X

Una mujer sigue su camino, cuesta arriba, a través de la comarca solitaria. Cae una llovizna de estío; pero ella no se preocupa, porque en otras cosas tiene puesto el pensamiento; ansía saber si… Es Barbro, la hija de Brede; motivos le sobran para estar ansiosa, pues ignora cómo pueda acabar la aventura. La señora del delegado la ha despedido. Así están las cosas.

Da un rodeo para no acercarse a las granjas. Le sería desagradable encontrar a sus habitantes. Cualquiera de ellos adivinaría al momento el fin de su viaje, pues va cargada con un lío de ropa a la espalda. Sí; va hacia Tierra de Luna, y allí piensa quedarse.

Diez meses, que no es poco, ha servido a la señora delegada; no es poco, porque estuvo contando los días y las noches. Pero si piensa en la sujeción y en los pensamientos que vuelan y vuelan, aquello había sido una eternidad. Al principio, todo iba bien: la señora Heyerdahl se cuidaba mucho de Barbro, le regalaba delantales y otras prendas y era una dicha que la mandaran a tiendas ataviada con lindos vestidos. Había pasado la infancia en la aldea y conocía a sus vecinos desde los años aquellos en que iba a la escuela y besaba a los muchachos y hacía mil juegos con guijarros y conchas.

Durante dos meses todo fue como una seda. Pero luego la señora Heyerdahl vigilaba cada vez más, y al empezar las fiestas de Navidad se mostró muy severa con ella. ¿Para qué todo esto sino para empeorar las buenas relaciones? No lo habría aguantado Barbro de no haberle quedado libres ciertas horas de la noche: de las dos a las seis podía estar casi segura de la impunidad, y se permitía ciertos placeres durante esas horas. Pero ¿qué clase de muchacha era la cocinera, que no delataba a Barbro? Era la criada vulgar y se permitía también salir sin permiso. Y la una vigilaba en ausencia de la otra.

Pasó tiempo antes de que las descubriesen. No era Barbro de las que llevan escrito en la frente que ya no tienen nada que perder. ¿Perder? Barbro se resistía cuanto era necesario. Cuando un mozo la invitaba para un baile de Navidad, la primera vez decía que no, la segunda también; pero la tercera vez prometía:

—Veremos si puedo ir de dos a seis.

Así debe contestar una muchacha decente sin hacerse peor de lo que es y sin mostrar desvergüenza. Servicial y asidua, como buena sirvienta, no conoció otros placeres que divertirse locamente. Y no deseaba más. La señora delegada le hacía largos sermones y le prestaba libros. ¡Qué necia! ¡Prestar libros educadores a Barbro que había estado en Bergen, y leído periódicos, y frecuentado el teatro! ¡Ella no era una pueblerina cualquiera!

Algo debió sospechar la señora delegada. Un día, a las tres de la madrugada, se sitúa a la puerta del cuarto de las muchachas, y la llama:

—¡Barbro!

—¡Sí! —responde la cocinera.

—¿No está Barbro? ¡Abre!

La cocinera abre y da una explicación acordada:

—Barbro ha tenido precisión de ir a su casa.

—¿A su casa? Son las tres de la madrugada —dice la señora Heyerdahl, sin salir de su asombro.

A la mañana siguiente hubo un severo interrogatorio. Llamaron a Brede y le preguntaron:

—¿Ha estado Barbro con vosotros la pasada noche, a las tres?

Brede, aunque cogido de sorpresa, responde inmediatamente:

—Sí, a las tres. Hemos estado levantados hasta muy tarde, porque urgía hablar de algo muy importante —dice el padre de Barbro.

La señora declaró con solemnidad:

—Barbro no saldrá nunca más de noche.

—No; claro que no —responde Brede.

—Al menos mientras esté en mi casa —puntualiza el ama.

—¿Has oído, Barbro?, lo mismo que yo te he dicho —añade el padre.

—Si llegara el caso, puedes ir a casa de tus padres por la mañana —insistió la señora delegada.

Pero no por eso abandona sus recelos la vigilante señora. Deja pasar una semana, y un día se levanta a las cuatro de la madrugada para hacer una prueba.

—¡Barbro!

La que ha salido esta vez es la cocinera. Barbro está en la casa, y el cuarto brilla como un ascua. La señora tuvo que recurrir a un pretexto verosímil:

—¿Entraste la ropa puesta a secar?

—Sí.

—Es conveniente, porque viene una tormenta. Buenas noches.

Le fastidiaba mucho a la señora Heyerdahl que su marido tuviera que despertarla en plena noche para llamar al cuarto de las sirvientas y enterarse de si estaban allí o habían salido. Sucediera lo que sucediera, no lo volvió a hacer.

Si la suerte contraria no se hubiera entrometido, Barbro habría podido acabar el año sin reñir con su señora. Pero sobrevino la catástrofe.

Fue por la mañana temprano; Barbro y la cocinera habían discutido un poco —o no tan poco—. Increpábanse en voz más alta cada vez, olvidando que la señora podía estar cerca. La cocinera se había portado mal, cambiando el turno de la escapatoria, por ser domingo. ¿Y qué excusa dio? ¿Pretextó acaso que había tenido que salir para despedirse de una hermana que partía para América? Nada de esto; lo único que se le había ocurrido decir es que estaba en su derecho disponiendo de aquella noche del domingo.

—¡No tienes honra ni sombra de verdad en el cuerpo, mala persona! —la increpó Barbro.

La señora Heyerdahl espiaba detrás de la puerta. Tal vez su primera intención había sido pedir explicaciones de aquellas voces, y hasta respondió a los buenos días de las muchachas. Pero de pronto fijó la mirada en el pecho de Barbro, se inclinó para ver más de cerca y, en medio del terror de las muchachas, la señora Heyerdahl dio un grito y retrocedió hasta la puerta. «Pero ¿qué será eso?», piensa Barbro, mirándose de arriba abajo. ¡Señores, si no era más que un piojo! Barbro no puede reprimir una sonrisa, y como le es familiar el reaccionar ante circunstancias no ordinarias, se sacude el piojo.

—¡No! ¡Al suelo, no! —grita la señora delegada—. ¿Estás loca? ¡Coge en seguida ese bicho!

Barbro empieza a buscar y, dueña ya de sí misma, finge haber dado con el piojo y lo echa a la lumbre de la cocina con un gesto teatral.

—¿De dónde ha salido ese piojo? —pregunta la señora, excitada.

—¿De dónde? —dice Barbro.

—Sí; quiero saber dónde has estado, de dónde lo has traído. ¡Responde!

Aquí cometió Barbro el error de no responder: «En la tienda». Hubiera sido lo más acertado. Pero, no; respondió que, tal vez, habría traído el piojo la cocinera. Esta se sublevó:

—¿Quién? ¿Yo? Ya te bastas tú sola para traer piojos.

—¡Pero eres tú la que ha pasado la noche fuera! —dijo Barbro.

Otro error; nunca debió decirlo. A la cocinera le pareció que ya no había para qué sujetar la lengua, y salió a la luz todo lo que se refería a las lamentables noches pasadas fuera de casa. Sube de punto la excitación de la señora Heyerdahl, que se dirige, no a la cocinera, sino a Barbro, la muchacha de la cual había salido fiadora. Tal vez se habría salvado todo si Barbro, inclinando la cabeza, como la caña al paso del viento, se hubiera postrado jurando que no lo haría más. Pero no fue así. La señora Heyerdahl tuvo que recordar a su sirvienta cómo se había desvelado por ella, y Barbro respondió de malos modos. Sí. ¡Tan tonta fue! O, ¿quién sabe?, acaso fuera lista y quería llevar lejos la cosa, para marcharse de una vez.

—Te salvé de las garras del león —le decía la señora Heyerdahl.

—En cuanto a eso —replicó Barbro—, preferiría que no lo hubiese hecho.

—¿Así me lo agradeces?

—¿Qué sacamos con hablar más? —dijo Barbro—. Tal vez habría pagado con unos meses de prisión, y asunto concluido.

La señora Heyerdahl se queda un momento estupefacta; abre la boca y la vuelve a cerrar. La primera palabra que pronuncia es para despedirla.

—Como queráis —responde Barbro.

En los días que siguieron a la catástrofe, Barbro ha vivido en casa de sus padres. No podía durar mucho aquello. Sus padres navegaban ahora viento en popa; la madre regentaba un cafetín muy concurrido; pero Barbro no podía vivir de esto, y tenía, por otra parte, sus buenos motivos que le hacían desear una situación más estable. He aquí por qué aquel día, con su hatillo a la espalda, se había puesto en camino hacia las tierras solitarias. ¿Volvería a admitirla Axel? El domingo anterior ella misma había hecho publicar las amonestaciones.

Llueve, pero Barbro anda decidida, sin hacer caso del barro. Aún no ha llegado el día de San Olaf, y el sol alumbra hasta muy tarde. ¡La pobre Barbro! No repara en fatigas; tiene una intención fija; persigue un fin, y por eso acepta la primera lucha. En el fondo, nunca rehuyó las fatigas, ni fue ociosa, y por eso es una criatura bella y fina. Todo lo comprende en seguida, pero, a veces, emplea en perjuicio esa comprensión. No se hace ilusiones; ha aprendido a salir del fuego para caer en las brasas, sin que tales andanzas hayan perjudicado ciertas buenas cualidades suyas. No dará gran importancia a la muerte de un niño; pero un niño vivo no lo pasaría mal bajo sus cuidados. Además, tiene oído para la música, rasguea la guitarra acordadamente y canta con voz un poco ronca, que presta a su canto una melancolía agradable. Es tan generosa en todo que ha llegado a darse perdidamente sin sentir siquiera lo que perdía. De vez en cuando, llora sobre esto o lo de más allá, como si su corazón fuera a romperse; esto proviene de las emotivas canciones que entona, y es en ella poesía y suave gozo de la melancolía con que ha engañado a menudo a otros y a sí misma. Si esta noche tuviera la guitarra tocaría en ella algo para Axel.

Se las arregla de modo que atraviesa el patio de Tierra de Luna cuando todo duerme. ¡Vamos! Axel ya ha empezado a guadañar en los alrededores de la casa y a almacenar una parte del heno seco. Barbro supone que Oline ocupa su cuarto de siempre, y que Axel duerme en el henil, donde ella dormía antaño. Se escurre como ladrón nocturno, da con la puerta conocida y llama con voz discreta.

—¡Axel!

—¿Qué hay? —pregunta Axel en el acto.

—Soy yo, Barbro —y entra en el henil—. ¿No podrías recogerme por esta noche?

Axel, en paños menores, la mira. Es hombre de lento pensar.

—¡Ah! ¿Eres tú? ¿Adónde vas?

—Eso depende de si te falta alguien para las faenas del verano —responde ella.

Axel pregunta, después de meditarlo:

—¿Has dejado tu colocación?

—Sí. En casa del delegado no me verán más.

—Bien podría hacerme falta alguien que me ayudara en verano —dice Axel—. Pero ¿estás dispuesta a volver?

—No te preocupes por mí; mañana seguiré mi ruta. Mañana iré a Sellanraa y luego al otro lado de la sierra, donde tengo una colocación.

—¿Vas a salario?

—Sí.

—Bien podría ser que necesitara alguien este verano —repite Axel.

Barbro está calada de la lluvia, y va a mudarse con la ropa que lleva en el hatillo.

—No te preocupes de que esté delante —dice Axel, apartándose un poco.

Barbro se quita las ropas mojadas y, entretanto, hablan. Axel vuelve repetidamente la cara hacia ella.

—Ahora te ruego que salgas un poco fuera.

—¿Salir? —pregunta él.

En realidad no convidaba el tiempo a exponerse al raso. Axel, que no se ha movido, no acierta a quitar los ojos de la muchacha. «¡Es fantástico!», piensa el mozo. Y Barbro, como ensimismada, permanece, entretanto, inactiva.

Más tarde, sentados ambos sobre el heno, se comunican sus impresiones. Sí; no hay duda de que Axel necesitará una ayuda para el verano.

—Así me lo dijeron —asiente Barbro.

Aquel año Axel había tenido que segar y recoger el heno él solo; ya podía imaginarse Barbro sus apuros. Efectivamente, Barbro se hacía cargo de todo. Pero ella misma le había dejado un día sin su ayuda femenina y Axel no sabía olvidarlo; como tampoco el que se hubiera llevado los dos anillos. Para más vergüenza, no había podido quitarse de encima el periódico de Bergen, y hubo de pagar un año entero de suscripción.

—Era un periódico malísimo —dice Barbro dándole toda la razón.

Vencido por su condescendencia, Axel se sentía ablandado. Convino en que Barbro no estaba tan fuera de la razón al incomodarse por el hecho de que él hubiera quitado de manos de su padre la inspección de la línea telegráfica.

—Tu padre podrá recobrar el cargo —puntualizó—, porque yo pierdo tiempo en él.

—Sí —dijo Barbro.

Axel meditó un rato y le preguntó:

—Entonces, ¿piensas permanecer aquí solamente este verano?

—Será como tú quieras —respondió Barbro.

—¿Lo dices sinceramente?

—Sí; tu voluntad es la mía. No has de dudar más tiempo de mí.

—Bien.

—Sí. Y he previsto ya que nos echaran las amonestaciones en la iglesia.

¡Vaya! La noticia no era mala. Axel, echado, reflexionaba. Sí; esta vez iba de veras, y si no le traicionaba, tendría en casa mujer propia y ayuda para toda la vida.

—Hubiera podido tener una mujer de mi país —dijo—. Pero se trataba de pagarle el viaje de vuelta de América.

—¿Es que está en América? —preguntó Barbro.

—Cabalmente; fue allá el año pasado; pero no le gusta.

—No has de preocuparte más de ella —declara Barbro—. ¿Qué sería de mí? —y empieza a llorar.

—No he cerrado ningún trato con ella —aclara.

Ahora, Barbro, no queriendo ser menos, confesó que en Bergen hubiera podido casarse con uno que estaba al frente de una famosa cervecería, y muy considerado.

—Tal vez está penando todavía por mí —dice Barbro, sollozando—. Pero mira, Axel, cuando dos se han querido como tú y yo… Yo no puedo olvidar por más que tú me hayas olvidado.

—¿Quién? ¿Yo? —replica Axel—. No, si es por eso no has de llorar, porque nunca te he olvidado.

—¡Ah!

La confesión de Axel ayuda mucho a la moza.

—¡Qué tonterías! —dice esta—. ¡Gastar tanto dinero para un pasaje desde América, cuando te basta mi ayuda!

Y le desaconseja el proyecto. Barbro parecía haberse metido en la cabeza hacerle feliz ella sola.

En el transcurso de la noche se ponen de acuerdo. Se conocían tiempo ha, y no era esta la primera vez que hablaban de todo. Ajustaron la imprescindible boda para antes de la festividad de San Olaf y de la recolección del heno. Holgaba todo disimulo, y era Barbro la que instaba con mayor celo. A Axel no le chocó ni le infundió sospechas, antes bien se sentía halagado con aquellas prisas, y atizaba la llama. Era un morador del país solitario, un hombre curtido por la intemperie; no era puntilloso ni sutil. La necesidad le obligaba a muchas cosas y él buscaba su propio provecho. Además, Barbro le parecía ahora más bella, una mujer nueva, más incitante que antaño, como la manzana madura para morder en ella. Las amonestaciones habían sido publicadas.

Ambos guardaban silencio sobre lo del cadáver del niño y el proceso.

Hablaban, en cambio, de Oline, y de cómo podrían quitársela de encima.

—Es preciso que salga de esta casa. No tenemos que agradecerle nada. Es una mujer murmuradora y llena de maldad.

Pero reconocían que era difícil librarse de ella.

Así que vio a Barbro aquella mañana, Oline adivinó lo que iba a suceder; le amargó, pero, disimulando, saludó a Barbro y le acercó una silla. Al correr de los días el mismo Axel iba por agua, entraba la leña, ahorrando así a las mujeres los trabajos más pesados. Oline había decidido quedarse en Tierra de Luna hasta su muerte, pero la llegada de Barbro desbarataba sus planes.

—Si hubiera en casa unos granos de café, te lo habría preparado —dijo a Barbro—. ¿Piensas ir a la sierra?

—No —respondió la moza.

—¡Ah! ¿No vas más lejos?

—No.

—Te diré que poco me importa. Entonces, ¿vas a la aldea de nuevo?

—Tampoco; esta vez me quedo aquí.

—¿Lo has pensado bien?

—Así parece.

La vieja espera un rato mientras trabaja en ella su instinto político.

—Entonces podré marcharme de aquí —anuncia—. Y me alegro.

—¿Un amo tan severo ha sido Axel para ti?

—¿Severo? ¿Él? Mira, no te burles de una vieja que sólo espera ya su eterna salvación. Como un padre ha sido Axel para mí, día tras día; como la Providencia. Decir lo contrario sería mentir. Pero no tengo aquí a ninguno de los míos, y me siento abandonada en un hogar extraño; todos mis allegados viven al otro lado de los montes.

Y no obstante, Oline se quedó en Tierra de Luna. Hasta después de la boda no podían prescindir de ella. Oline se resistió un tiempo, pero acabó accediendo, según decía, para complacerles y guardar la casa y el ganado durante los días de ausencia por las fiestas de la boda. Fueron dos días. Volvieron los recién casados, y Oline no se movía del sitio, aplazando de un día a otro la partida; una vez pretextaba una indisposición, otra vez parecía que iba a llover. Halagaba a Barbro diciéndole que en lo tocante a alimentación Tierra de Luna estaba mejor que nunca, y que ni del café tenían necesidad de privarse. Oline apelaba a todos los medios; pedía consejo a Barbro en cosas que conocía mejor que ella:

—¿Qué te parece? ¿He de ordeñar las vacas por el orden que ocupan en el establo, o bien empiezo por Bordelin?

—Como te plazca.

—¿No lo decía yo? —ponderaba Oline—. Conoces el mundo; has alternado con gente encumbrada y distinguida, y no te falta aprender nada. A mí, desdichada, no me ha ido tan bien.

No, Oline no retrocedía ante nada, y todo lo trataba con su política especial. Ponderaba a Barbro la buena amistad que le unía con Brede Olsen, su padre. ¡Qué horas felices había pasado platicando con él! Era Brede un hombre de gran gentileza, tan amable, que no le había oído nunca una sola palabra áspera.

Pero ni Axel ni Barbro se conformaban con tener en casa por más tiempo a Oline, y Barbro le quitaba las faenas de las manos.

Oline no protestaba, pero con mirada de mala intención y alterada la voz decía:

—Bien sé que sois gente importante. Axel hizo en otoño un viaje a la ciudad. ¿No os visteis allí? ¡Claro! ¡Si estabas en Bergen! A él le llamaban a la ciudad sus negocios: la compra de la máquina segadora y el arado. ¿Qué son los de Sellanraa a vuestro lado? ¡No hay comparación!

Oline tiraba algunas indirectas. Pero ni esto le valía; sus amos no la temían. Un día le declaró Axel que era tiempo de que se marchara.

—¿Marcharme? —preguntó Oline—. ¿Y, cómo? ¿A gatas?

Con el pretexto de que su salud no era del todo buena y que las piernas no la obedecían, se negó a volver a su casa. Y mal no le iba, en verdad; privada de moverse en su campo de actividad habitual, decayó, y se puso seriamente enferma. Todavía se arrastró por el cortijo una semana, bajo las miradas furiosas de Axel. Ella, para darle más rabia, se complacía en no irse de allí. Y, por fin, se vio obligada a meterse en cama.

Lejos de esperar en silencio el desenlace, hablaba horas enteras y aseguraba que se repondría pronto. Quiso que la viera el doctor, lujo desconocido en aquellos parajes.

—¡El doctor! —exclamó Axel—. ¿Te has vuelto loca?

—¿Por qué? —dijo Oline, ablandando la voz, como sin comprender nada. Toda dulzura, aseguró que no quería ser una carga para nadie, y que pagaría al doctor de su bolsillo.

—¡Ah! ¿Puedes pagarle tú? —preguntó Axel.

—¿Crees que no puedo pagar? —replicó ella—. Además, no vais a permitir que acabe a los ojos del Redentor como una bestia.

Aquí Barbro intervino, preguntando:

—Pero ¿qué mal es el tuyo? Te sirvo yo misma las comidas; es verdad que te he quitado el café, con la mejor intención…

—¿Eres tú, Barbro? —dijo Oline, volviendo los ojos hacia ella. La apariencia de la vieja era realmente lastimosa; tenía extraviada la mirada—. Será verdad lo que dices, Barbro, y una cucharadita de café, una gota, agravaría seguramente mi estado.

—No pensarías en el café si fueras como yo —dijo Barbro.

—¿No lo decía? Nunca has deseado la muerte de nadie, sino que se enmiende y viva… Pero ¡qué veo! ¿Estás encinta, Barbro?

—¿Yo? —exclamó esta. Y añadió con rabia—: Con tu charlatanería sólo sirves para la basura.

La enferma calla un momento, ensimismada, su boca tiembla, como para dibujar una sonrisa que no logra.

—Esta noche he oído que alguien daba voces —declara.

—No está en su juicio —susurra Axel.

—Muy cuerda estoy —replica Oline—. Era como si alguien pidiera auxilio. La voz venía del bosque o del arroyo. ¡Cosa más rara! Como el grito de un recién nacido. ¿Ha salido Barbro?

—Sí —dijo Axel—. Ya está harta de tus necedades.

—No son necedades; no estoy fuera de mi juicio, como pretendéis —afirma Oline—. No permitirá el Todopoderoso que me presente ahora ante el trono del Cordero con todo lo que sé de Tierra de Luna. Irás por el doctor, Axel, y así me repondré más pronto. ¿Cuál es la vaca que piensas regalarme?

—¿Qué vaca?

—La que me prometiste. ¿Es Bordelin?

—Estás hablando sandeces —dice Axel.

—Tú sabes muy bien que me prometiste una vaca el día que te salvé la vida.

—No; no lo sé.

Oline levanta la cabeza y le mira fijamente. Los pocos cabellos que le quedan son grises, y la cabeza se asienta sobre un largo cuello de pájaro; su aspecto es horrible, de bruja. Axel retrocede hacia la puerta dispuesto a emprender la retirada.

—Bien —prosigue la enferma—. Así eres tú. No hablemos más. También viviré sin la vaca, y no insistiré. Pero es bueno que te hayas manifestado como quien realmente eres. Lo sabré para otra vez.

Oline murió aquella misma noche, no se sabe a qué hora; al entrar en su cuarto, por la mañana, la hallaron ya fría.

¡La vieja Oline! Nació… Murió…

Ni Axel ni Barbro sufrieron un disgusto al enterrarla para siempre. No tendrían que estar en guardia; vivirían más desahogadamente. A Barbro vuelve a molestarle el dolor de muelas. Lo demás va bien, pero no es poca molestia verse obligada a llevar eternamente un paño de lana alrededor de la boca y tener que apartarlo al hablar. Axel no concibe un dolor de muelas tan pertinaz. Ya había notado con qué precaución mascaba.

—Pero ¿no te habían puesto unos dientes postizos? ¿Y te duelen también?

—¡Déjate de bromas! —replica Barbro incomodada, sin considerar lo sincero de la pregunta. Y le informa, en medio de la desazón—: ¿No has visto cómo estoy?

Axel no comprende; se fija detenidamente en ella, y su vientre un poco turgente.

—¿No será que estés encinta?

—¡Ea! ¡Bien lo sabes! —responde ella.

Algo aturdido, se queda mirándola y echa sus cuentas; una semana, dos semanas; en la tercera.

—¡Qué he de saber yo!

Excitada por el diálogo, Barbro empieza a llorar amargamente en voz alta:

—¡Entiérrame pues, y así te deshaces de mí! —grita.

No; Axel no deseaba ver enterrada a su mujer. Es un hombre robusto que busca su provecho. No tiene la menor gana de andar entre rosas.

—Así, ¿no podrás trabajar en el campo este verano?

—¿Cómo que no podré trabajar? —replica ella espantada.

¡Las sonrisas que una mujer puede improvisar! Circula por su cuerpo un sentimiento de gozo histérico, mientras dice a Axel:

—¡Por dos voy a trabajar! Verás cómo podré hacer todo cuanto me propongas, Axel; y más todavía. Hasta que no pueda más, y feliz seré si te veo contento.

Hubo todavía lágrimas, y más sonrisas, y más ternuras. Ahora no tenían que temer de nadie. Puertas de par en par, el calor del verano, el zumbar de las moscas… Complaciente, abnegada, la voluntad de Axel era exactamente la suya.

Una vez puesto el sol, Axel ensaya la máquina segadora; quiere resegar todavía un pedazo para la mañana siguiente. Barbro sale, y se le acerca, como deseosa de solventar algo muy importante.

—Axel —dice—, ¿cómo se te ocurrió requerir a alguien de América? Hubiera llegado aquí en invierno; ¿y de qué te habría servido?

Esta idea se le ocurrió a Barbro y fue con ella a su marido, como si fuera necesario.

No lo era, en verdad. Desde un principio entendió Axel que metiendo de nuevo en casa a Barbro, le quedaba garantizada la ayuda femenina para todo un año. Es un hombre que no fluctúa, que no vive en la luna. Tiene mujer propia en el hogar, y no desdeña el continuar con su tarea de inspector de la línea telegráfica por una temporada más. Este cuidado representa al cabo de un año un ingreso que le viene muy bien para compensar el rendimiento de su granja, no tan abundante como él quisiera. Vive en la realidad y todo lo calcula y relaciona. Brede, que es ahora su suegro, no le ha de perjudicar en su ejercicio de inspector de línea.

La felicidad empieza a derramar sus dones sobre Axel.