Otros motivos de sorpresa rodeaban a Isak, pero no era hombre para ocuparse de varias cosas a la vez. «¿Dónde está Inger?», se limitó a preguntar en el umbral de la cocina, pues deseaba que Geissler recibiera todos los honores de un huésped grato.
¿Inger? Había ido por grosellas, poco después de salir Isak. La acompañaba Gustaf, el sueco. Era tal su locura por el muchacho, que, a pesar de la estación, sentía en su interior el sol de verano, y su corazón florecía como en sus mejores tiempos.
—Ven, y llévame donde hay grosellas —le había pedido Gustaf.
¿Quién hubiera podido resistir? Corrió a su cuarto, y durante unos minutos refrenó sus pensamientos; pero él estaba abajo esperando; la tentación empezaba a morderle los talones; se compuso el peinado, se miró al espejo de todos lados y volvió a salir. ¿Y qué? ¿Quién habría obrado de otro modo? No siempre las mujeres son capaces de distinguir entre un hombre y otro hombre.
Inger y Gustaf cogen grosellas y más grosellas en el terreno pantanoso; suben y bajan los montones de tierra y, al hacerlo, ella levanta la falda y deja ver sus torneadas pantorrillas. Silencio alrededor; no silba ya la polla de las nieves que tiene la nidada crecida; hay rincones donde el suelo es blando entre los arbustos. No han andado todavía una hora y ya buscan descanso. Inger dice:
—¡Hay que ver cómo eres…!
Se siente muy débil frente a Gustaf, y le sonríe con una sonrisa apocada, porque se ha enamorado de él. ¡Qué dulce y amargo a la vez este enamoramiento! El decoro y la costumbre exigen que una mujer se guarde. Sí; mas, para al fin, ceder. Inger está muy enamorada, locamente enamorada. Le quiere bien, y toda su alma va hacia él. ¡Qué Inger!
—Cuando el establo esté cubierto te marcharás —le dice.
Gustaf afirma que no será tan pronto, que le queda todavía una semana.
—¿Nos volvemos a casa? —le pregunta Inger.
—No —responde él.
Cogen grosellas, y encuentran luego otros rincones entre las matas; y dice Inger:
—¡Estás loco, Gustaf!
Pasan las horas, y se han dormido entre aquellas matas. ¿Duermen en realidad? En aquel desierto… En el Edén… Inger se sienta, aguza el oído y habla:
—Diría que se oye un carro en el camino.
El sol va a su ocaso. Mientras regresan a casa, las colinas de brezo recobran un tono más oscuro. Inger tenía la idea fija de que se acercaba un carro; por eso, al pasar por sitios escondidos, que tanto ella como Gustaf ven con anhelo, no se detienen. Pero ¿cómo defenderse durante todo el camino del loco muchacho que la acosa? Inger es débil, sonríe, y no sabe más que decir:
—Uno como tú no lo he visto en todos los días de mi vida.
Inger va sola al llegar a su casa. Y llega a tiempo, oportunísima; porque un minuto más hubiera podido traer malas consecuencias. Isak acaba de atravesar el patio, cargado con su fragua, al lado de Aronsen. Un carro tirado por un caballo se para casi al mismo tiempo.
—¡Buenas tardes! —dice Geissler, y saluda también a Inger.
Se miran los tres. No podía pedirse mejor coincidencia. Ha vuelto Geissler después de años de ausencia; un poco más viejo, entrecanoso, pero animado como siempre; más cuidadoso en el vestir, luce un chaleco blanco, y su cadena de reloj es de oro. Bueno. ¡Que el diablo entienda a este hombre!
¿Ha tenido noticia de que algo acontecía en la mina de cobre, y viene para convencerse? Ahí está, despierto, señalando los campos y las construcciones con la mano, moviendo un poco la cabeza en señal de aprobación. Hay grandes cambios; el margrave ha ampliado su señorío. Geissler está satisfecho.
—¿Qué carga es esa? —pregunta a Isak—. Se necesitaría un caballo para transportarla.
—Es un hornillo de herrero —responde él—. Me prestará un buen servicio en la casa.
Llama todavía «casa» a Sellanraa.
—¿De dónde la has sacado?
—Me la ha regalado el ingeniero de arriba.
—¿Hay un ingeniero en la montaña? —preguntó Geissler, como si lo ignorara. ¿Qué acogida le haría el ingeniero?—. Me he enterado de que tienes una máquina segadora y, para completar, te traigo una rastrilladora —dice a Isak, señalándole el carro.
La máquina para el heno, roja y azul, como un rastrillo colosal, fue levantada del carro, y la contemplaron un rato. Isak unció el caballo a la máquina, para ensayarla sobre el suelo desnudo. Tenía la boca abierta de admiración. Los prodigios se sucedían en Sellanraa.
Hablaron de los trabajos de la mina recién abierta, del mineral.
—Allí han preguntado mucho por usted —dice Isak.
—¿Han preguntado? ¿Quién?
—El ingeniero, y todos los señores, dispuestos a averiguar dónde estaba.
Seguramente Isak exageraba la importancia de aquello. Geissler dijo con cierta altanería:
—Aquí estoy, si quieren algo de mí.
Al día siguiente volvieron de Suecia los dos correos, y con ellos, dos de los dueños de la explotación, montando sendos caballos. Tenían aspecto de personas distinguidas y acaudaladas. Pararon en Sellanraa el tiempo preciso para informarse del camino, sin apearse de la silla, y siguieron cuesta arriba. Hicieron como si no vieran a Geissler, aunque le tenían a dos pasos de ellos. Los dos correos descansaron cerca de una hora, conversaron con los albañiles que trabajaban en la obra del establo, se enteraron de que el señor del chaleco blanco y la cadena de oro era Geissler, y siguieron su ruta. Uno de ellos volvió aquella misma tarde para comunicar a Geissler que los señores le esperaban arriba.
—Aquí estoy si desean algo de mí —les dio por respuesta Geissler.
¿Es que se había vuelto presuntuoso, como si tuviera el mundo en el bolsillo, o bien que el mensaje de palabra le pareció inadecuado? Lo cierto es que llegaba a Sellanraa en el momento en que le necesitaban, como si se hubiera enterado de todo.
Al recibir la respuesta, aquellos señores, de buena o mala gana, se pusieron en camino hacia Sellanraa, con el ingeniero y los dos peritos.
Pero sólo al cabo de unos rodeos pudo efectuarse la entrevista. Las perspectivas no parecían del todo favorables. Geissler se daba mucha importancia.
Aquellos señores rogaron cortésmente a Geissler que perdonara la llamada del día antes, pues estaban muy fatigados del viaje. No menos cortés, Geissler les dijo que hubiera subido de no encontrarse, a su vez, cansado. Y pasaron al asunto: ¿Estaba dispuesto Geissler a vender la parte de montaña que caía al sur del lago?
—¿Compran los señores por cuenta propia, o son intermediarios?
Algo maliciosa era la pregunta, ya que Geissler podía ver muy bien que aquellos señores distinguidos y bien nutridos no tenían trazas de intermediarios. Vino luego lo del precio. Geissler, no sin reflexionar un rato, dijo:
—Dos millones.
Sonrieron ellos. Pero Geissler no sonreía.
El ingeniero y los peritos habían explorado el terreno, habían practicado algunos agujeros empleando dinamita; y el resultado era este: la presencia del cobre podía atribuirse a erupciones; estaba repartida muy desigualmente. Se desprendía de las exploraciones que el mineral era más copioso en las lindes entre la propiedad de la Compañía y la de Geissler; más allá volvía a disminuir. En la última media milla la escasez haría estéril cualquier excavación.
Geissler oyó el informe con máxima indiferencia. Sacó unos documentos que repasó atentamente, pero no había entre ellos ni un mapa siquiera y Dios sabe si se referían tampoco a la mina de cobre.
—No se ha ahondado bastante —dijo, como sacando una conclusión de sus papeles.
Los señores no contrariaron el parecer de Geissler, pero el ingeniero le preguntó cómo podía saberlo sin haber excavado. Geissler sonrió, como si hubiera excavado lo menos a varios centenares de metros de profundidad y hubiera borrado luego la huella de los barrenos.
La conversación duró hasta el mediodía. Consultaron los señores el reloj. Geissler, durante esta conversación, llegó a rebajar a un cuarto de millón sus pretensiones, pero ni un maravedí menos. Por lo visto quedaba ofendido de que partieran de la suposición de que el vender le apremiaba. No; no se hallaba en tal necesidad. ¿No habían reparado que en distinción y grandeza poco le aventajaban? Los señores pretendían que ya era una bonita suma la de quince a veinte mil, a lo que Geissler respondió:
—Cuando se necesita el dinero… Pero más bonita suma es todavía doscientos cincuenta mil.
Uno de los señores, con la intención de rebajar a Geissler, dijo:
—Por cierto que le traemos saludos de los parientes que tiene en Suecia la señora Geissler.
—Gracias —dijo él.
—¡Un cuarto de millón! —remachó el otro, viendo fallado el intento de su compañero—. No se trata de una mina de oro, sino de cobre.
—Conforme: de cobre —asintió Geissler haciendo un gesto afirmativo.
Los capitalistas se impacientaban; cinco tapas de reloj saltaron y volvieron a cerrarse; ¡era mediodía, y se habían acabado las bromas! Subieron a caballo, sin solicitar comida en Sellanraa, y partieron hacia la explotación, donde comieron de lo suyo.
Tal fue la primera entrevista. Geissler se quedó solo en Sellanraa. ¿Qué cálculos había hecho? Tal vez ninguno; tal vez le era indiferente. No; reflexionaba, pero no quería exteriorizar ninguna inquietud. De sobremesa, dijo a Isak:
—Tenía la intención de dar una larga vuelta para ver todo eso, y llevarme a Sivert como la otra vez.
Accedió Isak en seguida, pero Geissler observó:
—No; tiene otros quehaceres.
—Os acompañará —dijo Isak; y llamó a Sivert, quien dejó para otro rato su labor de albañil. Pero Geissler levantó la mano y dijo lacónicamente:
—¡No!
Pasó por el patio, se acercó varias veces a los albañiles, y entró en animada conversación con ellos, como si por él no hubiera pasado el asunto trascendental tratado hacía poco. Parecía como si, curtido por la larga sucesión de circunstancias inestables, no tuviera mucho que perder. Pero de ningún modo sufriría ahora una caída aparatosa. Esta vez había tenido suerte. Vendida antaño la parcela de mina a los parientes de su esposa, fue y compró en seguida todo el resto del monte. ¿Por qué? ¿Quiso molestar a los propietarios haciéndose su inmediato vecino? Se contentó al principio con una faja de terreno a la parte sur del lago donde se emplazaría la ciudad nueva en el caso de prosperar la explotación: pero se convirtió luego en propietario de todo el monte, porque así se ahorraba los cuidados de precisar las lindes. Pasó a ser, por inercia, el rey de la montaña; el pequeño poblado de barracas y de cobertizos para las máquinas se convirtió en un reino que llegaba hasta el mar.
En Suecia, la parte de montaña vendida pasó de mano en mano y Geissler estaba al corriente de todo. Desde luego, los primeros poseedores habían comprado a tontas y a locas; el consejo de familia no era experto en la materia, y aquellos señores no se habían asegurado la porción conveniente del monte, preocupados únicamente en dar una suma definitiva a un cierto Geissler y, a la vez, quitárselo de encima. No eran tipos menos curiosos los actuales poseedores; gente poderosa, que se permitía, como diversión, la corazonada de comprar quién sabe qué. Pero cuando la cosa se formalizó, al empezar la explotación de ensayo, topaban contra un muro: Geissler.
Son como niños, pensaba Geissler desde su altura, decidido y terco. Aquellos señores pretendían echarle encima un jarro de agua fría, creyendo que se hallaban ante un necesitado; de aquí que soltaran la proposicioncilla de las quince a las veinte mil coronas. Eran unos niños. No tenían idea de quién era Geissler.
Los compradores no volvieron a bajar del monte por aquel día, en la creencia de que era prudente no demostrar un celo excesivo. A la mañana siguiente, llevando consigo el caballo cargado con el equipaje, de vuelta para Suecia, se hicieron anunciar. Pero Geissler no estaba en la casa. ¿Se habría marchado? En caso de hallarle hubieran tratado con él sin apearse; así, hubieron de echar pie a tierra y aguardar. ¿Dónde estaría Geissler? Nadie lo sabía. Como andaba por todos lados, interesadísimo, la gente de Sellanraa no podía precisar dónde estuviera. Alguien le había visto hacía poco en el taller de aserrar. Salieron en su busca los dos peatones, pero debía de estar bastante lejos, porque no respondía al llamarle. Los señores consultaban sus relojes.
—No vamos a hacer el tonto esperando —decían—. Si pretende vender, que se quede al pie del cañón.
Pero su enojo se apaciguó, y llegaron a tomarlo en broma, para no desesperar. Tendrían que pernoctar en aquellos términos.
—¡Esto es enorme! —decían—. Nuestros allegados tendrán que venir un día a recoger aquí nuestros huesos.
Por fin, apareció Geissler. Había querido ver toda la hacienda y, como última cosa, el establo de verano.
—Me parece que no es bastante capaz —dijo a Isak—. ¿Cuántas cabezas de ganado tienes en total allá arriba?
Hablaba con Isak, sin preocuparse de los señores, que esperaban reloj en mano. Tenía Geissler aquel día un color rojizo especial en las mejillas, como por efecto de alguna bebida fuerte.
—¡Uf! ¡Me he acalorado andando! —decía.
—Esperábamos hallarle aquí —dijo uno de los señores.
Y replicó Geissler:
—Los señores no me lo indicaron; en tal caso, no hubiera salido.
¿Y del asunto, qué había? ¿Estaría hoy dispuesto a aceptar una oferta razonable? No todos los días le brindan a uno de quince a veinte mil coronas. ¿O, tal vez sí? Esta nueva alusión mortificó bastante a Geissler. ¿Aquellos eran modales? Seguramente le hubieran hablado de otro modo, a no estar incomodados, y Geissler no se habría puesto pálido si antes no hubiera estado en un lugar apartado, donde se había puesto rojo. Palidece Geissler, y replica con frialdad:
—No quiero aludir a lo que los señores puedan pagar, pero sé muy bien lo que yo quiero cobrar. No estoy dispuesto a oír por más tiempo esas puerilidades sobre el precio de la montaña. Mantengo el precio de ayer.
—¿Un cuarto de millón de coronas?
—Sí.
Los señores montaron a caballo, y uno de ellos insistió:
—Escuche usted, Geissler. Subiremos hasta veinticinco mil.
—Les veo en la misma disposición jocosa de ayer —replicó Geissler—. Voy a hacer una contraposición muy formal: ¿Quieren ustedes venderme la porción de terreno excavado?
Quedaron sorprendidos, pero coincidieron en responder que era digno de estudio.
—Cuando estén dispuestos, compraré —declaró Geissler.
¡Qué hombre este Geissler! El patio estaba lleno de gente, que oyeron sus palabras: la gente de Sellanraa, los albañiles, los capitalistas y los dos peatones. Tal vez le sería difícil procurarse el dinero para un negocio tal. ¡Pero Dios sabe si al fin y al cabo tenía medios! ¿Quién le entendía? Lo cierto es que con sus pocas palabras promovió entre los capitalistas una especie de motín. ¿Se proponía burlarse de ellos? ¿O era un procedimiento con el que intentara subir la importancia de la mina?
Reflexionaron, empezaron a hablarse en voz baja y se apearon de nuevo. El ingeniero intervino; le parecía deplorable aceptar, y habló como hombre que tiene plenos poderes. Todo el patio se veía ahora lleno de gente que escuchaba.
—No vendemos —declaró el ingeniero con marcada decisión.
—¿No? —preguntaron los señores.
—¡No!
Secretearon un rato, y luego, decididamente, subieron a caballo.
—Veinticinco mil —gritó uno de los capitalistas. Geissler no se dignó responder; dio media vuelta y volvió a reunirse con los albañiles.
Y así transcurrió la última entrevista. Geissler arrostraba las consecuencias, indiferente; iba y venía, y hablaba de las cosas más diversas. Ahora absorbía su atención la faena de los albañiles que transportaban al establo en construcción las robustas vigas. Acabarían la construcción aquella misma semana, pondrían un tejado provisional y, más adelante, coronarían el establo con un henil.
Isak no quería que Sivert trabajara aquel día, a fin de estar a punto para acompañar a Geissler en cualquier momento. Fue una previsión inútil, porque Geissler abandonó, o tal vez olvidó sus anteriores propósitos. Provisto de unos víveres que Inger le procuró, se puso aquella tarde en camino hacia la aldea, y no se presentó a cenar.
Al pasar junto a las dos nuevas alquerías más abajo de Sellanraa, habló con sus moradores. Llegó hasta Tierra de Luna para ver lo que Axel Ström había llevado a cabo en los últimos años. No había prosperado gran cosa, pero sí hecho arables algunas tierras más.
—¿Tienes un caballo? —le preguntó Geissler.
—Sí.
—Abajo, más hacia el Sur —continuó Geissler—, tengo yo una máquina segadora y un arado mecánico del tipo más nuevo; mandaré que te lo suban.
—¡Cómo! —exclamó Axel, preocupado en seguida con el pago a plazos, pues no podía imaginar tal generosidad.
—Yo te los regalo —le dijo Geissler.
—¡No es posible! —decía Axel.
—Pero a condición de que ayudes a los dos vecinos en la roturación de un pedazo de tierra virgen —explicó Geissler.
—Sin falta —prometió Axel. Pero no podía formarse una idea cabal de Geissler.
»¿Entonces, vos tenéis hacienda y máquinas en el Sur? —le preguntó.
—¡Ah, tengo de todo! —respondió Geissler.
Tal vez exageraba, pero él era así por naturaleza. La segadora y el arado podía comprarlos en cualquier ciudad y mandarlos a Tierra de Luna. Habló después largo y tendido con Axel Ström de los colonos restantes, del negocio de Storborg y del hermano de Axel, un joven recién casado, que empezaba ahora en Amplia Vista a desecar el terreno. Axel se quejó de la imposibilidad de hacerse con una sirvienta hacendosa; una tenía, vieja y no muy dispuesta, y así y todo, feliz podía considerarse si no le abandonaba. Durante cierto tiempo, en el verano, se vio obligado a trabajar día y noche. Tal vez en Heligolandia, su tierra natal, podría encontrarse una moza apta, pero esto suponía el pago del viaje, además del salario. ¡Los gastos eran tantos! Le confesó también que estaba arrepentido de la inspección de la línea telegráfica que tenía a su cargo.
—Es una ocupación para gente como Brede —dijo Geissler.
—¡Muy bien dicho! —asintió Axel. Y expuso cómo la necesidad, la falta de dinero, le obligaba.
—¿Cuántas vacas tienes? —preguntó Geissler.
—Cuatro y un novillo. Está muy lejos Sellanraa para llevar allí las vacas.
Pero algo más importante le oprimía el corazón a Axel, algo que ansiaba consultar con Geissler. Había actualmente en curso una información contra Barbro. El hecho, como era de esperar, había sido descubierto. A pesar del tiempo del embarazo, Barbro salió de Tierra de Luna ya sin señales de ello y sin que nada se supiera de su hijo. ¿Qué misterio era ese? Cuando Geissler vio de lo que se trataba dijo sencillamente:
—Ven.
Se llevó a Ström lejos de las paredes de las casas. Con aire de gran importancia, y como investido de una autoridad de magistrado, echó a andar. Sentáronse a la orilla del bosque, y Geissler dijo:
—Empieza a contar.
Sí; el hecho se había descubierto, como era de esperar. Aquellos sitios no eran ya un desierto, y además Oline estaba allí. ¿Qué tenía que ver Oline con aquel asunto? ¡Oh, la Oline! Para colmo de males, Brede se había indispuesto con ella. Oline no era ahora fácil de esquivar; vivía allí mismo y podía sonsacar poco a poco al mismo Axel. Oline se interesaba por todo lo sospechoso, y hasta vivía, en parte, de lo sospechoso. ¡Cuestión de tener olfato! Oline era ya demasiado vieja para las labores domésticas y para cuidar del ganado en Tierra de Luna. Pero ¿cómo abandonar tranquilamente un sitio en el que se ocultaba un secreto tan grande? Concluidas las faenas invernales, se deslomó todavía aquel verano trabajando; tuvo que esforzarse mucho, pero aguantaba, con el único fin de dar algún informe a propósito de una hija de Brede. Apenas la primavera empezó a derretir la nieve, Oline ya olfateaba los alrededores, y dio con el montoncito de tierra junto al arroyo, y descubrió que la hierba había sido puesta en tepes,[11] para recubrir un hoyo. Y un día tuvo la dicha de sorprender a Axel pisando la pequeña sepultura para alisarla. Axel, pues, estaba también enterado. Oline movía la cabeza entrecana. ¡Había llegado su hora!
La animosidad de Oline no se dirigía contra Axel, hombre sin maldad, con el que podía convivir. Es verdad que era muy estricto, y contaba los quesos, y tenía contados los copos de lana. Oline no tenía, pues, mano libre en la casa. ¿Se había mostrado generoso Axel en pago del salvamento? Cierto que no; al contrario: se obstinó en repartir el mérito. Si Oline no se hubiera acercado —decía— se habría helado durante la noche; pero también ponderaba mucho el apoyo que le prestó Brede para volver a su casa. ¡Este era el modo de agradecer de Axel! Oline opinaba que el Todopoderoso tiene motivos para indignarse contra los hombres. ¿No podía Axel coger por la soguilla una de sus vacas y decir: «Esta vaca es para ti, Oline»? Pero, nada de eso.
Ahora se vería si no lo pagaba más caro que con una vaca.
Todo el verano estuvo Oline espiando a cada caminante que pasaba cerca de la casa; acercábase para susurrarle algo, y le demostraba la mayor confianza.
—¡Ni una palabra a nadie! —le decía como despedida.
Oline bajó también un par de veces al pueblo. Desde entonces se susurraban ciertas noticias en el vecindario, como una brisa que rozara las mejillas y penetrara en los oídos; hasta los chicos de la escuela de Amplia Vista empezaban a hacerse señas y hablarse al oído. El delegado no pudo menos de tomar cartas en el asunto: se creyó obligado a ocuparse del caso y redactar un informe. Un día se presentó en Tierra de Luna llevando unos protocolos y, asistido por su acompañante, investigó y extendió el informe. Volvió al cabo de tres semanas, y esta vez removió el montoncito de tierra coronado de hierba junto al arroyo y sacó el cadáver del niño.
Oline permaneció a su lado, oficiosa e indispensable, y se cobró estos buenos oficios haciendo al delegado un sinfín de preguntas que él respondía. Entre otras cosas, afirmó que tal vez Axel estaba en peligro de ser detenido. Juntó las manos Oline sobre la ignominia en medio de la cual había caído, y protestó diciendo que ansiaba estar lejos, muy lejos de allí.
—¿Y ella, Barbro? —preguntó con la voz ahogada.
—La muchacha ya está detenida en Bergen —dijo el delegado—. La justicia tendrá que seguir su curso.
Y, llevándose el cadáver del niño, se puso en camino para la aldea.
No era, pues, de extrañar la excitación de Axel. Había hecho al delegado, sin mentir, las relaciones consiguientes. El niño era su hijo, y él mismo le había abierto aquella fosa. Ahora, por medio de Geissler, se enteraba Axel de lo que seguiría. Seguramente sería llamado a la ciudad para someterle a un interrogatorio más exigente, y sufriría, con toda probabilidad, otras contrariedades.
Geissler no era ya el de unas horas antes. La detallada narración le había causado fatiga y sopor; su ánimo era muy distinto del de la mañana. Consultó el reloj, se puso en pie y dijo:
—Se ha de reflexionar seriamente sobre el caso; así lo haré y recibirás mi respuesta antes de que me marche.
Y se despidió. De vuelta a Sellanraa, entrada la noche, cenó frugalmente y se retiró; durmió bien y se levantó tarde. La entrevista con los empresarios suecos de la mina le había agotado por lo visto. Dos días más tarde se dispuso a partir. Recobrada su grandeza y superioridad, pagó con generosidad el albergue y regaló a la pequeña Rebecca una moneda nueva de una corona.
Espetó a Isak un discurso:
—Lo mismo da si esta vez no ha prosperado la venta: ya llegará el día. Entretanto, queda allá arriba paralizada la empresa. ¡Qué niñería! ¡Creyeron que me dejaría engañar como un chino! ¿No oíste? ¡Veinticinco mil coronas era su oferta!
—Sí —convenía Isak. Con un movimiento de cabeza pareció querer ahuyentar Geissler toda idea de oferta infamante.
—Tampoco ha de ser tan perjudicial a esta comarca —expuso— la paralización de la empresa; al contrario, será una oportunidad para que la gente ponga más empeño en el cultivo de sus tierras. Allá en el pueblo, sí, han de notarlo: este verano todavía ha corrido en grande el dinero; había buenos trajes y golosinas para todos. Esto ha terminado. Entiende, Isak, que si la aldea hubiera sabido mantenerse en buenas relaciones conmigo, otro gallo les cantara. Ahora soy yo el que manda.
En realidad, Geissler no tenía aspecto de poder mandar tanto; salía con un paquetito en la mano, que contenía la comida para la ruta, y el chaleco no era ya de un blanco deslumbrador. Dios sabe si su buena esposa le había ayudado para subvenir a los gastos de ropa y viaje, con el resto de aquellas cuarenta mil coronas cobradas un día. El hecho es que Geissler vuelve a su casa sin un céntimo.
Geissler no se olvidó de entrar de paso en casa de Axel.
—He meditado sobre tu asunto. Como sigue ya el curso legal, tú, por de pronto, no puedes emprender nada. Comparecerás para un interrogatorio y tendrás que declarar.
Geissler lo decía por hablar; acaso no había pensado más en ello. Axel, desalentado, sólo sabía decir que sí a todo. Pero Geissler se creció a lo último, enarcó las cejas y afirmó reflexivamente:
—Veremos si me llego a la ciudad para el día de la vista de la causa.
—¡Ah, si os fuera posible…! —exclamó Axel.
Y un momento después, Geissler decidía:
—Yo me las arreglaré para robar tiempo al tiempo. Por hoy, adiós. Te mandaré las máquinas.
Y partió. ¿Sería aquel su último viaje por aquellas tierras?