XIX

Isak volvió del pueblo con un caballo, el del alguacil, que, como le había dicho Geissler, estaba disponible. Había pagado por él doscientas cuarenta coronas, o sea, sesenta táleros. Los caballos se pagaban entonces a precios exorbitantes; cuando Isak era niño se obtenían los mejores caballos por cincuenta táleros.

¿Cómo no tenía Isak cría de caballos de su propiedad? No es que no hubiera pensado en comprar un potranco, para criarlo en uno o dos años; pero esto quedaba para quien tuviera tiempo sobrante entre labor y labor, uno que no hubiera de ocuparse en desecar pantanos y roturar tierras hasta poder tener un caballo que le acarreara la cosecha. El alguacil decía:

—No me resulta mantener un caballo, puesto que el heno que cosecho pueden recogerlo las mujeres, mientras yo ando por ahí ganándome el pan…

Isak, ya de antiguo, acariciaba la idea de tener un caballo propio; no era Geissler quien se lo había sugerido. Por ello llevaba hechos algunos preparativos, como poner una estaca más en el prado para el verano, y eran ya varios los carros y carretas que tenía, a los que vendrían a sumarse otros que construiría en otoño. No había descuidado, naturalmente, lo más importante, que era el forraje; a no ser por su intención de comprar el caballo, no hubiera llevado tanta prisa Isak en desecar y cultivar la última faja de aguazal, pues, de lo contrario, habría tenido que reducir el número de vacas. Ahora, en lo que fue inculto, germinaba el forraje fresco destinado a las vacas que iban a parir.

Todo estaba calculado. Inger volvía a tener motivos para admirarlo como antes.

Isak llegaba con las últimas noticias de la aldea: Amplia Vista se ponía en venta pública; lo habían pregonado en la plaza de la iglesia. Todo iba comprendido en la venta, praderas, campos de patatas, quizá también las reses, un par de animales de labor, gallinas, etc.

—¡Va a venderlo todo, el infeliz! —exclamaba Inger—. Pero ¿a dónde piensa ir? ¿Dónde se guarecerá? ¿En el pueblo?

Esto último era la intención de Brede. Había probado antes a instalarse en casa de Axel, donde tenía colocación su hija. Pero no le resultó. Por nada del mundo hubiera querido Brede estorbar las relaciones entre su hija y Axel, y se guardó bien de insistir; pero esto resultaba un desarreglo en las cuentas que él había hecho. Axel pensaba tener la casa bajo tejado en otoño, y al entrar a ocuparlo con Barbro, ¿no quedaría libre la cabaña, que Brede y su familia podrían entonces ocupar? ¡No! Brede no pensaba como un colono; no comprendía que Axel se veía obligado a destinar la cabaña al ganado que crecía en número; también aquí lo que fue vivienda humana pasaría a ser establo. Brede no concebía esta manera de pensar, ni aun después de que se lo hubieron explicado.

—Los hombres son antes que las bestias —decía.

Muy otra era la apreciación del colono: las bestias, primero; los hombres pueden improvisar, dondequiera, su cuartel de invierno.

Barbro se entremetió en la conversación:

—¿Pones los animales antes que los hombres? ¡Es conveniente saberlo!

Lo cierto es que Axel se acarreaba la enemistad de una familia al negarles el techo. No parecía dispuesto a ceder. No era él el tipo de hombre bonachón; más avaricioso cada día, le constaba muy bien que un cuartel de invierno como aquel significaba más estómagos que satisfacer.

Brede tuvo que calmar a su hija y darle a entender que sería mejor que él volviera a la aldea, ya que el colonizar se le hacía insoportable, y únicamente por esto vendía su alquería.

En el fondo, no era Brede Olsen quien vendía; era el Banco y el tendero quienes convertían en dinero Amplia Vista; pero se hacía bajo el nombre de Brede, para guardar las apariencias. De este modo le parecía escapar a la ignominia. No estaba tampoco tan deprimido que al encontrar a Isak no se consolara con la idea de que seguiría en sus funciones de inspector de la línea telegráfica; era un ingreso seguro y, con el tiempo, ya lograría él reincorporarse a su antiguo cargo de ayudante y acompañante del delegado.

Como es natural, no dejaba de enternecerle el cambio. ¡Marcharse del sitio en que había puesto tanto cariño, dónde vivió y trabajó tantos años! Pero no se dejaba desanimar por mucho tiempo el buen Brede; esta era su cualidad simpática. Antaño tuvo la inspiración de roturar la tierra virgen, y la prueba no le resultó; pero con la misma alegría y con mayor éxito había obrado en otras cosas. ¿Quién podía asegurar que con el tiempo no hiciera muy buen negocio con sus minerales? Además, le quedaba su hija Barbro colocada en Tierra de Luna, y era probable que no saliese nunca más de allí, del lado de Axel, como todo el mundo sabía.

Mientras su salud y sus ganas de trabajar para los suyos no le abandonaran, nada había perdido, según Brede Olsen. Ya tenía hijos crecidos, capaces de ir por esos mundos y bastarse a sí mismos. Helges trabajaba ya en las pesquerías de arenque y Katrine iba a entrar de sirvienta en casa del doctor. Quedarían dos niños en casa; esperaban otro, pero…

Isak volvía de la aldea con otra noticia: La señora del delegado había tenido un hijo. De pronto, Inger preguntó con vivacidad.

—¿Es niño o niña?

—No me lo han dicho —respondió Isak.

La señora del delegado, pues, había tenido un hijo; ¡ella que, en la Asociación de Señoras, siempre había hablado tanto contra el aumento de la natalidad en las familias pobres! «Ha de darse a la mujer el derecho al voto y dejarla determinar libremente sus destinos», había dicho. Y ahora…

—Sí —decía la esposa del pastor—; bien ha empleado su influencia, pero no ha podido sustraerse a su propio destino.

Esta agudeza sobre la señora Heyerdahl recorrió la ciudad, y muchos la comprendieron; tal vez Inger la entendió también. Isak era el que no entendía nada.

El trabajo es lo que él entendía, sus labores de colono. Era a la sazón hombre rico, con una extensa hacienda; pero del mucho dinero que el destino había puesto en sus manos, hacía un mal uso: lo atesoraba. Si viviese en el pueblo tal vez se hubiera contagiado del gran mundo: ¡había en él tantos estímulos, tanto señorío! Quizás allí hubiera llegado a comprar cosas superfluas y se hubiera puesto una camisa encarnada para los días laborables. En sus tierras, en cambio, quedaba protegido contra cualquier prodigalidad; vivía respirando aires puros, se lavaba cada domingo por la mañana. Los mil táleros (sí, señor, un don del Cielo), los guardaba hasta el último céntimo. ¿En qué iba a emplearlos? El dinero para los gastos ordinarios lo sacaba fácilmente de la venta de lo que le daban su ganado y sus campos.

Eleseus estaba más enterado. Había aconsejado a su padre que colocara el dinero en un Banco. Posiblemente esto hubiera sido lo más cuerdo, pero Isak lo aplazaba siempre, y tal vez no se decidiría jamás. No es que pasara por alto sistemáticamente lo que el hijo le aconsejaba. Últimamente había descubierto que Eleseus no era, en verdad, tan inútil. En la última recolección del heno se ensayó en la siega y, sin mostrarse un maestro y manteniéndose prudentemente cerca de Sivert, para que le afilara la guadaña, gracias a lo largo de sus brazos recogía el heno como todo un hombre. Ahora estaban allá arriba en el prado, él, Sivert, Leopoldine y Jensine, ocupados todos en la labor; Eleseus no hacía remilgos, andaba con el rastrillo hasta que se le levantaban ampollas en las manos y se veía obligado a llevarlas vendadas. Hacía unas semanas que tenía poco apetito, pero no rehuía por esto el trabajo. Algo nuevo le pasaba al mozo; parecía que una desdicha en ciertos amoríos contrariados, un gran dolor o un desengaño, le habían beneficiado. Eleseus acaba de fumar el último resto del tabaco que trajera de la ciudad; antes, esto hubiera llevado al escribiente a dar portazos o a estallar en expresiones ásperas sobre aquello o lo de más allá. Ahora no; bajo el poder de su pena, Eleseus se convertía en un muchacho más sentado, más firme en su actitud: era todo un hombre.

¿A qué recurrió, pues, el bromista de Sivert para lograr alterarle?

Aquel día, con ocasión de arrodillarse ambos hermanos sobre unas piedras para beber de la corriente del río, Sivert tuvo la imprudencia de brindar a Eleseus un musgo excelente como tabaco, que podía poner a secar.

—¿O prefieres fumarlo tal como sale?

—Ya te daré yo tabaco —replicó Eleseus.

Y, extendiendo el brazo, sumergió a su hermano de cabeza en el agua hasta los hombros. ¡Bien merecido le estaba! Sivert anduvo un buen rato con la cabeza chorreando agua.

«Me parece que Eleseus va demostrando aptitudes», pensaba Isak al verle trabajar. Carraspeó y preguntó a Inger si veía a Eleseus en disposición de quedarse para siempre con ellos. Inger respondió con igual discreción:

—No podría asegurarlo. Muy dispuesto no está.

—¿Es que has hablado ya con él?

—¡Ah, no! Es decir, algo sí he dicho. Es que lo adivino.

—Sería curioso ver lo que haría si tuviera una alquería propia.

—¿Qué quieres decir con eso?

—A ver si la cultivaría como se debe.

—No.

—¿Entonces, has hablado con él de esto?

—¿Yo? ¿No ves cómo ha cambiado? Le desconozco.

—No hables mal de él —dijo Isak, imparcialmente—. Lo que veo es que hace muy bien su jornada.

—Bien; claro, claro —respondió Inger tímidamente.

—¡No sé qué tienes tú contra el muchacho! —exclamó Isak, encole-rizado—. Cada día trabaja mejor. ¿Qué puedes esperar más?

Inger murmuró:

—No es el mismo de antes. Tendrías que hablar con él sobre lo de los chalecos.

—¿Sobre los chalecos? ¿Y eso, qué es?

—Dice que en verano, allá en la ciudad, llevaba chaleco blanco.

Isak reflexionó un rato sin comprender y, por fin, preguntó por qué no le daban un chaleco blanco a Eleseus. Estaba confuso Isak. Sin duda lo de los chalecos era puro chismorreo de mujeres; y para salir pronto del paso, convino en que el muchacho tenía razón en lo del chaleco, y pasó en seguida a su idea:

—¿Qué te parece, si para hacerle progresar le proporcionara la colonia de Brede?

—¿A quién? —preguntó Inger.

—A Eleseus.

—¿Amplia Vista? No lo hagas.

Y es que Inger había conversado del plan con el mismo Eleseus, plan que conocía por medio de Sivert, que no sabía callar. Al fin y al cabo, ¿por qué había de guardar en secreto Sivert el plan, del cual, seguramente, le había hablado el padre para que corriera la voz? No era la primera vez que ponía de intermediario a Sivert en esta forma.

¿Y cuál había sido la respuesta de Eleseus? La misma que en sus cartas desde la ciudad: «No me conformo a desperdiciar lo que he aprendido, para volver a ser un nadie». Tal fue su respuesta. La madre había aducido sus mejores razonamientos, pero Eleseus, firme en su negativa, confesó que eran otros sus planes de vida. El corazón de los jóvenes tiene sus motivos inescrutables; tal vez después de lo que había sucedido, juzgaba también imposible pasar a ser vecino de Barbro. Nadie podía saberlo. Aunque muy por encima, informó a su madre de que probablemente mejoraría su situación en la ciudad; escribiente del juez provincial o empleado del Consejo provincial; aspiraba a ascender, y tal vez dentro de algunos años llegaría a delegado, o entraría en Aduanas, y sería vigía de un faro. Para quien se ha ilustrado, las posibilidades son muchas.

Sea por lo que fuere, la madre experimentaba la sugestión, y ella misma tenía poca firmeza; el mundo le tendía sus lazos. Aquel invierno había leído, incluso, un excelente devocionario que le habían regalado a su salida del correccional de Drontheim. Pero ¿ahora…? Preguntó a Eleseus si tenía también opción al cargo de delegado.

—¡Ya lo creo que sí! —respondió el joven—. ¿Qué había sido antes el delegado Heyerdahl, sino escribiente de una oficina del Estado?

¡Grandes perspectivas! La madre hasta pensó aconsejar a Eleseus que no cambiara sus planes, para ser un cualquiera. Un hombre como él, ¿qué tenía de común con la vida del campo?

Pero ¿por qué se esmeraba tanto Eleseus en las diversas labores de las tierras de su padre? ¡Sabíalo Dios! Alguna finalidad perseguía. Algo de puntillo de labriego también. No quería quedar atrás. Por lo demás, ¿qué daño había en contemporizar con su padre para el día en que abandonara de nuevo las tierras? Digamos que tenía en la ciudad algunas deudas menores, y si lograba enjugarlas, su crédito aumentaría; aquí ya no se trataba de un billete de cien coronas, sino de algo inestimable.

Eleseus no era un necio; lejos de esto, era listo a su modo. Había visto llegar a su padre y sabía que en aquel momento estaba sentado junto a la ventana, mirando. Si Eleseus se afanaba ahora, tal vez redundaría en su provecho, sin perjudicar con ello a nadie.

Eleseus tenía algo de refinado, fuere lo que fuere, pero, a la vez, algo de estropeado; como roto; no era malo, pero sí un poco duro de mollera. Tal vez le había faltado una mano de hierro que le dominara en los años transcurridos. Ahora ¿qué podría hacer su madre por él? Apoyarle; nada más. Deslumbrada por las grandes perspectivas, saldría en su defensa frente al padre. Esto sí podía hacerlo.

La desazón de Isak iba en aumento ante la actitud negativa del hijo, y seguía opinando que sus planes a propósito de Amplia Vista no eran desatinados. Aquel mismo día, a la vuelta, no pudo resistir la tentación de parar el caballo para dar una ojeada de experto a la abandonada finca. Podía salir algo bueno de aquello, poniéndolo en manos laboriosas.

—¿Por qué no he de intentarlo? —preguntaba ahora a Inger—. Mi mismo cariño a Eleseus hace que me sienta inclinado a ayudarle.

—Si afecto le tienes, no pronuncies nunca más el nombre de Amplia Vista delante de él —repuso Inger.

—¡Ah! ¿Sí?

—Como te la digo; tiene ideas más elevadas que nosotros.

Isak, no muy seguro de sí mismo, no da con las palabras. Se reprocha el haber divulgado sus propósitos, mas no por eso quiere renunciar a ellos.

—Él hará lo que yo le mande —dice de repente, en voz alta, amenazadora, para que Inger se entere—. Mírame tanto como quieras; no diré nada más. La escuela está a medio camino entre la aldea y este sitio, y todo lo demás… ¿Qué elevadas ideas son esas, pregunto yo, que tiene el muchacho? Con un hijo como él me expongo casi a morirme de hambre. ¿Es, acaso, esto mejor? Me pregunto cómo puede ser que mi propia carne y mi propia sangre…

Después de esto, Isak enmudeció. Comprendió que cuanto más hablaba más se empeoraba la situación. Iba a quitarse el traje dominguero, que se había puesto para bajar al pueblo, pero cambió de idea y optó por no quitárselo.

—Has de probar a arreglarlo todo con Eleseus —dijo luego.

—Sería mejor que le hablaras tú mismo —opinó Inger—. A mí no me obedece.

Sí; es él, Isak, el cabeza de familia. ¡Qué pruebe siquiera a resollar Eleseus! Pero Isak —¿sería por temor de una derrota?— retrocede y declara:

—Sí, podría hacerlo, podría decírselo yo. Pero con tantas ocupaciones no puedo pensar ahora en este asunto.

—¿Sí? —preguntó Inger extrañada.

Y sale Isak, bordeando sus tierras hasta las últimas lindes. El caso es que ha vuelto a salir de casa. Tiene un aire misterioso y quiere estar solo. Y es que se trata de la tercera novedad que ha traído hoy del pueblo, y esta es más grande que las otras dos, muy grande; la ha escondido a la salida del bosque, envuelta en tela de embalaje y papel. Isak quita el envoltorio y aparece una máquina grande, roja y azul, imponente, con muchos dientes y cuchillos y aspas, todo coyunturas y volantes y tornillos: una máquina de segar. Claro está; Isak no habría traído precisamente hoy el caballo a no ser a causa de la máquina. Con un semblante de lo más perspicaz, Isak prueba de repetir de memoria las instrucciones para el uso, que le ha leído el tendero; asegura aquí un muelle, ajusta allá un perno, y no hay agujero o rendija que no bañe de aceite. Finalmente, da una ojeada de conjunto. ¡Nunca ha vivido Isak un momento semejante! Coger una pluma entre los dedos y poner la firma al pie de un documento ya es cosa difícil y arriesgada; lo mismo es con el arado moderno, de tantos cuchillos entreverados, y con la gran sierra en el taller, que no puede desplazarse ni el grueso de un cabello. Pero la máquina segadora… ¡un verdadero nido de urracas, con ramas de acero, y ganchos, y dispositivos, y centenares de tornillos…! La máquina de coser de Inger resultaba, en comparación, una bagatela.

Isak se puso a tirar él mismo de la máquina. Momento solemne. Por esto había querido estar a solas con ella; y ocupar el sitio del caballo. Porque si la máquina no estaba bien montada y, lejos de cumplir su oficio, saltaba con un estampido, ¿qué papel haría él? No sucedió así; la máquina segaba la hierba. ¡No faltaba más! Isak había pasado largo rato sumido en su examen, y el sol, en tanto, se había puesto ya. Isak se unce a la máquina y prueba; la máquina siega la hierba. ¡No faltaría más!

Cuando bajó el rocío de la noche que siguió al día caluroso, los dos hermanos estaban de pie en la pradera, con sus guadañas, dispuestos a segar para el día siguiente, surgió, de pronto, entre las casas, Isak.

—Colgad las guadañas por esta noche —les dijo—. Poned los arreos al caballo nuevo y venid al bosque.

Isak no entró siquiera para cenar, cuando los otros lo habían hecho ya, sino que, estando aún en medio del patio, dio media vuelta y se dirigió hacia el sitio de donde había venido.

—¿Ponemos el caballo en la carreta? —le gritó Sivert.

—No —respondió el padre sin detenerse.

Rebosaba, verdaderamente, de misterio, se sentía más que contento y, al andar, dejaba caer el peso de su cuerpo en las rodillas; tan enfáticos eran sus pasos. Si, por azar, caminaba ahora hacia su muerte y ocaso, se mostraba, de todos modos, como hombre valeroso; nada llevaba en las manos con que defenderse.

Llegaron los muchachos con el caballo y se quedaron hechos unos pasmarotes delante de la máquina. Era la primera máquina de segar que se viera en la colina —y en el pueblo— con sus colores rojo y azul; ¡magnífico aspecto! El padre, jefe de todos, les llamó con el tono de siempre, sin énfasis:

—Acercaos y uncid el caballo a esta máquina de segar.

Los muchachos obedecieron. El padre arreó el caballo. ¡Brr! —decía la máquina mientras segaba la hierba—. Los hijos iban detrás sin nada en las manos, sonrientes. Detúvose el padre, que guiaba el caballo, y miró hacia atrás. Bueno… El resultado hubiera podido ser mejor. Enroscó un par de tornillos para que los cuchillos vinieran más cerca del suelo, y volvió a probar. No; el segado era desigual. La vaina que contiene los cuchillos se bambolea un poco. Padre e hijo cruzan unas palabras. Eleseus ha encontrado el papel de las instrucciones para el uso, y lo está leyendo.

—Aquí pone que tú, padre, tienes que ir sentado en el asiento; entonces, la máquina marchará más firme.

—Bueno —replicó el padre.

—Sí; estoy seguro —dice el hijo—, lo tengo bien estudiado.

Isak se sienta en el pescante y vuelve a arrear al caballo. Ahora la marcha es más tranquila. Pero, de pronto, la máquina deja de segar; todos los cuchillos se han parado. ¿Qué será? Salta el padre de su asiento, pero ha perdido su arrogancia, y con rostro preocupado se inclina sobre la máquina. Los hijos están en la misma actitud. Hay algo que funciona mal. Eleseus tiene en la mano las instrucciones para el uso de la máquina.

—Aquí hay un pernete —dice Sivert, recogiéndolo del suelo.

—Mira, está bien que lo hayas encontrado —comenta el padre, como si esto bastara para poner en marcha el mecanismo—. Este es precisamente el pernete que yo estaba buscando.

Pero no daban con el agujero conveniente.

—¡Aquí! —dice Eleseus, señalando con el dedo.

Se crecía Eleseus; su facultad de interpretar aquellas instrucciones era esta vez indispensable; señalando con insistencia superflua el agujero, decía:

—Según se desprende del dibujo, el perno viene aquí.

—Aquí, claro está —corroboraba el padre—; aquí lo había colocado yo.

Y para realzar su autoridad, mandó a Sivert que buscara otros pernos entre la hierba.

—Tiene que haber otro —decía con aire de importancia, como si todo lo llevara en la cabeza—. ¿No encontrarás otro? Entonces será que sigue en su agujero.

El padre intentaba reemprender la marcha. Pero Eleseus tiene el dibujo, tiene la ley en la mano, y no podrán prescindir de él.

—Está mal —exclama—. Este resorte tiene que estar aquí.

—¿Estás seguro? —pregunta el padre.

—En absoluto. Ahora está abajo, donde lo has colocado tú. Es un muelle que debe estar fuera, o el pernete volverá a saltar y quedarían paradas todas las cuchillas. Así lo vemos en el dibujo.

—No llevo encima las gafas —dice el padre, más quedamente— y no distingo bien el dibujo. Tú, que tienes mejor vista, coloca el resorte. Pero hazlo bien. Si no fuera porque estamos tan lejos de casa iría por mis gafas.

Todo queda arreglado, y el padre ocupa su sitio.

Eleseus le grita:

—Has de ir algo más ligero para que las cuchillas funcionen mejor. Aquí lo pone.

Isak sigue y sigue; todo va bien. La máquina emite un ¡brr!, continuo, y deja tras de sí una ancha faja de hierba segada y a punto de ser extendida. Las mujeres, que han visto a Isak desde la casa, salen; son cuatro entre pequeñas y mayores. Inger ha cogido en brazos a Rebecca, por más que anda ya desde hace tiempo. ¡Qué poderoso resulta ahora Isak, y qué orgulloso está! Sobre la máquina, vestido con el traje de los domingos, con el sombrero puesto, aunque el sudor gotea de su frente. Atraviesa, trazando un gran rectángulo, una faja de pradera a punto de siega; da la vuelta, siega, siega, pasa ante las mujeres, y estas, como quien ve visiones, no llegan a comprender, y la máquina dice: ¡Brr!

Por fin, Isak detiene el caballo y baja de su asiento. Seguramente está deseando oír lo que dirán los demás vivientes, lo que hablarán ahora. Oye voces discretas. No quieren estorbarle en su elevado sitio, pero se preguntan cosas tímidamente, que llegan a sus oídos. Y entonces, como jefe paternal de todos, les anima:

—Sí; baste con esta faja por hoy. ¡Mañana podéis venir a extender el heno!

—¿Ni tiempo tienes para comer algo? —pregunta Inger, completamente vencida.

—No, ahora he de ocuparme de otra cosa —replica Isak.

Dando a entender a todos que se trata de un conocimiento realmente científico, vuelve a aceitar la máquina; la pone de nuevo en marcha, y va segando. Las mujeres, por fin, se retiran. ¡Oh, la dicha de Isak! ¡La dicha de los moradores de Sellanraa!

Isak espera que acudirán pronto los colonos vecinos. Subirá también Axel Ström, que tanto se interesa; vendrá, tal vez, mañana mismo. Pero Brede, el de Amplia Vista, es capaz de presentarse aquella misma noche. Isak no tendría inconveniente en explicarles el funcionamiento de la segadora, y de mostrar que la maneja perfectamente. No desaprovechará la oportunidad de encomiarles las excelencias de la siega mecánica, más lisa y regular que la de guadaña. ¡Pero, lo que cuesta una máquina de segar, azul y encarnada, de primera clase como la suya! ¡Una enormidad!

¡Dichoso Isak!

Al detenerse por tercera vez la máquina a fin de untarla de nuevo, se le caen las gafas del bolsillo. Y lo peor es que sus hijos lo han visto. ¿Será que un poder más alto ha entrado en juego, o es una advertencia para que domine un poco su orgullo? Al regresar del pueblo se había calado varias veces las gafas para estudiar el modo de usar la máquina, pero no había entendido las instrucciones y tuvo que intervenir, después, Eleseus. ¡Ay!, ¡sí, Dios eterno, los conocimientos son algo bueno! Y, para humillarse, Isak se propone no insistir en lo de transformar a Eleseus en un labriego, ni decir una palabra más a nadie de su propósito. Y no es que los hijos dieran gran importancia al percance aquel de las gafas. Al contrario. El burlón de Sivert no podía contenerse de ningún modo; y por eso, cogiendo a su hermano por la manga, le dijo:

—Ven. Ahora vamos a casa y quemaremos nuestras guadañas; el padre siega por nosotros.

Y esta broma resultó oportunísima.