VII

Un hombre atraviesa la comarca de las tierras solitarias. El tiempo está revuelto; las lluvias de otoño han empezado. Pero no por eso se preocupa el caminante; es gozosa su expresión y lo es su ánimo. Axel Ström vuelve del juicio; ha salido absuelto, y está contento. En primer lugar, una máquina segadora y un arado le esperan en el muelle del desembarcadero; en segundo lugar, le han absuelto, pues no ha tenido parte en el infanticidio. Así va bien.

Pero ¡qué horas de congoja! Mientras estaba allá declarando, aquel hombre formado en la faena cotidiana se vio encarado con la labor más dura de su vida. Ningún provecho sacaría de abultar la culpa de Barbro y, por lo mismo, cuidaba de pesar las palabras que tuvieron que sacarle a fuerza de preguntas. La mayor parte de las veces respondía con un sí o un no. ¿No bastaba? ¿Era necesario dar al hecho más amplitud de la que tenía? A veces pareció que la cosa iba de veras: la alta autoridad resultaba impresionante con su toga negra, y con unas palabras hubiera podido dar un giro peligroso al asunto, y tal vez cargar al hombre con una cadena. Pero eran gente simpática y no querían su perdición. Además, se habían puesto en juego influencias muy poderosas para salvar a Barbro, y esto redundaba en su provecho.

¿Qué podía pasarle más de lo ya acaecido?

No era de esperar que a Barbro se le ocurriera hacer declaraciones comprometedoras para el que había sido su amo y amante; Barbro no era tan tonta y no ignoraba que él tenía conocimiento así del último infanticidio como del otro anterior. Además, hacía astutamente el elogio de Axel y decía que no había tenido la menor noticia de su parto hasta que todo estuvo consumado. Según ella, Axel tenía su modo de ser peculiar, y no en todo estaban de acuerdo, pero era hombre callado y de un proceder intachable; si abrió una nueva fosa y depositó en ella el cadáver —y esto mucho tiempo después—, fue porque juzgó que la primera fosa estaba en sitio húmedo, lo cual era evidente.

¿Qué podría sucederle a Axel si Barbro cargaba sobre sí misma toda la culpa? Muy poderosas influencias respaldaban a Barbro; la señora del delegado Heyerdahl la respaldaba.

No escatimaba diligencias, iba de un lado a otro, exigió ser oída como testigo y pronunció un verdadero discurso delante del Tribunal. Al llegarle el turno, se situó delante de los estrados como una señora toda distinción; trató en toda su extensión el tema del infanticidio, dando ante el Tribunal una verdadera conferencia, como si tuviera previo permiso para ello. Opínese de la señora delegada como se quiera, lo cierto es que tenía dotes oratorias y era una sabia en política y en cuestiones sociales. ¿De dónde sacaba aquellas palabras? A ratos parecía que el presidente iba a intentar insinuarle que fuera más directamente al asunto, pero no tenía valor de interrumpirla, y la dejaba hablar. Al final, la señora exigió algunas aclaraciones pertinentes y presentó a la mesa una proposición que resultó sensacional.

Prescindiendo de tecnicismos legales el discurso fue como sigue:

»Nosotras, las mujeres, somos la mitad desgraciada y oprimida de la Humanidad. Los hombres hacen las leyes prescindiendo de nuestra opinión. Pero ¿podrá nunca un hombre tener conocimiento de lo que significa para una mujer dar a luz un hijo? ¿Ha sentido nunca su angustia, ha sentido los indecibles dolores y ha prorrumpido en sus alaridos?

»En el caso actual nos encontramos ante una muchacha de servicio que ha dado a luz un hijo. No es casada, y, por lo tanto, ha de procurar encubrir su estado durante todo el tiempo del embarazo. ¿Y por qué ha de encubrirlo? Por los prejuicios de la sociedad humana. Esta sociedad tiene en oprobio a la soltera que lleva un hijo en sus entrañas. Esta sociedad no la ampara; lejos de ello, la persigue y la cubre de ignominia y de desprecio. ¿No es esto horrible? Sí lo es, y ninguna persona de corazón dejará de indignarse ante una actitud así. La muchacha, no solamente ha de dar a luz el hijo, cosa que es en sí un trance apurado; no, encima de esto se la señala como delincuente. Sólo he de decir que para esta joven que vemos en el banquillo, fue una suerte que su hijo, por un azar desdichado, viniera al mundo en medio de la corriente de un río y muriera ahogado. Fue una suerte para ella y para la criatura. Mientras la sociedad sea como es en nuestros días, una madre soltera tendría que ser declarada libre de pena, aun cuando sacrifique premeditadamente a su hijo. (En este punto del discurso salió de la Presidencia un murmullo de contrariedad).

»O tal vez, si una pena se le impusiera, que esta fuese insignificante —prosiguió la señora delegada—. No hay que decir que todos convenimos en que la vida del niño merece respeto. Pero ¿no existiría entre todas las leyes humanas una siquiera favorable a la madre desventurada? Prueben de imaginarse ustedes una sola vez lo que ha pasado por ella de cabo a cabo del embarazo, los tormentos que ha sufrido para disimular su estado, y el no hallar ninguna solución ni para sí misma ni para su hijo. No hay, sencillamente, nadie capaz de imaginárselo. La madre no desea ni para sí misma ni para aquella criatura de sus entrañas algo tan malo como resultaría el vivir; la ignominia se le hace insoportable y madura en ella el plan de matar a su hijo. Da a luz en sitio apartado, y durante veinticuatro horas es tal su desatino que no se puede hacer responsable de sus actos. Por decirlo así, sin juicio está. Mientras le duelen todavía cada hueso y cada músculo en el cuerpo, a causa del alumbramiento, se le impone matar al hijo y hacer desaparecer su cuerpo. ¡Prueben de imaginarse ustedes; por un momento, la fuerza de voluntad que necesita para este paso! Pero, naturalmente, todos anhelamos que el recién nacido viva, y es muy de lamentar que la vida de algunos sea extinguida. ¡La sociedad es la única culpable, esta sociedad sin remedio posible, inclemente, calumniadora, que persigue con ensañamiento y está siempre dispuesta a oprimir por todos los medios a la madre soltera!

»Pero, aun a pesar del trato que les da la sociedad, las desdichadas madres pueden realzarse. Muy a menudo, esas madres vergonzantes empiezan a desplegar sus mejores y más nobles facultades después de su desliz. El Tribunal podría informarse de esta verdad por medio de las directoras de los asilos en los cuales son acogidos madre e hijo. Queda probado por la experiencia que son precisamente las muchachas que la sociedad impele a matar a su hijo, las más excelentes como guardadoras de niños. Esto habría de darnos a todos materia para útiles reflexiones.

»Otro aspecto del asunto es este: ¿Por qué el hombre ha de salir libre de condena? La madre que ha cometido un infanticidio es declarada culpable y encerrada en la prisión, y, en cambio, a él, al padre, al seductor, no le pasa nada. En cuanto es él quien engendró la criatura, tiene parte en el delito, y, a ser sinceros, la parte más grave: sin él no hubiera existido la desgracia. ¿Cómo es que sale enteramente libre? ¡Porque son los hombres los que han hecho las leyes!; he aquí la respuesta. ¡Tenemos que clamar al Cielo pidiéndole amparo contra esas leyes de los hombres! No habrá enmienda mientras nosotras sigamos sin derecho a intervenir en las elecciones y en las asambleas legislativas.

»Pero —prosigue la señora del delegado Heyerdahl— si esta ley cruel pesa sobre la culpable —más o menos culpable— madre soltera, que comete un infanticidio, ¿qué habremos de decir de la inocente acusada sin haberlo cometido? ¿Qué satisfacción da la sociedad a esta su víctima? ¡Ninguna satisfacción! Atestiguo que conozco a la joven aquí presente; la conozco desde que era niña; la tuve a mi servicio, y su padre es un alguacil de mi marido. Nosotras, las mujeres, nos permitimos pensar y sentir de un modo opuesto al de los hombres con sus acusaciones y persecuciones: nos permitimos opinar sobre las cosas. La muchacha que aquí vemos ha sido detenida y privada de su libertad, acusada, en primer lugar, de haber dado a luz en secreto a su hijo, y, en segundo lugar, de haber matado a su hijo recién nacido. No dudo ni un instante de que ninguna de las dos cosas ha hecho ella. El Tribunal llegará a la misma conclusión, clara como la luz del sol. ¿En secreto se dice? Fue en pleno día cuando dio a luz. Aceptado que estuviera sola. ¿Quién hubiera podido estar a su lado? Vivía en lo más alto del despoblado, y el único ser que había allí a más de ella era un hombre, y mal podía llamarle para que la ayudara en un trance tal. Nosotras, las mujeres, nos rebelamos contra el solo pensamiento de aquella posibilidad, y bajamos los ojos avergonzadas. Se pretende asimismo que ella mató al recién nacido. Nació sobre el arroyo de agua helada, cuando la madre yacía. ¿Cómo es que fue ella al arroyo? Es una muchacha de servicio, es decir, una esclava, tiene sus quehaceres cotidianos. Y su intento era hacer provisión de enebro para restregar los ordeñaderos. Al atravesar el río resbala y cae. Se queda allí en medio de la corriente, sin poder levantarse, y el hijo viene al mundo en esas circunstancias, y muere ahogado».

La señora del delegado hace una pausa. En los semblantes de los jueces y de los oyentes podía ver reflejado el efecto de su elocuencia; pesaba el silencio en la sala, y Barbro, emocionada, se secaba las lágrimas. La señora del delegado concluye:

»Nosotras, las mujeres, tenemos corazón. Por mi parte, he confiado los propios hijos a manos ajenas para poder acudir y prestar testimonio a favor de la joven acusada. Las leyes de los varones no pueden prohibir a una mujer el pensamiento. Yo pienso que esta joven ya tiene castigo bastante, no habiendo hecho nada malo. Poned en libertad a la acusada, y yo la acogeré en mi casa, y será el aya más excelente que haya tenido en mi vida».

Aquí terminó su discurso la señora del delegado.

El presidente observó: «¿No saldrían, según el discurso de la señora delegada, de las madres que matan a sus recién nacidos las más excelentes guardadoras de niños?». Del todo no estaba disconforme el presidente con la señora del delegado Heyerdahl; él sentía también de un modo humano, con una suavidad completamente sacerdotal. Mientras el fiscal dirigía un par de preguntas más a la testigo, el presidente, sentado con toda tranquilidad en su sillón, tomaba notas.

Fue una vista matinal no muy extensa, pues eran pocos los testigos que interrogar, y el caso se presentaba claro. Axel Ström estaba allí con las mejores esperanzas, mientras el fiscal y la señora Heyerdahl parecían de acuerdo en marearle a propósito de haber enterrado el cadáver del niño en vez de dar parte de su muerte. Riguroso fue el interrogatorio, y tal vez no hubiera sabido explicar muy bien aquel punto si no se hubiera dado cuenta de la presencia de Geissler en el fondo de la sala. Sí, allí estaba sentado Geissler. Esto fue para Axel como un apoyo; ya no se sentía solo y abandonado ante los magistrados aquellos, dispuestos a acosarle a preguntas. Geissler le animaba con un movimiento de cabeza.

Sí; Geissler había acudido a la ciudad. No se había anunciado como testigo, pero allí estaba. Antes de que empezara la vista dedicó unos días a enterarse bien del caso y tomar nota de lo que sabía por el informe de Axel en Tierra de Luna. A su parecer, la mayor parte de los documentos aportados eran papeles mojados. De sus investigaciones sacaba que el nombrado Heyerdahl, el delegado, era hombre de cortos alcances. ¡Poner como encubridor del infanticidio a Axel Ström! El asno, el muy necio, no tenía la más mínima idea de lo que es la vida de un colono en despoblado; no veía que precisamente aquella criatura era el vínculo que reafirmaría la adhesión y la ayuda femenina en la hacienda de Axel.

Geissler habló con el fiscal, pero sacó la impresión de que no había necesidad. Quería ayudar a restablecer a Axel en su hacienda, pero este no necesitaba ayuda, ya que las perspectivas se presentaban favorables a Barbro; si la absolvían, la complicidad de Axel caía por su base. Ahora todo estribaba en las declaraciones de los testigos.

Una vez oídos los pocos testigos: el delegado, Axel, un perito y un par de muchachas de la demarcación —Oline no fue llamada—, hubo un descanso, durante el cual Geissler se acercó al fiscal. Este veía para Barbro perspectivas risueñas. El testimonio de la señora del delegado Heyerdahl había sido de una influencia decisiva. Ahora faltaba oír al Jurado.

—¿Se interesa usted por la joven? —preguntó el fiscal.

—En cierto modo —respondió Geissler—. Propiamente, el mayor interés va a su marido.

—¿La joven ha servido también en casa de usted?

—No; no ha servido en mi casa.

—¡Ah, vamos! Usted se interesa por el marido. Pero ¿y la joven? El Tribunal está a su lado.

—No; la joven no ha prestado servicios en mi casa.

—El hombre es más sospechoso —dice el fiscal—. Va solo, y entierra el cuerpo del niño en medio del bosque. Decididamente, es sospechoso.

—Quiso enterrar la criatura de un modo decoroso —dice Geissler—, porque la primera vez no fue así. Tengamos en cuenta que Barbro, como mujer, no tenía el vigor suficiente para abrir la fosa en el estado de debilidad en que se hallaba.

—En principio —prosigue el fiscal— nos hemos dejado guiar por una idea de humanidad respecto a este infanticidio. No quisiera, como juez, tomar sobre mí la responsabilidad de condenar a esa joven, y tal como está el asunto no puedo proponer su condena.

—Es muy satisfactorio —dijo Geissler, con una inclinación. Y el fiscal prosiguió:

—Como juez, debo condenar a la madre soltera que da muerte a su hijo. Mas, como ser humano, como particular, no puedo por menos que formularme esta pregunta: ¿Es ella, en realidad, la verdadera culpable?

—Es muy interesante la coincidencia de opinión entre el señor fiscal y la dama que hoy ha prestado testimonio.

—¡Ah! ¡Aquella señora! Al menos ha estado elocuente. Pero ¿a qué tantas condenas? Una madre no casada ha sufrido ya tormentos tan indecibles, y de tal modo se la rebaja en todas las relaciones humanas, por culpa de la dureza y la brutalidad de la gente, que es bastante este castigo.

Geissler se puso en pie y dijo como conclusión.

—Sí; ¿pero los hijos…?

—No hay duda que es muy triste —respondió el fiscal—. Los hijos nacidos en circunstancias tales son, generalmente, unos desventurados.

Geissler pretendía tal vez excitar un poco a aquel hombre bien nutrido, o quería hacerse pasar por profundo y raro.

—Erasmo —dijo— fue un hijo ilegítimo.

—¿Erasmo?

—Erasmo de Rotterdam.

—¡Ah!

—Y Leonardo fue un hijo ilegítimo.

—¿Leonardo de Vinci? Bien; hay excepciones, naturalmente, pero no hacen más que confirmar la regla. En principio.

—Amparamos a los pájaros, a los animales domésticos —continuó Geissler—, y parece algo raro que se desatienda el amparo de los niños que no se pueden valer.

El fiscal recogió con pausa y dignidad unos papeles, como para indicar que se había hablado bastante.

—Sí —afirmó distraído—; es evidente.

Geissler, luego de testimoniar su gratitud por aquella conversación extraordinaria llena de enseñanzas con que se había visto honrado, salió.

Se sentó en la sala para no llegar tarde. Se sentía halagado por su poder secreto. Él sabía algo de una cierta camisa rasgada, con que envolver el ramojo para escobas, y del cadáver de un recién nacido que flotó cierto día en el fiordo de una ciudad. Podía hacer saltar a los jueces con una sola palabra, tan eficaz como mil puñales. Pero Geissler no tenía intención de decir nada que no fuera oportuno. El mismo acusador público estaba al lado de la acusada. No cabía pedir más.

Al reanudarse el juicio, la sala se llenó de público.

Resultaba una encantadora comedia en aquella ciudad pequeña la seriedad exhortadora del fiscal, la elocuencia sensiblera del defensor. Los señores del Jurado escuchaban para saber qué pensar acerca de Barbro y de la muerte de su hijo.

No era tan sencillo llegar a una conclusión. El fiscal, hombre de buena presencia y también bueno en el fondo, seguramente, debía de sentirse desazonado por algo, quién sabe si por la responsabilidad de sostener un punto de vista en la administración de justicia noruega. Su cambio no era fácil de comprender: menos tolerante en la sesión de la mañana, reprendió severamente el delito —en el caso de que existiera— y decía que de las declaraciones el hecho aparecía oscuro. Sus asesores habían de decidir. Él se limitaría a llamar la atención sobre tres puntos: El primero, aclarar si se hallaban ante un nacimiento encubierto. Esperaba que la pregunta resultaría clara para los jueces. (Aquí se permitió algunas observaciones). El segundo punto era el hecho de haber salido provista la acusada de un jirón de camisa. ¿Tenía la intención de darle una determinada utilidad? (Se extendió bastante sobre este punto). El tercer punto era el entierro a escondidas, muy sospechoso. Ya que no se dio parte de la muerte ni al párroco ni al delegado. En esto pasa a primer término la responsabilidad del hombre aquí presente, y es de la mayor importancia que los señores del Jurado se orienten sobre este punto. Porque es evidente que el hombre estaba enterado, y que al proceder a sepultar al niño por su propia mano, se hacía cómplice de un delito de su sirvienta, del cual entró a ser sabedor.

Se oyó un carraspeo en la sala. Axel Ström se daba cuenta de que estaba de nuevo en peligro; al levantar los ojos, no coincidió con la suya ni una sola mirada; todas iban dirigidas al que estaba hablando. Pero en último término, Geissler, presente una vez más, al parecer reflexivo, y como si fuera a reventar de arrogancia, tenía la cabeza echada hacia atrás, vuelta la cara al techo, y el labio inferior provocativo. Aquella enorme diferencia ante la seriedad de los jueces y aquel carraspeo dirigido al cielo, resultaron alentadores para Axel, que volvió a hallarse menos solo ante el mundo hostil.

Por fin, el asunto tomó otro rumbo. El fiscal creyó haber llegado al colmo de la maldad y la sospecha amontonadas sobre Axel, y se le vio cambiar totalmente de rumbo. Sí; el señor fiscal se abstenía hasta de proponer la condena de Barbro. Declaró que no podía proponer la condena de la acusada, después de las declaraciones de los testigos.

»¡Esto va bien! —pensaba Axel—. Aquí se acaba la historia».

Entró luego en escena el defensor, un joven versado en jurisprudencia, cuya designación le permitía lucirse en un caso magnífico. Al acabar su actuación todas las voces proclamaban al unísono que nunca un hombre se había sentido tan seguro de la defensa de una inocente. ¡Lástima que en la sesión de la mañana la señora del delegado Heyerdahl se le hubiera adelantado robándole alguno de sus argumentos! Estaba descontento de que le hubiera agotado el tema de la sociedad. ¡Ah! ¡La sociedad era también su caballo de batalla! Le enojaba que la Presidencia no hubiese hecho callar a la señora de Heyerdahl. Después de aquel verdadero discurso de defensa, ¿qué le quedaba a él por decir?

Empezó por los primeros pasos de Barbro Brede en este mundo: de modesta cuna, hija de padres emprendedores y dignos de todo aprecio, la habían puesto a servir desde jovencita, siendo la del delegado la primera casa en que sirvió: «Hemos oído esta mañana la opinión que tiene de ella su antigua ama, la señora de Heyerdahl, opinión que no puede ser más brillante». Después, Barbro se trasladó a Bergen. El defensor se extiende sobre el testimonio favorable de los dos oficinistas de Bergen, en cuya casa la acusada desempeñó un cargo de confianza. Después, Barbro había vuelto al hogar, y es en la casa de un agricultor solterón, donde, siendo ama de llaves, empezó su desdicha.

De este hombre llevó un hijo en sus entrañas «con la mayor delicadeza, para no zaherir a nadie, el señor fiscal ha aludido a la posibilidad de un alumbramiento en secreto». ¿Ocultó o disimuló Barbro su embarazo? Las dos testigos, vecinas de la aldea natal de Barbro, conocieron su estado; al ser preguntada, no mintió, como suelen hacerlo muchas jóvenes en semejante caso. Fuera de esta vez, nadie más preguntó a Barbro. No fue a confesar su desliz a casa de su ama, porque no la tenía; era ella como dueña en la casa. Tenía, empero, un amo, pero una joven no va a ir a su amo con semejantes secretos; lleva sola su cruz a cuestas, no habla del caso a nadie ni al oído siquiera, y vive retirada como una trapense; no se esconde, pero se queda en la soledad.

Nace el hijo; es un muchacho bien conformado, que vive y respira; pero se ahoga en el arroyo. Ya conocen los señores del Jurado las detalladas circunstancias del nacimiento: Anda la madre por las cercanías del arroyo, cae en medio de la corriente, y allí da a luz, imposibilitada de salvar al hijo por el estado de postración en que se encuentra; le es imposible incorporarse. Sólo más tarde consigue ganar la orilla. Ahora bien; no se ha podido descubrir ninguna señal de violencia en el niño; nadie deseaba su muerte; se ahogó en el arroyo. Una explicación natural de su muerte.

Su Señoría el fiscal ha aludido a una prenda de ropa; ha dicho que uno de los puntos oscuros era el haber salido la acusada provista de la tela rasgada de una camisa, nada tan claro como esa pretendida oscuridad; se llevó el jirón de tela para envolver en ella los ramos de enebro que pensaba cortar. Lo mismo pudo llevarse la funda de una almohada, pero encontró a mano aquel trozo de camisa; algo tenía que llevarse para no verse obligada a andar con el enebro en las manos. Con respecto a esto, el Tribunal podía estar absolutamente tranquilo.

Otro punto había susceptible de aclaración. ¿Se dispensaron a la acusada el apoyo y los cuidados que su estado en aquel entonces requería? ¿Le tuvo su dueño los miramientos que merecía? Si lo hizo, obró bien. En el interrogatorio la joven ha hablado con gratitud de su amo, lo cual resulta tanto en favor del hombre como del juicio recto y noble de la acusada. El hombre, Axel Ström, en sus respuestas, no ha hecho cargos a la acusada, con lo cual ha obrado bien, por no decir con prudencia, porque la absolución de ella significa la suya. Onerarla con un exceso de culpa le arrastraría a la perdición, si es que ella resultaba condenada.

«En el asunto de que tratamos —continuó el abogado defensor—, es imposible estudiar a fondo las actas del proceso sin sentirse sobrecogido de compasión por esa joven y su desamparo. No obstante, no necesita mendigar compasión; basta que se apele a la justicia y al razonamiento. Ella y su amo son como prometidos, pero la disparidad de caracteres e intereses opuestos excluyen el casamiento. En lo futuro, la joven no podía hallar la dicha al lado de aquel hombre». No era grato hablar de ello, pero volviendo a lo de la prenda de ropa interior que se llevó la joven, examinado más detenidamente, uno había de preguntarse por qué no tomó una camisa suya en vez de la de su amo. «El mismo que os habla se preguntaba al principio: ¿Fue el llamado Axel quién puso aquella camisa a su disposición? En esto —observa el defensor— podría asomar una posibilidad de que el hombre tuviera participación en el caso».

En el fondo de la sala se oye nuevamente el carraspeo. Resonó tan fuerte, tan secamente que el abogado defensor se calló, y todos los ojos buscaron al causante de la interrupción. El presidente lanzó una mirada escrutadora en aquella dirección.

»Pero también sobre este punto —continuó el defensor, una vez recobrado el dominio de sí mismo— podemos estar completamente tranquilos, gracias a la misma acusada. No le hubiera sido difícil, en este particular, quitarse de encima la mitad de la culpa, pero no se ha aprovechado de tal posibilidad. Con toda precisión ha librado a Axel Ström de la sospecha que sobre él pesaba como sabedor de que la camisa era suya y no de la joven —la que esta se había llevado al arroyo— entiéndase: la que tomó para envolver el enebro cortado en el bosque. No existe el menor motivo para dudar de las palabras de la acusada que han sido en esto, como en todo, firmes. Si hubiera recibido aquel jirón de la camisa de manos del hombre, esto podría hacer suponer un infanticidio ya consumado; y la acusada, con su amor a la verdad, no quiere contribuir a que sobre el hombre caiga la marca del delincuente no merecida. En principio sus afirmaciones son francas y sinceras, y ni un solo momento ha intentado echar ninguna culpa a otros. Este hermoso rasgo de bondad para con todos es constante en ella, y se demuestra, por ejemplo, en el esmero, en el cariñoso cuidado con que amortajó el cuerpecito muerto, tal y como lo encontró bajo tierra el delegado».

Aquí, el presidente se permite hacer observar, para poner las cosas en su punto, que era la fosa número dos la que encontró el delegado, y que era Axel quien había depositado en ella el cuerpo del niño.

«En efecto, así es —dijo el defensor, con todo el respeto debido a la justicia—. Así es; pero el mismo Axel ha declarado que no hizo más que levantar el cadáver y dejarlo en la nueva fosa. Y no cabe duda de que una mujer sabe mejor que un hombre envolver el cuerpo de un niño. ¿Y quién podría envolverlo mejor?: ¡Indiscutiblemente, una madre con sus manos amorosas!».

El presidente da muestras de aprobación.

«¿Y no hubiera podido esta muchacha, supuesto que fuera de malas entrañas —continúa el defensor—, haber enterrado al niño, sencillamente, desnudo? Llegaré al extremo de decir que hubiera podido meterlo en el cubo de la basura, o dejarlo al pie de un árbol, para que se helara, suponiendo que no estuviera ya muerto. O podía haberlo hecho desaparecer echándolo al horno y quemándole estando sola. Pudiera haberse acercado, si no, al arroyo de Sellanraa, y allí tirarlo al agua. Pero la madre que tenemos delante no ha hecho nada de eso; envolvió cuidadosamente el cuerpecito y lo enterró. Tan bien, y con tal cariño envuelto como estaba, cuando fue encontrado, obliga a afirmar que no pudo ser un hombre, sino una mujer quien lo envolviera.

»Ahora —concluía el abogado defensor— toca a los señores del Jurado juzgar qué parte de culpa tiene la joven Barbro. Y afirmó a renglón seguido, que, a su parecer, no podía imputársele ni la más mínima culpa. A lo sumo, el Jurado puede condenarla por no haber dado parte oficialmente de la muerte. Pero, la criatura murió en aquel sitio confinado, muchas millas lejos de las oficinas donde se registran los nacimientos y defunciones, y dormía el sueño perdurable en aquella fosa rústica con tal amor excavada. Si delito había en enterrarlo así, la acusada lo compartía con el padre de la criatura, y tal culpa era en todo caso, perdonable. Cada día se evitaba más y mejor castigar a los delincuentes, para, en vez de eso, corregirles. En tiempos antiguos —resabios de la ley de la venganza en el Antiguo Testamento: “ojo por ojo y diente por diente”— eran muchas las cosas punibles. Actualmente, otro espíritu presidía la legislación; la jurisprudencia moderna se humanizaba y procuraba situarse en el lugar del delincuente.

»¡No condenéis, pues, a esta joven! —clamaba el abogado defensor—. ¡No se trata aquí de echar la mano encima de una delincuente más! ¡No; se trata de devolver a la sociedad humana un miembro más, sano y útil!». Luego de estas palabras, el defensor aludió a la nueva colocación que a la acusada habíale sido ofrecida y en la que cumpliría con el mayor esmero. «La esposa del delegado Heyerdahl, por rica experiencia maternal y porque conocía a Barbro desde muchos años atrás, le había abierto de par en par las puertas de su casa. Que el Jurado poseído de su responsabilidad, dictase ahora la condena o el indulto». Por fin, el defensor agradeció al fiscal el no haber propuesto la condena, en lo cual se reconocía lo profundísimo de su humana comprensión.

El abogado defensor se sentó.

Lo restante duró poco. La relación fue un breve resumen del caso, volviendo sobre lo mismo, considerado desde dos puntos de vista, y en estilo seco, tedioso y solemne. Todo había ido muy bien, y así el fiscal como el abogado defensor habían contribuido a facilitar la misión de la presidencia.

Se encendieron dos lámparas que colgaban del techo, y daban una luz mezquina bajo la cual el presidente lograba apenas leer sus anotaciones. Criticó duramente que la muerte del niño no hubiese sido comunicada a las autoridades civil y eclesiástica, pero, dadas las circunstancias expuestas y considerada la extrema debilidad de la madre, esto era obligación del padre de la criatura. Ahora cumplía a los señores del Jurado decidir si existían la ocultación del nacimiento y el infanticidio. Todo fue explicado una vez más de cabo a rabo. Siguió la exhortación usual a la responsabilidad ante los fines con que había sido instituido el Tribunal y, por fin, el conocido consejo de decidir, en caso de duda, a favor de la acusada.

Ahora todo estaba claro.

El Jurado abandonó la sala y se retiró para deliberar sobre el pliego de preguntas que a uno de sus miembros había sido confiado. Al cabo de cinco minutos comparecieron de nuevo con un «No» al lado de cada interrogación. La joven Barbro no había matado a su hijo.

El presidente pronunció unas palabras y declaró que la joven Barbro quedaba en libertad.

Los oyentes salieron de la sala. La comedia había terminado.

Alguien coge a Axel por el brazo: Es Geissler.

—Bien; ya estás libre del asunto este —le dice.

—Sí —repite Axel.

—Y te han citado bien inútilmente.

—Sí —repite Axel.

Pero entretanto había cobrado ánimos y continuó:

—En medio de todo, estoy contento de haber salido del lance a este precio.

—¡No hubiera faltado más! —exclamó Geissler, recalcando cada palabra.

Axel tuvo la impresión de que Geissler había intervenido. Sabe Dios si, al final, había orientado Geissler al Tribunal, llevándole a lograr aquel buen resultado que él mismo deseaba.

Lo que podía asegurar Axel era que todo aquel día Geissler le había prestado apoyo.

—Os doy mil gracias —le dijo, e intentaba estrecharle la mano, pero Geissler preguntó:

—¿De qué las gracias?

—Pues… por todo lo que habéis hecho por mí.

Geissler rechazó el agradecimiento.

—No he hecho nada que valga la pena.

Pero aquella gratitud seguramente no le contrariaba; era como si la obtuviera después de haberla esperado.

—No tengo ahora tiempo para hablar contigo —agregó—. ¿Sales mañana para tu casa? ¡Magnífico! ¡Ve con Dios, y hasta la vista!

Y Geissler siguió su camino, calle abajo.

En el mismo barco en que volvía Axel a su casa venían también el delegado y su esposa. Barbro, y las dos muchachas que fueron llamadas a declarar.

—¿No estás muy contento del resultado? —preguntó a Axel la señora delegada.

Él le manifestó su alegría de que la historia hubiera llegado al final. El delegado tomó la palabra:

—Es el segundo proceso por infanticidio que he tenido en la jurisdicción; el primero iba contra Inger de Sellanraa, y ahora nos hemos librado del segundo. No; la justicia no puede cerrar los ojos ante tales casos; merece satisfacción.

Pero la señora delegada tenía el convencimiento de que Axel no podía mirarla con buenos ojos por sus manifestaciones del día anterior, y ahora quería borrar la impresión, quería arreglarlo.

—Si ayer hablé contra ti, ya comprenderás por qué —le dijo.

—Desde luego —respondió Axel.

—Estoy segura de que lo comprendiste así. No ibas a creer que quisiera perjudicarte. Siempre te he tenido por un hombre intachable, te lo aseguro.

—Bien —fue toda la respuesta de Axel, contento y conmovido a la vez.

—Sí, por tal te he tenido —prosiguió la señora delegada—, pero me veía obligada a echarte encima una pequeña parte de culpa; de no ser así, hubieran condenado a Barbro, y a ti con ella. Tuve la mejor intención.

—Sí, es evidente, y os doy las gracias.

—Yo y nadie más fui la que recorrió la ciudad, de Herodes a Pilato, para influir a favor de vosotros dos. Debes de haber comprendido que si todos ante el Tribunal tuvimos que cargar un poco la mano sobre ti, fue en pro de la libertad de ambos.

—Sí —dijo Axel.

—Y ni un momento habrás creído que estuviera contra ti, ¿verdad? ¡Contra ti! Yo que te considero como un hombre de los mejores.

¡Qué bien le hacía esto a Axel después de tantas humillaciones! Tan conmovido estaba, que su único anhelo era regalar algo a la señora delegada, que le demostrara su gratitud: tal vez un cuarto de una res recién sacrificada en el otoño; tenía un buey joven.

La señora del delegado Heyerdahl hizo honor a su palabra: tomó a Barbro en su casa. Ya durante la travesía se hizo cargo de ella: no permitía que sufriera del frío o que le faltara nada; no toleró que coqueteara con el piloto. La primera vez que esto sucedió, la señora de Heyerdahl no dijo nada, pero llamó a Barbro. Esto no impidió que Barbro volviera pronto al lado del piloto, y coqueteara con él, ladeando la cabeza, y hablándole en el dialecto de Bergen, bañada la cara de una sonrisa venturosa. Volvió a llamarla la señora de Heyerdahl y le dijo:

—No puede ser de mi agrado, Barbro, que te pongas a hablar con hombres. Piensa en lo que has hecho y de dónde vienes.

—He sabido que es de Bergen y por eso he hablado un rato con él; nada más —replicó Barbro.

Axel no hablaba con la moza. Le complacía, no obstante, ver que su piel era fina y clara, que los dientes postizos le daban buen aspecto. No llevaba puestos los anillos.

Y ahora Axel recorre de nuevo las tierras solitarias. Ventea y llueve, pero él está radiante; ha visto en el desembarcadero la máquina segadora y el arado. ¡Cosas de Geissler! Allá en la ciudad no le había dicho nada del envío. Era un señor extraño.