VI

La última brigada de obreros baja del monte. Han cesado los trabajos en la mina, y el monte vuelve a quedar despoblado.

El establo de Sellanraa, ya terminado, tiene un techo provisional de césped para el invierno. La construcción está dispuesta en una serie de departamentos, con un gran espacio central, luz abundante e higiénicas instalaciones. El local casi no desmerece de lo que exigirían seres humanos. Isak había dormido antaño sobre aquel mismo terreno, en su cabaña, rodeado de unas pocas chozas; ahora no se ve en Sellanraa una cabaña siquiera. Los dos albañiles no se han marchado todavía, pero Gustaf pretexta que no entiende nada de la labor de madera y piensa despedirse; se ha demostrado muy apto en las faenas de mampostería, y con un vigor de oso para levantar pesadas cargas. Sus conciertos de armónica habían amenizado las veladas y se le vio siempre a punto de ayudar a las mujeres que iban a buscar agua al río con sus pesadas cubas. Esta vez está decidido a marcharse; no es su fuerte, según dice, la obra de madera. Parece deseoso de salir de allí.

—Podrías quedarte hasta mañana —le dice Inger.

No; ya no hay labor para él, y, además, tendrá compañía con los últimos grupos de obreros que parten aquel día, para atravesar la sierra.

—¿Quién me ayudará ahora cuando vaya por agua? —le dice Inger con una sonrisa amarga.

Gustaf, con su presteza habitual, encuentra una solución; pronuncia el nombre de Hjalmar, el más joven de los dos albañiles.

Y en tono despectivo, Inger repite:

—¡Hjalmar!

Pero, de pronto, se reprime y, con la intención de excitar a Gustaf, dice:

—Convengamos en que Hjalmar no es tan despreciable. Y da gusto oírle cantar por esos parajes.

—¡Un muchacho endiablado! —apoya Gustaf, sin morder el cebo.

Insiste Inger en que Gustaf se quede al menos hasta la madrugada. Él alega que de hacerlo así perdería la compañía de los mineros.

¡Oh! ¡Gustaf estaba ya harto de todo!

El gusto de escamotearla a los camaradas y tenerla para sí durante el par de semanas que había trabajado allí, no podía pagarse con nada. Pero ahora echaba de menos otros horizontes y otras ocupaciones; tal vez le esperaba la novia que dejara allí, en su país. ¿Se quedaría en Sellanraa, holgando, sólo por amor de Inger? Eran tan sólidas las razones para terminar, que Inger debería apreciarlas; pero esta se había vuelto audaz, y ya no pensaba en responsabilidades, y nada le importaba. Y eso que sólo había intimado con Gustaf en aquellos días en que estaban levantando el establo.

La congoja de Inger es auténtica. Tan lejos va en su desviada fidelidad, que se llena de pena. Y no es bueno esto para ella, porque no lo exageraba, no, sino que está sencilla y sinceramente enamorada. Y tampoco se avergüenza de esto. Es una mujer en el colmo de la lozanía, pero también de la flaqueza; tiene, como la Naturaleza que la rodea, el fuego otoñal en las venas. Mientras prepara las provisiones de boca para Gustaf, su pecho se agita con vehementes deseos. No se detiene en pensar si son o no lícitos o de perniciosas consecuencias; se entrega, simplemente, codiciosa, deseosa de gozar. Aunque Isak, como la otra vez, la levantara hasta el techo para arrojarla contra el suelo, no por esto se abstendría.

Sale con las provisiones y se las da a Gustaf. Había dejado al pie de la escalera un cubo de madera que Gustaf le ayudaría a bajar al río por última vez. Acaso querría decirle aún algo, o meterle algo en el bolsillo: quién sabe si el anillo de oro. ¡Todo podía esperarse de ella! Pero había llegado al final y agradeciendo la solicitud de la mujer, Gustaf se despide de ella y se va.

Así se queda Inger. De pronto, grita fuerte, innecesariamente fuerte.

—¡Hjalmar!

Suena como un grito de júbilo desafiador, como un clamor de auxilio.

Gustaf sigue andando…

Durante todo el otoño las labores acostumbradas se llevan a cabo hasta los confines del pueblo; desentiérranse las patatas, se entra la mies y andan las vacas sueltas por los prados.

Hay ocho granjas y el trabajo apremia en todas; pero en el centro comercial de Storborg no tienen ganado, ni cultivan bancales, tienen solamente un jardín; y el tráfico ha cesado. No hay labor que apremie en Storborg.

En Sellanraa cuentan con una nueva hortaliza: los nabos, de hojas verdes gigantescas, que se agitan. Es casi imposible mantener a raya a las vacas que derriban las vallas y se precipitan mugiendo como locas sobre las plantaciones de nabos; Leopoldine y la pequeña Rebecca han de amparar el campo; la pequeña Rebecca, con una vara en la mano, ahuyenta celosamente a las vacas. El padre deja un momento la labor para tocar las manos y los pies de la niña, y le pregunta si tiene frío. Leopoldine es casi una niña mayor, y hace labor de calceta para el invierno sin descuidar la vigilancia. Nació en Drontheim, y tenía cinco años cuando llegó a Sellanraa. El recuerdo de una gran ciudad con mucha gente y el largo viaje en un vapor, pasa en ella cada vez más a último término; ahora es una campesina, y no conoce otro gran mundo que el pueblo, a cuya iglesia va algunas veces; en ella tomó la primera comunión el año anterior.

En Sellanraa toca hacer varios trabajos secundarios, como el de la reparación del camino al pueblo, que en algunos puntos está poco menos que intransitable para los carros. Como la tierra no se ha helado todavía, una mañana empiezan Isak y Sivert a abrir zanjas junto al camino; quedan un par de fajas pantanosas que es preciso desecar.

Axel Ström les había prometido participar en la faena, ya que él tiene también un caballo, y utiliza el camino. Pero le reclama en la ciudad un asunto apremiante. No se sabe qué, pero es urgente, según dice él mismo. En su lugar, manda a Fredrik, su hermano, el de Amplia Vista, para que trabaje en el camino.

Joven, recién casado, de carácter jovial, Fredrik era amigo de bromear, mas no por eso menos apto para el trabajo. Él y Sivert se asemejaban bastante. Al subir aquella mañana, Fredrik se había detenido en casa de su vecino Aronsen, el de Storborg, y estaba imbuido de lo que el comerciante le había dicho. La cosa empezó al pedirle Fredrik un rollo de tabaco.

—Si uno me queda, para ti ha de ser —respondiole Aronsen.

—¿Tanto escasea?

—Sí; y yo no lo solicito, porque no queda ya quien compre tabaco. ¿Cuánto dirás que gano en la venta de un rollo de tabaco?

Aronsen estaba del humor más negro. Opinaba que la Compañía minera sueca le había tomado el pelo. Se había afincado en aquellas soledades para comerciar y he aquí que la mina dejaba de ser explotada.

Fredrik sonreía plácidamente al hacer mención de Aronsen, y se burla de él:

—No se le ha ocurrido cultivar ni un pedazo de tierra, ni tan sólo dispone de forraje para el ganado; ¡ha de comprarlo! Estuvo en casa a comprar heno y le dije que no teníamos heno para la venta. «Entonces —preguntó Aronsen—, ¿no necesitas dinero?». Se cree que con tener dinero ya se tiene todo. Tiró sobre la mesa un billete de cien coronas, y dijo: «¡Ahí va dinero!». «El dinero es algo muy bonito» —dije yo—. «Eso es born constant», recalcó él.

A Fredrik le parecía que Aronsen disparataba a ratos, y su esposa andaba todos los días de faena con un reloj en la mano, como si no quisiera olvidar una hora trascendental. ¿Qué hora sería esa?

—¿No te ha hablado Aronsen de uno llamado Geissler? —pregunta Isak.

—Sí. Se trata de uno que se opone a vender su parte de terreno minero, que tal vez no tiene en la bolsa ni cinco coronas. ¡Matarlo debieran!

—Es cuestión de esperar un poco —le aconsejaba yo—. Tal vez venderá más adelante.

—No lo creas —me decía Aronsen—. Sé, como comerciante, que cuando una parte pide doscientos cincuenta mil y la otra ofrece veinticinco mil, la diferencia excesiva hace fracasar la venta. Y concluyó:

—¡Ojalá no hubiera puesto nunca los pies, con mi familia, en este rincón!

—¿Piensa usted vender? —le pregunté.

—Esta es mi idea —me respondió él—. ¡Esos pantanos, este antro de miseria, este yermo…! ¡Ni una corona entra en todo el día en el cajón!

El caso de Aronsen más bien movía a los tres hombres a risa que a compasión.

—¿Crees de veras que venderá? —preguntó Isak.

—Sí, lo creo. Ha despedido ya a su criado. Huelga decir que es un tipo cómico; despide al criado, que podía servirle para cortar leña en previsión del invierno y para entrar el heno con su caballo, y, en cambio, se queda con el dependiente de la tienda. Lo que ha dicho de que no vende ni por valor de una corona diaria puede ser verdad, porque su tienda está vacía, pero entonces, ¿qué necesidad tiene del dependiente? Creo que es por pura fanfarronería, sólo para que la gente vea un hombre de pie delante del pupitre, escribiendo en unos libros grandes. ¡Ja, ja! Aronsen debe de estar algo loco.

Los tres hombres trabajan hasta el mediodía, comen de sus provisiones y se entretienen un rato conversando. Tienen asuntos que comunicarse: la suerte y las desdichas de la comarca y de quienes la están colonizando. No son bagatelas, pero tratan de ello con pleno sosiego; son hombres sensatos, cuyos nervios no están gastados, y no hacen lo que no deben hacer. Ahora, en el otoño, se extiende el silencio en torno a los bosques, los montes guardan su inmovilidad apacible, y el sol brilla en su lugar; por la noche vuelven las estrellas y la luna. Todas estas cosas permanecen invariables y amables, como un abrazo. Aquí los hombres tienen todavía tiempo para descansar sobre las matas de brezo, haciéndose almohada del brazo.

Fredrik habla de Amplia Vista y de cómo no había podido dar allí todo su rendimiento.

—Bastante has hecho —le responde Isak—. Lo vi el día que estuve allá abajo.

Este elogio del primero que cultivó aquellos parajes, del gigante, es muy alentador para Fredrik, el cual pregunta lealmente:

—¿Lo decís de veras? En lo sucesivo irá mejor. Este año he topado con frecuentes obstáculos. La vivienda exigía reparaciones, dejaba pasar el agua y el aire, y hubiera ido de mal en peor; tuve que derribar la barraca del heno y levantarla de nuevo, el establo resultaba pequeño, ya que Brede no tenía en su tiempo, como yo ahora, vacas y terneros —dice Fredrik enorgullecido.

—¿Te gusta este lugar? —pregunta Isak.

—Sí; y también a mi mujer, y no sé por qué no nos iba a agradar. La vista es extensa y podemos seguir con los ojos la carretera en toda su pendiente. Los abedules y los sauces que están cerca de la casa, a nuestro parecer, hacen muy buen efecto y, si tengo tiempo, pienso plantar más árboles en el otro lado del patio. Es mucho lo que hemos podido desecar desde que en la primavera abrí las primeras zanjas. Ya veremos lo que saldrá este año. ¿Si nos agrada el sitio? Tener casa y tierras, ¿cómo no ha de agradarnos a mi mujer y a mí?

—¿Pero es que pensáis ser solamente dos toda la vida? —pregunta Sivert con astucia.

—Mira, también puede darse el caso de que lleguemos a ser más —responde Fredrik alegremente—. Y si de agradar hablamos, nunca vi a mi mujer tan buena de salud como en estos sitios.

Trabajan hasta que oscurece; algunos ratos dejan su posición encorvada y, erguidos, charlan un poco.

—¿Entonces no te dieron tabaco? —pregunta Sivert.

—No, ni lo siento tampoco, porque no fumo.

—¿No fumas?

—No; sólo he ido a la tienda de Aronsen para oír lo que dice.

Y ambos pícaros se echan a reír regocijadamente.

Durante el camino, de vuelta a la casa, padre e hijo permanecen callados, como de costumbre. Pero Isak acariciaba alguna idea, porque dice de pronto:

—Tú, Sivert.

—¿Eh? —responde este.

—No; nada de particular —dice Isak.

Andan un rato más, y vuelve a hablar el padre:

—Si no tiene género, ¿puede Aronsen hacer su negocio?

—Claro que no —contesta Sivert—. Pero tampoco hay tantos hombres a quien vendérselo.

—¿Te parece? Quizá tengas razón.

A Sivert le extrañan un poco las palabras del padre, y este prosigue:

—Ocho granjas hay ahora, pero pueden aumentar más y más. ¡Quién sabe!

Crece la sorpresa de Sivert. ¿En qué estará pensando su padre? ¿En nada? Vuelven a andar un largo trecho; casi llegan a la casa. Isak carraspea, y pregunta:

—¿Cuánto crees que pediría Aronsen por su finca?

—Depende —responde Sivert—. ¿Estás dispuesto a comprarla? —añade en son de burla.

Pero pronto adivina lo que pretende su padre. ¡En Eleseus está pensando el viejo! Y es que nunca le ha olvidado; le ha tenido grabado en su pensamiento, lo mismo que la madre, pero a su modo, más cerca de la tierra… y también más cerca de Sellanraa.

—El precio —dice Sivert— será, seguramente, accesible.

Por esta afirmación conoce el padre que le han comprendido y, como si temiera haberse excedido, dice inmediatamente algo sobre la reparación del camino, y cuán grato le será quitarse pronto de encima esa faena.

Durante los días siguientes, Sivert y su madre anduvieron con secretillos, se consultaban, tenían mucho que hablar en voz baja y escribieron también una carta. Llegado el sábado, Sivert manifestó el deseo de bajar al pueblo.

—¿Otra vez al pueblo? No harás más que romper zapatos sin necesidad —amonestó el padre muy enojado y con cara demasiado seria, pues no dejaba de adivinar que Sivert iba a Correos.

—Pienso ir a la iglesia —decía Sivert, no hallando pretexto mejor.

Y el padre se conformó:

—Vete, si no puede ser de otro modo.

¿Qué mejor, pues iba a la iglesia, que enganchar el caballo y tomar consigo a la pequeña Rebecca? Sería la primera vez en la vida que le daban este gusto, bien merecido. Ella había sido la celosa guardiana del campo de nabos, y, además, la flor y la perla de toda la hacienda. Se unció el caballo, y Jensine, la sirvienta, se encargó de la niña, a todo lo cual accedió Sivert.

Mientras están fuera sucede que el dependiente de la tienda de Storborg llega a Sellanraa. ¿Qué será? No hay nada de particular en que Aronsen mande a Andresen, su dependiente. Esto no promueve ahora la excitación que en otros tiempos, cuando la vista de un forastero resultaba una rareza en la colina de Sellanraa. Ahora Inger es dueña de sí misma y conserva la calma.

¡Qué cosa aquel devocionario! Era como un guía, como un brazo alrededor del cuello. Cuando Inger se había perdido entre las matas de grosella, volvió a encontrarse a sí misma pensando en su habitación y en el devocionario. Ahora, de nuevo reconcentrada y temerosa de Dios, piensa una vez más en los años lejanos, cuando al pincharse con el alfiler, en sus horas de costura, decía: «¡Diablo!». Lo aprendió de sus compañeras allá, en la sala de trabajo, alrededor de la gran mesa. Ahora, cuando se pincha, chupa la sangre sin pronunciar una sílaba. No es poco el dominio que se necesita para este cambio. Pero Inger va más lejos. Cuando el establo de sillares estuvo construido y se hubieron alejado los trabajadores y todo Sellanraa se veía de nuevo solitario y abandonado, tuvo una crisis; sufrió y lloró mucho, pero no cargó sobre otro, sino sobre sí misma, el peso de la culpa. Era un sincero acto de humildad. ¡Si al menos hubiera podido hablar con Isak para alivio de su corazón! Pero nadie en Sellanraa comunicaba sus sentimientos ni confesaba sus faltas. Esmerábase ahora, en cambio, en el trato con su marido; a las horas de la comida no le llamaba desde el umbral, sino que salía y llegaba al sitio donde él trabajaba; por la noche repasaba sus ropas y cosía los botones. Y hasta fue más lejos. Una noche, estando ya acostada, se apoyó sobre el codo y dijo:

—Tú, Isak.

—¿Qué hay? —preguntó él.

—¿Estás despierto?

—Sí.

—¡Ah, no es nada de particular! —empieza Inger—. Solamente, que no he sido como debí ser.

—¿Qué? —pregunta Isak con involuntario sobresalto, apoyándose igualmente sobre el codo.

Hablaron largo rato. Inger tiene el corazón rebosante de buenas disposiciones: quiere ser una mujer excelente.

—No he sido respecto a ti como debí ser —le dice—. Y esto me da mucha pena.

Estas palabras sencillas conmueven al coloso, que quisiera consolar a Inger. En realidad, no comprende bien todo aquello, pero sí entiende como para saber que no hay otra igual.

—No has de llorar por eso —le dice—. Ninguno de nosotros es como debería.

—Es cierto que no —dice ella, agradecida.

¡Oh! ¡Isak tenía un modo tan sano de tratar las cosas…! Cuando ella estaba a punto de caer, sabía levantarla. ¿Quién es como debiera ser? Tenía razón. El mismo dios del corazón, con ser tal, se lanza en busca de aventuras, como bien podemos verlo. ¡Es un pillo! Un día se sumerge en una opulencia de rosas y se mece en este tálamo y se relame los labios, y otro día se ha clavado una espina en el pie y se la arranca con la desesperación en el semblante. ¿Y se muere de esto? Ni pensarlo. Está tan sano como antes. ¡Estaría bueno que muriera de una cosa así!

También Inger se repuso del todo, sobreponiéndose, pero no deja sus horas de devoción, y halla consuelo en ellas. Día tras día es hacendosa, y perseverante, y bondadosa; aprecia a Isak más que a ningún otro hombre, y no desea otro que no sea él. Naturalmente, no tiene el aspecto de uno de esos hombres habilísimos, ni sabe cantar, pero es como debe ser. ¡Ya lo creo! Y así quedaba probado una vez más que es gran ganancia ser temeroso de Dios y contentarse con poco.

Hete aquí que ha venido a Sellanraa el dependiente de la tienda de Storborg, un muchacho llamado Andresen. Era domingo. Inger no pierde la serenidad. Ni siquiera quiere servirle ella misma la leche. Como la sirvienta no está en casa, envía a Leopoldine. Esta entra gentilmente con el cuenco de leche y le dice:

—Aquí, por favor —y se sonroja, aunque lleva el vestido de los domingos, y no tenía motivos para avergonzarse.

—Gracias; es demasiado obsequio —dice Andresen—. ¿Está en casa tu padre?

—Sí, por ahí anda, en los campos.

Andresen bebió la leche, se pasó el pañuelo por los labios, y consultó el reloj.

—¿Caen muy lejos las minas?

—Una hora apenas.

—Tengo encargo de Aronsen (estoy empleado en su tienda) de ir a dar una ojeada.

—¡Ah!

—Ya me conoces; has comprado allí algunas veces.

—Sí.

—Te recuerdo muy bien; dos veces has comprado en la tienda.

—Es más de lo que podía esperar, que usted se acuerde de mí —dijo Leopoldine.

Y de esto solo pareció quedar sin fuerzas, y tuvo que apoyarse en una silla. Pero a Andresen le sobraban arrestos.

—¿Por qué no habría de guardar memoria de ti? —le dijo. Y a continuación—: ¿No podrías subir tú a las minas conmigo?

Poco a poco, a Leopoldine le pareció que los objetos que veía se teñían de rojo y se volvían raros; vacilaba el suelo bajo sus pies y el dependiente Andresen hablaba como desde lejos:

—¿No tienes tiempo?

—No —dijo ella.

Su madre, al verla entrar en la cocina, le preguntó:

—¿Qué te pasa?

—Nada.

¡Ah, no! ¡Nada, no! Ahora le tocaba a Leopoldine sentirse turbada. Empezaba su tiempo. Bonita, redondeada, hacía poco que había tomado la primera comunión; una hermosa ofrenda. Gorjeaba un pájaro en su corazón, tenía las manos afiladas de su madre, llenas de ternura y de feminidad. ¿Sabía bailar Leopoldine? Sí. Era un misterio en qué rincón de Sellanraa aprendieron el baile, pero Sivert sabía bailar y Leopoldine también. Era un modo de danza surgido en aquellas tierras solitarias; un dar vueltas a fuerza de músculos, aunque aquello se llamara chotis, mazurca, rin o vals. ¿Y por qué no había de acicalarse y enamorarse Leopoldine y soñar con ojos abiertos? Pues igual que las demás. Cuando recibió la confirmación, su madre le prestó el anillo de oro, y no había vanidad en eso; es que hacía bonito; y al día siguiente, sólo después que hubo tomado la comunión, se puso el anillo. La hija del hombre importante, del margrave, podía presentarse ante el altar con un anillo de oro.

Cuando Andresen, el dependiente, bajaba del monte, se cruzó con Isak, que le invitó a entrar en la casa. Después de la comida, servido el café, reunidos todos, el dependiente expuso cómo Aronsen le había encargado que subiera a las minas para hacerse cargo de si había señales de que se reanudara el trabajo. Dios sabe si el dependiente no mentía descaradamente al asegurar que le habían mandado; tal vez había venido por iniciativa propia. También era dudoso que en tan poco tiempo hubiera llegado a las minas y estuviera ya de vuelta.

—Así, por fuera, no se puede apreciar si la Compañía está dispuesta a volver a la explotación —dijo Isak.

Y el dependiente de Aronsen convino en ello. Pero su dueño le mandaba allí, y, al fin y al cabo, siempre ven mejor cuatro ojos que dos.

Inger no supo contenerse.

—¿Es cierto lo que dice la gente —preguntó— de que Aronsen va a vender?

—Algunas veces habla de vender —respondió el dependiente—. Y un hombre como él puede hacer lo que se le antoje; dinero tiene para todo.

—¿Tanto?

—Sí —responde el dependiente, reforzándolo con el gesto—. Le basta para todo.

Una vez más, Inger no pudo callar:

—¿Cuánto pide por la hacienda?

Tal vez más curioso que Inger, esta vez es Isak quien interviene; pero la idea de comprar Storborg no ha de parecer salida de él, y finge no dar importancia al asunto.

—¿A qué esas preguntas, Inger? —dice a su mujer.

—Yo preguntaba por preguntar —dice Inger.

Ambos miran ansiosos al dependiente, esperando una respuesta, que, por fin, llega.

Del precio nada sabe, pero sí lo que ha dicho el mismo Aronsen que le cuesta Storborg.

—¿Y cuánto es? —pregunta Inger, no pudiendo tener la lengua.

—Mil seiscientas coronas —contesta el dependiente.

—¡Oh! —exclama Inger, juntando las manos; porque, si de algo carecen las mujeres, es de agudeza o buen juicio acerca del precio de una hacienda. Pero es que en aquellos parajes mil seiscientas coronas no es poco, e Inger teme que Isak se deje intimidar por el precio. Pero Isak es inconmovible como la roca, y se limita a decir:

—Será por las grandes edificaciones.

—Sí —conviene el dependiente Andresen—; las grandes edificaciones hacen subir el precio.

Antes de que Andresen se despida, Leopoldine ha salido. Es muy raro, pero se le haría imposible dar la mano a Andresen. Ha escogido un buen observatorio: el establo; vigila detrás de una de las ventanas. Lleva al cuello una cinta de seda azul, que antes no poseía, y lo chocante es que haya hallado el tiempo para ponérsela. Andresen pasa cerca. Es más bien pequeño y metido en carnes, ligero al andar, barbirrubio, y la aventaja en unos ocho a diez años. Al modo de ver de Leopoldine, es un hombre muy agradable.

Aquella noche del domingo al lunes, regresaron los que habían ido a la iglesia. Todo había ido muy bien. Durante las últimas horas, la pequeña Rebecca se durmió, y dormida la sacaron del carro para meterla en casa. Sivert se ha enterado de algunas novedades, pero al preguntarle su madre: «¿Qué se cuenta?», se limita a decir: «Nada de importancia. Axel tiene ahora una máquina segadora y un arado moderno».

—¿Qué dices? —exclama el padre con gran interés—. ¿Los has visto?

—Los he visto en el desembarcadero.

—¡Ah! Por eso se fue a la ciudad —comenta el padre.

Sivert, rebosante de otras novedades que sólo él sabe, no suelta una palabra más. ¡Ya podían estar sus padres en la creencia de que Axel había ido a la ciudad para eso!, el padre ni la madre lo creían así. También ellos habían oído murmurar algo a propósito de otro infanticidio.

—Vete a la cama —dice el padre, al fin.

Sivert, henchido de noticias y orgulloso de ello, se va a su cuarto y se acuesta.

Axel ha sido citado, el delegado ha salido con él. Asunto grave, tan grave que la señora del delegado Heyerdahl, que, realmente, ya tenía otro pequeño, lo dejó al cuidado ajeno para ir a decir tres verdades al Tribunal.

Zumbaban las habladurías, recorrían el pueblo toda clase de rumores, y Sivert vio inmediatamente que se trataba de un nuevo infanticidio perpetrado ya hacía tiempo. Cesaban las conversaciones al acercarse él a un grupo, y a no ser quien era, tal vez le hubieran vuelto la espalda. Era una dicha ser Sivert; en primer lugar, proceder de una gran hacienda, ser vástago de un hombre rico y, en segundo lugar, ser considerado como un muchacho de valía y buen trabajador. Era estimado y respetado por los otros y siempre había recibido muestras del favor popular. ¡Con tal que Jensine no se enterara de ciertas cosas hasta la hora de su vuelta a Sellanraa! La ansiedad de Sivert era justificada. También las gentes del yermo pueden sofocarse y palidecer. Vio a Jensine salir de la iglesia con la pequeña Rebecca; ella le vio igualmente a él, pero no se detuvo. Decidió esperar un rato y guiar luego el carruaje hasta la fragua, para recoger a su hermanita Rebecca y a la moza.

En casa del herrero están comiendo. Ruegan a Sivert que acepte algo; él lo agradece y pretexta que ya ha comido. Sabían que iría a aquella hora, y nada les habría costado esperarle un poco. «Así hubieran procedido en Sellanraa —se dijo—. Pero aquí, no».

—Claro —dice la esposa del herrero—, estás acostumbrado a una vida más regalada.

—¿Ha habido algo nuevo en la iglesia? —le pregunta el herrero, aunque él también había estado allá.

Ya sentadas en el carro Jensine y la pequeña Rebecca, la esposa del cerrajero dice a su hija:

—Bueno, Jensine, no pases demasiado tiempo sin venir por casa.

«Esto puede entenderse de dos modos distintos», pensó Sivert. Pero no quiso entremeterse. Tal vez se habría decidido a responder si aquellas palabras hubieran sido un poco más concretas. Ahora frunce el entrecejo y espera… Nada; nadie hace un comentario…

Rueda el carruaje y la única que tiene algo que contar es la pequeña Rebecca, impresionada por el acontecimiento de su ida a la iglesia, el aspecto del párroco, revestido de su ropa talar negra que lleva encima una cruz plateada, el resplandor de las luces y los acordes del órgano. Al cabo de un buen rato, Jensine rompe a hablar:

—¡El caso de Barbro es una ignominia!

Sivert pregunta:

—¿Qué ha querido decir tu madre al preguntarte si volverán a verte pronto en casa?

—¿Qué ha querido decir?

—Sí. ¿Es que tienes intención de abandonarnos?

—Tarde o temprano he de volverme a mi casa —dice Jensine.

Sivert detiene el caballo:

—¿Quieres que nos volvamos ahora mismo?

Jensine le mira; está pálida como un muerto.

—No —responde la muchacha, y se echa a llorar.

La pequeña Rebecca mira al uno y luego al otro, sorprendida. ¡Ah! La pequeña Rebecca fue altamente útil en aquel viaje: tomó partido a favor de Jensine, la acariciaba. Y acabó por hacerla sonreír. Ni el mismo Sivert logró frenar la sonrisa cuando la niña le amenazó con bajar del carro y buscarse un palo para pegarle.

—Ahora he de preguntar —puntualiza Jensine— lo que has querido decir.

Sin detenerse a reflexionar, Sivert responde:

—He querido decir que si estás decidida a dejarnos, tendremos que ver de arreglarnos prescindiendo de ti.

Al cabo de un buen rato, Jensine dice:

—Claro que Leopoldine es ya lo bastante crecida, y puede hacer mi trabajo.

Fue un viaje lleno de melancolía.