II

El día 3 de setiembre Barbro desapareció, o mejor dicho —pues no desapareció del todo—, no se la podía encontrar donde estaban la casa y la choza. Axel ponía los cinco sentidos en un trabajo de carpintería; iba a asentar en la nueva casa una ventana y una puerta. Pero pasado el mediodía, al ver que no le llamaban a comer, fue a la cabaña. No había nadie. Se improvisó una comida con lo que encontró a mano, y no cesaba de buscar con la mirada; los vestidos de Barbro estaban colgados en la habitación. Antes de buscarla fuera de casa, trabajó un rato en la nueva construcción; y volvió otra vez a la cabaña. No había nadie aún.

—¡Barbro!

Nadie respondía a la llamada. Alrededor de las casas, arriba en la maleza, en los campos, casi una hora estuvo Axel buscando y gritando el nombre de la moza. Nada. Por fin, en sitio bastante apartado la encuentra tendida en el suelo, detrás de un matorral; el arroyo corre a sus pies. Va sin nada a la cabeza, descalza, y está empapada de agua hasta los hombros.

—¿Por qué no respondías?

—No hubiera podido —dice ella con la voz ronca.

—¿Cómo ha sido? ¿Te has metido en el agua?

—He resbalado. ¡Oh!

—¿Te sientes mal?

—Sí; pero ya pasa.

—¿De veras? —pregunta él.

—Sí; ahora ayúdame para que pueda volver a casa.

—Y, ¿dónde está…?

—¿Qué?

—¿Dónde está la criatura?

—Estaba muerta.

—¿Muerta?

—Sí.

De pie, inmóvil, Axel pregunta aún:

—¿Dónde está?

—No necesitas saberlo —responde ella—. Ayúdame para volver a casa. Está muerta. Si me coges por debajo del brazo podré andar sola.

Una vez en la casa, Axel la sienta en una silla. Chorrea agua el borde de la falda.

—¿Muerta? —vuelve a preguntar Axel.

—Bien oyes que sí —replica ella.

—¿Dónde la tienes?

—¡Qué curiosidad…! ¿No has encontrado algo de comer mientras he estado fuera?

—¿A qué ibas al arroyo?

—¡A qué iba…! A coger enebros.

—¿Enebros?

—Para los ordeñadores.

—Allí no hay enebros.

—Anda a tu labor —le dice ella, impaciente, con la voz ronca.

—¿A qué ibas al arroyo?

—Iba por ramojo para las escobas. Lo que te pregunto es si has comido ya.

—¿Comido? —repite él—. ¿Te encuentras muy mal?

—No.

—Voy por el médico.

—¡Te guardarás! —replica ella, al mismo tiempo que se pone en pie y se dispone a buscar prendas secas para cambiarse—. ¿No sabes cómo tirar el dinero?

Axel vuelve a su trabajo, pero no es mucho lo que adelanta; para que Barbro le oiga, martillea un poco, acepilla otro poco y, finalmente, asienta la ventana y rejunta el musgo.

Por la noche come ella sin apetito; anda sin prisas de uno a otro quehacer, entra en el establo para ordeñar sin más precaución que trasponer precavidamente la altura del umbral. Se acostó en el henil, como siempre, y las dos veces que Axel vigiló su sueño aquella noche, la vio dormida. Pasó una buena noche.

A la mañana siguiente estaba casi como siempre, aunque afónica, y se había envuelto la garganta con una media. Pasaron los días, el acontecimiento perdió actualidad y otras cosas ocuparon el primer término. De momento no querían trasladarse aún al nuevo local para poder colocar con más desembarazo los maderos que, bien rejuntados, habían de dar espesor a las paredes y evitar que entrase el aire. Pero no pudieron esperar tanto, sino que se instalaron pronto y convirtieron la choza en establo.

Cuando hombres y bestias estuvieron instalados, se hizo la recolección de las patatas y luego fue segada la mies. La vida volvía a su curso ordinario.

Pero, así en cosas importantes como en detalles, pudo notar Axel que se habían aflojado los lazos entre él y Barbro. Esta no se encontraba a gusto en Tierra de Luna, ni más unida a Axel que cualquier criada a su amo. Se había rebajado aquella reciprocidad amorosa al llegar el hijo muerto. El pensamiento de Axel había sido siempre magnánimo: «Espera a que el hijo esté aquí». Pero la criatura nació y murió casi a un mismo tiempo. Últimamente, Barbro llegó a quitarse las dos sortijas.

—¿Qué significa eso? —preguntó Axel.

—¿Qué significa? —replicó ella, echando la cabeza atrás.

Eran indudables la astucia y la traición por parte de Barbro.

Un día Axel dio con el cadáver de la criatura a la orilla del arroyo. No había tenido necesidad de buscar mucho, porque estaba casi seguro del sitio. Pero por pereza no volvió a ocuparse de ello. Quiso el azar que no se le olvidara. Empezaron a volar ciertas aves sobre el lugar donde el niño yacía: urracas y cuervos alborotados, más tarde, hasta un par de águilas en inconmensurables alturas. Era como si, primero, una sola urraca hubiera visto que allí había depositado algo, y luego, semejante a los hombres, no hubiera podido callárselo, sino que lo divulgó. Despertado por su indiferencia, Axel esperó el momento oportuno para ir a escondidas hasta allí. Encontró el cadáver debajo de una capa de musgo y ramas y dos pequeñas losas, envuelto en un paño, un jirón de tela de tamaño regular. Con una mezcla de curiosidad y de terror abrió un poco el envoltorio: unos ojos cerrados, el pelo oscuro, las piernas cruzadas. No vio más. Era un niño. Se veían trazas de humedad en la tela del envoltorio, y el conjunto parecía un lío de ropa mal retorcida después de lavada.

Axel no podía dejar el cadáver tan a merced de cualquiera, y en el fondo temía por sí mismo y por la casa; corrió en busca de una azada y ahondó más la fosa, pero como la humedad del arroyo se filtraba, tuvo que abrir un nuevo hoyo arriba, en la cumbre de la colina. Entretanto, se le quitó el miedo. ¡Qué viniera Barbro, y le encontraría allí! Todo lo desafiaba. Que viniera y cuidara de envolver el cuerpecito muerto de un modo más decoroso, hubiera nacido muerto o no. Veía muy bien lo que había perdido con la muerte de aquella criatura. La perspectiva era ahora la de una soledad desamparada en la casa nueva, precisamente cuando el ganado era tres veces más numeroso que antes. ¡Que se presentara Barbro si quería! Pero Barbro —tal vez había descubierto en qué estaba ocupado— no asomaba por allí, y él mismo envolvió lo mejor que pudo el pequeño cadáver y lo depositó en la fosa nueva. Extendió por encima los trozos de césped y borró toda huella; sólo se veía un insignificante mantoncito verde entre la maleza.

De vuelta a casa vio a la moza en el patio.

—¿Dónde estabas? —le preguntó ella.

El dolor de Axel se había disipado, seguramente, pues contestó:

—Por ahí. ¿Y tú?

Barbro creyó leer una reprensión en el rostro de Axel, y entró en la casa sin decir palabra. Axel la siguió:

—¿Qué significa —le preguntó a bocajarro— el no llevar puestos los anillos?

Ella juzgó que lo más acertado era ceder un poco, y dijo, riendo:

—Estás tan amoscado que me das risa; pero si quieres que estropee las sortijas llevándolas todos los días, no hay inconveniente.

Y fue por las sortijas y se las puso.

No le pasó por alto que el rostro de Axel tomaba una expresión embobada de hombre satisfecho, y le preguntó con desenvoltura:

—¿Tienes que echarme en cara algo más?

—Nada tengo que echarte en cara —respondió él—. Sólo quiero que seas la que fuiste antes, al principio, cuando llegaste. Eso.

—No es tan fácil ser siempre igual —dijo ella.

Él continuó:

—Si compré la finca a tu padre fue por si tú preferías ir a vivir allá. ¿Qué te parece?

¡Oh! Axel había perdido la partida. Barbro advirtió que su único móvil había sido el temor de perder la ayuda de una mujer y tener que cuidar él solo de todo el ganado y de las cosas domésticas.

—Ya me lo dijiste otra vez —replicó, evasiva.

—Sí; pero no obtuve respuesta.

—¿Respuesta? —recalcó ella—. No permitiré que repitas lo que acabas de decirme.

Axel acentuó que su intención había sido buena. No había privado a la familia Brede de que continuara ocupando Amplia Vista, y por más que con la finca hubiera comprado también el escaso usufructo, se limitaba a acarrear algunas cargas de heno, dejando que la familia Brede dispusiera de las patatas.

Era un absurdo el enfado de Barbro, pero a ella no le importaba ya, y preguntó, como si se sintiera vivamente ofendida:

—¿Y nos trasladaremos a Amplia Vista, permitiendo que toda mi familia se quede sin albergue? —insistió aún.

¿Había oído bien Axel? Se quedó con la boca abierta, y luego empezó a tragar saliva, como preparándose a hacer una larga pregunta, mas se limitó a decir:

—¿Pero no se trasladan a la aldea?

—No lo sé —respondió ella—. ¿Has alquilado tú, tal vez, una casa para ellos?

Renunció Axel a la discusión, pero no pudo menos de decir que le chocaba la actitud de la moza.

—Cada vez te pones más obstinada, aunque sea sin mala intención.

—Todo lo que digo es como lo pienso —replicó ella—. Dime si no hubiera sido mejor que los míos vinieran aquí. Hubiera tenido la ayuda de mi madre. Pero, a tu parecer, no es tanto lo que tengo que hacer como para necesitar ayuda.

En esto no iba del todo fuera de razón, pero era al mismo tiempo muy injusta. Que la familia Brede ocupara la barraca implicaba que, una vez más, Axel no sabría dónde meter las reses. ¿Qué pensaba aquella mujer? ¿Había perdido el juicio?

—Voy a decirte una cosa —propuso Axel—: Lo mejor será que te proporciones una criada.

—¿Ahora, en invierno, cuando ya son menos las faenas? No; gracias. Cuando la necesitaba era cuando debiste traérmela. Sí, señor.

La observación no era del todo equivocada. Cuando no se encontraba bien y sufría de ciertas molestias del embarazo, hubiérale sido un gran alivio la ayuda de una moza. Pero Barbro nunca se había quedado retrasada en sus faenas. Ahora mismo, diestra y expeditiva, hacía todo lo que exigía el buen orden doméstico, sin dejar escapar siquiera una palabra a propósito de la sirvienta.

—Pues no lo entiendo, la verdad —decía Axel, descorazonado.

Silencio.

—He oído decir —habló Barbro— que ibas a ocupar el cargo de inspector de la línea telegráfica, que tenía mi padre.

—¡Cómo! ¿Quién te lo ha dicho?

—Corren rumores.

—Bien. Es posible —declaró Axel.

—¡Ah! Vamos.

—¿A qué viene el preguntármelo?

—A que veo que, no contento con privar a mi padre de su casa y sus campos, quieres ahora quitarle el sueldo de que vivía.

Silencio.

—He de decirte —exclamó— que no eres digna de lo que hago por ti y por los tuyos.

—¡Ah! —dijo Barbro.

—¡No! —insistió él, descargando el puño sobre la mesa. Y se puso en pie.

—No creas que vas a causarme miedo —dijo ella con voz débil como un piído, acercándose más a la pared.

—¡Causarte miedo a ti…! —dijo él, remedando su voz, y resopló despectivamente—. Lo que quiero saber seriamente, en seguida, es lo que sucedió con el niño. ¿Lo ahogaste?

—¿Yo, ahogarle?

—Sí; estuvo metido en el agua.

—¿Es que lo has visto? —Iba a decirle: olfateado, pero no creyó prudente en aquellos momentos provocarle—. ¿De modo que lo has visto?

—He visto que el cadáver estuvo metido en el agua.

—¡Vamos! Hasta lograste ver eso —replicó ella—. Di a luz en el agua, al resbalar. No pude levantarme.

—¿Conque resbalaste?

—Sí, y en aquellos momentos di a luz…

—Bien —dijo Axel—; pero tú ibas prevenida con un trozo de tela. ¿Temías de antemano que ibas a resbalar?

—¿Un trozo de tela? —repetía ella.

—Sí; uno grande, blanco, desgarrado de una de mis camisas fuera de uso.

—Es verdad que me llevé el pedazo de tela; pero fue para envolver los enebros —dijo Barbro.

—¿Enebros?

—Sí; enebros. ¿No te lo he dicho ya?

—Sí; o ramojo para escobas…

—Fuera lo uno o lo otro, lo mismo da.

Salvado este recio choque, la reconciliación no se hizo esperar. Si nada arreglaron, sobrellevaron al menos la situación, y la moza se portaba bien y se mostraba más condescendiente, porque venteaba el peligro. En tales circunstancias la vida en Tierra de Luna se hacía cada vez más incómoda y difícil de soportar, sin alegría ni confianza mutua, siempre en guardia. La cosa marchaba cada día, y Axel podía estar satisfecho de que siquiera marchase. Había tomado a la moza como ayuda; logró luego su cariño y con ello había unido la vida de ella a la suya; no era cosa fácil para nadie cambiar de tal manera el rumbo de su vida. Barbro conocía todo lo referente a la nueva edificación, sabía el sitio donde Axel guardaba sus ahorros; en qué tiempo parirían las vacas y las cabras; si escasearían o abundarían los piensos, y cuál era la leche destinada a la elaboración de los quesos, y la que pertenecía al consumo diario en la casa. Una extraña no podía tener la idea de todo eso y, además, no sería fácil encontrarla.

Sin pararse en la dificultad, Axel había pensado ya algunas veces en despedir a Barbro y tomar otra moza. Casi llegó a temer a Barbro, que a ratos, era la verdadera manzana de la discordia. Hasta en el tiempo aquel en que él tuvo la desdicha de que ella le hiciera dichoso, repelíale, a veces, su mal humor y su falta de amabilidad. Pero era hermosa, tenía sus horas de dulzura y le envolvía cálidamente en sus brazos. Esto… fue antaño. ¡Ah, no, repetir la historia, no! ¡Muchas gracias! Pero no es tan fácil mudar de vida.

—Entonces nos casaremos cuanto antes —le apremiaba Axel.

—¿Cuanto antes? —replicaba ella—. Deja que primero vaya a la ciudad para arreglarme la dentadura. De tantos dolores de muelas, apenas me queda una en la boca.

No había más remedio que seguir como hasta ahora. Barbro no recibía un salario, pero Axel le daba dinero siempre que lo necesitaba, y ella lo agradecía como un regalo. «¿En qué podrá gastarlo? —se preguntaba Axel—. ¿Tendría, tal vez, sus ahorros acumulados año tras año? Pero ¿para qué?».

Eran muchas las cosas que Axel no comprendía. ¿No le había dado él un anillo de oro, el de novios? Durante largo tiempo, después de este regalo excepcional, sus relaciones fueron de las mejores, pero hay influencias que no pueden perpetuarse. Y Axel de ningún modo podía regalarle una sortija tras otra. En resumen: ¿Le quería Barbro? ¡Las mujeres son criaturas tan singulares…! ¿Dónde se encontraría otro hombre pronto a ofrecerle casa nueva y buen ganado? Sobrábale a Axel razón para descargar el puño sobre la mesa, abominando de la necedad y de los caprichos mujeriles.

Cosa rara; Barbro parecía no tener más idea que la de la vida ciudadana; anhelaba volver a Bergen. ¿Por qué, Dios mío, había vuelto al Norte? Un telegrama del padre no la hubiera hecho dar un paso. Debía de existir otro motivo. Año tras año, de la mañana a la noche, estaba descontenta. Andaba entre cazuelas y platos de madera, en vez de latón y de acero, y entre calderos en lugar de cacerolas. ¡Y aquel eterno ordeñar en vez de ir a buscar la leche a la tienda! Y luego, zapatones de labriega, jabón en pasta, un saco de heno por almohada… ¡Y sin oír nunca la música de instrumentos de metal, sin ver nunca gente…!

Otras disputas siguieron a aquel choque máximo que tuvieran.

—¿Vamos a callarnos o vamos a decirlo? —solía exclamar Barbro—. ¡Por lo visto, no te acuerdas ya de lo que has hecho a mi padre!

Axel preguntaba:

—¿Y qué le he hecho?

—Tú lo sabes mejor que yo. Pero, ten en cuenta que no serás inspector.

—¿Conque no?

—No lo creeré hasta que lo vea.

—¿Esto significa que no me tienes por muy listo?

—Mejor para ti si lo eres; pero no lees ni escribes; no te he visto nunca con un periódico en las manos.

—Sé leer y escribir lo bastante para lo que necesito; pero tú no eres más que una lengua de víbora.

—¡Ahí tienes tu anillo! —gritaba la moza, echando sobre la mesa el de plata.

—Bien. ¿Y dónde está el otro? —preguntaba él al cabo de un momento.

—Si quieres tus sortijas, ahí las tienes —decía ella, esforzándose por quitarse la de oro.

—Aunque te pongas tan fiera, no me causas impresión —decía él, mientras se marchaba.

Y, naturalmente, no tardaban mucho en brillar de nuevo en la mano de Barbro las dos sortijas.

Acabó no importándole nada que Axel sospechara de ella a propósito de la muerte del niño. Al contrario, se reía orgullosamente. Nada confesaba, pero decía:

—Suponiendo que le hubiera ahogado, ¿qué? Tú vives en un desierto, sin saber lo que pasa en el mundo.

Y en un diálogo sobre la misma cuestión ella pareció quererle convencer de que lo tomaba demasiado en serio; ella no daba a un infanticidio más importancia de la que merecía. Le contó el caso de dos muchachas, en Bergen, que habían dado muerte a sus hijos recién nacidos; la una salió con unos meses de prisión por haber sido tan tonta de no matarlo directamente, sino dejarlo expuesto a la intemperie, donde murió de frío; y la segunda fue absuelta.

—No, la ley ya no es en este punto tan inhumana como antes —decía Barbro—. Y, además, no siempre se descubre. En Bergen, una de las camareras de un hotel había cometido dos veces infanticidio; era de Cristianía, y llevaba un sombrero con plumas; por último, la tuvieron tres meses en una cárcel, pero de lo del primer hijo no se supo nunca nada —contaba Barbro.

Axel sentía cada vez más horror hacia ella. Se esforzaba en comprender, en discernir algo entre aquellas tinieblas; pero, en el fondo, era como decía la muchacha: él lo tomaba demasiado en serio. Con su vulgar corrupción, Barbro no era digna de que se ocuparan de ella formalmente. Para ella el infanticidio no suponía nada, en sí mismo no tenía nada de extraordinario; era únicamente el producto de toda la inmoralidad y toda la ligereza que podía esperarse de una criada. Eso se manifestó en los días que siguieron, sin una sola hora de reflexión. Ahora, como antes, se disipaba en charlas superfluas, como una criatura que era.

—He de marcharme por lo de las muelas —decía—. Y también porque me hace falta una manteleta.

Su «manteleta» era una especie de cuello corto que había estado de moda algunos años. Ahora Barbro no podía pasar sin su manteleta.

¿Qué remedio le quedaba a Axel sino tranquilizarse, si ella se lo tomaba todo como lo más natural del mundo? Axel vacilaba en su sospecha con respecto al infanticidio; y ella, lejos de confesar, negaba toda culpa, sin airarse, sin obstinación; pero ¡qué diablos!, negaba como una sirvienta niega que haya roto una fuente que efectivamente ha hecho añicos. Pasaron un par de semanas. Axel ya no podía más. Un día, plantado en medio de la habitación, se le ocurrió un pensamiento: ¡Dios mío! ¡Todos se habían dado cuenta del estado de la moza, habían visto que estaba encinta! ¿Y ahora se la veía de nuevo esbelta, como antes? ¿Dónde estaba el hijo…? ¿Y si todo el mundo viniera a investigar? Cualquier día podían pedir una aclaración. La primera providencia habría debido ser enterrar el cadáver en el cementerio; lejos de la maleza, lejos de Tierra de Luna.

—Esto únicamente me hubiera acarreado disgustos —declaraba Barbro—. Le hubieran desenterrado; y luego, el interrogatorio. ¡Por nada del mundo!

—Con tal que algún día no resulte peor —observaba él.

—¿Por qué dar vueltas sobre lo mismo? —le contestaba Barbro—. Déjale donde está. ¿Temes tal vez —le contestaba sonriendo— que vaya a correr detrás de ti? Lo que has de hacer es tener la lengua quieta y no preocuparte más de esto.

—Bueno, bueno.

—¿Por ventura fui yo la que ahogó al niño? No; se ahogó por haber caído al agua. ¡Parece mentira las cosas que se te ocurren! Pierde cuidado, que no van a descubrir el cuerpo.

—Bien se descubrió lo de Inger de Sellanraa, según he oído decir.

Barbro parecía reflexionar.

—Me tiene sin cuidado —dijo—. Desde entonces la ley ha cambiado; si leyeras el periódico lo habrías visto. Son muchas las que tienen hijos y los matan, y no por esto intenta nadie hacerles daño.

Y ella quiere explicárselo, entendida en el asunto, pues no en vano ha corrido mundo… y oído, y visto, y aprendido. Ahora, sentada frente a él, más lista que él, volvía a sus tres puntos fundamentales: Primero, no lo había hecho; segundo, el riesgo no era tanto, aun cuando lo hubiese hecho, y tercero, no se descubriría nunca.

—Temo que se pueda descubrir —objetó él.

—¡Ni mucho menos! —replicó ella.

Y, sea que le quisiera aturdir, o que le quisiera alentar, o bien por vanidad o fanfarronería, dejó en aquel momento estallar la bomba:

—Yo misma cometí un acto que no se ha descubierto.

—¿Tú? —preguntó él incrédulo—. ¿Qué es lo que hiciste?

—¿Lo que hice? Pues, yo maté.

Probablemente no entraba en sus cálculos llegar tan lejos, pero no podía retroceder, y él la estaba mirando sin pestañear. No fue esto en ella extremo de arrogancia, sino, más bien, el ánimo puntilloso del fanfarrón que quiere reservarse siempre la última palabra y superar a todos.

—¿No me crees? —le intimó—. ¿No te acuerdas del cadáver de un niño encontrado allá en el fiordo? Fui yo quien lo había echado al agua.

—¡Cómo! —exclamó él.

—Aquel cadáver de un recién nacido. ¿No te acuerdas ya? Vino en el diario.

Al cabo de unos momentos Axel prorrumpió en estas palabras:

—Eres una mujer horrible.

A ella la turbación del hombre le acrecentó la pugnacidad, como infiltrándole una fuerza ajena a lo natural que la incitaba a detallar:

—Lo tenía en mi baúl; lo hice así que nació. Y cuando llegamos a la orilla lo tiré al agua.

Axel, sombrío y callado, la escuchaba, y ella continuaba diciendo que aquello sucedió ya hacía tiempo, varios años; cuando volvió a Tierra de Luna. Por el caso podía ver Axel que no todo se descubre, ni mucho menos. ¿Iba a descubrirse todo lo que hacía la gente? ¡Y lo que hacían los matrimonios en la ciudad! Mataban a sus hijos aun antes de nacer; había médicos especializados en eso. Algunos matrimonios no querían tener más que un hijo; todo lo más dos. Y por eso el doctor mataba los hijos en las entrañas de la madre. Podía creerla: allá en el gran mundo no se tomaba el asunto tan en serio.

—¿Entonces —preguntó Axel—, has matado también el segundo hijo como mataste el primero?

—No —replicó ella con todas las apariencias de la sinceridad—. No fue necesario.

Y volvió a la idea… de que si lo hubiera hecho no corría tampoco un gran riesgo. Parecía acostumbrada a enfrentarse sin pestañear con esta idea. La primera vez le resultó probablemente algo cruel y pavoroso el acto de matar una criatura, ¿pero la segunda vez…? Había en ella, al pensar en el acto, una especie de sentimiento histérico: «Había sucedido y podía suceder de nuevo…».

Apesadumbrado, con la cabeza baja, abandonó Axel la habitación. No le preocupaba gran cosa que Barbro hubiese dado muerte al primer hijo ni tampoco dio importancia al hecho de que lo hubiera tenido; ni había sido ella la inocencia personificada ni por tal pretendía pasar a los ojos de Axel; bien al contrario: no le ocultó su experiencia, y hasta le instruyó en algún juego turbio. Pero Axel se creía con derecho a este segundo hijo, verlo vivo a su lado: aquel ser pequeño, delicado, un hombre en miniatura, que sólo pudo ver sin vida, envuelto en un jirón de tela. Si efectivamente era culpable de la muerte del niño, había obrado mal con él, había destrozado un vínculo que le era muy querido y que nada podría compensar. Pero también podría ser que la juzgara equivocadamente y que, en realidad, Barbro hubiera resbalado, y una vez en el agua no le hubiera sido posible levantarse. De todos modos, allí estaba aquel pedazo de camisa de que se había provisto al salir de casa…

Seguían pasando las horas como siempre: llegó el mediodía, le siguió la tarde, y oscureció después. Ya acostado, Axel, luego de permanecer largo rato con los ojos abiertos en la oscuridad, se durmió. Durmió hasta la mañana siguiente. Rompía el alba, y a aquel día siguieron otros.

Barbro seguía invariable; muy sabida en cosas del mundo, veía con indiferencia, como pequeñeces, los que eran considerados como graves riesgos y sembraban el terror allí, en el campo. A modo de consuelo, la moza era advertida para los dos, y descuidada por los dos. Y no tenía aspecto de persona peligrosa. ¿Barbro, un monstruo? Nada de eso. Antes bien era una muchacha bonita, de ojos azules, chatilla, y lista de manos para trabajar. Estaba harta de la casa y de la batería de cocina de madera que requería ser restregada a menudo; y tal vez el mismo Axel, y toda aquella condenada vida retirada que estaba haciendo, la aburrían. No por esto mataba a ninguno de los animales, ni se levantaba de noche blandiendo un cuchillo sobre Axel.

Sólo una vez volvieron a hablar del cadáver del niño que yacía en el bosque. Axel repetía que debería haber sido enterrado en el cementerio; mientras que ella defendía su propio proceder como el mejor. En esta ocasión dijo algo que demostraba que no dejaba de reflexionar, y que era astuta, y veía más allá de su nariz, y pensaba con el cerebro diminuto de un negro africano.

—Si algo se descubre —decía—, yo hablaré con el delegado. Serví en su casa, y la señora de Heyerdahl me ayudará. No todas pisan terreno tan firme como yo, y así y todo las absuelven. Además, mi padre está bien relacionado con los señorones, por su cargo de alguacil, y todo lo demás.

Axel movía la cabeza incrédulamente.

—¿No lo crees?

—¿Pero qué piensas tú que podrá hacer tu padre?

—¿Y tú qué sabes? —exclamaba ella, incomodada—. Bastante tienes con pensar en cómo le has reducido a la miseria, quitándole su hacienda y, además, el sueldo que le mantenía.

Barbro no dejaba de adivinar que la importancia de su padre había mermado en aquellos tiempos, y que esto podía, de rechazo, perjudicarla. ¿Qué iba a responder a esto Axel? Axel callaba. Era hombre pacífico y laborioso.