahorraba despegarlo del labio.

—Pero con esto no damos ningún paso hacia nuestra tierra, ¿verdad, señorita? Pero que me maldigan si sé yo lo que hemos de hacer.

—Debemos hacer algo por nuestra patria —exclamó Rose.

Hubiera podido decir: «Debemos hacer nuestra parte», de haber conocido el lema que por entonces comenzaba a circular en Inglaterra. Mas en el fondo venía a ser lo mismo sin sonar tan melodramáticamente en medio de la selva africana.

—¡Qué fresquito se está aquí! —dijo Allnutt.

Su preocupación había sido poner la mayor distancia posible entre él y la lucha; se había formado la opinión de que esa guerra, al igual que todas las guerras, debía ser hecha por gente pagada y adiestrada para la tarea. Fuera del alcance del fervor patriótico suscitado por la prensa, nada estaba tan lejos de su mente como intervenir en ella. Ni siquiera sus viajes, necesariamente extensos, habían tenido la virtud de acrecentar su patriotismo más allá del suscitado por la ostentación de una escarapela el Día del Imperio mientras asistió a la escuela; quizás habían tenido la virtud de disminuirlo… Hubiera sido una falta de tacto preguntar por qué camino un inglés había llegado a trabajar como mecánico en la concesión belga de una colonia alemana. Era la pregunta que nadie se hubiera atrevido a formular, fuera misionero o hermana de misionero.

—¡Fresquito! —repitió Allnutt.

Había algo de contagioso, algo de inspirador, en la idea de «hacer algo por la patria». Mas, luego del primer instante, Allnutt hizo a un lado la visión que la alusión suscitara en su mente. Era hombre de máquinas, de hechos prácticos, no de fantasías. Acaso un jovenzuelo se hubiera aferrado a una idea tal; al fin y al cabo nada había de positivo en ella. No obstante, por respeto a la luz que brillaba en los ojos de Rose, tal vez fuera mejor contemporizar.

—Sí, señorita —dijo al fin—; si hubiera algo que hacer, sería yo el primero en poner manos a la obra. ¿Qué ideas tiene usted, por ejemplo?

Formuló la pregunta sin darle importancia alguna; firme en la certidumbre de que nada había que ella pudiese sugerir, nada, al menos, capaz de resistir el menor examen. Y por un momento le pareció que la razón estaba de su lado. Rose apoyaba su pronunciada barbilla en el cuenco de la mano y tiraba impaciente de ella. Dos líneas verticales fueron formándose entre sus pobladas cejas, mientras ahondaba en su porfiado intento de pensar. Consideraba absurdo que nada pudieran hacer dos personas a un enemigo que los rodeaba; pero no veía luz en el asunto. Rose hurgaba en su mente, pasando revista a lo poco que sabía de la guerra.

De la guerra ruso-nipona recordaba que los japoneses eran hombres muy valientes y que tenían la costumbre de gritar: «¡Banzai!». La guerra con los bóers había tenido otras facetas. Tenía veinte años por entonces, justo cuando Samuel tomó las órdenes, y recordaba también que el color caqui estaba de moda, que la gente llevaba en sus ropas botones con retratos de generales, y que la Reina enviaba paquetes de chocolate a los soldados que combatían en el frente. Leía Rose algunos diarios en aquellos tiempos…, indiscreción permitida a una joven de veinte años al tratarse de una crisis nacional. Luego, después de la Semana Negra, y de que Roberts, una vez obtenidos los inevitables triunfos, hubiera entrado en Pretoria, la lucha habían continuado durante años. Alguien, llamado De Wet, había resultado «escurridizo»; nadie lo mencionaba entonces sin aplicarle el epíteto. Su operación preferida era atacar las líneas ferroviarias y volarlas.

Rose se puso en pie, como impulsada por la inspiración que acababa de iluminarla. Mas su esperanza se desvaneció al instante. Había un ferrocarril, era verdad, pero corría desde la costa, dominada por los ingleses, hasta la cabecera navegable del Río Ulanga, en Limbasi. De poco servía ya a los alemanes, y el alcanzar cualquiera de sus puentes a lo largo de su recorrido habría significado para ella y Allnutt remontar el curso de las aguas hasta Limbasi, que podría estar aún en manos de los alemanes; y la alternativa de cruzar por tierra llevando consigo los explosivos, los habría puesto en trance de ser capturados en cualquier momento. Rose había recorrido la selva en demasiadas direcciones como para no darse cuenta de la imposibilidad de tal tarea, y su sentido de la economía se rebelaba ante la idea de correr un riesgo demasiado grande para la consecución de una ventaja sumamente problemática. Allnutt advirtió la lucha interior en que se debatía su compañera de aventuras por las líneas de su rostro.

—¿No deja de ser una broma, verdad, señorita? —dijo, a manera de comentario.

En ese preciso instante se hizo plena luz en el futuro que Rose trataba de explorar.

—Allnutt —prorrumpió—, el río, el Ulanga, desemboca en el lago, ¿no es así?

La pregunta era inquietante.

—Pues… sí, señorita. Pero si se le ha ocurrido entrar en el lago con esta lancha… Vaya, no siga preocupándose. No podríamos, no hay más que mirarla.

—¿Por qué no?

—Los rápidos, señorita. Escollos de piedra, cascadas y gargantas. Usted no ha estado por allí; yo sí he pasado. Hay como cien millas de rápidos, corrientes impetuosas, que lo arrastran a uno. ¡Ca!, el río cambia de nombre donde desemboca en el lago. Allá abajo se llama Bora. Puede hacerse usted una idea. Nadie sabía que era el mismo río hasta que aquel tipo Spengler…

—Bajó por él, lo recuerdo bien.

—Sí, señorita. En una piragua. Tenía consigo una media docena de remeros swahilis. Estaba levantando los mapas de la región. Hay sitios donde el lecho se reduce a unos quince metros y el agua pasa por allí como por una espita. Las piraguas puede que salgan derechas de allí, pero no se le ocurra meter esta lancha en ese infierno.

—Entonces, ¿cómo ha hecho la lancha para llegar hasta aquí?, vamos a ver.

—Por ferrocarril, señorita, supongo yo, como todas las cosas pesadas. La habrán enviado hasta Limbasi, desde la costa, en secciones, y la habrán armado en la ribera. Si han traído la Luisa hasta el lago a lomos de negro, señorita…

—Sí, recuerdo.

Samuel casi había sido expulsado de la colonia a causa de las vehementes protestas que formuló en favor de los aborígenes. Mas su hermano ya no estaba en este mundo, ¡y había sido el mejor hombre de la tierra!

Rose estuvo acostumbrada toda su vida a seguir los consejos de un tercero: padre, madre o hermano. Firme en la defensa de la causa de su hermano durante las interminables disputas con las autoridades alemanas, lo había escuchado apreciativamente, aunque sin comprenderlo mucho, cuando él había creído oportuno discutir con ella asuntos doctrinales. Por complacerlo, había estudiado con tesón —aunque con escaso éxito— el swahili, el alemán y otros idiomas, sufriendo por ello su parte del castigo que la humanidad debía soportar —así se lo aseguraba Samuel—, por el pecado cometido en Babel. Se habría sentido horrorizada si alguien le hubiese dicho que, de convertirse su hermano al catolicismo o abandonar toda fe en Dios, ella lo habría seguido; pero era la pura verdad. Rose provenía de una capa social e histórica donde la mujer navegaba en la estela trazada por el varón. Sólo en ese instante, por primera vez en su vida, comenzaba a pensar por sí misma fuera de los problemas domésticos.

No le resultaba fácil formular juicios propios, sobre todo cuando ello suponía evaluar el carácter y la veracidad de un hombre. Fijó la mirada en el rostro de Allnutt a través de la nube de moscas que lo rodeaba, y éste, consciente del examen a que era sometido, se movió con nerviosismo. En el corazón de Rose se iba fraguando una firme resolución.

Había llegado a la costa diez años atrás, en compañía de su hermano, en un buque de carga italiano, con pasajes pagados por la Argyll Society. El primer oficial del buque era un italiano simpático y galante, a quien no había bastado para mantenerlo a raya ni la frígida soltería de la joven. La figura de Rose a los veintitrés años prometía lo que ahora, a los treinta y tres, veíase cumplido. El primer oficial se había sentido incapaz de apartar los ojos de sus sólidas curvas; mas siendo ella la única mujer a bordo —y por jornadas enteras la única en cien millas a la redonda—, pedirle que dejara de galantearla era como pedirle que dejara de respirar. En verdad, era el tipo de hombre capaz de cortejar a un ídolo de bronce, a falta de algo mejor.

Era un galanteo singular, que, por otra parte, no llegó ni siquiera al clásico tomarse de las manos… Ni Rose advirtió nunca la intención del oficial. Una de las maniobras preferidas del marino, para congraciarse con la joven, era realmente ingeniosa. En Gibraltar, en Malta, en Alejandría y en Port Said, le habló, con toda la fascinante elocuencia que le permitía su fragmentario inglés, de la inmensidad del Imperio Británico; le señalaba los grandes barcos, ceñudamente hermosos, el pabellón blanco fluctuando a popa, y le decía que sobre esa bandera nunca se ponía el sol. No puede negarse que la lisonja, como línea de ataque, era sutilísima y merecedora de mayor éxito que el finalmente alcanzado por el poco afortunado peninsular.

Mas la imaginación de Rose no había logrado sustraerse al estímulo de todo aquello; la vista de la rígida línea de la escuadra del Mediterráneo entrando en el puerto de La Valetta, desafiando al mar de fondo movido por el viento de Levante, y la cruz roja que ostentaba el pabellón de la nave almirante, volvían el pensamiento al ilimitado imperio confiado a su custodia y al brillo y la aventura del dominio imperial.

Durante diez años aquellos pensamientos habían permanecido ocultos y reprimidos por respeto a su hermano, hombre de paz, quien no veía belleza alguna en el Imperio, ni objeto en derrochar riquezas en buques de guerra, mientras hubiera hambrientos que alimentar e infieles que convertir. Ahora, muerto él, las ideas revivían y tomaban forma. La guerra que, según su vaticinio, no habría de llegar jamás, estaba ahí con toda su crudeza, y había tronchado su vida como primera ofrenda. El Imperio peligraba. Sentada bajo la toldilla de La Reina de África, Rose sentíase sacudida por una ola de ardiente patriotismo. Con las manos juntas, trababa y destrababa los dedos; un sonrojo asomaba a través de la palidez atezada de sus mejillas.

Inquieta, se puso de pie y dio unos pasos hacia la proa, pasando por el costado de la máquina, hacia donde había provisiones apiladas hasta el filo de la borda: toda la variedad que podía comprender la provisión quincenal normal para media docena de blancos en la mina de oro belga. Detuvo la mirada allí más tiempo de lo ordinario, en busca de inspiración, como tantas veces lo había hecho frente a la despensa, al tener que resolver un problema de economía doméstica. Allnutt se le acercó y se detuvo a su lado.

—¿Qué son esas cajas con franjas rojas? —preguntó ella.

—Eso es la dinamita de que le hablé, señorita.

¿No es peligrosa?

—¡Oh, bendita sea usted! No —Allnutt se sentía feliz por la oportunidad que se le ofrecía de demostrar su indiferencia frente a esa mujer, que tornábase por momentos dominadora y desdeñosa—. Es un producto seguro. Se siente muy cómoda en sus cajas. Se humedece y no le pasa nada. Si se le prende fuego, arde, nada más. Pueden golpearla con un martillo y no estalla… al menos, no creo que lo haga. Lo que no se puede es ponerla en contacto con detonadores. Pero nosotros no haremos eso, señorita. La llevaré a tierra si usted se siente molesta, ¿quiere?

—¡No! —contestó Rose con vehemencia—. Tal vez la necesitemos.

Aun cuando no había a la vista puentes que volar, debía de haber alguna cosa donde poder emplear, en tiempo de guerra, unos cien kilos de explosivos; y, a pesar de la firme manifestación de Allnutt de que era temerario descender el curso del río, en la mente de Rose se columbraba el vago esbozo de un plan.

En el fondo del bote, a medio cubrir por los cajones, descansaban dos caños de hierro, redondeados por un extremo, mientras el otro extremo, cónico, tenía montado un artefacto de bronce: válvula y manómetro.

—¿Qué son esos objetos de allí? —preguntó Rose.

—Son los cilindros de oxígeno —repuso Allnutt—. No sabríamos cómo usarlos. En cuanto cambie de sitio la carga, los tiro al río.

—No, yo no haría eso si fuera usted —dijo Rose. En su memoria pululaban toda suerte de vagas reminiscencias. Volvió a mirar a los largos cilindros negros—. Parecen, parecen torpedos —prorrumpió al fin, meditabunda, y el plan comenzó a tomar cuerpo, estimulado por las palabras. Volvióse hacía el mecánico—. Allnutt —preguntó—, ¿sería capaz usted de hacer un torpedo?

Allnutt sonrió piadosamente.

—¿Si sabría hacer un torpedo? —repitió—. ¿Yo? ¿Hacerlo?… Pídame mejor que le haga un buque de guerra. Usted no tiene idea, realmente, de lo que está diciendo, señorita. El aparato es así, señorita. Un torpedo…

La explicación que Allnutt dio de la naturaleza de los torpedos no se alejaba mucho de la realidad, y la apreciación que dio acerca de su incapacidad para construir uno era absolutamente correcta. Los torpedos representan los últimos refinamientos del ingenio humano. Cuestan miles de libras; la inventiva de equipos de hombres escogidos mediante un riguroso sistema de selección ha estado dedicada durante treinta años a la búsqueda de la perfección de esta arma, destinada a destruir lo construido por miles de otros ingenios.

—Para hacer un torpedo capaz de mantener la dirección en línea recta y a profundidad uniforme —decía Allnutt—, necesitaría un ejército de mecánicos de alta precisión, trabajando con las herramientas más exactas y bajo la dirección de ingenieros especializados.

Nadie podía, pues, pretender que Allnutt, aislado en el corazón de la selva, sólo con la caja de herramientas de La Reina de África a su disposición, pudiera lograr siquiera un intento de chapucería. Allnutt siguió explayándose sobre los temas conexos de giróscopos y cámaras de aire comprimido y hélices verticales y hélices horizontales y pesos compensatorios. Escupía, literalmente, términos técnicos. Ni siquiera el espíritu de empresa innato en todo cockney, su voluntad de probarlo todo una vez u otra, viviente aún en algún repliegue de su interior, lo hubiera inducido a realizar el menor esfuerzo por construir un torpedo semoviente.

La mayor parte de sus explicaciones técnicas cayeron en oídos profanos. Rose oía sin escuchar. La inspiración dominaba su espíritu.

—Pero todas estas cosas —dijo, al fin, luego de que Allnutt hubo concluido su disertación sobre los torpedos en general—, todos estos giróscopos y cosas por el estilo, son para que el proyectil ande solo, ¿no es así?

—Pues claro.

—Entonces —dijo Rose, ya en la cima de su fiebre inventiva—, tenemos La Reina de África. Si ponemos esto, esta dinamita delante de la embarcación, con un, ¿cómo dijo usted?, un detonador, eso ya sería un torpedo, ¿no es así? Esos cilindros llenos de pólvora podrían proyectarse por la proa, y los detonadores en las puntas, allí donde están las válvulas… Y si lanzamos La Reina de África contra el costado de un buque, estallarían al igual que un torpedo…

En la mirada de Allnutt había una expresión de seudoadmiración mezclada con piedad tolerante. Respetaba Allnutt las ideas originales, y su memoria le decía que la de Rose era una idea original. Mas no sabía que el torpedo había partido de la base ahora esbozada por Rose, si bien ya en los primeros experimentos se tuvo la precaución de asegurar el explosivo a un palo izado frente a la embarcación, reduciendo así el peligro de que la tripulación volara con el petardo. Allnutt, en verdad, adelantó esta última objeción, en tanto rumiaba otras en oposición a la idea.

—Sí —dijo—, y suponiendo que lo hiciéramos; suponiendo que halláramos algo para torpedear y que lo torpedeáramos (y no sé qué podría ser, porque ésta es la única embarcación en todo el río), ¿qué sería de nosotros? Volaría la lancha y nosotros con ella hasta el reino del más allá. Piénselo bien, señorita.

Rose pensaba ahora con rapidez y lucidez desusadas. Medía y analizaba el estado de ánimo y la actitud mental de Allnutt hasta el menor detalle. Bien sabía ella qué cosa quería torpedear. En cuanto al más allá que Allnutt mencionara con un toque profano, no le preocupaba en absoluto. Rose creía con sinceridad que tenía el cielo asegurado y que pasaría a la eternidad, coronada por una diadema de oro, para cantar perpetuos hosannas al son de mil arpas, aunque esto último le resultaba un tanto extraño. Y cuando se planteaba la cuestión relacionada con las circunstancias de su vida, se decía a sí misma que, por el cariz de las cosas, era más fácil que tuviera reservado el cielo que cualquier otro sitio. Había seguido devotamente las enseñanzas de su hermano; había tratado de llevar una vida cristiana, y, por encima de todo, si esa vida había de rematarse con un esfuerzo por ayudar al Imperio, la diadema y el arpa serían, sin duda, sus eternos acompañantes.

Tenía la firme certidumbre, por otra parte, de que la diadema y el arpa no habrían de inducir a Allnutt a arriesgar su vida, aun existiendo la remotísima posibilidad de que con un buen fin pagara sus pecados. Para lograr la cooperación necesaria, Rose tendría, pues, que recurrir a la astucia, y se propuso emplearla como si no hubiese hecho otra cosa en toda su vida.

—No he querido decir —dijo ella— que tuviéramos que permanecer a bordo de la lancha. ¿No podríamos tenerlo todo listo? Tener —¿cómo se llama?— la «caldera» a todo vapor, y luego lanzar la embarcación contra el barco enemigo? ¿Qué le parece?

Allnutt trataba de disimular la gracia que todo aquello le causaba. Sentía cuan inútil sería señalarle a esta mujer todos los fallos del proyecto, el hecho de que habían pasado los días en que la caldera de La Reina de África podía aguantar un «todo vapor», y que la hélice, al igual que toda hélice única, tendía a impeler el barco en sentido rotativo, haciéndole describir una curva, de manera que aquello de apuntar a un objetivo era cuestión de mucha suerte; y, por último, que los seis nudos de La Reina de África serían ridículamente insuficientes para sorprender a un barco enemigo. Además, ¿dónde estaba el objetivo a torpedear? Pero como las maquinaciones de la cabeza de chorlito de la mujer eran innocuas, pensó que tanto daba seguirle la corriente.

—Podría salir bien —dijo, serio.

—¿Y estos cilindros servirían para hacer torpedos?

—Yo diría que sí, señorita. Tienen las paredes tan gruesas como para soportar una fuerte presión. Dejaría salir el gas y los llenaría de dinamita. En cuanto al detonador, no habría motivo para no poderlo montar. Sirve un cartucho de revólver —Allnutt fue animándose, su imaginación adquiría vuelo a medida que se explayaba en los detalles—. Podríamos abrir un par de boquetes en la proa de la lancha y pasar la punta de los tubos por ellos, para que la explosión se produjera lo más a flor de agua posible. Los afirmaríamos bien con listones de madera. ¿Quién le dice que no nos saldríamos con la nuestra, eh?

—Perfecto —dijo Rose—. Entonces, bajemos al lago a torpedear a la Luisa.

—No diga tonterías, señorita. Esas cosas no son para nosotros. De veras que no Ya se lo he dicho antes: es imposible bajar con la corriente.

—Spengler pudo.

—En una piragua, con…

—Eso nos dice que también podremos nosotros.

Allnutt exhaló un suspiro de impaciencia. Tenía la plena certeza de la imposibilidad de bajar con La Reina de África por los rápidos del Ulanga. Advertía, de un modo que escapaba a las luces de Rose, la diferencia entre una piragua manejada por una media docena de avezados remeros y una embarcación torpe y destartalada como la suya. El sabía, aunque Rose lo ignorase, el poder aterrador de las corrientes lanzadas a velocidad impetuosa.

Pero, por otra parte, Rose representaba la opinión pública. Allnutt estaba acaso dispuesto a admitir para su coleto ser un cobarde, incapaz de alzar un dedo en ayuda de su patria, mas no estaba tan dispuesto a manifestarlo en público. Además, aunque Allnutt hubiera luchado solo en la vida en más de una ocasión, el papel no le agradaba. Prefería obedecer órdenes; ser mandado, antes que pensar y trabajar por cuenta propia. La responsabilidad no lo hacía feliz ni lo satisfacía. Veía siempre con agrado la presencia de personas deseosas de asumir los papeles de responsabilidad, aunque fuera la antipática hermana de un desdeñado misionero ya difunto. Para decirlo de una vez: Allnutt había llegado a África Central como consecuencia de su costumbre de dejarse ir a la deriva. Ése era anverso de la medalla.

En cuanto al reverso, el proyecto de Rose le parecía el sueño de un lunático. No abrigaba la menor fe en la posibilidad de descender por el Ulanga, y mucho menos en la de torpedear a la Königin Luise. La única parte del proyecto que le parecía realizable era la relativa a la fabricación de torpedos. Sentíase capaz de preparar fulminantes y sabía que un par de cilindros de gas llenos de fuertes explosivos causaría destrozos incalculables; pero como no tenía ni la más remota esperanza de llevar nada a la práctica, no se detuvo mucho en fantasear sobre el asunto.

Esperaba, sí, que tras atravesar un par de rápidos de menor importancia, la visión de uno más impetuoso devolviera a la mujer su juicio y que se aviniera entonces a establecerse tranquilamente en algún remanso y a esperar —como él lo deseaba vivamente— a que el destino decidiese. La mejor solución, que Allnutt no descartaba, hubiera sido un naufragio, ni espectacular ni peligroso, que resolviese el problema en el mismo sentido. O que la maquinaria de La Reina de África, ya en las últimas, se negase de una vez por todas a seguir trabajando, sin posibilidad de reparación. O bien —idea feliz— ayudarla a dar ese paso definitivo y salvador. De todos modos, doscientas millas de aguas tranquilas los separaban de los rápidos, y en el temperamento de Allnutt no cabía preocupación por un acontecimiento futuro, aunque fuera sólo una semana antes.

—Hágase su voluntad, señorita —dijo, al fin, resignado—. Sólo que luego no me eche a mí la culpa. Eso es todo.

Tiró por la borda el cigarrillo apagado, que arrastró la veloz corriente parda del río, y extrajo otro del bolsillo de su camisa blancogrisácea. Sentado para descansar al costado de la máquina, puso los pies sobre una pila de leña y encendió el nuevo cigarrillo. Aspiró una profunda bocanada de humo, que expulsó poco a poco con aire satisfecho. Luego dejó que el fuego se apagase lentamente, hasta que el cigarrillo se despegó, al fin, del labio y cayó al suelo. Sus párpados bajaron a su vez, como acompañando al caído en su suerte. La mirada inquieta de Allnutt se detuvo en los pies de Rose, y subió de allí hasta el ruedo de su vestido de dril blanco. Advirtió entonces que Rose se mantenía de pie frente a él, como si aguardara una decisión. Sobrecogido, alzó los ojos hasta su rostro.

—Vamos, pues —dijo Rose—. ¿Es que no zarpamos?

—¿Qué? ¿Ahora?…

—Sí, ahora. ¡Andando!

Allnutt volvía a enfrentarse con la cruda realidad. Era ya mucho, en su opinión, haber cedido ante la dama, dándole la razón, como cuadra a un caballero. En el ánimo de Allnutt, la partida podía demorarse hasta la siguiente madrugada si los dioses no le fueran propicios, y hasta la próxima semana si lo fueran. Partir así, con media hora de preaviso, para echar a pique nada menos que la escuadra alemana, le parecía inverosímil o, cuando menos, antinatural.

—Nos quedan dos horas de sol, señorita —dijo, mirando la luz reflejada en la superficie del agua.

—Podríamos andar un buen trecho en dos horas —repuso Rose, cerrando luego la boca con firmeza. Su madre solía expresar de modo muy parecido aquello de «no dejes para mañana…», en los días en que atendía su tienducha de artículos de todo tipo en una pequeña localidad industrial del Norte de Inglaterra.

—Tendré que hacer hervir la «olla» de nuevo —dijo Allnutt.

Bajó, pues, de su plácido lugar de descanso y se dispuso a cumplir el habitual rito del fuego frente a la caldera.

Ardían aún algunas brasas en el hogar. A los pocos minutos de llenarlo con trozos de leña y de cerrar su puerta con mal disimulada violencia, comenzó un alegre chisporroteo; a poco, la máquina comenzó a jadear y a expulsar vapor. Allnutt se dispuso a realizar los menesteres que habían quedado a su cargo por la deserción de sus dos ayudantes de color: izar el ancla, desatracar y arrancar la hélice, con toda la simultaneidad que cabía y de que era capaz. En la atmósfera reinante, donde el menor esfuerzo hacía transpirar, estas actividades forzadas le hacían chorrear sudor; entre los omoplatos, la camisa no tardó en empaparse. Y, ya navegando, la atención constante al hogar y a la máquina, le impidió tomar resuello y refrescarse un poco.

Rose observaba sus movimientos. Estaba ansiosa por aprenderlo todo acerca de la embarcación. En el timón, se dispuso a dominar todos los secretos de su gobierno. Ya a los pocos minutos de la dura lección de náutica, había aprendido que eso de tener que moverlo a la derecha para dirigir la lancha a la izquierda debía de ser una treta típica del hombre, pero cambió de parecer muy pronto. En efecto, aleccionada por Allnutt, incluso ella no tardó mucho en descubrir cierto sentido en las frases convencionales que hablaban de «a babor» y «a estribor». Hasta entonces, Rose había abrigado la sospecha de que esos términos radicaban en el peregrino placer del hombre por lo ceremonioso y místico.

El viaje comenzó con una navegación a la vez emotiva e interesante, abriéndose paso a través de la maraña de islas de los riachos laterales. Florecía allí una vegetación flotante semisumergida, muy capaz de enredarse en la hélice, además de los bajíos y bancos de tierra que debían eludirse. Habían pasado apenas unos minutos y recorrido un par de millas cuando un trecho de aguas mansas dio a Rose ocasión de pensar; acudió de pronto a su mente que había dejado atrás la misión, donde había luchado durante diez años, la tumba de su hermano, su hogar y todo cuanto constituía su mundo, sin un sentimiento de nostalgia siquiera.

Se sintió barrida por una ola de emoción, se le humedecieron los ojos e hizo pucheros. Se reprochó a sí misma, entre tanto, su falta de sentimientos tiernos. Mas, de pronto, una nueva emoción ahogó su anterior momento de debilidad. Cruzó por su mente la silueta de la Königin Luise haciendo flamear su pabellón alemán por el lago donde jamás podría llegarle el desafío del de su patria, que tenía menester de su ayuda, y vino a su memoria la muerte de su hermano, que clamaba venganza. Mujer, recordó las rudezas y los insultos que Samuel había sufrido con paciencia de los funcionarios de la colonia; sí, también debían responder por ello. Y —aunque ella no lo sospechase— anidaba en el ánimo de Rose una sed de aventuras, reprimida pacientemente en vida de su hermano durante los monótonos años de la misión. Rose no advertía que el alivio que sentía se lo había traído la libertad ganada a costa de la muerte de su tan querido hermano. De columbrarlo, se habría entristecido seguramente; pero no leyó en ese pliegue de su subconsciente.

Pasado el momento sentimental, concentró su atención en el timón y en la superficie azogada del río. Allnutt no se daba un segundo de descanso en torno de su máquina. Todos los escapes, cada cual formando una suerte de lápiz de vapor, eran ruidosas señales de la edad provecta de la máquina y de la falta de cuidado con que había sido tratada. Año tras año, y viaje tras viaje, el agua cenagosa del río había sido bombeada directamente a la caldera, sin un filtraje previo, con el resultado de que sus tubos estaban, no ya cargados de herrumbre, sino decididamente obturados por incrustaciones.

La bomba que alimentaba de agua la caldera solía obstruirse justamente en los momentos críticos, exigiendo una atención inmediata si quería evitarse la destrucción definitiva de la caldera; Allnutt tenía, pues, que trabajar frenéticamente, introduciendo las manos en los resquicios más peligrosos, y cabía afirmar que, o bien él o bien sus ayudantes negros, habían tenido descuidado ese aspecto de la atención de la embarcación, haciendo caso omiso de las dudosas indicaciones del nivel de agua, con el resultado de que no quedaba ya tubo de la caldera con una junta sin pérdida. Casi todos tenían soldaduras o parches, aplicados del modo chapucero e ineficaz con que el clima africano induce al hombre a conformarse con cualquier remedio del momento; algunos estaban soldados con bronce, pero los más ostentaban parches hechos de chapa de hierro, minio y alambre.

Como consecuencia de tanta precariedad, era preciso no apartar nunca los ojos del manómetro. En un pasado ya increíblemente lejano, siendo la máquina aún nueva, podía mantenerse una presión de ochenta libras por pulgada cuadrada, capaz de imprimir a la lancha una velocidad de doce nudos. Pero en el estado al que se encontraba reducida, en cuanto la presión superaba las quince libras, la máquina amenazaba con desintegrarse por momentos, alcanzando a duras penas los cuatro nudos. La principal tarea de Allnutt consistía, pues, en mantener la presión en ese punto, ni más ni menos, alimentando el hogar con una dieta de hambre; por otro lado, era necesaria cierta familiaridad con los altibajos del manómetro, cuya lectura sólo se lograba mediante una observación perseverante. Tan escrutadora atención de la caldera era agravada por la tendencia de la leña a estrangular el tiro con las cenizas. La verdad es que Allnutt debía planear la alimentación de la caldera como el jugador de ajedrez el movimiento de sus piezas en el tablero, anticipándose a los efectos de seis movimientos cuando menos: tener en cuenta el tiro de la chimenea al limpiar el cenicero, la relativa inflamabilidad de cualquiera de la media docena de trozos de leña de diferente densidad, la visible influencia del rayo directo del sol sobre la caldera, la posibilidad de que se atrancase la válvula de seguridad —alguien le había dejado caer encima un objeto pesado, y no había habido manera de ponerla en condiciones dignas de la más absoluta confianza desde entonces— amén de los riesgos en el caso de que se distrajese momentáneamente en el cuidado de alguna de las tantas otras crisis posibles.

Desde luego que la lubricación, otrora automática, había dejado de serlo; el aceite había que empujarlo por los engrasadores montados sobre los cilindros, y siempre había más de un cojinete demandando urgente lubricación e impostergable enfriamiento. Así, pues, con La Reina de África en marcha, Allnutt estaba tan activo como una ardilla en su jaula. Cabía admirarlo por haber sabido traer la lancha, sin ayuda, desde la mina hasta la misión, después de la deserción de la escasa tripulación, ya que aparte de atender a la máquina había tenido que gobernar el timón y observar la corriente para eludir escollos y bajíos.

—Nos estamos quedando sin leña —exclamó Allnutt, levantando la cabeza, con su cara tiznada, pringosa y surcada de sudor—. Pronto tendremos que amarrar.

Rose dirigió la mirada hacia donde el sol acababa de hundirse tras los árboles de la orilla opuesta.

—De acuerdo —repuso con mal disimulada contrariedad—. Buscaremos algún sitio donde acampar.

Continuaron avanzando, entre el lúgubre estrépito de la máquina, hasta donde el río volvía a diluirse entre una nueva serie de cursos angostos. Allnutt echó una última mirada perezosa a la máquina y se dirigió de prisa a proa.

—Doble por aquí, señorita —ordenó, acompañándose de un movimiento del brazo.

Rose empujó el timón y pronto tomaron la embocadura de un curso lateral.

—Vire de nuevo —dijo Allnutt—. ¡Firme! Hay un canal; métala allí. ¡Firme! ¡Así, derecho!

Iban a contracorriente ahora, en un pasaje angosto cubierto por las copas de los árboles de ambas orillas, cuyos raigones, lavados por la recia corriente plomiza, y enredados entre sí cual obra de cestería, formaban las márgenes. La Reina de África avanzó cortando el recial. Allnutt soltó el ancla y, corriendo de nuevo hasta la máquina, cortó el vapor. La lancha se acostó sobre el fondeadero con una sacudida apenas. Por primera vez, Rose había estado atenta a las maniobras y, creyendo haberlas entendido, sentíase orgullosa y satisfecha. Por lo general, no se molestaba por esas cosas; viajando en tren jamás ponía atención en las señales, y ni siquiera el oficial italiano había logrado interesarla en el gobierno de una embarcación. Mas ese día acababa de comprender el significado de todo aquello, la necesidad de atracar con la proa contra la corriente en ese cauce torrentoso, porque el ancla estaba a proa. Rose no lograba representarse el cuadro de la embarcación embestida de costado por una corriente rápida en un cauce angosto, aunque lo veía poco apetecible. Allnutt permaneció unos instantes acechando hasta asegurarse de que el ancla no garreaba; luego, sentado bajo la toldilla, exhaló un suspiro de alivio.

—¡Ja! —exclamó—. Da calor esto, ¿eh, señorita? No vendría mal un trago.

De un armario sacó Allnutt un sucio jarrito enlozado, y luego otro.

—¿Le sirvo, señorita?

—No —contestó Rose secamente.

Por instinto, sabía que pronto tendría que enfrentarse a lo que Samuel llamaba ron. Mientras tanto, observaba a Allnutt como fascinada. De un cajón debajo del banco, extrajo Allnutt una botella llena de un líquido incoloro, con el que llenó un jarrito.

—¿Qué es eso? —preguntó Rose.

—Ginebra, señorita —repuso Allnutt—. Y no hay más agua que la del río para mezclarlo.

La noción que Rose poseía de las bebidas alcohólicas de alta graduación era harto confusa. La primera vez que se había sentado a una mesa donde se servían, había sido en el barco italiano; recordaba la amable zumba con que la oficialidad de a bordo festejaba su negativa y la de su hermano de probar siquiera el vino tinto, que no faltaba allí en ninguna comida. Durante el ministerio de su hermano, en Inglaterra, había oído discutir acerca de las bebidas alcohólicas y sus perniciosos efectos; tampoco había faltado algún tipo de mala traza adicto al alcohol con quien ella intentara alguna vez razonar. En la misión, Samuel se había empeñado en vano para que su grey de color abandonara el uso de la cerveza, que allí se preparaba desde tiempo inmemorial; y bien sabía Rose cuán ineficaces habían resultado sus razonamientos. En las festividades todos bebían licores aún más fuertes, embriagándose como cerdos y armando bataholas horrísonas; al día siguiente andaban con la cabeza a punto de estallarles, pero ni siquiera ese castigo hacía que Samuel perdonara los deslices de la noche anterior.

Y los pocos blancos de la colonia bebían también… aunque Rose, influida hasta ese momento por la descripción metafórica, había vivido bajo la impresión de que Allnutt tomaba el temible ron, y no esa ginebra de inocuo aspecto. El ron, la unión pecaminosa con mujeres africanas y la brutal conscripción de mano de obra nativa, había sido el enemigo de tres cabezas contra el cual Samuel jamás había cesado de combatir. Ahora Rose se veía frente a frente con uno de estos pecados. El alcohol enloquece al hombre; el alcohol descompone las carnes y corrompe las almas; el alcohol trae ruina y miseria en este mundo y la condena eterna en el otro.

Allnutt acababa de llenar el otro jarro con agua del río y trasegaba ahora su contenido en el gin, tratando meticulosamente, aunque con escaso éxito, de impedir que pasara demasiada materia de aluvión a su bebida. Rose lo observaba con creciente interés, como seducida por la operación. Hubiera querido protestar, incluso arrebatar aquel terrible instrumento del mal de las manos de su compañero; permanecía inerte, sin embargo, como transfigurada. Era tal vez su crecida dosis de sentido común la que la mantenía a la expectativa. Allnutt bebió el detestable brebaje y luego hizo chasquear los labios, saboreando el regusto.

—Estoy mejor —dijo.

Depositó el jarrito sobre el banco; no comenzó a hacer movimientos maniáticos, ni a entonar cantos de borracho, ni a tambalearse y girar sobre sí mismo en la lancha. En cambio, con los labios aún bañados de pecado, abrió de par en par los portales del cielo para Rose.

—Ahora, a pensar en la cena —dijo—. ¿Qué le parecería una taza de té, señorita?

¡Té! El calor, la sed, la fatiga y la agitación del viaje habían dado cuenta de las fuerzas de Rose. Sentíase agotada y sin aliento, la garganta le abrasaba. La perspectiva inminente de una taza de té suscitó en ella una excitación que la puso temblorosa. Doce tazas de té habían tomado diariamente ella y su hermano durante años. Ese día no se había mojado los labios ni había probado bocado, pero comer era lo de menos. ¡Té! ¡Una taza de té! ¡Dos tazas, media docena de tazas de té, fuerte, exquisito, vivificante! La imaginación se le bañaba en la atmósfera rosada de las tardes de té, verdaderas orgías. Las fiestas primaverales de la siembra en la aldea de la misión eran un pálido reflejo, comparadas con ellas.

—Me encantaría de veras —respondió.

—El agua está aún hirviendo en la caldera —dijo Allnutt, poniéndose en pie—. Lo haré en un minuto.

La cena de alimentos envasados que comieron estaba reducida, a causa del calor, a una masa pringosa semilíquida. El pan casero, de hechura nativa, era negro y sin sabor. Mas el té les supo delicioso. Rose se vio obligada a mezclarlo con leche condensada, que aborrecía —en la misión habían tenido vacas lecheras hasta la requisición de Von Hanneken—, pero ni esto le hizo menos grato el sabor de la infusión. Lo tomó cargado, taza tras taza, como se lo había propuesto, sin pensar siquiera en el efecto que tendría en la mucosa del estómago; tal vez lo reduciría a algo semejante a lo que mostraba aquella diapositiva que vio en la Liga de la Templanza y que proyectaba en la pantalla un hígado de alcohólico. Durante unos minutos creyó tener fiebre, tanto le subió la temperatura del cuerpo, pero al poco comenzó a brotarle una placentera transpiración, no ya el sudor pegajoso acompañado de picazón que la había martirizado durante todo el día, sino un fluido refrescante, portador de una sensación de alivio y bienestar.

—A aquellos belgas allá arriba en la mina no había quien les hiciera tomar té —dijo Allnutt, al inclinar la lata de leche condensada sobre su tazón de negra infusión—. No conocen lo bueno.

—Sí —convino Rose. Sentía ya que la amistad hacia Allnutt surgía en ella sin freno. Ni los mosquitos la fastidiaban como antes; los ahuyentaba sin irritarse.

Una vez lavada y guardada la escasa vajilla, Allnutt se levantó y miró en torno; la luz del día iba menguando.

—No ha visto ningún cocodrilo paseándose por la orilla, ¿verdad, señorita? —preguntó.

—No —contestó Rose.

—No hay bajíos aquí para ellos —comentó Allnutt—, y la corriente es demasiado fuerte —carraspeó como para indicar que tenía conciencia de cuanto iba a decir, y prosiguió—: Quiero bañarme antes de ir a la cama.

—En eso mismo pensaba yo.

—Yo me largaré por la proa y me bañaré agarrado a la cadena del ancla —dijo Allnutt—. Usted quédese por aquí y haga lo que mejor le parezca. Que si no nos miramos, no ha de pasar nada.

Rose se encontró desnudándose por completo en la popa de la lancha, a cielo abierto, con un hombre que estaba haciendo lo propio unos tres metros más arriba, separados por una chimenea de unos veinte centímetros de diámetro. Era verdad; no pasó nada. Rose vio con el rabillo del ojo el contorno gris blanquecino de una figura que bajaba al agua saltando por la borda, y luego sintió el chapoteo estrepitoso con que Allnutt gozaba del contacto con el agua. Se había sentado, desnuda, sobre la regala baja de la popa e iba sumergiendo lentamente los pies en el agua, la corriente rápida burbujeando en torno suyo, deliciosamente fresca, tirándole de los tobillos, invitándola insidiosamente a seguirla. Se deslizó por completo fuera de la embarcación, aunque sin soltarse, dejándose flotar en la superficie remolineante. Era un placer de diosa muchísimo más agradable que su baño vespertino en la misión, en aquella batea de lata, siempre obsesionada por el miedo de que la inextinguible curiosidad de los nativos hiciera que ojos indiscretos la estuviesen mirando a través de las rendijas y resquicios de las paredes de madera.

Al rato comenzó a forcejear para salir de la corriente. No era fácil, pero lo había esperado; el agua tironeaba y la borda quedaba muy alta, pero con un esfuerzo bien calculado, sus brazos musculosos la hicieron ganar el filo de la borda. Sólo entonces tuvo plena conciencia de que había estado a punto de llamar en su ayuda al hombre que se bañaba en el extremo de la embarcación; pensó que hubiera debido avergonzarse, pero no estaba ya para remilgos. Extrajo una toalla del recipiente de lata donde guardaba sus ropas, se enjugó y vistió. Caía la noche, las luciérnagas lanzaban algún pálido destello y los ruidos de la selva se habían apagado hasta el punto de que el murmullo de la corriente contra las márgenes subía de tono por momentos.

—¿Está lista, señorita? —preguntó Allnutt, al encaminarse hacia ella.

—Sí.

—Será mejor que duerma usted aquí, a popa —dijo Allnutt—. Por si llega a llover. Hay un par de alfombras aquí. Le aseguro que no tienen pulgas.

—¿Dónde duerme usted, entonces?

—Delante, señorita. Me prepararé algo para echarme, con aquellas cajas.

—¡Cómo! ¿Con la dinamita?

—Sí, señorita. No le voy a hacer daño.

No era ése el motivo de la pregunta. Rose hallaba rara la idea de dormir sobre unos cien kilos de explosivos, bastantes para dejar en ruinas una ciudad… o volar un barco. Mas pronto se liberó de la aprensión; eran tantas las cosas extrañas que le acontecían…

—Ha de estar bien —dijo, secamente.

—Cúbrase bien —le aconsejó Allnutt—. En el río refresca mucho de madrugada. Mire la neblina que se levanta ya.

Una bruma blancuzca comenzaba a reptar sobre las aguas del río.

—Muy bien —dijo Rose.

Allnutt volvió a proa, y Rose comenzó a preparar su yacija para esa noche. No se dejó llevar de la imaginación acerca de las pieles —negras o blancas, limpias o sucias— que podían haber estado en contacto con aquellas alfombras. Se acostó sobre las duras tablas del piso, envuelta en las alfombras y con la cabeza apoyada en una almohada hecha con algunas prendas de vestir. Su mente era un torbellino en el que los pensamientos se perseguían en tropel. Su hermano había fallecido la madrugada de ese mismo día, y ya parecía que había transcurrido un mes por lo menos. El recuerdo del rostro de cera del hermano fallecido era vago, aunque persistente. Cerrando los ojos, sus retinas reflejaban imágenes de las impresiones del día: agua impetuosa, que coronaba de blanca espuma los raigones, agua cabrilleante en los bajíos y brillante como azogue donde el sol y el viento jugaban con ella. Rose pensó en la Königin Luise reinando soberana en el lago; pensó en Allnutt, acostado a un par de metros de su lecho de virgen, y se le presentó su cuerpo desnudo saltando por la borda de la embarcación. Y volvió a pensar en su hermano muerto. La resolución de vengar su muerte la sorprendió en el instante en que iba a rendirse al sueño. Se volvió a un costado, incómoda. Los mosquitos picaban como vampiros. Pensó en el cigarrillo colgando de los labios de Allnutt, y cómo lo había persuadido a acompañarla. Volvió a su retina el juego de luces y sombras sobre el agua de la primera vez que habían fondeado, horas antes. Y con ese cuadro inquieto en el ojo de la mente se durmió, agotada por la fatiga y las emociones.