Sellanraa ya no es un sitio despoblado; siete personas viven allí entre mayores y pequeños. Pero acuden, además, visitas durante el corto período de la recolección del heno, ansiosas de ver la máquina segadora; el primero fue Brede, naturalmente; subieron también Axel Ström y los vecinos de más abajo, hasta los cercanos al pueblo. Del otro lado de la sierra vino la infatigable Oline.
Tampoco esta vez llegaba sin noticias.
Se trata del chasco con la herencia del viejo Sivert, que resultaba nula. ¡Ni un céntimo!
Oline contraía los labios y sus miradas iban de uno al otro. ¡Cómo! ¿No se oía un suspiro siquiera en la habitación? ¿No se venía abajo el techo? Eleseus fue el primero en sonreír.
—¿Cómo ha sido? ¿No llevas tú el mismo nombre de pila que el tío Sivert? —preguntó a su hermano con la voz velada.
—Sí —responde Sivert en tono parecido—, pero renuncié a favor tuyo.
—¿Cuánto era?
—Entre cinco y diez mil táleros.
—¡Táleros! —exclamó prontamente Eleseus, remedando a Sivert.
Oline opinaba que no era para bromear. También ella había sido burlada y, así y todo, había puesto toda su fuerza de voluntad para verter unas lágrimas junto al ataúd del tío Sivert. Eleseus sabía mejor que nadie lo que él mismo había escrito: «Lego tanto y tanto a Oline, como báculo y sostén de su vejez». ¿Qué había sido de aquel báculo? Pues nada: lo habían hecho trizas.
¡Pobre Oline! Por poco que hubiera recibido, siempre sería el único rayito de sol en su vida. Con poco se conformaba. Ejercitada en la maldad, eso sí; acostumbraba a ir pasando sus días con chanchullos y embustes, experta en el cínico arte del chismorreo, que hacía temible su lengua de hacha. Nada hubiera podido hacerla peor de lo que ya era, y menos, una herencia. Había trabajado toda su vida, echado hijos al mundo a los que transmitió su repertorio de trucos, había mendigado por ellos, y tal vez hurtado, también, para mantenerlos. Sus dotes se parecían a las de todos los que ejercitan una política para trabajar en provecho propio y de los suyos; vivía al azar del momento, y se ganaba la vida llevándose de aquí un queso, de más allá un puñado de lana, y así hasta morir, inquieta y taimada, siempre con una respuesta falaz en los labios. ¡Oline…! Tal vez el viejo Sivert recordó el tiempo en que la conociera joven, bonita y sonrosada. Ahora, espectro del pasado, era vieja y fea, y hubiera preferido morir. ¿Dónde yacería su cuerpo? Como no tiene tumba propia, probablemente sus huesos irán a parar a la fosa común en cualquier cementerio, mezclados con los despojos de gente extraña. Una herencia a última hora hubiera sido un rayo de luz; sus manos de esclava del trabajo se hubieran juntado por un momento ante el tardío favor de la justicia, al cabo de haber mendigado sin tregua, y tal vez hurtado para sostener a sus hijos. Saliendo súbitamente de las tinieblas, sus ojos hubiesen bizqueado y las manos hubieran buscado, palpado. «¿Cuánto es…? ¿Nada más?», hubiera dicho. Y con razón. Numerosa era su prole, y conocía el valor de la vida, lo cual merece una buena recompensa.
Todo fracasaba. De las cuentas de tío Sivert, en las que Eleseus había puesto un poco de orden, se deducía que el valor de la pequeña finca, con lo edificado, el tingladillo de las lanchas, la vaca, la red, sólo alcanzaba a cubrir el déficit de la caja. Y si no había salido peor, a Oline podía agradecerse; empeñada en defender un resto para ella, había sacado a la luz partidas descuidadas, que ella, en funciones de entremetida, tenía bien conocidas, y otras que el revisor pasaba por alto intencionadamente para no perjudicar a los aldeanos que merecían su consideración. ¡Pícara Oline! Al viejo Sivert no le culpaba de nada; él había testado con toda sinceridad, y era mucho el dinero que dejaba. Eran los dos representantes de la Administración del distrito, encargados de arreglar el asunto, los que habían estafado a Oline.
—¡Pero algún día llegará a oídos de Aquel que lo sabe todo! —decía, amenazadora.
¡Cosa singular! Oline no vio nada de ridículo en el hecho de que la nombraran en el testamento; era, después de todo, una distinción; nadie más que los suyos constaban en él.
La gente de Sellanraa soportó con paciencia la contrariedad, que no les cogió del todo desprevenidos. Inger, no obstante, se resistía a comprender:
—¡El tío Sivert, que siempre fue tan rico! —exclamaba.
Y Oline opinaba:
—Él hubiera comparecido como hombre recto y acaudalado ante el trono del Cordero Divino; ¡pero le han expoliado!
Isak iba a salir, y Oline dijo:
—Es una lástima, Isak, que te vayas sin que yo vea la máquina segadora. Tienes una de esas máquinas, ¿verdad?
—Sí.
—Se habla mucho de tu adquisición. Y dicen que siega más de prisa que un centenar de guadañas. ¡Qué no podrás adquirir tú, Isak, con tu dinero y tu hacienda! Nuestro pastor tiene un arado nuevo con dos rejas. Pero ¿qué es a tu lado el pastor? Se lo diría en la cara.
—Sivert puede enseñarte el funcionamiento; maneja la máquina mejor que yo —dijo Isak, y se marchó.
Isak se pone en camino, porque a las doce hay subasta pública en Amplia Vista, y puede llegar todavía a tiempo si sale en seguida. No es que persista en la idea de comprar la finca, pero es aquella la primera subasta pública en el lugar y él quiere estar presente.
Al pasar por Tierra de Luna, ve a Barbro, y la saluda muy de paso, pero esta no deja de preguntarle si va a la subasta de Amplia Vista. Él le responde afirmativamente y se dispone a seguir su camino. Se trata de la venta del que fue hogar infantil de la muchacha, y por esto es tan lacónica la respuesta de Isak.
—¿Vas a la subasta? —le pregunta ella.
—Según como se entienda. ¿Dónde para Axel?
—¿Axel? No sé dónde está. Probablemente también habrá acudido para pescar algo a buen precio.
¡Cómo había engordado, y qué mordaz estaba, qué airada!
La subasta ha empezado ya. Isak oye la voz del delegado, y ve mucha gente. Acercándose más, nota la presencia de muchos desconocidos. Brede va de aquí para allá, vestido con su mejor traje, y se manifiesta afable, vivaracho.
—Buenos días, Isak. ¿También tú me dispensas el honor de acudir a la venta? Gracias. Hemos sido vecinos y buenos amigos hace muchos años; entre los dos no se ha cruzado nunca una palabra desentonada.
Y Brede se conmueve:
—¡Pasa una cosa rara cuando uno se imagina que ha de abandonar un sitio dónde se ha vivido y trabajado y al que hemos llegado a cobrar afecto! Pero cuando el destino así lo quiere, ¿qué le vamos a hacer?
—Tal vez le vaya ahora mejor —le consuela Isak.
—Sí; yo creo lo mismo —responde Brede, reponiéndose—. No siento pena. No he sacado gran cosa de vivir en el campo; se me abren nuevos horizontes; los chicos crecen y vuelan del nido. Mi mujer espera otro pequeño, pero así y todo…
Y de pronto, afirma sin rodeos:
—He presentado mi renuncia al cargo de inspector de la línea telegráfica.
—¡Cómo! ¿Has renunciado?
—Sí; para Año Nuevo. ¿Qué me interesa ya? Puedo volver a ganar algo al lado del delegado y del pastor. Que se ocupe del telégrafo quien tenga tiempo sobrante; recorrer la línea, ir del valle a la cumbre por una paga ínfima, o gratuitamente, no es asunto para Brede. Además, me he indispuesto con el director.
El delegado pregona las ofertas, que han rebasado escasamente los centenares de coronas en que está tasada la finca; los que mejoran la oferta ofrecen cinco o diez coronas más.
—Aseguraría que ahora Axel va a hacer también su oferta —dice Brede de pronto, y lleno de curiosidad se dirige hacia él.
—¿Piensas comprar mi finca? ¿No te basta la que tienes?
—Ofrezco en nombre de otro —replica Axel evasivamente.
—Bien, lo mismo da; no lo decía por nada.
El delegado levanta el martillo y se oye una nueva oferta; cien coronas más, de una vez. Nadie mejora la proposición, que el delegado repite un par de veces, y descarga luego el martillazo.
¿Quién era el comprador?
Axel Ström; pero por orden de otro.
El delegado registra en el protocolo: Axel Ström, por orden.
—¿Para quién compras? —pregunta Brede—. Aunque tanto se me da…
Pero he aquí que algunos señores se apretujan alrededor de la mesa del delegado. Aquel que se ve sentado con su dependiente al lado, es un representante del Banco, un comerciante. Algo ocurre; las exigencias de los acreedores no quedan cubiertas. Llaman a Brede, que acude despreocupado, y se suma a la opinión general.
—¿Quién iba a creer que la venta del cortijo no reportaría más? —dice luego.
Y, de pronto, se dirige en voz alta a todos los presentes:
—Concluida esta venta pública, y tal como he expuesto al delegado, voy a vender todo lo que aquí me pertenece: el carruaje, los animales, una horca para el estiércol, la piedra amoladora; ya no la necesito. ¡Va todo!
Ofertas bajas. La esposa de Brede, tan ligera de pies y despreocupada como él, a pesar de su volumen, ha empezado entretanto a vender café detrás de una mesa; la ocupación le resulta entretenida, sonríe, y al acercarse Brede para beber una taza de café, le exige el pago, para mayor diversión.
Y, efectivamente, Brede tira de su escurrida bolsa y paga.
—¿Habéis visto? ¡Mi mujer! —dice a la concurrencia—. ¡Ella lo entiende bien!
El carruaje en poco es estimado; ha permanecido demasiado tiempo a la intemperie. Axel mejora en cinco coronas la oferta y adquiere también el carruaje. Después de esto, no compra más. Pero todos se admiran de lo que lleva ya comprado.
Llega el turno a las bestias, reunidas en el establo para tenerlas cerca. ¿Qué significa el ganado no habiendo pastos? Brede no tiene vacas; empezó su vida agrícola con dos cabras y ahora tiene cuatro, y aparte de estas, seis ovejas. No tiene caballo.
Isak adquirió una cierta oveja con las orejas planas. Cuando los hijos de Brede la sacaban del establo, se apresuró a ponerle precio, y no fue poca la curiosidad que esto despertó. Isak de Sellanraa era conocido como hombre de calidad, y adinerado, y no necesitaba más ovejas que las que ya poseía. La esposa de Brede se detiene un momento en la venta del café, para aprobar a Isak la compra y hacerle el elogio del animal.
—Cómprala, Isak. Es lo mejor que podrías hacer. Aunque ya vieja, la oveja esa tiene dos o tres corderos cada año.
—Ya lo sé —replica Isak, mirándola fijamente.
Camino de su casa, llevando atado el animal, Axel Ström le acompaña. Axel está callado, como si algo le remordiera. «¿Qué causas puede tener su abatimiento? —piensa Isak—. Su hacienda está en buen estado, ha acarreado ya casi todo el heno y va a levantar una casa para vivienda». Axel Ström sigue su camino a pasos contados, despacio, pero seguro de dónde pone el pie. Ha adquirido un caballo.
—¿Has comprado el cortijo de Brede? —le pregunta Isak—. ¿Es que piensas cultivarlo?
—No es esta mi intención; lo he comprado para otro.
—¡Ah!
—¿Te parece que lo he pagado caro?
—Nada de eso. Bastaría desecar las charcas.
—He comprado el cortijo para un hermano que tengo en Heligolandia.
—¡Ah!
—He pensado a veces cambiar con él.
—¿Y eso? ¿Por qué?
—Sí; Barbro preferiría vivir allá abajo, parece…
Luego callan durante un buen rato.
—Me ruegan mucho para que me encargue del telégrafo —dice Axel.
—¿El telégrafo? Sí; he oído decir que Brede lo deja.
—Sí, sí —asiente—, pero no es exactamente así; le van a despedir.
Isak intenta disculpar a Brede; el telégrafo absorbe mucho tiempo.
—De no enmendarse, le han anunciado el cese para Año Nuevo.
—¡Ah!
—¿No crees que yo podría remplazarle?
Después de un rato de reflexión, Isak responde:
—Sí, sí; es un ingreso.
—Me mejorarán el sueldo.
—¿En cuánto?
—El doble.
—¿El doble? Creo que debes pensarlo.
—La línea es extensa; no sé qué decir; actualmente el bosque ya no se presta a la tala con la abundancia de aquel tiempo en que tú colonizaste, y también he de adquirir otros aperos; nunca me sobra dinero contante, y mi ganado no es tan numeroso que pueda mermarlo vendiendo, sin perjuicio. Creo que podría probar por un año lo del telégrafo.
A ninguno de los dos se les ocurrió pensar que Brede se enmendaría y continuaría siendo inspector de la línea.
Al pasar cerca de Tierra de Luna encuentran a Oline que va camino de su aldea. Rechoncha y grasienta como una oruga, con sus setenta años sobrados, no parece decaer. Está tomando café, sentada al abrigo de la choza y, al darse cuenta de la presencia de los dos hombres, lo deja todo y sale.
—Buenos días, Axel. ¿Ya de vuelta de la subasta? ¿No te contraría que haya hecho una visita a Barbro? Tú, construyendo, y creciendo cada día en importancia. ¿Has comprado una oveja, Isak?
—Sí. ¿No la conoces de vista?
—¿De vista? No.
—¿No ves sus orejas planas? ¡Mira!
—¿Orejas planas? ¿Cómo qué…? ¡Y aunque las tenga! Pero, a lo que iba: ¿Quién ha comprado la hacienda de Brede? Ahora mismo hablaba yo a Barbro, preguntándome quién sería su vecino; esto me preguntaba yo. La pobre no hace más que llorar, como ya era de temer. Pero el Omnipotente le ha dado con Tierra de Luna un segundo hogar… ¿Orejas planas? Son muchas las ovejas con orejas planas que he visto en mi vida… La verdad, Isak, la máquina que tienes vale más de lo que mis ojos de anciana pueden apreciar, y prefiero no preguntarte cuánto ha costado, porque no sabría contar hasta tanto. Si tú la has visto, Axel, comprenderás lo que quiero decir; ha sido como si viera a Elías en su carro de fuego, que Dios me perdone la comparación pecadora…
Cuando el heno estuvo a cubierto, Eleseus empezó a disponerse para el viaje. Había anunciado su vuelta al ingeniero, pero recibió la singular respuesta de que los tiempos eran malos, y obligaban a reducirse de tal modo, que el mismo ingeniero se veía en el caso de ser él mismo, a la vez, jefe y escribiente.
¡Maldito asunto! Pero ¿qué necesidad tenía aquel ingeniero de distrito de un dependiente? Al sacar de su hogar al niño Eleseus, se había dejado vencer por la vanidad de aparecer hombre importante en la demarcación, y si alimento y vestido le procuró hasta que el muchacho tomó la primera comunión, recibió, en cambio, de él un poco de ayuda en el despacho. Ahora, aquel niño había crecido, y la cosa variaba de aspecto.
«Lo dicho no quita que si vuelves —le escribía el ingeniero— haga lo que pueda para colocarte en otra oficina, por más que lo veo difícil. ¡Hay tantos jóvenes que aspiran a lo mismo! Afectuosos saludos».
Sin dudar un momento, Eleseus anhelaba volver a la ciudad. ¿O iba a malograr sus dotes en el campo? ¡Eso nunca! Se abriría paso en el mundo. No dijo nada a los suyos del cambio de situación; a nada conduciría. Además, era algo apático. Se calló. La vida en Sellanraa volvía a influir en él: vida oscura y monótona, tranquila y soporífera, como para volverse un soñador. Nadie había ante quien lucirse, con quien tratar de igual a igual. La vida de ciudad había partido su ser en dos, le había hecho más distinguido que sus coterráneos, pero también más débil: y ahora se sentía como un sin patria en todas partes. Volvía a serle grato el olor de tanaceto… Bien. ¿Pero qué sentido tenía el hecho de que a un muchacho campesino, al oír por la noche que su madre ordeñaba las vacas, se le fuera el pensamiento a estas consideraciones? Ahora están ordeñando: escucha bien; ¡qué cosa tan singular! Es una especie de canción compuesta de rayos sueltos, muy distinta de la música de las trompetas en la ciudad, o la del Ejército de Salvación o la sirena de un vapor… El chorro de leche que cae en la vasija…
En Sellanraa no era costumbre manifestarse mutuamente las emociones, y Eleseus temía el momento de la despedida. Le mimaban; recibiría, a no tardar, otra pieza de tela para su ropa interior, y el padre tenía separada una cantidad de dinero que Eleseus recibiría al trasponer el umbral. Dinero… ¿Podía Isak prescindir de su dinero? Mas no habiendo otro remedio, ¡y como Inger le decía que era esta la última vez…! Eleseus saldría adelante y se bastaría a sí mismo.
—Bien —dijo Isak.
Todo adquiría cierta sensibilidad en la casa ahora silenciosa. Poco después de terminada la colación de despedida —un huevo cocido para cada uno—, Sivert está fuera, dispuesto a encargarse del equipaje de su hermano. Eleseus podía empezar a despedirse.
Dijo primero adiós a Leopoldine, que le correspondió con bastante gentileza. Jensine, la sirvienta, levantó los ojos de la lana que estaba cardando, para decirle adiós. Pero ambas le miraban demasiado fijamente, tal vez porque les parecía que tenía los ojos algo enrojecidos. Tendió la mano a la madre, que rompió a llorar, naturalmente, olvidada esta vez por completo de que Eleseus no podía soportar las lágrimas.
—¡Qué te vaya bien! —sollozaba.
El adiós del padre fue lo peor, y esto por varios motivos: ¡Estaba tan gastado por el continuo trabajo, y era tan incondicionalmente leal! Había llevado en brazos a los dos muchachos, les había contado de las gaviotas y de otras aves, y de muchos animales, y de todos los prodigios del campo. Y de esto hacía solamente unos pocos años…
El padre está en pie mirando por la ventana: de pronto, da media vuelta, coge la mano del hijo y dice en voz alta y como enfadada:
—¡Vaya, vaya…! ¡Adiós…! Veo que el caballo nuevo se ha soltado.
Y sale y echa a correr. ¿Pero no había ido poco antes él mismo, disimuladamente, a soltar el caballo? Y esto lo sabía bien el pícaro de Sivert, que, fuera de la casa, miraba a su padre, sonriendo. Además, el caballo se hallaba fuera para pacer el heno sobrante después de la siega.
Eleseus está a punto. Pero todavía le sale al paso la madre en el mismo umbral; entre sollozos, le pone algo en la mano:
—¡Que Dios te acompañe! Toma. Y no le des las gracias; ya sabes que le molesta. No te olvides de escribirnos.
Eran doscientas coronas. Eleseus miró hacia el prado. Su padre se esforzaba enormemente en empotrar una estaca, lo cual no lograba, al parecer, pese a lo blando de la pradera.
Los dos hermanos iban a buen andar. Al pasar por Tierra de Luna, Barbro estaba en el umbral, y les invitó a entrar.
—¿Vuelves a dejarnos, Eleseus? Entra al menos un rato, y tomarás una taza de café.
Entran en la cabaña. A Eleseus se le ha desvanecido ya la locura amorosa y no piensa en echarse por la ventana, ni en envenenarse. No; esta vez pone sobre las rodillas el abrigo de color claro, de manera que se vea el plateado escudete; se pasa el pañuelo por la cabeza y hace luego la fina observación:
—Hace un tiempo de primera clase hoy.
Barbro no ha perdido los estribos, y juega con el anillo de plata que lleva en una mano y con el de oro que lleva en la otra —a la sazón, había recibido ya este, el más deseado—. Un delantal le cubre de la garganta a los pies, lo cual disimula la redondez del vientre. Una vez ha servido el café, y mientras los huéspedes lo saborean, cose un rato un lienzo blanco, pasa luego a trabajar en una labor de ganchillo, y la deja por otro menester casero, sin turbarse ante la visita. El tono de la conversación es natural y Eleseus puede poner en juego, sin impedimentos, su arrogancia y simpatía.
—¿Dónde está Axel? —pregunta Sivert.
—Pues, por ahí andará —responde Barbro, mientras se pone en pie.
—¿Ya no volverás nunca más a tus campos? —pregunta a Eleseus.
—No es probable —responde él.
—No es este un sitio para quien se ha acostumbrado a la ciudad. ¡Qué felicidad, poder viajar contigo!
—¿Lo dices en serio?
—¿Lo dudas? Yo misma lo he experimentado; hay un mundo entre la ciudad y el campo. Yo estuve en una ciudad más grande que en la que vivías tú. Nada tiene de extraño que no me agrade estar aquí.
—Claro; no he de contradecirte; tú has vivido en Bergen —se apresuró a decir él.
La soberbia de la Barbro era terrible:
—Si no tuviera al menos los periódicos de allí, hubiera huido ya; Axel, y todo lo demás, no me preocuparía. ¿Y tú no tienes a nadie que te espere allá, en la ciudad?
Eleseus no pudo menos de darse importancia y, entornando un poco los ojos, murmuró algo con lo que parecía querer dar a entender que, efectivamente, alguien le esperaba. ¡Cómo hubiera aprovechado esta ocasión a no estar Sivert presente! Así hubo de limitarse a decir:
—¡Bah! ¡Tonterías!
Malhumorada, y herida por la actitud de Eleseus, repitió ella:
—¡Tonterías! Es todo lo que puedes esperar de la gente de Tierra de Luna. No somos tan arrogantes nosotros.
Pero a Eleseus le importaba un bledo aquella mujer; le habían salido manchas en la cara, y su estado se revelaba ahora hasta a sus ojos infantiles.
—¿Quieres tocar un poco la guitarra? —le preguntó.
—No —respondió Barbro secamente—. Voy a lo que quería pedirte, Sivert. ¿No podrías venir un par de días para ayudar a Axel en la construcción de la casa nueva? ¿Y si te quedaras aquí, mañana mismo, a la vuelta del pueblo?
—Sí, pero no tengo aquí el traje de faena —dijo Sivert, después de corta reflexión.
—Esta tarde iré yo en un salto por tu ropa, a fin de que la encuentres aquí cuando vuelvas.
—Bien —dijo Sivert—; lo pensaré.
Barbro se desvivía:
—¿Verdad que lo haces de buena gana? Para el verano es preciso tener la casa cubierta y equipada, en previsión del otoño. Axel ha intentado pedírtelo varias veces, pero no encontraba la ocasión. Sí; has de prestarnos este servicio.
—Cuando me es posible ayudar —respondió Sivert—, lo hago gustoso.
El asunto quedaba, pues, arreglado.
Pero Eleseus tiene ahora perfecto derecho a sentirse ofendido. Comprende que Barbro obra sensatamente al pedir ayuda para la construcción, tanto para su propio bien como para el de Axel; mas lo hace de un modo en exceso manifiesto. No es ella todavía la dueña y señora en la hacienda, y no ha pasado un siglo desde que él mismo besó a esta mujer. ¿No tiene pizca de dignidad en el cuerpo? Y de pronto le dice:
—Sí; voy a volver para ser padrino en tu casa.
Barbro le echa una mirada, y dice con desagrado:
—¿Padrino? ¿Y eres tú quién habla de «tonterías»? Por lo demás, si algún día me veo en un apuro para elegir padrino, ya te llamaré.
¿Qué recurso le quedaba a Eleseus, sino el de sonreír avergonzado y desear hallarse a mil leguas de allí?
—Muchas gracias por el café —dijo Sivert.
—Sí; gracias también —dijo Eleseus, pero sin levantarse ni hacer ademán de despedida.
La Barbro rebosaba hiel y veneno.
—Permíteme —dijo Barbro—. Los señores en cuya casa estuve, también tenían en el forro del abrigo un escudete de plata así, pero más grande… Entonces, Sivert, ¿volverás, y te quedarás aquí esta noche? Iré a por tu ropa.
Así fue la despedida.
Siguieron los dos hermanos su camino. Eleseus tenía los billetes grandes en el bolsillo interior de la americana, y la Barbro podía marcharse a paseo. Los dos hermanos se guardaron muy bien de tocar ningún tema de conversación emocionante: la singular despedida del padre o las lágrimas de la madre… Para evitar que los de Amplia Vista les detuvieran, dieron un rodeo, mientras comentaban graciosamente esta jugada. Cuando llegaron al sitio donde debían separarse, a la vista del pueblo, se sintieron algo sobrecogidos. Sivert dijo:
—Probablemente, ahora, sin ti, se me hará un poco monótona la vida.
Eleseus empezó a silbar y a inspeccionar sus zapatos. Luego se puso a buscar en los bolsillos —unos papeles decía el muy astuto—. Si Sivert no hubiera salvado la situación, la despedida habría resultado por demás embarazosa.
—¡El último! —dijo, dando a su hermano un golpe en la espalda y echando a correr.
Así se resolvió la cosa. Ambos cruzaron, desde lejos, unas frases de despedida, y luego cada cual siguió su camino.
¿Azar? ¿Suerte? Eleseus volvía a la ciudad para ocupar una plaza que ya no tenía, pero, por coincidencia, Axel Ström tendría ahora quien le ayudara. El día 21 de agosto empezaron él y Sivert a levantar la casa, con bien rejuntados y gruesos maderos, y diez días más tarde ponían el tejado. No era una vivienda con todo requisito, no; pero sí una construcción de madera y no una choza. La antigua cabaña, hasta entonces morada humana, serviría ahora para el ganado, que tendría en ella un magnífico establo de invierno.