XII

Un grupo singular sube hacia Sellanraa: tal vez un grupo algo ridículo, pero tampoco ridículo en absoluto. Son tres hombres con enormes cargas sobre las espaldas, con sacos que les cuelgan por delante y detrás. Mientras andan en fila, cruzan palabras chistosas entre ellos, sin hacer gran caso del cansancio. Andresen, el dependiente, abre la marcha del que podría llamarse su grupo; se ha equipado él, y ha equipado a Sivert de Sellanraa, y a un tercero, Fredrik Ström de Amplia Vista. ¡Qué diablillo ese dependiente Andresen, que casi toca al suelo de puro encorvado! Parece que el cuello de la chaqueta se le vaya a rasgar espalda abajo. Pero aguanta su carga, ¡vaya si la aguanta!

No ha comprado Storborg, con la tienda, porque no tiene dinero, y opta por la posibilidad de adquirirlo gratis si se espera un poco. Por de pronto, ha tomado Storborg en arriendo, y se ha hecho cargo del negocio.

Practicado el examen de las existencias, ha encontrado una porción de artículos invendibles, desde cepillos de dientes hasta centros de mesa bordados, e incluso unos pajaritos de alambre que pían al apretarles en el punto conveniente.

Ha emprendido ahora la caminata con todas aquellas mercancías, para vendérselas a los mineros que están al otro lado del monte. Sabe muy bien, desde los tiempos de Aronsen, que los mineros con dinero compran todo lo imaginable. Sólo le amarga haber tenido que dejar en la tienda seis caballos de balancín que Eleseus había comprado la última vez que fue a Bergen.

La caravana llega al patio de Sellanraa, y los tres hombres dejan su carga en el suelo. Corto es el descanso; después de haber bebido un vaso de leche y bromeado a propósito de la finca, vuelven a tomar la carga y siguen su ruta. No han salido por capricho. Van decididamente en dirección Sur, a través del bosque, vacilantes bajo la carga.

Andan hasta el mediodía, comen, y vuelven a andar hasta que es de noche. Encienden una hoguera y acampan allí para dormir un rato. Sivert duerme sentado sobre una piedra, a la que llama su butaca. Sivert tiene experiencia de la vida en aquellos sitios; el sol ha dado todo el día en aquella piedra, y uno puede sentarse y dormir encima de ella. Sus camaradas, con menos experiencia, se acuestan sobre los brezales y se despiertan entre escalofríos y estornudos. Luego toman el desayuno y vuelven a andar.

Es hora de aguzar el oído por si oyen explosiones. Piensan hallar gente y dar con las minas en el curso de aquel día. Seguramente la labor avanza ya del lado del mar, en dirección a Sellanraa. No oyen explosión alguna. Andan hasta el mediodía y no encuentran un alma. De vez en cuando, observan en el terreno unos grandes boquetes que, por vía de exploración, los trabajadores han abierto. ¿Cómo se compagina todo eso? ¿Será que a este lado de la montaña hay tanto mineral que los trabajadores apenas avanzan al otro lado?

Por la tarde dan con otros boquetes, pero no encuentran a nadie. Andan hasta que llega la noche. Divisan el mar, allá abajo. Atraviesan un yermo de hoyos abandonados. No oyen ningún estampido. Es raro aquello. Encienden una hoguera y acampan. Antes de acostarse, deliberan. ¿Será que habrán dado ya por acabada la tarea en aquel sector? ¿Tendrán que volverse atrás con toda la carga?

—¡Ni pensarlo! —dice Andresen, el dependiente.

Al día siguiente llega un hombre al campamento, un hombre pálido y cariacontecido que frunce las cejas y les mira.

—¿Eres tú, Andresen? —pregunta.

Es Aronsen, el comerciante Aronsen; no se opone a que la caravana le ofrezca café y algo de comer, y se sienta entre los tres.

—He visto humo y he querido averiguar qué sucedía —les dice—. He pensado: Habrán recobrado el juicio y vuelven a trabajar. ¡Y sois vosotros! ¿Adónde vais?

—Nos quedamos aquí.

—¿Qué lleváis en vuestros sacos?

—Varios artículos.

—¿Artículos? —vocea Aronsen—. ¿Pensáis vender algo? Aquí no vive nadie. Partieron el último sábado.

—¿Quién?

—Todos ellos. Está todo vacío, abandonado. Y, además, yo tengo artículos suficientes; la tienda llena. Podéis comprar en mi tienda.

A Aronsen le ha ido mal otra vez. Lo de las minas se ha concluido.

Le calman con unos sorbos de café y le asedian a preguntas.

Aronsen, anonadado, mueve la cabeza y exclama:

—¡Todo iba bien; no cesaba de vender y de ganar dinero; todo el distrito estaba en su apogeo, y podían permitirse la sémola fina, una escuela nueva, lámparas de prismas de cristal y calzado primoroso! Pero aquellos señores entendieron de pronto que ya no valía la pena de explorar, y abandonaron el campo. ¿Era cierto que ya no valía la pena? Bien la había valido hasta entonces, ¿verdad? ¿No salía a la luz a cada barreno el mineral de cobre? Era sencillamente un engaño. Y no consideran que con esto ponen en el mayor aprieto a un hombre como yo —decía Aronsen—. Pero ¿será cierto lo que se murmura? Que Geissler es el culpable de todo; llegó, justamente, cuando los trabajos se interrumpieron; como si lo olfateara.

—¿Está aquí Geissler? —preguntó Andresen.

—¡Que si está aquí…! —respondió Aronsen—. ¡Un tiro se merece! Llegó un día en el vapor correo, y preguntó al ingeniero:

»—¿Qué, cómo va esto?

»—Bien, a mi entender —responde el ingeniero.

»—Pero vuelve Geissler:

»—¿Conque va bien?

»—A mi entender, no puede ir mejor —insiste el ingeniero.

»—¡Ilusiones! —dice Geissler.

»—Y he aquí que al abrir la correspondencia, aparecen una carta y un telegrama dirigidos al ingeniero, diciéndole que el trabajo no compensa los gastos, y que cese.

Los que componen la caravana se miran unos a otros, pero el cabecilla, el taimado Andresen, no pierde los estribos.

—¡Volveos atrás! —aconseja Aronsen.

—¡De ningún modo! —dice Andresen, mientras mete en el saco la cafetera.

Aronsen mira de hito en hito a los tres, uno después de otro, y concluye:

—¡Estáis locos!

Bien poco caso hace Andresen de su antiguo principal. Ahora el dueño es él. Todos saben de su expedición a comarcas lejanas, y, si desiste de ella, su reputación iría por los suelos.

—Pero ¿adónde vais? —pregunta Aronsen exacerbado.

—No sé —miente Andresen, que tiene, no obstante, sus planes y esperanzas de colocar los artículos con que van cargados—. ¡Vamos! —dice a sus camaradas.

Aquella mañana Aronsen había querido prolongar su descanso para convencerse de si las excavaciones mineras habían sido abandonadas y de si quedaba allí un solo hombre. Pero se lo impidieron aquellos obstinados buhoneros empeñados en seguir adelante. Aronsen quiere disuadirles de que pasen más allá. Está furioso, desesperado, y se pone delante de la caravana, que avanza cuesta abajo, increpándoles y deteniéndoles, en defensa de sus dominios. Y así llega la caravana al poblado de las barracas.

Todo se ve desierto, triste. Los útiles y las máquinas más importantes están a cubierto, pero por todos lados hay vigas, tablas, carros rotos, cajas y toneles. En algunas casas un letrero prohíbe la entrada.

—Ya veis; ¡ni un hombre! —exclamó Aronsen—. ¿Qué intentáis?

Y les amenaza con fatales presagios, y con el nombre del delegado; y él mismo, para cerciorarse de que no venden artículos fuera de lo legal, les seguirá los pasos. ¡Para eso existen las cárceles y las galeras! Born constant.

De pronto, alguien llama por su nombre a Sivert; no toda la ciudad está abandonada y muerta. En una esquina un hombre les saluda; tambaleándose bajo la carga, Sivert se acerca a él y le reconoce en seguida: es Geissler.

—¡Qué singular encuentro! —exclama.

Tiene la cara rosada, vivaracha, pero, a pleno sol primaveral, los ojos parecen enfermos detrás de los cristales de unas gafas ahumadas. Habla con la animación de siempre.

—¡Feliz encuentro! —dice—. Esto me ahorrará el trecho que queda hasta Sellanraa. ¡Tengo tantos asuntos en que pensar! ¿Cuántas fincas hay ahora en el antiguo desierto?

—Diez.

—¡Diez! Esto me deja satisfecho. Treinta y dos mil hombres como tu padre hacen falta en nuestro país. Lo he calculado —dice.

—¿Vienes, Sivert? —le llaman los de la caravana.

—No —se interpone Geissler rápidamente.

—Ya os alcanzaré —les grita Sivert, dejando la carga en el suelo.

Geissler y Sivert se sientan. Geissler está como inspirado, y apenas deja lugar a las cortas respuestas de Sivert.

—Muy singular es el encuentro —insiste—. No salgo de esta idea. He tenido un buen viaje y ahora doy contigo, y puedo ahorrarme la ida a Sellanraa. ¿Cómo os va por casa?

—Bien, gracias.

—¿Tenéis ya el henil montado sobre el establo de piedra?

—Sí.

—Yo estoy sobrecargado; los negocios se multiplican y me aturden. Mira, Sivert, estamos sentados sobre las ruinas de una ciudad. Los hombres la construyeron en contra de su propio provecho. En realidad, soy yo la causa de todo, o sea, uno de los mediadores en una pequeña comedia del Destino. La cosa empezó al encontrar tu padre unas piedras, que tú, que entonces eras un niño, tenías de juguete. Así empezó. Yo sabía muy bien que aquellas piedras no tenían más valor que el que los hombres les atribuían. Pues bien; le puse precio y las compré. Desde entonces las piedras circularon de mano en mano, y fueron saqueando a la gente. Pasó el tiempo. Hace pocos días que vuelvo a estar aquí. ¿Y sabes para qué? Quiero volver a comprar las piedras.

Calla Geissler y mira a Sivert. De pronto, ve el enorme saco y pregunta:

—¿Qué llevas ahí?

—Varios artículos —responde Sivert—. Queremos venderlos en el distrito de abajo.

Geissler no hace gran caso de la respuesta; tal vez ni la ha oído. Y continúa:

—Voy, pues, a comprar las piedras una vez más. Antaño mi hijo compró en mi lugar; es un muchacho de tu edad, y nada más. En la familia él es el rayo. Yo soy la niebla. Soy de los que conocen lo que conviene, pero no lo hacen. Él es el rayo; y ahora está al servicio de la industria. Yo soy algo, pero él no es nada; es, solamente, el rayo, el hombre dinámico de nuestro tiempo. Pero el rayo, como tal, es estéril. Pongamos vuestro caso, el de los Sellanraa. Veis todos los días que las montañas azules no son invenciones, son las viejas montañas que se alzan desde tiempos remotos, pero son vuestras compañeras. Así vais al unísono con ellas y con la anchura del espacio, y habéis sido arraigados. No tenéis necesidad de empuñar la espada, y sin proteger vuestra cabeza con un yelmo y con mano desarmada, atravesáis la vida rodeados de aventuras. Mira, ahí está la Naturaleza: es tuya y de los tuyos. El hombre y la Naturaleza no se hacen la guerra; se dan la razón recíprocamente; no entran en competencias ni corren a porfía detrás de ningún prejuicio, sino que andan del brazo. Así os veo; gente de Sellanraa, coronados de prosperidad. Las montañas, el bosque, las praderas, el cielo y las estrellas, todo esto no está sujeto a medidas mezquinas. Es inconmensurable. Hazme caso, Sivert, y conténtate con tu suerte. Tenéis todo lo que necesitáis para vivir, y todo aquello que es objeto y fin de vuestra vida; nacéis y engendráis nuevas generaciones. Sois necesarios en la tierra. No todos lo son; vosotros sí: la tierra necesita de vosotros. Sois los que mantenéis la vida. Vosotros sois así, que a una generación sigue la otra, y cuando una se extingue, la siguiente pasa a ocupar su lugar. Y esto es lo que se llama vida eterna. ¿Y qué tenéis, en cambio? Tenéis una existencia legal y honrada, una existencia en armonía con todos los demás. ¿Y qué más tenéis? Nada os subyuga ni os domina, gente de Sellanraa; tenéis paz, y poder, y dominio; estáis rodeados de la inmensa bondad. Esto es lo que tenéis a cambio. Descansáis sobre un seno cálido, y jugáis con una blanda mano maternal, y bebéis hasta apagar la sed. Pienso en tu padre, que es uno de los treinta y dos mil. Y tantos otros, ¿qué somos? Yo soy algo: soy la niebla; estoy aquí, estoy allá, voy y vuelvo y, a veces, soy la lluvia que cae sobre tierras sedientas. Pero ¿los otros? Mi hijo es el rayo, que no es, realmente, nada —un resplandor fugaz y estéril— y sabe hacer negocios. Mi hijo es el tipo de hombre de nuestro tiempo; cree sinceramente lo que su tiempo le ha enseñado, lo que le han enseñado el judío y el yanqui; yo lo veo y muevo la cabeza. En mí no hay nada de misterioso; sólo en el seno de mi familia soy la niebla. Y muevo, disconforme, la cabeza. Y es que a mí, Sivert, me falta el don de obrar sin escrúpulos. Si tuviera este don podría ser también el rayo. Así, soy la niebla.

Geissler vuelve en sí y pregunta:

—¿Habéis puesto ya el henil encima del establo de sillares?

—Sí. Y mi padre ha levantado, además, otro cuerpo de vivienda.

—¿Uno más?

—Sí; para el caso de que tengamos visita. «Por si viniera Geissler» ha dicho, a veces, mi padre.

—Entonces —dice Geissler, después de reflexionar—, tendré que ir. Dilo así a tu padre. ¡Pero son tantos mis asuntos! Ahora he subido aquí y he hablado con el ingeniero: «Salude a aquellos señores de Suecia —le he dicho— y anúncieles que soy comprador». Veremos lo que sucede. A mí todo me da lo mismo; no hay prisa. ¡Hubieras visto al ingeniero! Había venido manteniendo en actividad la empresa, con hombres, y caballos, y dinero, máquinas y, en fin, con todo; creía obrar bien, y no hubiera podido proceder de otro modo. Él cree que cuantas más piedras se conviertan en dinero mejor será, y que hace algo meritorio propagando el dinero por toda la comarca. Pero lo que hace con él sin darse cuenta, es precipitar su ocaso. No es dinero lo que necesita la comarca; le sobra el dinero. Hombres como tu padre es lo que necesita. Si nos detenemos a examinar el proceder de aquellos que hacen del medio un fin y se jactan de ello, no podremos menos de considerarles enfermos o locos; no trabajan, no conocen el arado; sólo conocen los dados. Pero ¿es que no tienen mérito alguno? Se aniquilan a sí mismos con su propia necedad. Míralos. ¿No ves cómo todo se lo sacrifican a ella? No es petulancia ni arrojo lo que les mueve: es el miedo. ¿Sabes lo que es juego de azar? Es el miedo que hace asomar el sudor a la frente. El mal de esos hombres que se oponen a nadar al compás de la vida; pretenden ir más de prisa, introducirse en la vida a manera de cuñas. Pero llega un día que sus flancos dicen: «¡Alto! ¿No oyes crujir? ¡Busca una salida! ¡Guarda los flancos!». Y la vida les aniquila, modosamente, pero sin remisión. Y aquí comienzan los lamentos contra la vida, y la rabia contra la vida. Cada cual a su gusto, algunos tienen sus motivos para quejarse, otros no; pero, juzgar la vida con rigor no debería hacerla ninguno, antes bien, ser clemente con ella y defenderla. Bastaría pensar con qué compañeros tienen que hacer el juego.

»Dejemos esto —dice Geissler al cabo de un momento, volviendo a su tono ordinario.

Se le ve cansado; bosteza.

—Me debes todavía un largo paseo por el monte. ¿Te acuerdas, querido Sivert? Tengo buena memoria. Me acuerdo de cuando tenía año y medio. Estaba en el puente del henil de la granja de Garmo, en Lom, y percibía un olor determinado. Y aún no he olvidado aquel olor. Pero dejemos esto aparte. Si no vinieras cargado con este saco podríamos emprender ahora el paseo. ¿Qué llevas en el saco?

—Artículos que Andresen pondrá a la venta.

—Soy, pues, un hombre —insiste Geissler— que conoce lo bueno, pero no lo ejecuta. Y entiéndase esto al pie de la letra. Yo soy la niebla. Tal vez uno de estos días compraré el terreno; no es imposible. Pero, en tal caso, no me detengo y digo mirando al cielo: «¡Aéreo! ¡Sudamérica!». Así lo hacen los jugadores. Las gentes de por ahí pretenden que soy un diablo, por el solo hecho de haber sabido que la quiebra era inminente. No hay nada de misterioso en mi persona. La cosa es muy sencilla: los nuevos yacimientos de cobre en Montana. Los yanquis son jugadores más astutos que nosotros; con su competencia con la América del Sur nos dejan secos. Nuestro mineral es demasiado pobre. Mi hijo es el rayo, y oyó cantar la noticia a un pajarillo. Y entonces aparecía por aquí. Nada tan sencillo. Aventajé a los señores de Suecia en dos horas. Nada más que esto.

Geissler vuelve a bostezar, y dice:

—Si estás decidido a bajar, vamos allá.

Han emprendido el descenso. Geissler se rezaga un poco, y se le ve cansado y flojo. La caravana se ha detenido en el desembarcadero, y Fredrik Ström, despierto como siempre, la emprende con Aronsen.

—Se me acabó el tabaco —dice—. ¿Tiene tabaco?

Y Aronsen vocea:

—¡Ya te daré tabaco!

Fredrik suelta la carcajada, y le consuela:

—No lo tome tan a pechos, Aronsen. Una vez vendidos esos artículos en su presencia, volveremos cada mochuelo a su olivo.

—¡Ten esa lengua, víbora! —grita Aronsen, visiblemente airado.

—¡Ja, ja, ja! No se desazone así. Que le veamos tan tranquilo como un paisaje.

Geissler está cansado, muy cansado; ya no le valen siquiera las gafas ahumadas y ha de entornar los ojos, molestado por el sol espléndido de primavera.

—Adiós, querido Sivert —dice de pronto—. No; esta vez no podré llegar a Sellanraa, díselo a tu padre. Tengo mucho que hacer. Pero dile que iré en otra ocasión.

Aronsen, detrás de él, escupe y dice:

—¡Un tiro se merece!

En tres días la caravana vende hasta los sacos, y todo a precios muy favorables. Fue un negocio. Los vecinos de la jurisdicción, a pesar de la quiebra tenían el bolsillo repleto, y por rutina de comprar, compraban como cosa necesaria hasta los pajaritos de alambre, que colocaban sobre la cómoda, y las plegaderas de calidad superior, para cortar las hojas de sus calendarios. Aronsen rabiaba:

—¡Como si no tuviera yo cosas tan bonitas en mi tienda!

El tendero Aronsen estaba en ascuas; se empeñaba en vigilar a los buhoneros, pero ellos se separaron, cada uno iba por su cuenta, de modo que hubiera tenido que hacerse pedazos para correr detrás de los tres. Tuvo que abandonar la pista de Fredrik Ström, cuya boca calificaba él de desvergonzada; luego, la de Sivert, quien ni siquiera le contestaba, mientras vendía y vendía. Entonces siguió los pasos de su viejo dependiente Andresen, y se dedicó a desacreditarle de casa en casa. Pero Andresen conocía muy bien al que fue su amo, y sabía que no era entendido en el ramo de artículos de venta prohibida.

—¿Conque el hilo inglés no entra en la prohibición? —dudaba Aronsen, haciéndose el inteligente.

—¡Que si entra! —replica Andresen—. Pero lo bueno es que no hay en mi saco ni sombra de ese hilo. Allá en mi tierra, sí, puedo venderlo. Mirad, ni un solo ovillo.

—No insistiré, pero quedas enterado de que también yo sé lo que entra en la prohibición, y de que tú a mí no me engañas.

Un día entero aguantó Aronsen, pero, al fin, se cansó también de seguir los pasos de Andresen, y se volvió a su casa.

La suerte les favoreció. Estaban de moda entonces los moños postizos, y el dependiente Andresen era maestro en la materia. Los vendía y, en caso apurado, los vendía de tono claro a las de pelo oscuro, y si de algo se quejaba era de no tenerlos en otoño más claro todavía, o bien grises, que eran los más caros. Cada día, al anochecer, se reunían los tres jóvenes en un lugar determinado, informaban y se ayudaban en el caso de los objetos no vendidos. A Andresen le era grato sentarse, con una lima en la mano, y limaba de una escopeta de caza una marca de fábrica alemana, o hacía desaparecer el nombre Faber de unos lápices. Era el mismo cuco de siempre.

Sivert era una decepción; no es que fuera perezoso y no colocara la mercancía; al contrario, colocaba mucho, pero sacaba poco dinero.

—No hablas bastante —le decía Andresen.

Tenía razón. Sivert no hacía discursos. Era el labrador de las tierras solitarias: apacible y corto de palabras. ¿A qué charlar tanto? El anhelo de Sivert era haberlo rematado todo el domingo para volver a casa, porque las labores apremiaban.

—Jensine tira de él —pretendía Fredrik Ström.

Al mismo Fredrik le llamaban sus obligaciones, y no tenía tiempo que perder. Esto no fue obstáculo para que el último día acudiera, una vez más, a Aronsen para hacerle rabiar.

—Voy a venderle los sacos vacíos —dijo.

Andresen y Sivert le esperaban fuera. Oyeron el diálogo, las voces que salían de la tienda, y, de vez en cuando, las risas de Fredrik. Por fin, vieron abrirse la puerta de la tienda, como señal de que Aronsen invitaba a Fredrik a que saliera. Pero este continuaba hablando, y lo último que oyeron fue la proposición que hacía de negociar los caballos de balancín.

La caravana —tres jóvenes decididos y sanos— volvía a los hogares. Iban cantando; se permitían un breve sueño; y volvían a andar. Cuando el sábado llegaron a Sellanraa, Isak había empezado a sembrar. El tiempo era propicio para esta faena: aire húmedo, el sol asomaba de vez en cuando y un arco iris gigantesco se combaba en el firmamento.

La caravana se disolvió. ¡Adiós! ¡Adiós!

Allí va Isak atravesando el campo. Sembrando. Un coloso, un tronco. Va vestido con la lana que le proporcionan sus rebaños, y calza zapatos de la piel de sus propios terneros y vacas. Conforme al uso piadoso, va con la cabeza descubierta mientras siembra. Es calvo en la parte superior del cráneo, pero una corona que forman sus cabellos y su barba encuadra su cabeza. Es Isak, el margrave.

Rara vez sabía la fecha exacta en que vivía. ¿Para qué? Holgaba el acordarse de plazos ni apremios. En su calendario había unas cruces que señalaban cuándo había de parir una vaca. Sabía que para San Olaf, en el otoño, convenía haber entrado el heno; sabía cuándo tenía lugar, por primavera, la feria de ganados; y que tres semanas después el oso salía de su cueva; y que la semilla había de estar ya en la tierra. Sabía lo indispensable.

Es campesino de las tierras solitarias hasta la médula y agricultor de pies a cabeza. Un resucitado de tiempos remotos que señala hacia el futuro, un hombre de los primeros tiempos de la agricultura, un labriego de novecientos años de edad y, pese a ello, el hombre del día.

No; ya no le quedaba nada del dinero de la venta del terreno del cobre; el viento se lo había llevado. Y una vez abandonada de nuevo la mina, ¿a quién le quedaba algo? Pero lo que fue un día tierra de nadie subsiste y tiene diez granjas, y espera centenares de ellas.

¿Qué es lo que aquí no crece y prospera? Aquí crece y prospera todo: hombres, y bestias y los frutos de la tierra. Isak estaba sembrando. El sol de la tarde ilumina el grano que la mano desparrama y cae en los surcos como una lluvia de oro. Llega Sivert y se pone a rastrillar, y luego apisona con el cilindro, y luego vuelve a rastrillar. Allí están el bosque y las montañas, contemplando. Todo es potencia y grandeza. Aquí todo se relaciona y encuentra una finalidad.

Clin, clin… clin, dicen las esquilas de las vacas en las laderas. Se van acercando los rebaños, camino del establo. Son quince vacas y cuarenta y cinco cabezas de ganado menor: sesenta en total. Andan las mujeres con los ordeñaderos, que llevan colgados sobre los hombros por medio de un yugo; Leopoldine, Jensine y la pequeña Rebecca. Las tres van con los pies desnudos. No se ve entre ellas a la mujer del margrave, Inger; permanece en la casa cuidando de la cena. Alta, augusta, anda por la casa, como una vestal que guarda el fuego sagrado en un sencillo fogón de cocina. Inger hizo un día un viaje por el ancho mar, y estuvo en la ciudad. Ahora está de nuevo en el hogar. Vasto es el mundo y lleno de puntitos inquietos. Inger tomó parte en esa inquietud. Y cuando estuvo entre la multitud humana no fue casi nada; sólo un ser humano entre muchos…

Y cae la tarde.

FIN