El descanso no es duradero en el hogar de Axel; con las tormentas otoñales le sobrevinieron una labor penosa y unas molestias que él mismo se había acarreado: el telégrafo instalado en su casa le anunciaba averías en la línea.
La codicia le había perdido al aceptar la inspección de la línea. Le costaba disgustos desde el principio. Brede Olsen le había amenazado en cierto modo, cuando fue a su casa para recoger el material y las herramientas destinadas a la línea telegráfica.
—¿No piensas ya —le había dicho— en que te salvé la vida este invierno?
—Me salvó la vida Oline —replicó Axel.
—¿No fui yo quien te cargó sobre su pobre espalda y te llevó a tu casa? Por remate, no se te ocurrió otra cosa que comprar mi granja en subasta, dejándome sin techo para el invierno.
Brede estaba hondamente afligido.
—Anda con tu telégrafo y con todo lo demás —añadió—. Yo y mi familia iremos al pueblo y allí montaremos lo que tú no entiendes; algo así como un hotel y un café. ¡Ah! ¿Crees que no prosperaremos? Mi esposa podrá vender toda clase de víveres y a mí me será fácil también negociar, y ganar mucho más que tú. A ti, en particular, he de decirte, Axel, que podría fastidiarte con una serie de jugarretas, porque conozco muy bien todo lo referente al telégrafo: podría derribar postes, y romper hilos, y ya te veo saliendo a escape, obligado a abandonar las labores del campo más apremiantes. Para tu gobierno te lo digo.
Ahora mismo tendría que haber bajado Axel al pueblo para recoger las máquinas en el desembarcadero y subirlas a su hacienda. ¡Hermosas como un cuadro, con sus colores y sus reflejos dorados! Podría tenerlas en casa hoy mismo, y contemplarlas, y estudiar su funcionamiento, pero la reparación urgente de la línea telegráfica se lo impedía. Claro que esto era un ingreso más.
Arriba, en el monte, encuentra a Aronsen. Parado en medio de la tempestad, semeja una aparición. ¿Qué le llamará por aquellos riscos? Seguramente no había tenido sosiego hasta subir y hacer él mismo un reconocimiento de las minas. El negociante Aronsen se preocupaba de sí mismo y de su porvenir. El monte abandonado le ofrece un cuadro de miseria y de destrucción: máquinas oxidadas, instrumentos de trabajo, carros, mucho de ello a la intemperie, y todo en la desolación. En varios puntos, pegados en las paredes de las barracas, se veían unos carteles escritos a mano, prohibiendo deteriorar las viviendas, el instrumental y los vehículos de la Compañía, o llevarse cualquier objeto.
Axel entabla conversación con el airado comerciante, preguntándole:
—¿Va usted de caza?
—¡Ah, si yo diera con él! —responde Aronsen.
—¿A quién se refiere?
—¿A quién, sino al hombre que me pierde y pierde a todos los que por ahí viven? Al que no quiere vender su parte de monte, impidiendo así la circulación y la industria que prodigarían el bienestar.
—¿Se refiere usted a Geissler?
—Sí, al tal Geissler me refiero.
—Estaba en la ciudad hace pocos días, y hubiera podido entrevistarse usted con él. Pero, según mi humilde opinión, no juzgo que se le pueda hacer responsable.
—¿Cómo que no? —pregunta Aronsen enfurecido.
—Temo que le hubiera hallado usted impenetrable, demasiado respetado por todos.
Discutieron un rato sobre esta afirmación. Aronsen se acaloraba cada vez más. Axel preguntó en tono de chanza:
—¿No nos irá a dejar usted solos en estos despoblados? ¿Se va usted para siempre?
—¿Crees tú, acaso, que quiero pudrirme en medio de vuestras charlas, no ganando ni el tabaco para mi pipa? —exclamó Aronsen, de mal humor—. Si me proporcionas un comprador, vendo en el acto.
—¿Un comprador? —exclama Axel—. La tierra de su propiedad es buena, con tal que usted la cultive. Le daría para vivir.
—¿No estás oyendo que no me gusta cavar la tierra? —gritó Aronsen, en medio de la tormenta—. Tengo mejores ocupaciones.
Axel sostenía que no era imposible dar con un comprador por aquellos montes, pero Aronsen hacía escarnio hasta de la sola idea de esta posibilidad.
—No hay en este yermo un solo hombre con dinero bastante.
—No diré aquí mismo, pero hay otras granjas.
—Aquí no hay más que pobreza y tacañería —gritaba Aronsen, furioso.
—Puede ser. Pero, en Sellanraa, pongo por caso, Isak podría pagarlo en el acto —rebatió Axel, ofendido.
—No lo creo —replicó Aronsen.
—Poco me importa lo que usted crea —dijo Axel, dispuesto a continuar su ruta. Pero Aronsen le llamó:
—¡Espera un momento! ¿Dices de veras que Isak podría librarme de Storborg?
—Sí —respondió Axel—. De cinco Storborg por lo que hace al dinero y a las condiciones.
En su ascensión Aronsen había soslayado a Sellanraa, no queriendo ser visto. Ahora entró en la casa y conversó con Isak.
—No —decía Isak, moviendo la cabeza—. No he pensado ni remotamente en eso.
Pero cuando Eleseus llegó por Navidad, Isak no parecía tan displicente. Por sí mismo no se había detenido nunca a acariciar una locura semejante; la ocurrencia de la compra de Storborg brotó en Isak cuando su hijo Eleseus declaró que era empresa para él. Entonces Isak empezó a echar sus cálculos.
El mismo Eleseus vacilaba. No estaba en contra, pero tampoco en pro. Si se quedaba en su tierra, él dejaría, en cierto modo, de ser él. Aquel sitio no era la ciudad.
En el otoño, cuando la gente del lugar había sido citada al gran interrogatorio en la ciudad, evitó ir porque le incomodaba encontrarse con aquellos pueblerinos que pertenecían a otro mundo. ¿E Iba a volver ahora a aquel mundo?
Su madre quería que lo compraran. Sivert también. Y así ambos se unieron a Eleseus y un buen día bajaron en su vehículo a Storborg para ver de cerca aquella grandeza.
Aronsen, empero, ante la posibilidad de poder desprenderse de su finca, parecía otro por completo. No necesitaba vender, dijo. Y si se marchaba, podía dejar la finca sola, una finca born constant, una finca soberbia que vendería sin dificultad el día que se lo propusiera.
—Además —afirmaba Aronsen—, no me pagaréis lo que voy a pedir.
Anduvieron por toda la casa, vieron la cuadra, el granero y los mezquinos restos de géneros: armónicas, cadenas de reloj, cajas forradas de papel color de rosa, lámparas colgantes con prismas, en fin, mercancías que no comprarían los labriegos. Además, había quedado un resto de telas de algodón y varios cajones de clavos.
Eleseus se daba importancia examinándolo todo como un experto.
—Esta clase de mercancías no me sirven para nada —dijo.
—Tampoco hace falta que las compréis —replicó Aronsen.
—Pero os ofrezco quince mil coronas por la finca tal como está, con géneros, animales y todo, en fin —dijo Eleseus.
¡Oh! Le era indiferente a Eleseus. Si nombró un precio, fue únicamente por burla y por darse tono.
Volvieron a casa sin haber cerrado trato alguno. La oferta de Eleseus había sido algo denigrante y con ella había ofendido a Aronsen.
—No hago caso de lo que dices —manifestó Aronsen, tuteando a aquel botarate que pretendía enseñar al comerciante Aronsen a distinguir entre mercancías.
—No sé que hayamos comido juntos en el mismo plato —le replicó Eleseus con el mismo enojo.
¡Aquello podría dar lugar a una enemistad perpetua!
¿Pero por qué se había hinchado tanto Aronsen desde el primer momento y había hecho como si no necesitara vender? Es que Aronsen tenía sus motivos, porque abrigaba, otra vez, una especie de esperanza.
Abajo, en la aldea, se había celebrado una reunión destinada a deliberar sobre la situación que creaba la negativa de Geissler con respecto a vender su terreno. No padecían de ello solamente los alrededores; toda la jurisdicción luchaba con la muerte. Pero ¿por qué no podía la gente seguir viviendo tan bien o tan mal como antes de que se emprendiera la explotación de ensayo? No; no se avenían a ello, una vez acostumbrados a la sémola fina y al pan blanco, al buen paño, a los elevados jornales. Se habían acostumbrado a una vida regalada y a tener mucho dinero. Pero el chorro de oro se había agotado, o, semejante a un banco de arenques, se había perdido en la inmensidad del mar. ¿Qué hacer, Dios santo, en medio de aquella crisis?
No cabía duda de que el ex delegado Geissler quería vengarse de la aldea por el apoyo que había prestado a la autoridad que le destituyó. No había duda tampoco de que la aldea había rebajado los méritos de quien no sería tan necio, cuando, poniendo el insignificante obstáculo de exigir un cuarto de millón como precio de una gran extensión de monte, lograba detener la prosperidad común. ¿No era poderoso de veras? Axel Ström, el de la Tierra de Luna, sabía algo de esto. Barbro, la hija de Brede, había sido llamada a un juicio allá en la ciudad y había vuelto a su casa absuelta; y Geissler había asistido al juicio. Y quien se atreviese a decir que Geissler había abandonado toda actividad y que estaba arruinado como cualquier perdulario, que fuera a contemplar las máquinas caras que había regalado a Axel.
Geissler tenía en su mano la suerte de aquella comarca. Era forzoso entenderse con él. ¿Por cuánto vendería su parte del monte, como último precio? Aclararlo era un primer paso imprescindible. Los suecos le habían ofrecido veinticinco mil coronas, que él rehusó. Pero ¿y si el pueblo, la comunidad, aportaba el resto, a fin de que la operación se realizara? No tratándose de una suma tan absurda, valía la pena. Lo mismo el comerciante que residía abajo en la costa, que Aronsen, el de Storborg, contribuirían también secretamente con su aportación, y andando el tiempo este desembolso redundaría en su beneficio.
Por fin, salieron dos hombres comisionados para hablar con Geissler, cuya vuelta era esperada.
Aronsen recobraba las esperanzas y se disponía a tratar con altivez al hombre dispuesto a comprar Storborg. Pero su soberbia iba a verse pronto aplacada. Al cabo de una semana volvieron los dos delegados con una negativa rotunda. Lo peor del caso, desde un principio, fue que uno de los comisionados era Brede Olsen, porque, como disponía de tiempo suficiente… Encontraron a Geissler realmente, pero no había hecho sino mover la cabeza y reírse. Les dijo:
—Volved a casa.
Pero les pagó el viaje de vuelta.
Así, pues, la comarca entera quedaba condenada a sucumbir.
Aronsen, luego de haber estado furioso cierto tiempo y sabiendo cada vez menos lo que convenía hacer, subió un día a Sellanraa y remató la operación. Eleseus obtuvo lo que deseaba por veinticinco mil coronas: una granja con sus paredes, su ganado y sus géneros. Al tomar posesión, se descubrió, por cierto, que la esposa de Aronsen había retirado la existencia de lana casi en su totalidad; pero un hombre como Eleseus no se ocupaba de pequeñeces semejantes.
—No seamos tacaños —era su lema.
En principio, Eleseus respiraba júbilo. Su destino estaba, pues, determinado; aquellas tierras solitarias serían su tumba. Abandonaría sus grandes planes. Ya no era un oficinista, ni podía aspirar a ser delegado; ni siquiera un caballero de la ciudad. Jactábase delante de su padre y de los demás de la casa de haber obtenido Storborg por el precio que él mismo ofreció, lo cual probaba su pericia en la materia. Pero el triunfo fue pasajero. Tuvo la satisfacción de que entrara también en el contrato el dependiente Andresen, porque Aronsen no necesitaba ya sus servicios. Le halagó mucho que Andresen le preguntara si le permitía quedarse. Por primera vez se sentía amo y señor.
—Puedes quedarte —le dijo—. Necesito aquí un representante para cuando salga de viaje de negocios y para entablar relaciones con Bergen y Drontheim.
Y Andresen no era mal representante. Eleseus se dio cuenta en seguida de que era activo y vigilante cuando su amo estaba ausente. Únicamente, a poco de llegar a las tierras yermas, se las había dado Andresen de gran señor, y la culpa era de su antiguo dueño, Aronsen. Ahora la situación había variado. Cuando en la primavera los aguazales se hubieron deshelado un poco, Sivert de Sellanraa bajó a Storborg y empezó a abrir zanjas en el terreno de su hermano, y Andresen, el dependiente… fue también a ayudar en los pantanos a Sivert… por el motivo que fuera, pero nadie se lo exigía. Y es que era un hombre así. No estaba el suelo deshelado del todo, y las zanjas no podían cavarse muy hondas, pero hicieron al menos la mitad de la labor, que ya era mucha. Isak había querido en su tiempo desaguazar a Storborg para convertirlo en tierra de cultivo. En cuanto al negocio de la pequeña tienda, ya cumpliría su objetivo si los colonos vecinos podían prescindir de bajar al pueblo para comprar hasta un insignificante carrete de hilo.
Sivert y Andresen, pues, abrían zanjas y, de vez en cuando, recobraban aliento y entablaban animada conversación. Andresen se hallaba en posesión, no se sabe cómo, de una moneda de oro de veinte coronas, y Sivert codiciaba aquella pieza reluciente. Andresen no quería desprenderse de ella; la guardaba envuelta en un papel de seda dentro del baúl. Sivert propuso que se pelearan por ella y quedara para el vencedor, pero Andresen no se atrevió a entrar en ese juego. Entonces Sivert le ofreció por ella un billete de veinte coronas y además, trabajar él solo en el desagüe. Pero Andresen se creyó ofendido.
—¡Para que luego vayas y cuentes a los de tu casa —dijo— que no soy capaz de trabajar los aguazales!
Por fin, se pusieron de acuerdo: Sivert fue aquella noche a Sellanraa, y su padre le dio el papel moneda.
¡Capricho de una juventud rebosante de vida! Una noche en vela para ir y volver: dos millas de camino y, el día siguiente, de sol a sol, la labor acostumbrada, poca importancia tenían para el joven que anhelaba la moneda de oro. No quedaba excluida la posibilidad de que Andresen se burlara un poco de él y de su buen negocio; Sivert conocía un remedio para este caso: decir a Andresen unas palabras acerca de Leopoldine, por ejemplo: «¡Es verdad! Se me ha olvidado darte recuerdos de Leopoldine». Y Andresen quedaría sofocado y sin palabra.
Fueron días alegres para los dos aquellos pasados entre burlas y veras; disputando por broma, trabajando y vuelta a discutir. A veces, Eleseus se les juntaba dispuesto a ayudarles, pero se fatigaba en seguida; no era muy vigoroso ni tenía gran fuerza de voluntad. Un muchacho todo amabilidad, si se daba el caso, por ejemplo, que el zumbón de Sivert dijera:
—Ahí viene Oline. Vuelve a la tienda, y véndele media libra de café.
Y Eleseus iba y vendía a Oline cualquier insignificancia. Y mientras tanto no tenía que destripar terrones.
Sí; la pobre Oline necesitaba, de vez en cuando, unos granos de café, cuando, por una rareza, Axel le había dado dinero o ella disponía de un queso de cabra pequeño para trocarlo por algo. Esta vez se la veía algo cambiada. Para un anciano los quehaceres en Tierra de Luna resultaban en exceso pesados, la devoraban pero no tanto como para que se quejara del peso de la edad. ¡Ah! ¡Si a Axel se le hubiera ocurrido despedirla, ya le habría dicho cuatro verdades! Curtida, invencible, cumplía su trabajo y le sobraba tiempo para platicar agradablemente con los vecinos, resarciéndose de lo que tenía que callar en la casa, pues Axel no era un orador, precisamente.
Oline no estaba conforme con el resultado del proceso que concedía a Barbro el indulto en toda la línea. Que la hija de Brede saliera sin pena de lo que a Inger de Sellanraa le costara ocho años de prisión, Oline no podía concebirlo, y le sobrevenía una rabieta, que no tenía nada de cristiana, cada vez que pensaba cómo «habían sido tan buenos para otra». «Pero el Todopoderoso no ha dado todavía su fallo», observaba Oline cabeceando. Y quería significar con esto un futuro castigo posible, venido del cielo. Como es de suponer, Oline no podía callar su despecho y, principalmente, cuando tenía alguna diferencia con su amo, le hacía, a su manera, alusiones y vaticinios.
—No sé cómo habrá cambiado hoy la ley contra los pecadores de Sodoma y Gomorra —decía, por ejemplo—. Yo me atengo a la Palabra de Dios, tan cándida soy.
Axel estaba más que harto de su ama de llaves, y, de no necesitarla, la habría mandado a freír espárragos. Con la constancia de las cosas, volvía la primavera y, tras ella, la recolección del heno. Y he aquí que Axel tuvo que valerse solo. ¡Qué perspectivas! Su cuñada de Amplia Vista había escrito a Heligolandia, su país, en busca de una mujer apta para ayudarle en todo; pero no tuvo éxito. De todos modos, Axel habría tenido que pagarle el viaje.
Había sido un acto reprobable el de Barbro el quitarse de encima el hijito y dejarle luego a él solo; dos inviernos y un verano hacía que Oline regía la casa, y, al parecer, había para tiempo. Pero, Barbro, la mala persona, ¿qué caso hacía de esta situación? Aquel mismo invierno, allá en el pueblo, había cambiado algunas palabras con ella, pero lejos de que le rodaran las lágrimas y se le helaran en las mejillas, permaneció indiferente.
—¿Qué ha sido de los anillos que te di? —le preguntó él.
—¿Anillos? —respondió ella.
—Sí; anillos.
—Ya no los tengo.
—¿Conque, no los tienes?
—Todo había concluido entre nosotros —dijo ella—; por lo tanto, no era propio lucir los anillos.
—Quisiera saber lo que ha sido de ellos.
—¿Los quieres? —preguntó ella—. No te hubiera creído tan bajo.
Reflexionó Axel un momento, y luego dijo:
—Te hubiera podido dar una compensación. No hiciste bien en desprenderte de ellos tontamente.
Nada. Barbro ni siquiera daba a Axel la oportunidad para recuperar el anillo de oro y el de plata.
No era ella ni dura ni fea. Llevaba un largo delantal a pliegues, con tirantes, y le rodeaba la garganta un cuello blanco tieso, que realzaba su lindo perfil. Pretendía la voz pública que tenía ahora un nuevo compromiso en el pueblo, pero esto, tal vez, era infundado. La señora delegada no dejaba de tenerla bien sujeta, tanto, que aquel año no le permitió ir al baile de Navidad.
Nadie aventajaba en lo vigilante a la señora delegada; mientras Axel discutía en la calle con su antigua sirvienta, a propósito de aquellos dos anillos, se les interpuso la señora delegada:
—Tendrías que ir por algo a la tienda —dijo a Barbro. Y, dirigiéndose luego a Axel—: ¿No podrías venderme una porción de carne fresca?
Limitose Axel a carraspear, y esto y un saludo cortés, fue, por lo pronto, toda su respuesta.
Era, no obstante, la señora delegada quien le había puesto por las nubes aquel otoño. Esto bien merecía ser correspondido. Hacía tiempo que Axel conocía los usos de los agricultores para con los próceres, y en aquella ocasión pasada se le había ocurrido en seguida pensar en un buey joven que hubiera podido sacrificar. Pero pasó un día, y siguieron otros, y un mes, y varios meses; pasó el otoño, y la res vivía aún. Ningún mal le vendría por conservar una res para sí; regalándosela, empobrecería sin duda, pues era una res magnífica.
Carraspeó, pues, Axel, dio los buenos días, y respondió luego que no tenía ninguna res disponible. Como adivinándole el pensamiento, la señora delegada le dijo:
—He oído decir que tienes un buey joven. ¿Lo guardas para criarlo?
—Sí. Voy a criarlo.
—Bien. ¿Y no tendrías algún carnero?
—No, por ahora no. Es que sólo me he quedado con las reses que puedo criar.
—Bueno. Entonces nada —agregó la señora del delegado, y se marchó.
Camino de su casa en el carruaje, Axel pensaba en la conversación, y temía haberse portado tontamente. La señora delegada en momentos en pro, y otros en contra de él, había sido una testigo de calidad que contribuyó a salvarle del peligro de aquella enmarañada historia del cadáver de un niño enterrado en el bosque de su propiedad. Valía la pena de sacrificar un carnero, al fin. Cosa curiosa, esta idea coincidía con la memoria de Barbro; si él ofrecía al ama de Barbro el carnero, de rechazo impresionaría en favor suyo a Barbro.
Sucediéronse de nuevo los días, y ningún mal le sobrevino por la demora. Cuando bajó de nuevo al pueblo, no llevaba ningún carnero. Eso no. Pero en el último momento había cogido un cordero, un cordero grande, por cierto, es decir, una res valiosa. Al presentarse delante de la señora delegada le dijo:
—Los carneros tienen la carne dura, y he querido ofrecerle algo de la mejor calidad.
Pero la señora delegada no quería saber nada de regalos.
—Dime lo que te he de dar por el cordero.
Poseída de un civismo austero, aquella señora no admitía que le pagaran lo que hacía por el prójimo. Y la cosa acabó realmente así: que Axel recibió buenos dineros por su cordero.
No vio a Barbro. Seguramente la señora, al enterarse de la llegada de Axel, procuró alejarla. Bueno. Barbro le había robado aquel año y medio que la estuvo necesitando como ayuda.