Carros tirados por reatas de caballos bordean las tierras pantanosas, cargadas con las piezas para montar las casas transportables de los nuevos colonos. Un día tras otro, y un carro sucediendo a otro, descargan en el sitio que será conocido por el nombre de Castillo Grande (Storborg). Y grande será la hacienda. Ahora, cuatro hombres están sacando piedras de la ladera para la construcción de un muro y de dos locales subterráneos.
Se suceden los acarreos, y llegan maderos ya labrados, que sólo esperan la primavera para ser ensamblados. Todo está numerado y no faltan ni puertas ni ventanas, ni una vidriera de colores para la tribuna. Y un día pasa un carro con una carga imponente de tablas. ¿Qué será? Un vecino de más abajo de Amplia Vista, procedente del Sur, sabe de qué se trata:
—Es para hacer una valla que rodee el jardín —dice.
El nuevo colono piensa, pues, poner un jardín, un jardín en aquellos sitios del yermo.
Todo aquello parecía prometedor. Nunca se había visto tal animación y tránsito por los pantanos, y eran no pocos los que se lucraban acarreando con sus caballos de tiro. Risueñas eran las perspectivas; corría de boca en boca que aquel colono comerciante, para el tráfico de sus mercancías del país y extranjeras, necesitaría muchos caballos que fueran a cargarlas en los muelles y las subieran.
Al parecer, aquello iba a resultar espléndido. Había llegado un joven capataz o apoderado que dirigía los acarreos; activo, animador, no le bastaban los caballos que había, pese a que faltaban ya pocos viajes para que el montaje entero de las casas pudiera emprenderse. Así se lo dijeron al jefe, pero este les dio a entender que había en el mundo otros géneros a más de las casas desmontables.
Sivert de Sellanraa pasaba una vez, como de costumbre, con su carro vacío, y el apoderado le llamó:
—¿Por qué de vacío? Hubieras podido hacer un acarreo a Storborg.
—Hubiera podido, sí, pero no sabía nada —respondió Sivert.
—Es de Sellanraa; tienen dos caballos —susurró alguien al apoderado.
—¿Es verdad que tenéis dos caballos? —preguntó este—. Ven con los dos, y acarrea para nosotros; hay buena ganancia.
—No estaría mal —opinó Sivert—; pero ahora precisamente no tenemos tiempo.
—¿No tienes tiempo para ganar dinero? —preguntó el apoderado.
No; no siempre les sobraba tiempo en Sellanraa, con las muchas faenas. Y esta vez tenían a jornal a dos obreros suecos que arrancaban piedra para un establo. Se trataba de una idea que acariciaba Isak desde hacía mucho tiempo. No cabía el ganado en el viejo cobertizo, que ahora se transformaría en un establo con dobles paredes de piedra, con su estercolero bien acondicionado.
¡Quedaba tanto por hacer! Cada cosa traía otra consigo. El hecho era que no concluían nunca de edificar. Isak tenía un taller de aserrar, y un molino, y un establo de verano. ¿Por qué no tener también una fragua? Por pequeña que fuese, evitaría los viajes al pueblo para recomponer un martillo o para comprar un par de herraduras. ¿Por qué no tener una fragua propia con su yunque correspondiente? ¡Había tantas construcciones ya en Sellanraa! ¿Qué importaba una más?
La granja ha crecido enormemente y es preciso mantener una moza, así que Jensine se ha quedado de modo definitivo. Su padre, el herrero, pregunta por ella, de vez en cuando, y si volverá pronto al hogar, pero no insiste demasiado; es condescendiente, y tiene, además, sus intenciones. Sellanraa ocupa el punto más alto de la que fue tierra de nadie, y prospera, así en edificaciones como en cultivos. Los habitantes son los mismos. Ya no pasan por allí los lapones, dándoselas de amos de lo que han colonizado los otros. Hace mucho tiempo que para no pasar por Sellanraa dan un gran rodeo. Se escurren como sabandijas en las horas de la noche. De vez en cuando desaparece de algún paraje alejado un cordero o una ternerita; siempre lejos, donde termina la hacienda de Sellanraa. Esto es inevitable y, naturalmente, resulta de poca importancia. Aunque Sivert reuniera condiciones de buen tirador, no tiene escopeta. Además, no se distingue como tirador; es jovial y pacífico y un pícaro bromista.
—Después de todo —dice él—, la caza del lapón está prohibida.
Sellanraa puede pagar el tributo de esas pérdidas poco importantes, siendo como es una hacienda extensa y próspera. Inger no está todo el año satisfecha de sí misma y de la vida de Sellanraa. Hizo una vez un gran viaje y, desde entonces, obra en ella una especie de pernicioso relajamiento que desaparece y vuelve. Es pronta y hacendosa como en sus mejores tiempos; es la mujer bonita y robusta para su marido, para el coloso. Pero ¿no tiene también algunos recuerdos de Drontheim? ¿No tiene a veces añoranzas? Sí; y más en invierno. Se despierta entonces en ella un condenado anhelo de gozar de la vida, y como no puede lanzarse a bailar sola, no hay baile en Sellanraa. ¿Pensamientos serios? ¿Un devocionario? Sí; pero lo otro es también —sábelo Dios— hermoso, magnífico. Inger ha reducido sus pretensiones. Los albañiles suecos son forasteros, sus voces, nuevas allí, pero son gente de avanzada edad, de ánimo reposado, que trabajan y no juegan. Vale más esto que nada; traen animación a Sellanraa. Uno de ellos canta con voz magnífica. Inger se detiene a veces, para escucharle. El hombre se llama Hjalmar.
Pero con eso no está todo arreglado en Sellanraa. Hay, por ejemplo, el gran desengaño de Eleseus. En una carta decía que había cesado en su empleo con el ingeniero, pero que tendría otro muy pronto; era cuestión de paciencia. En una segunda carta notificaba que mientras esperaba un empleo de mayor categoría en un despacho, no podía vivir del aire. Entonces le mandaron un billete de cien coronas, y escribió, diciendo que esta cantidad había bastado para cubrir pequeñas deudas.
—Bien —dijo Isak—, pero tenemos de por medio los jornales de los albañiles y otros desembolsos. Pregunta a Eleseus si no prefiere venir a ayudarnos.
Inger escribió, pero Eleseus se negaba a volver, alegando que, antes de repetir el inútil viaje, prefería pasar hambre.
Como puede verse, no había en toda la ciudad una plaza vacante de cierta categoría en un despacho, y tal vez Eleseus no era tampoco bastante atrevido para abrirse camino. Dios sabe si carecía también de aptitudes. Diestro y aplicado en escribir, sí; pero ¿tenía toda la capacidad requerida? ¿Y cómo saldría del paso, no teniéndola?
Cuando regresó a la ciudad con las doscientas coronas que llevaba de casa, le apremiaron todos aquellos con quienes tenía cuentas pendientes, y luego tuvo que comprar varias cosas imprescindibles: un bastón nuevo, por no bastarle el que había aprovechado de un paraguas, y una gorra de piel para el invierno, como todos sus camaradas la usaban, unos patines y un mondadientes de plata, para presumir de elegancia en la tertulia, tomando un aperitivo y charlando. Mientras tuvo dinero convidaba a los demás lo mejor que podía. Así, para celebrar su regreso, invitó a los amigos únicamente con media docena de botellas de cerveza.
—¡Cómo! ¿Das a la camarera veinte ores? —le preguntaron—. Nosotros sólo le damos diez.
—Nunca se ha de ser tacaño —dijo Eleseus.
No se avenía con él la tacañería. Era el hijo de una gran hacienda; su padre, el margrave, poseía una inmensa extensión de monte, cuatro caballos, treinta vacas y tres máquinas segadoras. Eleseus no tenía el hábito de mentir, y no él, sino el ingeniero del distrito, para darse importancia, fue quien propagó la fábula del señorío de Sellanraa. A Eleseus no le contrariaba que algunos creyeran en ella. Ya que él mismo era un nadie, le complacía, al menos, la importancia de su padre, con el crédito consiguiente, que le permitía salir de apuros. Pero este crédito no podía durar. Uno de sus camaradas le procuró una colocación en el negocio de su padre. Tenía la tienda una clientela agrícola, y se vendían en ella los más variados artículos; era preferible esto a la cesantía completa. Resultaba desagradable para un muchacho tan adelantado estar detrás del mostrador de una quincallería, con un sueldo de principiante, él, que pretendía llegar a delegado. Pero se ganaba, al menos, la vida, y, en espera de cosa más digna de él, no estaba mal del todo. Eleseus era amable y servicial y gozaba de la simpatía de los parroquianos. A los de su casa les escribía diciendo que había pasado al ramo del comercio.
No fue pequeña la desilusión de su madre. Detrás de un mostrador, su Eleseus no era mucho más que el dependiente de la tienda del pueblo. Su prestigio descendía; antes de él nadie había abandonado el lugar para ocupar sitio distinguido en un despacho. Y ahora… ¿Había perdido de vista sus grandes aspiraciones? Inger no era necia, y sabía la diferencia que hay entre lo ordinario y distinguido. Isak no salía de su simplicidad de ideas, y cada día contaba menos con Eleseus; su primogénito había desaparecido en cierto modo de su horizonte, y ya no podía concebir a Sellanraa repartida entre sus dos hijos el día que muriese.
Pasado el invierno llegaron ingenieros y trabajadores de Suecia, dispuestos a abrir caminos, levantar barracas, allanar terrenos y ponerse en relación con proveedores de comestibles, propietarios de caballos y de tierras y comerciantes marítimos. ¿Y a qué todo esto? ¿No estamos en aquellas tierras solitarias, del silencio y la inmovilidad? Sí; pero es que ahora iban a hacer un ensayo de industrialización de la mina de cobre. Por fin, la cosa se ponía en marcha. No habían sido inútiles los afanes de Geissler.
No eran esta vez los mismos señorones que un día subieron a Sellanraa; sólo había de aquellos el viejo perito y el viejo ingeniero. Compraron a Isak todas sus tablas aserradas, dejándole únicamente las más indispensables; le compraron asimismo comestibles y bebidas; charlaban, se mostraban afectuosos y ponderaban las excelencias de Sellanraa. ¡Y hablaban de un funicular y de un ferrocarril aéreo! El aéreo iría de la sierra al mar.
—¿Por encima de todos los terrenos pantanosos? —preguntó Isak, que era un simple.
Rieron de buena gana y le aclararon que sería, no de aquel lado, sino partiendo de la otra vertiente, hasta llegar al mar, trecho más corto.
—El mineral bajará suspendido sobre el vacío en vagonetas de acero —le decían a Isak—. ¡Vas a ver qué grandioso! Pero antes, mientras no esté instalado el aéreo, transportaremos el mineral en carros, por un buen camino nuevo que abriremos. Y el transporte no resultará menos espléndido, pues se emplearán lo menos cincuenta caballos. Y los hombres que ves aquí no son todos. ¡Bah! Llegarán muchos más de la otra vertiente: un batallón de obreros, barracas ya montadas, y comestibles, y toda clase de utensilios. Nos encontraremos todos en la cumbre. Danzan millones en la empresa, y el mineral va destinado a la América del Sur.
—¿No está metido también en esto el consejero de provincia? —preguntaba Isak.
—¿Qué consejero? ¡Ah, es cierto! Vendió su participación.
—¿Y uno que iba a explotar la mina?
—Vendió también. Veo que los recuerdas. Sí, vendieron todos su participación. Y los que las compraron han vuelto a vender. Ahora la mina de cobre pertenece a una gran Compañía de gente inmensamente rica.
—¿Y dónde para Geissler?
—¿Geissler? No le conozco.
—El delegado Geissler, que vendió la mina.
—¡Ah, ese! ¿Geissler se llamaba? ¡Dios sabe dónde está! ¿Te acuerdas todavía de él?
Vinieron luego las explosiones de los barrenos, y el removimiento de gran número de trabajadores, y esto duró todo el verano. Inger dirigía el simplísimo comercio con la venta de la leche y el queso, y le resultaba divertido de ver el ajetreo del negocio y el ver gente. Isak, en cambio, seguía andando a pasos descomunales y sonoros y labraba sus tierras, sin que nada distrajera su atención. Los dos albañiles y Sivert construían el nuevo establo, muy espacioso; construcción lenta, porque los trabajadores eran pocos, y Sivert no siempre podía ayudar, obligado a ocuparse de la labranza. Nunca como ahora les prestaban tan buen servicio la máquina segadora y las tres mozas, listas en la recolección del heno.
Todo prosperaba; el desierto despertaba a nueva vida, por todas partes sonaba el dinero.
¿No era la de Storborg una empresa de gran estilo? El tal Aron parecía un individuo despierto, que al tener noticia de los trabajos de excavación se había apresurado a establecer su comercio; él hacía y deshacía, como un Gobierno, como el mismo rey. Empezó poniendo a la venta toda clase de utensilios domésticos y ropa de faena para obreros. Los trabajadores de las minas, con buen jornal, no son tan tacaños que no compren algo más que lo estrictamente necesario; lo compran todo. Sobre todo en los días festivos la tienda de Storborg se llenaba de clientes, y Aron embolsaba de lo lindo. Detrás del mostrador le ayudaban su mujer y un dependiente, y él también atendía a la venta siempre que era preciso. Hasta muy entrada la noche, no se vaciaba el establecimiento. Así quedaba demostrado que los dueños de caballerías de la aldea no se equivocaron en sus previsiones. El tráfago de carros cargados de mercancías que salían de Storborg era considerable; la carretera hubo de ser desviada en varios puntos y arreglada. ¿Qué quedaba ahora del sendero que atravesaba el yermo en los primeros tiempos de Isak? Con su comercio y su carretera, Aron se convertía en el nuevo bienhechor de aquellos lugares. Aron era su nombre de pila; el verdadero apellido era Aronsen, o al menos el nombre que se daba a sí mismo y por el que le llamaba su esposa. Toda aquella familia vivía a lo grande, y les servían dos criadas y un mozo.
El suelo de Storborg no fue de momento cultivado, porque, medio por comodidad, medio por sobra de otros quehaceres, no era de creer que la emprendieran con los pantanos, aún no desecados, y los desmontes. En cambio, Aronsen se arregló un jardín rodeado con su valla y en el que se veían arbustos de grosella, flores y otros árboles; había en él una ancha avenida, por la cual se paseaba Aronsen, fumando su pipa, los días festivos. En último término lucía la galería con sus cristales rojos, amarillos y azules. ¡Storborg! Por allí corrían los dos hijos y la hija de Aronsen, pequeños aún y muy guapos; la niña sería educada en todas las labores y costumbres del hogar de un comerciante; los muchachos se moverían en el mundo de los negocios. En suma, tres criaturas con un porvenir brillante.
No hubiera venido Aronsen del Sur si la idea del porvenir no le guiara. Podía haber seguido con su negocio de pescadería del que, teniendo suerte, obtenía pingües ganancias, pero no era tan distinguido como el actual; ni traía consigo la consideración y respeto generales que hace que los sombreros vuelen de la cabeza de la gente. Hasta aquí había remedado; en lo futuro quería navegar a la vela. Su frase favorita era: born constant. Y sus hijos habían de disfrutar aún más que born constant, decía; lo que significaba que tendrían una vida menos llena de trabajo que la suya.
Y he aquí que la realidad respondía al deseo: la gente le saludaba, pero no solamente a él y a su esposa, sino también a los niños. Bajaban los hombres de la mina; hacía tiempo que no veían más niños que los de Aronsen, y estos les acompañaban brincando hasta el patio; los trabajadores hablaban con ellos tan amablemente como si tuvieran delante tres perros de aguas retozones. De buena gana les hubieran dado unas monedas, pero como eran los hijos del tendero, les obsequiaban de otro modo, tocando la armónica. Presentábase Gustaf, el tunante, con el sombrero caído sobre la oreja, con su charla que distraía a los niños. Estos le reconocían al verle llegar y corrían a su encuentro; se cargaba sobre los hombros a los tres, y daba así unas vueltas de danza, jaleándose con animadas voces: sacaba luego del bolsillo la armónica, y sus melodías populares atraían pronto con su belleza a las sirvientas, que escuchaban a Gustaf con los ojos empañados de emoción. Bien sabía lo que se hacía el despreocupado mozo.
Aquel día entró en la tienda cencerreando con su dinero. Y llenó el zurrón de las cosas más diversas. De vuelta para su casa de los montes, al llegar a Sellanraa sacó y expuso aquella tienda ambulante: papel de cartas con adornos de flores, una pipa flamante, una camisa, un pañuelo del cuello con franjas, y dulces, que repartió entre el mujerío; y otros objetos centelleantes todavía: una cadena de reloj, un cortaplumas, un sinfín de cosas, entre otras unos cohetes, que destinaba para el domingo distraerse él y distraer a los demás. Inger le puso delante un vaso de leche, y el hombre bromeó un rato con Leopoldine y levantó en alto a la pequeña Rebecca.
—¿Concluiréis pronto con el establo? —preguntó a los dos albañiles, sus paisanos; respondieron ellos que les faltaba ayuda, y Gustaf se empeñaba en ayudarles.
—Iría muy bien —opinó Inger—, porque conviene que el ganado esté a cubierto en el otoño.
Gustaf encendió un cohete, al que siguieron los otros seis que tenía. Mujeres y niños retenían el aliento, admirados de aquella obra de magia y del brujo que la realizaba. Inger no había visto nunca un cohete, pero su singular relámpago le recordaba el gran mundo. ¿Qué significaba ahora una máquina de coser? Cuando Gustaf dio como final un concierto de armónica, Inger, de pura emoción, se hubiera marchado con él…
El trabajo en las minas sigue su curso. Y el mineral es transportado por caballos hasta la orilla del mar: ha salido ya un vapor con carga hacia Sudamérica, y ya hay otro esperando salir pronto. ¡Se trabaja en gran escala! Todos los que conservan en buena disposición las piernas suben al monte para ver el prodigio. Brede Olsen ha subido también con sus muestras de piedras, pero en vano, porque el perito ya había vuelto a Suecia. El domingo, los vecinos de la aldea suben a la mina como en romería. Axel Ström, que no puede holgar nunca, aprovechando los días en que le cumple inspeccionar la línea telegráfica, ha estado varias veces allí. Ya no queda casi nadie que no haya visto el prodigio de cerca. E Inger Sellanraa —¿es posible?— se ha puesto sus mejores galas, y con el anillo de oro en el dedo va camino del monte. ¿Qué es lo que la lleva allí?
Nada pretende, ni le mueve siquiera la curiosidad de ver cómo excavan la roca. Va únicamente para que la vean. Al saber que otras mujeres iban allí se dijo que ella debía ir también. Tiene en el labio superior una cicatriz que la desfigura un poco; tiene hijos ya crecidos, pero quiere ir donde van las demás. La molesta que las otras mujeres sean jóvenes aún y pretende sobrepujarlas. No ha empezado todavía a engordar; es de aventajada talla y bien parecida. Naturalmente, su cara no es ya blanca y teñida de rosa, ni su cutis tiene aquella tersura de melocotón; ¡pero, ya se vería! Seguramente los hombres se acercarían a ella y con señales de asentimiento dirían: «¡Qué bien está!».
Los obreros se dirigen a ella con la mayor cordialidad. Inger les vende a menudo leche, y la conocen. La acompañan ahora y le enseñan las excavaciones, las barracas, los establos, la cocina, la despensa y la bodega. Los más atrevidos se le acercan demasiado, o la cogen unos momentos del brazo, pero a ella nada le importa, sino que la complace. Al subir o bajar unas gradas se levanta la falda hasta descubrir la pantorrilla, pero no le da ninguna importancia «¡Está bien!», piensan los trabajadores.
La buena de Inger, con todos sus años, infunde, pese a todo, cierta emoción. No era difícil adivinar que cualquier mirada que le viniera de aquellos hombres fogosos la recibía, por lo inesperada, con agradecimiento, y la devolvía. Como a tantas mujeres, le era grato sentirse en peligro. Tal vez había sido honrada hasta la fecha por falta de tentaciones.
¡La buena de Inger con todos sus años a cuestas…!
Se acercó también Gustaf. Había dejado a cargo de un camarada dos muchachos de la aldea, sólo para poder estar allí. Gustaf calculaba sus pasos; dio la mano a Inger con sobrado calor, pero no insistió más.
—Oye, Gustaf, ¿no vendrás para ayudarnos en la edificación del establo? —le preguntó Inger, sonrojándose.
Y él respondió que sí, que iría pronto.
Sus camaradas oyen la afirmación, y dicen que también ellos irán.
—¿No estaréis ocupados todo el invierno en el monte? —les pregunta Inger.
Los trabajadores responden, con reserva, que probablemente no. Gustaf, más audaz, dice riendo que, por de pronto, han escarbado ya el último resto de cobre.
—Tú bromeas —le dice Inger.
Y los otros replican que Gustaf debería andar con cuidado Y no hablar de aquel modo.
Pero Gustaf, despreocupado, no cesaba de reír y siguió hablando del asunto. En cuanto a Inger, Gustaf le había captado la voluntad sin mucho insistir. Otro joven tocaba el acordeón, pero no llegaba a tanto como Gustaf con su armónica. Un tercero, también un mozo hábil para todo, pretendió atraer la atención cantando con acompañamiento de acordeón una canción de memoria, pero, pese a su voz vibrante, no era nada de particular. Al cabo de un rato, Gustaf llevaba puesto en el meñique el anillo de oro de Inger. ¿Cómo era posible, si no había insistido? Sí, insistía, pero silenciosamente, como ella misma, que fingía no darse cuenta de que él estaba entreteniéndose con su mano. Después, cuando Inger saboreaba el café en la cocina de la barraca, oyó rumores de riña, y comprendió que aquello era, por decirlo así, en honor suyo. Esto la excitaba, y, como una vieja perdiz blanca, se recreaba en aquel grato murmullo.
¿Cómo llegó Inger aquella noche de domingo a su casa? ¡Ah! Magníficamente, y no menos virtuosa que a la ida, ni más ni menos. Un numeroso grupo de hombres le daban escolta; se resistían a dejarla sola con Gustaf. ¡Ni cedían, ni querían ceder! Nunca tuvo Inger, ni allá en la gran ciudad, tanta diversión. Los hombres preguntaban, por fin, a Inger si no encontraba a faltar algo.
—Nada me falta.
—¿Y el anillo de oro? —dicen ellos.
Gustaf se ve obligado a quitárselo, delante de aquel ejército que le hace frente.
—Es una suerte que lo hayas encontrado —dice Inger; y se apresura a despedirse de su séquito.
Allá abajo, aquella multitud de tejados, es Sellanraa, su hogar. La mujer hacendosa despierta de nuevo en ella. Con la intención de velar por el ganado, toma una senda que pasa frente al establo de verano. Llega a un sitio que conoce muy bien: aquí depositó un día el cadáver de un recién nacido, en una fosa que abrió con sus manos y sobre la cual puso una crucecita. ¡Qué lejos quedaba todo! Y de esto se le va el pensamiento a si tal vez las muchachas habrán ordeñado y dejado todo a punto para la noche.
Avanza la labor de minería, pero hay rumores de que la mina no da lo que prometía. Se presenta de nuevo el perito que había ido a Suecia, acompañado de un segundo perito, con el cual horadan y barrenan y escudriñan a fondo. ¿Qué es lo que no va bien? El cobre no es lo suficientemente fino, pero la veta es delgada; aumenta en espesor hacia el Sur, precisamente donde acaban las lindes de la Compañía; allí, en terreno del Estado, empieza a ser grueso y magnífico el filón. Los primeros compradores no habían reflexionado antes de comprar: fue como un consejo de familia: unos parientes que compran por especulación, sin cuidar de asegurarse la totalidad del monte, las muchas millas que median hasta el valle. Compraron la pequeña parte de Isak de Sellanraa y Geissler, para luego volver a venderla.
¿Y ahora qué recurso queda? Dueños, capataces y peritos saben muy bien que han de tratar, cuanto antes mejor, con el Estado; mandan, pues, una estafeta a Suecia, cartas y mapas, y corren luego a casa del delegado, para que les sea dada opción sobre la faja al lado sur del lago. Pero les salen al paso dificultades. La ley se cruza en su camino; son extranjeros y no pueden comprar directamente. Como ellos, sin embargo, ya lo sabían, estaban prevenidos. Pero al lado sur del monte —cosa que ignoraban— es terreno ya vendido.
—¿Vendido? —exclaman los próceres.
—Hace tiempo; algunos años.
—¿Y quién lo compró?
—Geissler.
—¿Quién es ese Geissler? ¡Ah, el famoso!
—Escrito y sellado lo tiene. Roca pelada —detalla el delegado—. Lo compró casi de balde.
—¡Pero, diantre, siempre nos tropezamos con ese Geissler! ¿Dónde está?
—Dios sabe dónde estará.
Los señores tuvieron que mandar un segundo correo a Suecia y averiguar también quién era el renombrado Geissler. Por de pronto no podían continuar los trabajos con todo el contingente de obreros.
Gustaf se presentó en Sellanraa por aquellos días; llevaba a la espalda todos sus bienes terrenales, y dijo:
—Aquí estoy.
Gustaf había dejado de servir en la Compañía; mejor dicho, el último domingo se había manifestado demasiado explícito respecto a la mina de cobre, y el capataz y el ingeniero tuvieron noticia de sus afirmaciones, y Gustaf quedó despedido. ¡Bueno, adiós entonces! Tal vez él mismo lo había querido así. Su ida a Sellanraa no despertaba, pues, ninguna sospecha. En seguida halló trabajo allí.
Piedra sobre piedra iban subiendo las paredes del nuevo corral. Un hombre que venía de la sierra fue colocado en la construcción. Ahora podían trabajar en dos turnos y la labor avanzaba rápidamente. Tendrían la cuadra terminada para cuando llegara el otoño.
Los mineros fueron bajando de la montaña; les habían despedido a todos y volvían a Suecia. La jornada de ensayo había tocado a su término. En la aldea la noticia iba como un suspiro de unos a otros vecinos. ¡Qué necios en no comprender que una explotación a prueba no es más que lo que su mismo nombre indica! El mal humor y tristes presagios cundían entre los aldeanos, el dinero se hacía más raro, bajaban los jornales, y el centro comercial de Storborg languidecía. ¿Qué era aquello? El negocio parecía llevar tan buena marcha; Aronsen se había procurado una bandera y un mástil para izarla, había comprado también una piel de oso blanco para el trineo de sus familiares, y a estos les había equipado con las mejores ropas. Pero, aparte de estas pequeñeces, habían sucedido cosas más grandes: dos nuevos colonos compraban terrenos sin roturar, en lo más alto, entre Tierra de Luna y Sellanraa, lo cual no era poca cosa en aquel mundo apartado. Ambos colonos, ya instaladas sus barracas, desecaban y labraban. Gente hacendosa, prosperaron pronto. En el verano se habían provisto de víveres en Storborg, pero la última vez que bajaron, ya no había en la tienda casi nada. Si la industria minera cesaba, ¿para qué los víveres de Aronsen? Tal vez el más apenado de todos era Aronsen; pues poco significaba el dinero que tuviera ante la escasez de artículos comerciales. A los que le decían que labrara la tierra, les respondía:
—¡Labrar la tierra! No he venido aquí con los míos para eso.
Acabó no pudiendo resistir más, y para convencerse por sus propios ojos subió un día a la mina. Era un domingo. Al pasar por Sellanraa solicitó la compañía de Isak, que no había puesto todavía los pies en aquella parte del monte desde su industrialización, aferrado como estaba al terruño. Inger abogó para que acompañara a Aronsen.
—Si te lo ruega, ¿por qué no has de ir con él? —le dijo.
Era domingo, y lejos de contrariarla que él estuviera un rato fuera de casa, le complacía quedarse sola varias horas. Isak salió, pues, con Aronsen.
Había mucho de nuevo que ver en el monte. A Isak le costaba orientarse en la nueva ciudad de barracas, de cocheras y de terrenos removidos. El ingeniero se constituyó en su guía. Acaso no estuviera muy animado el buen señor, pero trataba de luchar contra la pesadumbre que a la sazón reinaba en los contornos y en el pueblo.
Pareciéndole favorable la ocasión de hallarse juntos el margrave de Sellanraa y el comerciante de Storborg, les detallaba las clases de mineral: grava, pirita, pirita de cobre, conteniendo cobre, hierro y azufre. Sabía con todo detalle los minerales que contenía el monte; hasta encerraba algo de plata y oro. No se ocupaba uno de minas sin pleno conocimiento de la materia.
—¿Y ahora se acabó todo? —preguntó Aronsen.
—¿Acabar? —exclamó el ingeniero, sorprendido—. Con eso no sacaría nada Sudamérica.
Cesaba, sí, la jornada de ensayo, una vez conocida la naturaleza del mineral. Ahora seguiría la instalación del aéreo, y emprenderían luego la labor hacia la parte meridional. ¿No estaba enterado Isak del paradero de Geissler?
—No.
—Bien; ya le encontrarán. Y entonces —concluyó el ingeniero—, manos a la obra de nuevo, y con todos los bríos. ¿Quién dice que esto se acabó?
Isak se queda admirado, y hasta emocionado, viendo una maquinita que se mueve a pedal y reconoce al punto de lo que se trata: es una pequeña fragua transportable, sobre carriles, y que puede montarse donde mejor convenga.
—¿Cuánto cuesta una fragua como esta? —pregunta Isak.
—¿Una fragua de campaña? No es cara.
Y el ingeniero le explica que es una de tantas. ¡Las máquinas e instalaciones que tienen en la costa es lo que hay que ver! Isak había de comprender que aquellos valles y aquellos desfiladeros de los montes requerían otro instrumental.
Siguen andando, y el ingeniero dice que piensa ponerse en camino para Suecia en seguida.
—¿Para volver? —le pregunta Aronsen.
—Naturalmente.
El ingeniero no sabía por qué iba a obligarle nadie —ni la Policía ni el Gobierno— a quedarse en su casa.
Isak se las arregló de manera que al cabo de un rato volvían a pararse delante de la pequeña fragua de montaña.
—¿Cuánto puede costar un fogarín como este? —pregunta.
El ingeniero no recuerda el precio. En una industria importante, sin que sea barato un chisme así, no supone gran cosa. ¡El bueno del ingeniero! Él mismo está, tal vez, apesadumbrado en grado sumo. Si había de serle útil a Isak aquella fragua, podía tomarla; la Compañía era lo bastante opulenta para hacerle este obsequio.
Una hora más tarde, Isak y Aronsen están de vuelta. Aronsen, más tranquilo, ha recobrado un poco la esperanza. Isak baja la cuesta cargado con el precioso instrumento de trabajo. ¡El viejo coloso estaba acostumbrado a andar con grandes cargas a cuestas! Rehusó el ofrecimiento del ingeniero, que se prestaba a mandarle la fragua a Sellanraa por medio de un trabajador. Isak, agradeciéndolo, no lo creía necesario. ¡La sorpresa que tendrían los suyos al verle volver con una fragua a la espalda! Pero fue Isak el sorprendido. Acababa de pararse en el patio de su casa un carro, llevando la carga más singular. Guiaba el caballo un vecino del pueblo, y junto al vehículo iba un caballero a quien Isak miraba sin pestañear, maravillado: era Geissler.