III

Al acercarse el invierno, Axel volvió a ser el solitario de Tierra de Luna. Barbro se había marchado. Así había acabado todo.

Según ella, la estancia en la ciudad no se prolongaría. No se conformaba con ir perdiendo los dientes y quedarse con una boca de ternero. Axel le preguntó cuánto le costaría.

—¿Cómo voy a saberlo? —respondía ella—. A ti, desde luego, no te costará nada. Yo misma me lo ganaré.

Había sabido plantearle la conveniencia de que el viaje fuera ahora, cuando sólo había dos vacas para ordeñar, en espera de las dos terneras y las cabras que vendrían al mundo en la primavera; entonces apremiaría la cosecha del heno y se trabajaría de lo lindo hasta pasado el mes de junio.

—Haz lo que quieras —dijo Axel.

Él no tendría que pagar nada, absolutamente nada. Pero algún dinero para gastos de viaje y para pagar al dentista, bien lo necesitaba: no mucho. Además, sería buena ocasión para comprar la manteleta y otras bagatelas. Pero, si no era de su agrado, nada había dicho.

—Hasta ahora has recibido bastante dinero —dijo Axel.

—Sí. Pero ahora ya no lo tengo.

—¿No has ahorrado nada?

—¿Ahorrar? Puedes mirar mi baúl. Tampoco ahorré nada en Bergen, y eso que allí el salario era mayor.

—No tengo dinero que darte a ti —concluyó él.

Muy flaca era la fe de Axel en que la moza volviera del viaje, y le había apurado de tal modo la paciencia con su desagrado, que empezaba a cansarse de ella. La moza no logró sacarle una cantidad que valiera la pena, pero fingió no ver la enormidad de víveres con que salió provista, y él mismo le bajó el baúl al pueblo, hasta el vapor correo.

Había sucedido al fin.

Le habría sido llevadera la soledad a que de antiguo se había acostumbrado, pero ahora el ganado le esclavizaba, y a la menor ausencia quedaba sin los cuidados indispensables. El tendero le aconsejaba que mandara venir a Oline, la cual ya llevaba hecha una práctica de varios años en Sellanraa, y, aunque vieja, se movía con agilidad, y era hacendosa. Mandola avisar Axel, pero ni compareció Oline, ni se supo nada más de ella.

Sin desesperar, Axel tala en el bosque, se ocupa de la trilla de su escasa mies y el cuidado del ganado. Rodeándole la soledad y el silencio. De vez en cuando, ve de paso a Sivert de viaje hacia el pueblo; lleva, a veces, pieles o quesos a la bajada, pero casi nada a la vuelta, pues Sellanraa no necesita comprar mucho.

A veces, era Brede Olsen quien se acercaba a Tierra de Luna, y con más frecuencia en los últimos tiempos. ¿Quién podría saber la finalidad de sus incesantes correrías? Era como si en aquellas últimas semanas de inspector de línea telegráfica quisiera hacerse el indispensable, para defender y conservar su cargo. Desde que Barbro se marchó, no volvió a entrar en casa de Axel, sino que pasaba de largo, presuroso; actitud soberbia no justificada, ya que seguía viviendo en Amplia Vista sin ser molestado. Un día que estaba dispuesto a pasar de largo, sin saludar siquiera, Axel le paró para inquirir cuándo pensaba desalojar la casa.

—¿En qué términos te has separado tú de Barbro? —le preguntó Brede, a la recíproca—. La despediste sin darle medios suficientes, y poco faltó para que no pudiera tan sólo llegar a Bergen.

—¿De modo que está en Bergen?

—Sí; nos escribe que ha llegado, por fin; pero sin que tenga que agradecértelo.

—Te echaré de Amplia Vista, pero en seguida —le increpó Axel.

—Será una compensación de lo generoso que has sido hasta ahora —replicó Brede, sarcásticamente—. Después de Año Nuevo saldremos de allí sin necesidad de que nadie nos eche —añadió, prosiguiendo su camino.

Barbro, pues, había ido a Bergen, tal como presumía Axel. Esto no le apesadumbraba. ¡Qué había de apesadumbrarle! Al contrario. La moza era el diablo de la discordia. Sin embargo, Axel tenía hasta ahora la esperanza de que tal vez volvería. ¿Cómo no lograba librarse nunca del todo de esa persona, de aquel monstruo? Recordaba la dulzura de algunas de sus horas dichosas, inolvidables, y para impedir que llegara hasta Bergen le había dado el dinero escaso al despedirse. Y he aquí que, a pesar de todo, había realizado el viaje. Algunas de sus prendas se veían todavía en la casa, entre ellas, arriba, en el desván, un sombrero de paja con una pluma, envuelto en un papel: pero ella no venía para hacerse cargo de lo suyo. ¡La verdad es que Axel estaba quizás un poco entristecido! Le parecía una burla, una provocación, el recibir aún cada día el periódico de Barbro, y esto duraría hasta Año Nuevo.

Pero, al fin y al cabo, si se preciaba de ser todo un hombre, tenía otras cosas en que pensar.

En la primavera se vería obligado a levantar una troje junto a la pared norte de la nueva edificación; era ahora, en invierno, la sazón para abatir los troncos y cortar las tablas. Axel no poseía un bosque de verdad, con árboles grandes, pero aquí y allá se levantaban en su terreno grupos de robustos pinos; escogió algunos de ellos al borde del camino que llevaba a Sellanraa, para tener más fácil acceso a la aserradora.

Un día, por la mañana, echa al ganado un pienso abundante, que dura hasta su vuelta, cierra las puertas y se dirige al bosque. Se provee, además del hacha y de su comida, de una pala para la nieve. El tiempo es bonancible, pero el día antes tuvieron una aparatosa tormenta. Recorre la línea telegráfica hasta un cierto punto. Allí se quita la chaqueta y empieza su labor. Una vez abatido un árbol, le quita las ramas, las deposita en un montón, deja los troncos pulidos.

Brede Olsen llega cuesta arriba, sea para inspeccionar en la línea los posibles efectos de la tormenta, sea, sin motivo alguno especial, pues se había vuelto celosísimo en sus deberes, y se había corregido indudablemente. Los dos hombres no se dirigieron la palabra, ni siquiera para saludarse.

Axel observa que el tiempo va a cambiar; el viento sopla más fuerte cada vez. Pero sigue trabajando con todo su empeño. Avanza la tarde y no ha comido aún. Está abatiendo un pino grande, y este cae y le arroja al suelo. ¿Cómo ha sido posible? Mala suerte. Un pino gigante vacila en sus raíces, el hombre le designa la caída por un lado y el viento por el lado contrario. Y el hombre pierde. Tal vez hubiera soslayado el golpe, pero la nieve cubría el terreno desigual y Axel dio un paso en falso, saltó a un lado y metió una pierna en la hendidura de unas rocas, entre las cuales se quedó tendido y soportando encima el peso de un gran pino.

También esto hubiera tenido remedio; pero su posición era tan enrevesada que, imposibilitado de mover mano ni pie —aunque sentía todos los miembros sanos— era como si no los tuviera. Al cabo de un rato logró tener libre una mano; pero sobre la otra pesaba su cuerpo, y el hacha no estaba al alcance de la mano libre. Mira alrededor y reflexiona; como lo haría cualquier bestia cogida en el lazo, mira en derredor, reflexiona y se esfuerza por salir de debajo del tronco. Se le ocurre pensar que Brede, de vuelta de su inspección, no tardará en pasar, y hace nuevos esfuerzos y respira con dificultad.

Al principio, Axel lo toma a la ligera y sólo le incomoda que el miserable acaso le tenga prisionero, pues no teme nada por su salud, y menos por su vida. Siente, de todos modos, que la mano que le queda inhábil, poco a poco va haciéndose insensible bajo la presión del cuerpo, y que la pierna cogida entre las rocas se enfría y pierde su sensibilidad. Así y todo, no le va tan mal. Brede vendrá de un momento a otro.

Pero Brede no viene.

Arrecia la tempestad y se arremolina la nieve contra la cara de Axel. «El caso es más grave», piensa él, pero descuidado, como si con un guiño a sí mismo se dijera a través de la nieve: «¡Alerta! ¡Esto va a ponerse mal!». Al cabo de un rato da el primer grito de auxilio, que, en medio del fragor de la tormenta, no debe oírse de lejos; grita en dirección de la línea telegráfica, para que alcance a Brede. Allí tendido, paralizado, Axel sólo tiene pensamientos vanos: Si pudiera, por lo menos, alcanzar el hacha, se abriría camino. ¡Ah, si pudiera sacar la mano! Esta mano se apoya sobre algo puntiagudo —una piedra— que, poco a poco, amenaza perforarla. ¡Si aquella maldita piedra no estuviera allí! Pero no se ha oído decir nunca todavía que una piedra tuviera un rasgo conmovedor.

La ventisca arrecia y la nieve lo va cubriendo, sin que él pueda defenderse de los inocentes copos que se derriten al cabo de un rato sobre su cara; pero esta se enfría, y desde entonces la nieve no se derrite. ¡Ahora sí que la situación se agrava!

Esta vez da dos gritos de auxilio consecutivos, y aguza el oído.

También el hacha va a quedar pronto cubierta de nieve; un trozo del mango es lo único que sobresale. Allá arriba ha quedado la mochila con las provisiones; si la tuviera al alcance de la mano, comería un buen bocado. No estaría tampoco de más llevar puesta la chaqueta que se había quitado, pues el frío va en aumento. Da un tercer grito potente, pidiendo auxilio.

¡Allí está Brede! Se ha parado y mira hacia donde parte el grito, como para enterarse de lo que sucede.

—¡Acércate y dame el hacha! —grita Axel con voz lastimera.

Brede mira a otra parte; ha adivinado el caso y se fija ahora en los hilos del telégrafo, mientras ve en sus labios la intención de ponerse a silbar. ¿Estaba loco?

—¡Acércate y dame el hacha! ¡Estoy debajo de un árbol sin poder salir! —repite Axel más fuerte.

Pero Brede se ha corregido de tal forma, y tan celoso es de su cargo, que no ve más que los hilos del telégrafo, y no cesa de silbar. ¡Y con qué animación y espíritu de venganza está silbando!

—¡Quieres asesinarme, ¿eh?, y te niegas a alargarme siquiera el hacha! —exclama Axel.

Pero Brede ha de recorrer, por lo visto, la línea, atento a su obligación, y desaparece entre los espesos y revueltos copos de nieve.

Bueno. ¡Así estamos! ¡Gran cosa sería si Axel consiguiera ahora tener la acción libre, lo preciso para echar mano del hacha! Expande el tórax, mueve todo el cuerpo para sacudirse el peso colosal que lo mantiene amarrado al árbol; logra mover el árbol, y sacudirlo, pero únicamente consigue que caiga sobre él una capa más de nieve. Y, al cabo de varios intentos inútiles, renuncia a sus esfuerzos.

Oscurece. Brede no debe de estar lejos. Axel da un grito más, pidiendo auxilio.

—¿Quieres dejarme tendido aquí, asesino? —grita, desde el fondo del alma—. ¿No piensas en tu salvación? Si tan sólo me tendieras la mano, sábelo, te regalaría una vaca; pero eres un perro, Brede, y quieres que me muera. Voy a denunciarte, tan cierto como estoy aquí tendido; ¡sábelo! ¿No puedes acercarte y darme el hacha?

Silencio. Axel vuelve a esforzarse bajo el peso del árbol, logra levantarlo un poco con su cuerpo, pero esto hace que le caiga más nieve encima. Y así acaba entregándose a su suerte; respira fatigosamente, y le entra una como somnolencia. Allá en la cabaña muge su ganado, en ayunas desde la mañana. Y no será Barbro quien entre a darles el pienso, porque Barbro se ha escapado con las dos sortijas.

Declina el día, llega la tarde y la oscuridad y la noche. Mas, lo peor es el frío. La barba de Axel está cubierta de hielo, y pronto se le helarán también los ojos. ¡Ah! ¡Si tuviera la chaqueta que ha quedado colgada en aquel árbol! ¿Cómo es eso? Una de sus piernas está dormida, como muerta, hasta la cadera. «¡Todo está en las manos paternales de Dios!», dice Axel que, cuando quiere, se deja llevar por la piedad. Ha oscurecido. Bien; pero no hay necesidad de lámpara a la hora de la muerte. Le anima un sentimiento de ternura, de bondad, y para reconocerse bien humilde sonríe amable y bobamente ante los elementos como un bienaventurado. ¡Esta es la nieve del Señor, la nieve inocente! ¿Qué necesidad tiene de denunciar a Brede?

Axel se apacigua; tiene cada vez más sueño, está como baldado, como bajo los efectos de una intoxicación; y todo es blanco ante sus ojos: monte y llanuras, grandes alas de horizonte, blancas velas, blancos cendales, blanco, blanco… ¿Qué es esto? ¡Tonterías! Él sabe muy bien que es la nieve; y que él yace al raso, como enterrado bajo la carga de un árbol. Y vuelve a gritar como un loco, al azar; de su velludo pecho poderoso salen rugidos que podrían oírse desde la choza donde está el ganado. Grita una y otra vez:

—¡Eres un cochino, Brede, un monstruo! ¿Has pensado en lo que haces dejándome sin auxilio? ¡Me darás el hacha! ¿Eres un mal bicho o un hombre? ¡Te va a costar caro!

Seguramente ha llegado a dormirse un rato. Se siente envarado e inerte; tiene los ojos muy abiertos, bordeados de hielo, pero abiertos; no puede parpadear. ¿Ha dormido tal vez unos minutos? ¿Una hora? ¡Sábelo Dios! Lo cierto es que ahora Oline está cerca de él. La oye.

—¡Alabado sea Jesucristo! ¿Vives todavía? —le pregunta. Y luego inquiere por qué está allí echado. ¿Es que se ha vuelto loco? ¡Es Oline, sí; Oline!

Oline tiene un olfato singular; tiene algo de chacal: cuando se acerca la desgracia lo capta en el viento y comparece. Sin este don, sin esta diligencia, ¿cómo hubiera podido salir adelante en la vida? Había recibido el mensaje de Axel —que él le envió, solicitando su ayuda—, y, a pesar de sus setenta años, emprendió la travesía de la sierra para ayudarle. La tormenta del día anterior la detuvo en Sellanraa, y había llegado hoy a Tierra de Luna. No encontró a nadie. Dio el pienso al ganado; atentos los oídos y los ojos, se paró en el umbral; ordeñó luego, y volvió a escuchar en el silencio.

Oyó gritos y se dijo: «Si no es Axel, es un ser del otro mundo; en ambos casos vale la pena otear, de escudriñar en el monte la eterna sabiduría del Todopoderoso; a mí nada va a hacerme, pues no soy digna ni de desatar la correa de su zapato».

Y Oline está allí ahora, junto a Axel.

—¿El hacha?

Oline socava y vuelve a socavar la nieve, y no la encuentra. Prueba de salir del paso sin ella; se esfuerza en levantar el tronco, pero su brazo parece el de un niño, y sólo consigue agitar un poco las ramas. En la oscuridad, vuelve a buscar el hacha, removiendo la nieve con manos y pies. Axel no puede señalar dónde estaba el hacha, y se lo explica de palabra. Pero el hacha no está allí.

—¡Si no fuera tan largo el trecho hasta Sellanraa…! —dice Axel.

Oline empieza a buscar por su cuenta, mientras Axel le grita que no, que no puede estar allí.

—Déjame que lo rebusque todo… ¿Qué es esto? —le pregunta de pronto.

—¿La has encontrado?

—Sí; con la ayuda del Omnipotente —responde Oline, con énfasis.

Axel no se alaba ya de nada; conviene en que tal vez su juicio flaquea; sus energías se agotan. «Pero ¿qué va a hacer Axel con el hacha? —se pregunta Oline—. ¡Si no puede moverse!». Será ella, que ya ha tenido otras hachas en la mano y sabe lo que es cortar árboles, quien ha de librarle de aquella prisión.

Axel no puede andar: tiene como paralizada la mitad de una de sus piernas, y dolores en la espalda que casi le fuerzan a dar alaridos, y se cree hombre acabado, como si una parte de su cuerpo estuviera todavía bajo el peso del árbol. «¡Cosa más rara; no lo entiendo!», se dice Axel. Oline, en cambio, lo entiende muy bien, y lo explica en términos altisonantes: Ha librado a un hombre de la muerte, y, aunque el Omnipotente podía enviar sus cohortes de ángeles, no lo ha hecho, sino que se ha servido de ella como humilde instrumento. ¿No reconoce también Axel la sabia mano divina? Y si Dios hubiera querido, hasta de un gusano de la tierra se hubiera servido.

—Estoy convencido de lo mismo —dice Axel—. Pero me encuentro raro.

—¿Raro? —dice Oline, y le aconseja paciencia, y que intente luego moverse, enderezarse y encogerse. Así, poco a poco, porque tiene entumecidas las articulaciones; y que se ponga la chaqueta, para entrar en calor. Y Oline sigue diciendo que no olvidará en toda su vida al ángel del Señor que la llamó la segunda vez que salió al umbral. Y cuando oyó en el bosque las llamadas de Axel. Todo había sido como en los tiempos del Paraíso, cuando las trompetas sonaban junto a las murallas de Jericó.

¡Prodigioso! Axel no pierde el tiempo mientras dura la charla; ha intentado poner en juego las articulaciones y andar unos pasos.

Apoyado en Oline, la auxiliadora de siempre, el camino hacia la casa le parece muy largo. Al cabo de un rato de andar encuentran a Brede.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo? ¿Puedo ayudarte? —pregunta a Axel.

Este calla, rechazándole. Ha prometido a Dios que no se vengará, que no denunciará a Brede, pero nada más. ¿A qué venía ahora Brede, desandando lo andado? ¿Había visto, quizá, la silueta de Oline en Tierra de Luna, y comprendió que le habían llamado la atención los clamores de auxilio?

—¿Tú por aquí, Oline? —pregunta Brede, parlanchín—. ¿Dónde le has encontrado? ¡Cómo! ¿Debajo de un árbol? ¿No es rara la suerte humana? He oído voces mientras estaba inspeccionando la línea telegráfica, y me he puesto en camino para auxiliar a quien fuera. ¿Y eres tú, Axel…? ¿Derribado debajo de un tronco?

Axel explica:

—Ni más ni menos; y tú lo has visto al pasar cerca de mí.

—¡Que Dios me perdone! —exclama Oline, ante una maldad tan negra.

Pero Brede da explicaciones:

—Verte, sí te he visto, pero bien podías haberme llamado. ¿Cómo no lo has hecho? Te he visto muy bien, pero he creído que te habías tumbado a descansar un rato.

—¡Cállate! —le grita Axel, amenazador—. Me has dejado sin auxilio intencionadamente.

Oline, para no sufrir detrimento en su fama de imprescindible, cuida de que Brede no se entremeta; no permitirá que se rebaje su obra salvadora en lo más mínimo. Impide que Brede extienda la mano para ayudar a Axel y hasta que le lleve la mochila o el hacha. ¡Ah! ¡En estos momentos Oline está única y enteramente al lado de Axel! Cuando, más tarde, vaya a casa de Brede, y tenga por delante una taza de café, estará incondicionalmente al lado de Brede.

—Deja al menos que lleve yo el hacha o la pala —dice Brede.

—No —interviene Oline, hablando por Axel—. Quiere llevarlo él mismo.

Pero Brede insiste.

—Habrías podido llamarme, Axel. No estamos tan reñidos como para negarte a hablar conmigo. ¿Dices que llamaste? Debiste hacerlo más fuerte, pues ya sabes la ventisca que había. Y, además, debiste hacerme señas con la mano.

—No tenía las manos libres —replicó Axel—. Bien habrás visto que estaba como pegado al suelo.

—No, no lo he visto. Nunca me había sucedido un caso tal. Deja que cargue con tus cosas, ¿oyes?

Pero Oline se lo impide:

—Déjale en paz. Está enfermo.

Entretanto, Axel ha recobrado la perfecta función de su juicio. Por lo que de Oline conoce, sabe que pesará como una carga en su porvenir el hecho de que ella sea la única salvadora. Y Axel quiere repartir aquella gloria: que Brede se encargue de la mochila y de los aperos. Y Axel dice, entre otras cosas, que será un alivio si Brede le ayuda. Pero Oline no se conforma, y, asiendo de la mochila, se empeña en que sólo ella, y nadie más, ha de cargar con lo que sea. La simple astucia se ve contrariada por todos los lados. Axel se queda un rato parado, sin apoyo de nadie, y Brede, que ha tenido que renunciar a llevar la carga, no puede, en cambio, dejar de ser el apoyo de Axel, aunque este ya no se tambalea. De este modo Brede presta apoyo al hombre débil, mientras Oline lleva la mochila. Obligada a encargarse de lo más ínfimo y menos lucido de aquella empresa, va cargada, rebasando despecho y maldad. ¿Qué se le había perdido a Brede por aquellos sitios?

Y dice Oline:

—Oye, Brede, ¿es cierto lo que cuentan? ¿Te han vendido tu finca?

—¿Por qué lo preguntas? —replica Brede, descarándose.

—Si pregunto es porque ignoraba que había de guardarse el secreto.

—¡Tonterías! Lo que procedía, Oline, era presentarte a la venta y hacer tu oferta.

—¿Yo? Te burlas de una pobre anciana.

—¿Entonces, no eres rica? —pregunta Brede—. Se susurra que heredaste la caja donde el viejo Sivert guardaba el capital. ¡Ja, ja!

No era precisamente para ablandar a Oline el que le recordaran la fracasada herencia, y así replicó:

—El viejo Sivert fue bueno conmigo a no poder más; esta es la verdad. Pero, después de su muerte, fue despojado de todos sus bienes terrenales. Por experiencia sabes, Brede, lo que es verse expoliado y no tener un techo que te ampare. Pero el viejo Sivert tiene ahora magnas salas y palacios, mientras que tú y yo, Brede, estamos todavía en esta tierra, y cualquiera puede hacer con nosotros lo que le dé la gana.

—Nada tengo que ver contigo —dice Brede. Y dirigiéndose a Axel—. Estoy contento de haber pasado oportunamente para poder acompañarte a tu casa. ¿Voy demasiado aprisa?

—No.

Discutir con Oline, cruzarse de palabras con ella sería inútil. Nunca cedía, ni nadie estuvo a su altura en lo de mezclar lo celestial y lo terrenal en singular amasijo de maldad y de amistad, de veneno y de dulzura. Ahora ha de pasar por el trance de ver que es Brede quien ayuda a Axel a llegar a su casa.

—A lo que iba… —empieza Oline, dirigiéndose a Brede—. ¿No enseñaste a los caballeros que estuvieron un día en Sellanraa tus talegas llenas de piedras?

Brede, por su parte, dice a Axel:

—Si no tienes inconveniente, Axel, te llevaré a cuestas hasta tu casa.

—No —responde este—; pero gracias por la buena intención.

Ya están llegando, y Oline entiende que si espera conseguir algo, no hay tiempo que perder.

—Mejor sería, Brede —dice a este—, que hubieras salvado a Axel cuando le amenazaba la muerte. ¿Cómo se comprende que, viéndole en un trance tan apurado, y oyendo sus clamores, hayas pasado de largo?

—¡Ten la lengua, Oline! —exclama Brede.

Efectivamente, lo más cómodo para Oline hubiera sido callarse; hundiendo los pies en la nieve, jadeaba bajo la pesada carga, pero ni aun así, sabía tener la lengua. Había reservado para el fin el mejor naipe, el golpe más duro. Y se atrevió a descararse:

—¿Según parece, la Barbro se ha ido?

—Sí —responde Brede, sin darle importancia—. Gracias a esto, te beneficiarás este invierno.

Oline aprovecha la nueva oportunidad para dar a entender lo muy solicitada que era en todo el distrito. Tres colocaciones hubiera podido tener. Hasta en la casa rectoral habían requerido sus servicios. No sería ningún mal que Axel se enterara.

Le habían ofrecido tanto y cuanto para el invierno, a más de un par de zapatos nuevos, y el forraje para una oveja. No ignoraba que en Tierra de Luna daría con un amo excelente, que la remuneraría con esplendidez, y por lo mismo prefería su casa. No; Brede no tenía por qué desanimarse. El padre celestial había abierto hasta entonces a Oline una puerta tras otra, invitándola a franquearlas. Y aquella noche parecía que la intención divina hubiera sido ponerle delante la oportunidad de salvar a un hombre de la muerte.

Axel se siente ahora muy cansado; no puede mover la pierna. ¡Qué extraño! Hasta aquel momento había ido mejorando a medida que el calor y el movimiento daban nueva vida a sus miembros; y ahora no podía prescindir de la ayuda de Brede para mantenerse en pie. Su recaída había empezado en el punto en que Oline habló de la remuneración. ¿Quería Axel rebajar de nuevo su gloria? Dios lo sabe, cierto es que había recobrado toda la lucidez de su juicio. Al ver las paredes de su casa, Axel se para y dice:

—No creo que pueda llegar por mis propias fuerzas.

Brede, sin esperar más, se lo carga a la espalda. Y así llegan; Oline, rebosando hiel y veneno, y Axel, como desmayado, sobre la espalda de Brede.

—Pero ¿cómo es esto? —observa Oline—. ¿La Barbro no estaba a punto de dar a luz?

Brede jadea bajo su carga. Los tres forman un cortejo singular. Axel se deja llevar a cuestas hasta el mismo umbral.

Brede jadea a no poder más.

—¿Tal vez fracasó el parto? —pregunta Oline.

Axel la interrumpe para decir a Brede:

—Realmente, no sé cómo hubiera llegado a casa esta noche, de no haber venido tú.

Pero no olvida tampoco a Oline.

—Gracias, Oline —le dice—; has sido la primera que me encontró. Os doy las gracias a los dos.

Así fue aquella noche en que Axel se salvó de la muerte.

Durante los dos días que siguieron al acontecimiento, Oline no sabía hablar de otra cosa, y Axel estaba muy ocupado para poder mantenerla a raya. Oline señalaba el sitio en que el ángel del Señor la advirtió para que se diera cuenta de los gritos de socorro. Axel tiene otras cosas en que pensar, en que emplear toda su energía de varón. Vuelve a trabajar en el bosque, y cuando da por terminada la tala, acarrea los troncos hasta la aserradora de Sellanraa.

Es una faena propia del invierno: llevar troncos para aserrar y volver con tablas cortadas a la medida. Pero hay que trabajar de prisa y concluir antes de Año Nuevo, cuando empiezan las fuertes heladas y la aserradora se queda paralizada. Todo va bien y el trabajo queda terminado oportunamente; cuando Sivert de Sellanraa vuelve del pueblo con el trineo vacío, no rehúsa el cargar un tronco para ayudar así al vecino. Ambos charlan un buen rato, mutuamente complacidos.

—¿Qué se dice de nuevo en el pueblo?

—Nada —responde Sivert—. Parece que va a llegar un nuevo colono.

¿Un nuevo colono? ¡Pues eso es algo más que nada! Pero así es el modo de hablar de Sivert. Cada año se establecía por allí un nuevo colono. Había ya cinco casas más abajo de Amplia Vista; en la parte de arriba, la colonización es más lenta, aunque hacia el Sur el suelo era menos pantanoso y más arable.

Fue Isak el colono que más lejos se había aventurado al fundar Sellanraa, el más valiente y el más sensato. Después vino Axel Ström. Ahora otro había comprado terrenos, una buena faja pantanosa que tendría que desecar, y una parte de bosque más abajo de Tierra de Luna, donde aquel era abundante.

—¿Has oído decir qué índole de hombre es? —pregunta Axel.

—No —responde Sivert—. Llega con casas desmontables, que instala en un santiamén.

—¿Hombre de dinero, entonces?

—Sí, seguramente; viene con su familia: esposa y tres hijos. Y posee ganado y caballos.

—Tiene dinero, pues —dice Axel—. ¿No has oído nada más?

—No. Tiene treinta y tres años.

—¿No sabes cómo se llama?

—Aron ha dicho. Ha puesto al sitio el nombre de Storborg.

—Storborg… (Castillo Grande…). Si no es pequeña la finca…

—Es de la costa, y cuentan que ha tenido hasta ahora negocio de pescado.

—Veremos —dice Axel— si demuestra entender de agricultura. ¿Y no has oído contar nada más de él?

—No. Ha pagado al contado la compra del terreno. No he oído más detalles; dicen, sí, que tiene una enormidad de dinero ganado en sus pesquerías. Y ahora quiere establecerse y hacer negocio aquí. Así dicen.

—¡Aquí! ¿Negocio?

Esta era la noticia más sensacional, y ambos vecinos la trataron detalladamente. Era una gran novedad, quizá la mayor en la historia de la colonización de aquellos yermos. Pero ¿con quién iba a negociar el nuevo colono? ¿Con las ocho fincas de aquel páramo? ¿O esperaba parroquianos del pueblo? Una tienda sería, de todos modos, un factor de importancia. Tal vez aumentaría la colonización y se elevaría el precio de los terrenos. ¿Quién podía adivinarlo?

¡Cómo hablaban del asunto sin cansarse! Tanto Axel como Sivert tenían sus intereses y sus fines, tan importantes como los de otro cualquiera; las tierras eran su mundo, y la labor cotidiana, las estaciones y las cosechas, eran sus aventuras. ¿Y no era una vida inquieta? Sí; y no poco. A veces, eran bien pocas las horas que podían conceder al descanso; otras veces, habían de pasar por alto las comidas. Pero lo soportaban bien. Tenían una salud a prueba de pasarse siete horas debajo de un tronco de pino, sin más consecuencias, siempre que conservaran enteros los huesos. ¿Qué era una vida en un mundo de estrechos horizontes, sin perspectivas…? Acaso. ¡Pero qué perspectivas ofrecía ese Castillo Grande con su comercio allí en las tierras yermas!

Se habló del asunto hasta Navidad.

Axel había recibido una carta, un pliego oficial de tamaño grande, que ostentaba, por sello, la figura de un león. Se le ordenaba recoger en casa de Brede Olsen los alambres, el equipo y las herramientas, y ocuparse desde Año Nuevo de la inspección de la línea telegráfica.