IX

En la primavera aconteció algo tan inesperado como, a la vez, importante. Iba a reanudarse el trabajo en las minas de cobre. Geissler había vendido su terreno. ¿Había sucedido lo increíble? El tal Geissler era un señor desconcertante, del cual lo mismo podía esperarse que actuara como que se cruzara de brazos, o que moviera la cabeza en señal de afirmación. Una vez más todo un pueblo sonreía por obra y virtud suya.

¿Le había movido, al fin, su conciencia a no permitir por más tiempo que, por culpa de él, los aldeanos vivieran en la escasez, alimentándose de papillas? ¿O bien había embolsado su cuarto de millón? También podía ser que Geissler necesitara dinero y tuviera que vender por necesidad. Al fin y al cabo, veinticinco mil o cincuenta mil coronas no son una bagatela. Por lo demás, se decía que su hijo había firmado la venta en su nombre.

El caso es que la empresa volvía a ponerse en marcha. Estaba allí el ingeniero de antes con otros trabajadores, y se reanudaron los mismos trabajos. Los mismos, pero enfocados de otro modo; al contrario que la primera vez. Todo estaba en el mayor orden. Volvieron los suecos, con brigadas de obreros, con dinamita y con dinero. Y también volvió Aronsen, el comerciante, dispuesto a comprar por segunda vez Storborg.

—No —declaró Eleseus—; no lo vendo.

—Usted venderá, seguramente, cuando el precio le parezca suficientemente aceptable.

—No; tampoco venderé entonces.

No; Eleseus no quería vender Storborg.

La cosa era que su suerte, en aquellos sitios apartados, como comerciante, no le parecía ahora tan mísera; tenía un hermoso mirador de cristales de colores y un dependiente que le hacía el trabajo mientras él se iba de viaje. Viajaba en primera, con gente distinguida. En más de una ocasión le vino la idea de hacer un viaje a América. Pero ya bastaban para alimentar sus recuerdos los viajes de negocios a las ciudades del Sur donde entablaba relaciones. No es que Eleseus llevara una vida opulenta, y fuera en un barco de su propiedad o celebrara orgías. ¿Orgías, Eleseus? Era, en realidad, de carácter raro; le tenían sin cuidado las muchachas; las dejaba a un lado, como si no le hablaran al sentido. Se portaba, eso sí, como hijo que era del margrave: viajaba en primera y adquiría variados artículos. Volvía cada vez de sus rutas un poco más refinado y exigente; últimamente volvió calzando botines.

—¿Llevas dos pares de zapatos? —le preguntaron.

—Sí; se me enfrían fácilmente los pies —les explicó Eleseus. Y la gente le compadecía.

¡Días venturosos, de señorío y de ocio! No; no vendería Storborg. No era caso de volver a la pequeña ciudad, obligado a tratar con los labriegos como dependiente de una quincallería. Ahora tenía un dependiente a sus órdenes. Además, confiaba en que la actividad industrial se desarrollaría pronto enormemente en Storborg; habían vuelto los suecos, que inundarían de dinero la comarca, y sería una necedad vender ahora. A Aronsen le despachaba cada vez con negativas y el comerciante estaba vencido y espantado de su propia necedad que le llevó a abandonar aquellas tierras.

Pero ¡ay…! Aronsen no tenía por qué extremar los reproches que se hacía, y Eleseus no hubiera hecho mal en moderar sus grandes esperanzas. En cuanto a los colonos y los vecinos de la aldea en general, no tenían por qué confiar demasiado en el porvenir, ni frotarse las manos sonriendo, como hacen los angelitos porque son bienaventurados. ¡Quién lo creyera! La excavación de la mina no podía empezar mejor pero era al otro lado del monte, a dos millas, en el extremo sur de la propiedad de Geissler, en un distrito en el que nada tenían que ver los moradores de la otra parte. Desde allí, el trabajo seguiría poco a poco hacia el Norte, hasta llegar al primer yacimiento de cobre, hasta el de Isak. Entonces sí podría convertirse en una bendición para colonizadores y aldeanos. Pero en el mejor de los casos, eso tardaría años, tal vez generaciones.

Fue este convencimiento como la más terrible explosión de dinamita, ensordecedora, desvanecedora. Los aldeanos cayeron en la aflicción y el desasosiego. Escarnecían la memoria de Geissler: el maldito Geissler que volvía a burlarse de ellos. Algunos asistieron de mala gana a una reunión, y enviaron luego a la Compañía, al ingeniero de las minas, una representación de personas de confianza. A nada condujo este paso. El ingeniero les expuso cómo y por qué el trabajo debía empezar en el lado sur. El sitio era más cercano al mar, y así podían prescindir del funicular aéreo y dejar reducido a casi nada el transporte. Era imprescindible que el trabajo empezara por la parte sur. Holgaban las discusiones.

Aronsen subió en seguida al nuevo terreno de actividad, al manantial de oro. Pretendía llevarse al dependiente Andresen.

—¿Quieres quedarte en este yermo? —le decía—. Ganarás yendo conmigo.

Pero el dependiente no quería, aunque parezca increíble, abandonar el yermo. Algo le atraía, le arraigaba allí. Andresen había cambiado, sin duda porque las tierras yermas eran como siempre. La gente y las circunstancias eran las de antes. Desaparecía la industria minera, pero no por esto perdió el seso ninguno de los pobladores; tenían sus cultivos, sus cosechas, su ganado. No abundaba la moneda como antes, pero tenían todo lo necesario para vivir, todo absolutamente. Ni Eleseus desconfiaba; lo peor era que, llevado por el primer entusiasmo, se había cargado de una porción de artículos invendibles, que ahora quedaban como adorno en la tienda, y para honrarle.

No; los habitantes del yermo estaban lejos de perder el juicio. Hallaban sano el aire de aquellos sitios; bastábales con que un cierto número de personas admiraran sus trajes y vestidos; no echaban de menos las piedras preciosas, y en cuanto al vino, lo conocían por lo de las bodas de Caná. El habitante del yermo no penaba por los hijos a los que había de renunciar. El arte, los periódicos, el atavío, la política, valían según el precio que la gente quería darles, y nada más. Pero la bendición de las cosechas tenía que ganarse a fuerza de músculos, a cualquier precio, y aquí estaba el principio base, la fuente de todo y de todos.

¿Quién decía que la vida del colono era vacía y triste? ¡Nada de esto! El campesino reconocía unas fuerzas superiores, tenía sus sueños, sus ilusiones, sus afectos. Un día, al anochecer, Sivert anda por la orilla del río y, de pronto, se detiene. Flotan en el agua dos patos salvajes, macho y hembra. Le han notado; se han dado cuenta de la presencia del hombre y están recelosos; una de las aves dice algo: emite unas voces, una melodía en tres tonos; y la otra le responde. Inmediatamente, levantan las alas los dos patos y vuelan corriente arriba, a un tiro de piedra, donde vuelven a posarse en el agua. Es el mismo lenguaje que la otra vez: ¡algo tan etéreo, tan del cielo! Sivert, parado en la orilla, contempla los dos patos, les sigue en su vuelo al reino de los sueños. Ha resonado algo en su interior, una onda de dulzura ha inundado su pecho. Algo ya vivido, de una belleza y una fuerza primitivas únicas, cuya imagen real se hubiera borrado, renace en él. Vuelve a su casa despacio y no habla a nadie de lo visto, porque las palabras terrenales no bastan. Esto fue lo que sucedió un día a Sivert de Sellanraa, un joven sin talento extraordinario.

Y no fue esta la única aventura. Otra le tocaría vivir, que promovió cierto desorden en la vida interior de Sivert: el despido de Jensine, la sirvienta de Sellanraa.

Sí; un día, por su propia decisión, Jensine se despidió de Sellanraa. Nadie pretendía que Jensine fuera una cualquiera. Cierto domingo Sivert le había ofrecido dar una vuelta con el carruaje y volverla a su casa. Entonces la muchacha lloró; pero más tarde le remordieron las lágrimas y no dejaba de proclamarlo así, marchándose.

Nada podía complacer tanto a Inger como el verse libre de Jensine; estaba ya algo descontenta de sus servicios. No hubiera podido reprocharle nada en concreto, pero parecía mirarla con hostilidad y como si con su presencia le hiciera insoportable la casa. Esto podía relacionarse muy bien con el estado de ánimo de Inger, todo el invierno apesadumbrada y ensimismada.

—¿Quieres marcharte? Está bien. Vete.

Aquello era una bendición, era la respuesta a sus oraciones nocturnas. Quedaban en la casa otras dos mujeres. ¿Qué precisión tenía de aquella lozana Jensine, ya casadera? «Como yo en otros tiempos», decía Inger entre sí.

Su gran piedad no decaía. No era de naturaleza disoluta. Es cierto que había catado, ligeramente, los goces de la pasión, pero nada de seguir así siempre. ¡Ni pensarlo! Inger rechazaba los repugnantes pensamientos contrarios a este convencimiento. Dios sea loado, ya no estaban allí los trabajadores de la mina. La virtud era, no solamente tolerable, sino necesaria, un bien necesario, una gracia.

Pero el mundo era malo. Allí estaba Leopoldine, una niña, un germen, desbordante de salud, y de pecado. En cuanto un brazo le rodeara el talle se desvanecería. ¡Qué asco! Tenía ahora granitos en la cara, muestra de una sangre ardiente. La madre se acordaba muy bien de que así había empezado a andar su propia sangre. No es que condenara a la hija por esos granitos en la cara, pero hubiera querido que desaparecieran. ¿Qué necesidad tenía el tal Andresen, el dependiente, de subir los domingos a Sellanraa y hablar con Isak de los cultivos? ¿Habríanse imaginado uno y otro que Leopoldine no se daba cuenta de nada?

Loca era la juventud treinta, cuarenta años atrás; pero ahora había empeorado.

—Tenemos la primavera encima —dijo un día Isak—, y Jensine ya no está en casa. ¿A quién emplearemos en las labores del verano?

—Leopoldine y yo trabajaremos —afirmó Inger—. Día y noche trabajaré si conviene —gritaba Inger, excitada, a punto de llorar.

Isak no se explicaba esta explosión; pero tenía sus planes y, dirigiéndose con azada y pico a la orilla del bosque, la emprendió contra una piedra. Isak no podía comprender cómo la moza Jensine les había abandonado. Era muy apta. En principio, Isak sólo comprendía lo inmediato, el trabajo, la tarea que se cumple de un modo natural y noble. Corpulento, vigoroso, nadie menos astral que Isak; comía como todo un hombre, le aprovechaba, y por esto era raro que perdiera la serenidad.

Muchas piedras había allí, pero tenía que comenzar por una de ellas. Isak ve acercarse el día en que será preciso levantar una casita, un hogar que sea el suyo y el de Inger. Allanaría un poco el terreno. Sivert está en Storborg, y se evita así darle explicaciones. Naturalmente, vendrá el día en que Sivert necesitaría lo edificado hasta la fecha, y para entonces conviene que los padres tengan a punto una vivienda. Era cosa de nunca acabar eso de las construcciones; faltaba también el henil contiguo al establo de mampostería; pero todo el material de madera estaba a punto.

Ahora daba con esa piedra, que, por lo que asomaba, no parecía ser muy grande. Pero no se movía. Cavó más hondo y tanteó de nuevo. Nada. Fue a su casa por una pala para quitar la tierra sobrante. Cavó luego de nuevo, y probó, pero sin resultado. «Esto sí que es un bloque», pensó Isak, sin impacientarse. No se cansaba de cavar, y la piedra parecía cada vez más profundamente hincada en la tierra, y no había por dónde embestirla. Sería fastidioso verse obligado a hacerla saltar con dinamita. Al agujerearla se oirían los golpes de lejos, y esto llamaría la atención en la casa. No contento con cavar, Isak recurrió a la palanca. Nada. Cavó de nuevo; empezaba a molestarle la piedra aquella, y arrugaba la frente, con los ojos puestos en ella, como si sólo estuviera allí para examinarla y la hallara muy estúpida. Empezó a criticarla: no había por dónde coger aquella piedra, redonda y necia, que hasta parecía deformada. ¿La haría saltar? Ni pensarlo. No valía la pena de derrochar la pólvora a más de las fuerzas. Como temiendo que pudiera ser superior a sus facultades, estuvo tentado de dejarla en su sitio. Cavaba Isak, bañado en sudor. ¿Con qué resultado? Por fin asestó la punta de la palanca en la parte inferior y probó sus fuerzas. La piedra no se movía. La técnica no podía ser más exacta, pero el resultado no respondía. ¿Qué sucedía? ¿Se habría hecho viejo? ¡Je, je! ¡Tenía gracia! ¡Qué ridiculez! El otro día había notado síntomas de que sus fuerzas disminuían. Es decir, no lo había notado, no le preocupaba, eran imaginaciones… Se acerca a la piedra, decidido a levantarla.

No era una nonada el acto de echarse Isak sobre una palanca haciendo fuerza. Allí está encorvado, y hace presión y más presión ciclópeamente; con una fuerza extraordinaria, con un torso que parece llegar a las rodillas. Estaba como revestido de una pompa, de una magnificencia singulares; su ecuador era colosal.

Pero la piedra no se movía.

Nada daba resultado; tuvo que cavar más hondo. ¿Haría saltar la piedra? ¡Cállate! No; cavaría más hondo. Su celo aumentaba. La piedra había de salir de la tierra. No se puede decir que hubiera pizca de perversidad en este tozudo empeño; era el rudo cariño de agricultor que quiere hacer la tierra productiva. La escena resultaba algo cómica. Isak empezó por dar un rodeo para ver la piedra, y haciendo pala de sus manos, apartó la tierra. Pero en todo eso no había traza de caricia. Se acaloraba en el empeño. ¿Y si tomara otra vez la palanca? La colocó donde creía que podía dar mejor resultado. Nada. ¡Qué provocación, qué obstinación de piedra! Tal vez ahora. Isak empieza a confiar, el trabajador de la tierra tiene la sensación de que la piedra no es ya invencible. La palanca resbala y derriba a Isak. «¡Maldita sea!», dice sin querer. Al mismo tiempo, la gorra se le ha caído a un lado de la cara, dándole un aspecto de pícaro. Isak escupió.

Comparece Inger.

—Es hora de comer, Isak —le indica, con el mayor agrado.

—Sí —responde él; pero no quiere que se acerque más ni admite el diálogo.

Sin darse cuenta de nada, Inger se adelanta.

—¿Qué nuevo plan tienes? —le pregunta, deseosa de halagarle, poniendo en evidencia que cada día sale con algo inesperado y grandioso. Pero Isak está encolerizado, lo está en grado sumo, y le responde:

—No lo sé.

A Inger todo se le va en preguntas y en noticias, y no se mueve del sitio, la muy necia.

—Ya lo has visto —contesta Isak—; no he de negarte que quiero levantar esta piedra.

—¿Quieres sacar la piedra? —pregunta ella.

—Sí.

—¿No podría ayudarte?

Isak mueve la cabeza en ademán negativo, pero el rasgo de Inger le parece generoso y no puede rehusarlo.

—Si quieres esperarte un poco… —le dice, apresurándose en busca del martillo de forja y de un escoplo.

Si escogiendo el punto rompiera un poco la piedra demasiado lisa, la palanca hallaría mejor apoyo. Inger aguanta el cincel y el hombre da unos golpes. Va bien; saltan los tasquiles.

—Gracias por haberme ayudado —dice Isak—. Y podéis empezar a comer, porque primero he de sacar esta piedra.

Pero Inger no se va. Y, en el fondo, a Isak le complace verla allí, contemplando su labor, como solía hacerlo en otros tiempos. Isak ha encontrado un magnífico punto de apoyo para la palanca, y se esfuerza… y la piedra se mueve.

—¡Se mueve! —exclama Inger.

—¡Bromas, no! —reconviene Isak.

—¿Yo, bromas? ¡Se mueve, te digo!

Sí; ya había logrado que la piedra se moviera; la había ganado en su favor, y ahora trabajaban a dos. Isak levanta la palanca y la piedra se mueve un poco, pero nada más. Isak repite un rato más el juego, pero el resultado es nulo. De pronto, se da cuenta de que no se trata de si el peso de su cuerpo basta. ¡Es que no tiene ya el vigor de antaño! Ahí está el punto flaco. ¿Qué puede el peso de su cuerpo sin la flexibilidad requerida? No significa nada echarse encima de la palanca hasta romperla. Tenía, al parecer, menos fuerzas. Y esta convicción llenaba de amargura el alma del hombre sufrido. ¡Si al menos Inger no hubiera estado delante!

De pronto echa mano al martillo. La cólera se había apoderado de él y estaba dispuesto a recurrir a la violencia. La gorra se inclina todavía sobre una oreja, dándole un aspecto de bandolero. A grandes trancos, da una vuelta alrededor de la piedra, como si quisiera demostrarle a esta con quién se las había. Dijérase que se dispone a dejarla convertida en ruinas. ¿Qué le impedía hacerlo? Romper una piedra odiada a muerte es cuestión de pura fórmula. Pero ¿y si la piedra oponía resistencia? ¿Y si no se dejaba convencer? ¡Ya se vería quién de los dos era el superviviente! Adivinando lo que bulle en él, Inger dice, un poco atemorizada:

—¿Y si los dos nos abalanzáramos sobre la vigueta? (Por vigueta entendía la palanca).

—¡No! —grita Isak enfurecido. Pero, después de reflexionar, concede—: Ya que estás aquí… No entiendo por qué no vuelves a casa. ¡Vamos a probar!

Y logran remover la piedra, que cae de lado. ¡Albricias!

—¡Uf! —resopla Isak.

Entonces se manifiesta a sus ojos algo inesperado: el lado inferior de la piedra es una superficie plana, lisa como un pavimento. Aquella piedra no es más que la mitad de una piedra, cuya otra parte no puede estar lejos. Isak sabía que puede suceder muy bien que las dos mitades de una piedra ocupen en la tierra un asiento distinto cada una, tal vez a causa del hielo que al cabo de larguísimo tiempo ha separado las dos partes. El hallazgo le complace extraordinariamente. La piedra es la más adecuada para el umbral. Una fuerte suma de dinero no hubiera llenado de tal satisfacción el alma del habitante de aquellos sitios.

—Es un umbral excelente —anuncia con orgullo.

Y ella, crédula, exclama:

—No comprendo cómo pudiste adivinar la piedra.

Isak carraspea y dice:

—¿Crees tú que he estado cavando la tierra por nada?

Vuelven juntos a casa. Isak rodeado de una aureola inmerecida, no muy distinta de la auténtica. Isak explica a Inger cómo había estado mucho tiempo en busca de una piedra apta para el umbral hasta que, por fin, la ha encontrado. Desde ahora ya no será sospechoso verle trabajar en el terreno edificado; podrá desmontar cuanto quiera, pretextando que busca la otra mitad de la piedra. Y cuando Sivert llegó, Isak hasta solicitó su ayuda.

Pero si ya no podía ir solo para sacar una piedra, es que todo cambiaba; y con ello la cosa se ponía seria, y era preciso construir de prisa. La vejez había alcanzado a Isak y empezaba a estar a punto para que le echaran al desván. Fue extinguiéndose, al paso de los días, el triunfo que se atribuyera al hallar la piedra para el pretendido umbral. Fue un falso triunfo, y efímero. E Isak empezó a andar algo encorvado.

¿No hubo, acaso, en su vida un tiempo en que su atención, su fino oído captaba en seguida las palabras «piedra» o «zanja» que alguien decía? En aquel entonces debía guardarse quien, siquiera con la mirada, intentara rebajar la importancia del desagüe de un pantano. Ahora, más lento, más ponderado, empezaba a considerarlo todo con tranquilidad. Sí. ¡Dios santo, nada era como antes! El antiguo yermo aparecía transformado. No estaba allí en aquel entonces la línea telegráfica, atravesando el bosque; arriba, junto al lago, las rocas del monte quedaban enteras y sin excavar. ¿Y la gente? ¿Decía todavía: «¡Dios os guarde!», al entrar, y: «¡Quedad con Dios!», al despedirse? Ahora saludaba con un ademán y, a veces, ni aun eso.

Pero antes tampoco había en Sellanraa más que una choza de tierra de turba. ¿Y ahora? Y antes tampoco existía un margrave. Cierto. Mas ¿qué era ahora el margrave? Un viejo triste y reseco. ¿De qué sirve comer y tener buenos intestinos si lo que se come no se transforma en fuerza? Quien gozaba ahora de todo su vigor era Sivert; y suerte de ello. Pero ¿qué no sería si pudieran reunirse las fuerzas de entrambos? ¿Qué sentido tenía que su ruedecita empezara a moverse más lentamente? Había trabajado como todo un hombre, llevado sobre sus espaldas cargas de acémila. Y ahora tenía que demostrar constancia en sentarse aquí y allá en un taburete.

Isak está descontento. Isak está melancólico. Allá, en la colina, yace en el suelo un viejo sombrero de marinero. El viento lo ha arrastrado hasta aquel sitio, o tal vez los niños, cuando aún jugaban. Año tras año, el sombrero se va pudriendo. Fue un sombrero vistoso de marinero, de color amarillo. Isak se acuerda de que al llegar él a casa, Inger dijo que el sombrero era un buen sombrero de marino. Un par de años más tarde Isak lo había dado a teñir de negro charolado, y el ala de verde, a un pintor que residía en la aldea. A Inger le pareció más bonito que antes; todo le agradaba.

¡Qué tiempos, qué tiempos aquellos! Él abatía troncos y los ojos de Inger le seguían en la faena; fue el tiempo más hermoso de su vida. Y al llegar abril y mayo, él e Inger se enamoraban, como los pájaros, como los animales que recorren el monte. Y en mayo sembraba él el grano, y enterraba las patatas, y estaba ocupado de día y de noche. Trabajo y descanso, amor y ensueño. No desmerecía él entonces en vigor de su primer toro, una bestia preciosa, grande y luciente como un rey, cuando echaba a andar con toda su magnificencia. Pero los años no devuelven aquel mayo. Eso se acabó.

Durante unos días Isak estuvo decaído. Días sombríos. En nada hallaba gusto, ni tenía fuerzas de empezar por el henil su plan de construcción. Sivert lo haría tarde o temprano. Sería mejor construir una morada donde quedar arrinconado. No pudo ocultar a Sivert por mucho tiempo el destino que pensaba dar a aquel terreno que se extendía al borde del bosque.

—Esta piedra —expuso— es buena para cuando nos decidamos a emprender las obras; y esta es también buena.

El semblante de Sivert no se inmutó.

—¡Hermosos sillares! —dijo.

—¡Ya lo creo! Hemos estado desmontando tanto tiempo, a la caza de la segunda piedra para el umbral, que ha resultado un magnífico terreno edificable.

—No será mal terreno, es verdad —aprueba Sivert, dejando resbalar la mirada por su extensión.

—¿No te parece? Podríamos construir una casita para los visitantes; para cuando vengan forasteros.

—Sí.

—Podría tener una sala y un dormitorio. Nos vemos privados de hacer un buen papel cuando vienen personas como aquellos señores de Suecia. ¿Qué te parece si pusiéramos también una cocinita, por si quieren utilizarla?

—Sí; una cocinita es imprescindible. Que no se rían de nosotros.

—¿Tú crees…?

Y calló el padre. Sivert era un muchacho despierto, a quien nada pasaba por alto de lo que los señores de Suecia necesitan.

—Si estuviera en tu lugar, levantaría un granero, adosado a la pared norte. Sería muy cómodo para ellos, si dispusieran del granero, para tender la ropa en él.

Callan y prosiguen en la selección de los sillares. Al cabo de un rato, pregunta el padre:

—¿No ha vuelto Eleseus?

Sivert responde evasivamente:

—Llegará pronto.

Sucedía con Eleseus que estaba a menudo fuera de casa. Por su gusto lo hubiera pasado siempre de viaje. ¿No podía encargar por carta los artículos que compraba en sus viajes? Claro que así los obtenía a mejores precios, pero ¿cuánto le costaban los viajes? ¡Su modo de pensar era tan original! ¿Qué haría con tanto paño de algodón y cintas de seda para capotitas de bautizo, y largas pipas, y sombreros de paja blancos y negros? No era género para los labriegos, y los parroquianos del pueblo únicamente subían a Storborg cuando no tenían dinero. Eleseus era, a su modo, muy listo, y bastaba ver con qué soltura escribía o echaba cuentas sobre la pizarra.

—¡Si yo tuviera tu cabeza! —le decía la gente.

Y era cierto que le quedaban a deber mucho dinero. Los aldeanos no acababan nunca de pagar deudas, y hasta un pordiosero como Brede Olsen subió a Storborg aquel invierno dispuesto a comprar de fiado algodón, café, melaza y velas.

Isak ha gastado ya mucho dinero con Eleseus, y su negocio, y sus viajes; poco le queda de la reserva de lo que sacó de la venta de su zona minera. ¿Y luego, qué?

—¿Cómo piensas que acabará lo de Eleseus? —pregunta repentinamente.

—¿Cómo acabará? —repite Sivert para ganar tiempo.

—Parece que no le resulta.

—Él está muy esperanzado —observa Sivert.

—¿Habéis tratado del asunto?

—No; me lo ha dicho Andresen.

El padre reflexiona y mueve la cabeza.

—Eso no marcha —dice—. ¡Lástima de Eleseus!

Y el padre, que ya no estaba muy animado, se pone cada vez más sombrío.

Sivert sale ahora con una noticia:

—Vendrán otros colonos.

—¡Cómo!

—Sí; dos nuevos colonos. Han comprado más arriba de nuestra hacienda.

Isak se queda parado, empuñando la azada. Es una noticia de las mejores.

—Entonces, ya somos diez labradores de estas soledades —puntualiza.

Se informa más detalladamente de dónde se instalan, pues tiene en la cabeza toda la geografía de aquellos contornos. Y hace gestos de aprobación.

—Sí; bien pensado —concluye—. Tienen allí un bosque que les dará buena leña y buenos troncos. El terreno se inclina hacia el Sudeste.

Nada detiene a los nuevos pobladores; llegaba cada vez más gente nueva. La industria minera quedó interrumpida, sí; pero, lejos de resentirse del hecho, la agricultura medraba, y no tenían razón los que aseguraban que aquella comarca estaba muerta. Al contrario, cundía la vida: dos nuevos colonos, cuatro brazos más, campos, praderas, casas. ¡Oh, las verdes lomas rodeadas de su bosque; las barracas; las fuentes; los niños y los animales…! Crece el trigo en lo que fueron charcas donde sólo medraba la cola de caballo; las campanillas azules se balancean en las colinas, el sol dora los tréboles que crecen al pie de las casas. Y hay unos seres humanos que animan aquellos espacios y hablan y piensan, al unísono, con el cielo y la tierra. He aquí el primero que se estableciera en las regiones solitarias. A su llegada se hundía hasta la rodilla en los charcos y entre los brezos; encontró una cuesta soleada y allí se afincó. Otros llegaron después de él y trazaron un sendero a través de la inculta tierra de nadie; y otros, después, hicieron de la senda una carretera. Isak tiene motivos para sentirse satisfecho y palpitar de orgullo, porque es él quien asentó los fundamentos, él es el margrave.

—Sí, sí —dice Isak—; pero no podemos eternizarnos en el desmonte de este terreno si pretendemos que el almacén para el forraje quede cubierto este año.

Y esto lo dijo llevado de una alegría y de una animación repentinas.