Tío Sivert estaba muriéndose. Eleseus le había asistido durante unas semanas, hasta su última hora. Luego se encargó del entierro y salió muy airoso del paso. Requirió en varias casas unos tallos de fucsia, pidió prestada una bandera, la colocó a media asta y compró gasa negra con la que enlutó las cortinas echadas.
Se mandó aviso a Isak y su mujer, que vinieron al entierro. Eleseus hacía, realmente, de amo de casa, cuidaba esmeradamente de hacer los honores a los invitados. En el cementerio, una vez cantado un coral, Eleseus pronunció unas palabras oportunas, al oír las cuales, su madre, emocionada y orgullosa a la vez, tuvo que servirse del pañuelo. Todo salió a maravilla.
A la vuelta, al lado de su padre, Eleseus no pudo ocultarle el abrigo de entretiempo que llevaba, pero sí el bastón, que escondió dentro de una manga. Todo salió bien hasta que estuvieron en el bote para atravesar el lago; allí, el padre le dio un golpe involuntario en el brazo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Isak.
—Nada, nada —respondió Eleseus.
Pero el bastón roto, no fue desechado; una vez en casa, Eleseus empezó a buscar un anillo para disimular a parte rota.
—¿No podríamos calafatearlo? —preguntó Sivert, el gran bromista—. Mira; si por ambos lados ponemos una buena viruta y la rodeamos luego con filástica de zapatero…
—A ti sí que te voy a atar con filástica —replicó Eleseus.
—¡Ja, ja…! ¡Ah, vamos! ¿Es que prefieres atarlo con una liga encarnada…?
—¡Ja, ja…! —coreaba Eleseus. Pero luego fue a su madre, que le dio un dedal viejo, del cual limó la parte superior, obteniendo así un anillo excelente para el bastón. No era tampoco tan inhábil Eleseus con sus largos dedos.
Los dos hermanos no dejaban de darse bromas mutuamente.
—¿Soy yo quien percibirá la herencia de tío Sivert? —pregunta Eleseus.
—¡Percibir la herencia! —replicaba Sivert—. ¿Cuánto es?
—¡Ja, ja, ja! ¿Quieres saber primero cuánto es, avaricioso?
—Por mí puedes quedarte con todo —decía Sivert.
—Entre cinco y diez mil serán.
—¿Táleros? —interrogaba Sivert, sin poder reprimir la pregunta.
Eleseus no contaba por táleros, pero ahora le parecía bien contar así, y quería dejar a Sivert en esta creencia hasta el día siguiente.
Eleseus volvió al tema.
—Te remuerde el regalo de ayer, ¿eh? —preguntó.
—¡Majadero! Desde luego —replicó Sivert—. Cinco mil táleros no son una friolera; si el hermano no pecara de avaricioso o de truhán, lo repartiría.
—Te voy a decir una cosa con toda formalidad —le declaró, por fin, Eleseus—. No creo que engordaré con la herencia.
Sivert le miraba sorprendido:
—¿No?
—Bien —asentía Eleseus—, entonces, tacharemos la suma.
Eleseus era el hombre para esa tarea. Amable, infundió ánimos al enfermo, haciéndole creer que todo estaba conforme; congeniaron ambos, y hasta llegaron a darse bromas; pues si es cierto que Eleseus era, en ciertas cosas, algo necio, el viejo Sivert no lo era menos. Sin rodeos, habían redactado entrambos enfáticos documentos, no solamente beneficiosos para el pequeño Sivert, sino también para la aldea, para la comunidad a la cual el anciano había servido durante treinta años. ¡Qué días aquellos!
—A nadie podía tener a mi lado mejor que a ti, Eleseus —decía el tío Sivert.
En medio del verano mandó a alguien a comprar una oveja recién degollada, se hizo traer buena provisión de pescado fresco y ordenó a Eleseus que pagara del fondo de la caja de botellas. Vivían en perfecta concordia.
Llamaron a Oline; nadie la hubiera superado en aquella circunstancia para compartir el festín. Tampoco había otra Oline para propagar la fama de los últimos días del anciano Sivert. La satisfacción era mutua.
—Entiendo que tendríamos que legar algo a Oline —decía el tío—; viuda como es y viviendo a duras penas, bien lo merece. Así y todo, quedará bastante para el pequeño Sivert.
Bastaron unos plumazos del puño del experto Eleseus, añadidos al testamento, y Oline entró a formar parte de los herederos.
—Procuraré por ti —le decía el anciano—. Si de esta he de morir, no quiero que padezcas en la penuria.
—No; no me verás par excéllence más gordo de lo que ahora estoy.
Eleseus había aprendido a ser un buen contable; el cajón del tío, el famoso cajón de las botellas, lo había abierto él con sus propias manos, repasado papeles y dinero y hecho el balance de todo. Tío Sivert no había encargado a su sobrino trabajos agrícolas ni el remiendo de las redes; le había sumergido en un maremágnum terrible de cifras y de cuentas, llevadas de un modo rudimentario. Si alguien que tenía que satisfacer algún impuesto, lo había hecho diez años atrás, abonándolo con una cabra o una partida de pescado seco, en el libro no figuraba ni la cabra ni el pescado, sino que el tío Sivert, haciendo memoria, decía que aquello estaba bien pagado.
Ante esto, Oline proclamaba que le faltaban las palabras; pero exageraba; emocionada, sí, deshaciéndose en lágrimas y protestas de gratitud, nadie como ella hubiera dado con la expresión justa de la relación entre un don terrenal y «la gran recompensa en el más allá». No; palabras no le faltaban a Oline.
En cuanto a Eleseus, si al principio le parecieron favorables y satisfactorias las disposiciones del tío, más adelante tuvo que convencerse.
—La caja no está del todo en orden —insinuó.
—Conforme; pero mi legado es ese.
—Sí; ¿y el dinero en tal o cual Banco, quizá? —interrogó Eleseus, haciéndose eco de la voz pública.
—¡Tonterías! —contestó el anciano—. ¿Te parecen nada la red grande y la granja con sus edificaciones, y los animales: vacas blancas, vacas rojas…? Creo que estás diciendo sandeces, mi buen Eleseus.
Lo que la red grande pudiera valer, Eleseus lo ignoraba; pero había visto el ganado, consistente en una sola vaca blanca y roja. ¿Deliraba ya el tío Sivert? Tampoco sacaba en claro el caos de sus cuentas, especialmente desde el año en que la moneda tipo pasó del tálero a la corona. El tesoro del distrito contaba a menudo como táleros enteros las pequeñas coronas. No, era, pues, de extrañar que se creyera rico. Y Eleseus temía que, una vez en orden la contabilidad, quedaría bien poco, tal vez nada.
¡Sivert, el pequeño, bien podía prometerle sin reparos la herencia del tío! Los dos hermanos bromeaban sobre ello. Sivert no se mostraba desanimado, y seguramente le hubiera dolido más el haber disipado, en realidad, cinco mil táleros. Nada había ganado con llevar el nombre de pila del tío, que le habían puesto por puro cálculo. Pero instaba a Eleseus para que aceptara la herencia.
—Has de aceptarla —le decía—. Vamos a formalizarlo con un documento. Yo no he de envidiar tu riqueza. ¡No la desprecies, hombre…!
Y bromeaban. Era Sivert quien más contribuía a que la vida familiar fuera más soportable para Eleseus. Muchas cosas hubiéranle sido más difíciles de sobrellevar, a no ser por la proximidad de Sivert.
No le hicieron ningún bien a Eleseus las tres semanas de holganza en la otra vertiente. Habíase acicalado para que le vieran en la iglesia y hasta había salido de paseo con alguna que otra muchacha. No las había allí en Sellanraa, porque Jensine no contaba: era una sirvienta, una bestia de labor, más apropiada para Sivert.
—Me gustaría ver —dijo un día Eleseus— cómo ha cambiado la Barbro de Amplia Vista, desde que se ha hecho mujer.
Y Sivert le respondía:
—Pues baja a la granja de Axel Ström y la verás.
Salió Eleseus un domingo. No hay duda de que la salida a casa del tío le había infundido ánimos y optimismo. Había vuelto a gustar la miel, y en la choza de Axel se sintió revivir. Barbro no era de despreciar; era, por otra pare, la única en aquellos parajes. Rasgueaba la guitarra, tenía agudezas, y no olía a tanaceto, sino a productos más refinados, a loción para el cabello. Eleseus le daba a entender que sólo había ido a casa para las vacaciones y que le reclamaría pronto el despacho. Pasar una temporada en el viejo hogar era siempre grato, y ahora tenía allí su cuarto independiente. ¡Cómo la ciudad, nada, es claro!
—¡Por Dios! ¡Ni decirlo! El campo no es la ciudad —asintió Barbro.
En medio de los dos «ciudadanos», Axel se sentía como fuera de lugar, y llegó a tal punto su tedio que salió para los campos. Así quedaron los dos más libres; Eleseus estaba inmenso. Contaba cómo había acudido a una población vecina para asistir a un tío suyo, moribundo, y cómo había pronunciado un discurso al pie del ataúd.
A punto de marcharse, dijo a Barbro que le acompañara un rato.
—¿Cómo es eso? —repuso ella—. ¿Es costumbre ciudadana que las damas acompañen a los caballeros?
Eleseus se puso colorado y comprendió que la había ofendido.
No por esto dejó de volver a la hacienda vecina el domingo siguiente. Aquel día llevaba en la mano el bastón. La pareja reanudó el diálogo pasando por alto a Axel, como la otra vez.
—Tu padre tiene ahora una hacienda magnífica —dijo Axel—. Ha edificado mucho.
—Y dinero le queda para más. ¡Mi padre logra lo que se propone! —respondió Eleseus envalentonado—. No hace mucho que unos millonarios suecos le compraron una mina de cobre.
—¡Qué me dices! ¿Y se la pagaron bien?
—Una cantidad colosal. No es fanfarronería; algunos miles. Pero, a lo que iba. ¿Edificar has dicho? Veo que tienes ahí fuera madera de construcción. ¿Cuándo te decidirás?
—Nunca —interpuso Barbro.
¡Nunca! La objeción era atrevida o indiscreta, pues aquel mismo otoño Axel había sacado la piedra, y la había acarreado en el invierno; ahora, en el verano, había puesto los cimientos de la casa y bodega, y le faltaba solamente subir las paredes. Se proponía poner el tejado en el otoño próximo y preguntó a Eleseus si su hermano Sivert podría ayudarle durante unos cuantos días.
—Claro que sí —opinó Eleseus—. Y a falta de él, yo mismo —añadió sonriendo.
—¿Usted? —dijo Axel, respetuoso, mejorando de pronto el tratamiento—. Su talento es para otras cosas.
¡Qué sabor tenía el reconocimiento de sus méritos, aun en aquel escenario campestre!
—Mucho me temo que estas manos mías no sirvan para el caso —dijo Eleseus, dándoles aires de distinción.
—¡A ver! —dijo Barbro, cogiéndole una.
Axel volvió a sentirse relegado, y salió de la casa, dejando solos a Eleseus y Barbro. Tenían la misma edad, habían ido juntos a la escuela, habían convivido en juegos y travesuras, y se habían besado como niños. Ahora refrescaban aquellos recuerdos infantiles y no había duda de que Barbro se daba importancia. Naturalmente, Eleseus no podía compararse con los altos oficinistas que usaban lentes y relojes de oro, pero al lado de los campesinos era innegablemente un verdadero señorito. Barbro sacó un retrato, hecho en Bergen, y se lo enseñó:
—¡Así estaba yo entonces…! ¡Pero hoy…!
—¿Y qué tienes de menos ahora? —le preguntó él.
—¿Crees que no he desmerecido?
—¡Desmerecido! Te diré de una vez para siempre que eres el doble de bonita, más formada. ¿Desmerecido, has dicho? ¡Mira tú que es clásico!
—¿No resultaba bien el escote en el retrato? Y luego, llevaba también, como ves, una cadenilla de plata que me regaló uno de los oficinistas a quien cuidaba la casa. La perdí luego, o mejor dicho, necesitaba dinero para el regreso.
—¿No me darás el retrato? —preguntó Eleseus.
—¿Dártelo? ¿Y qué me darás tú en cambio?
Eleseus no se atrevió a responder lo que le venía a los labios.
—Cuando me instale de nuevo en la ciudad me haré retratos y recibirás la fotografía.
Pero ella recogió el retrato y añadió:
—No tengo más que este.
El joven se turbó y extendió la mano para cogerlo.
—¡Ea! —dijo ella, riendo—. Dame algo en cambio, ahora mismo.
Y él, sin hacerse rogar más, le dio un beso.
Se sentían ahora más desembarazados; Eleseus desplegó sus recursos, creciéndose. Cambiaban miradas y risas y bromas.
—Cuando me has cogido la mano he sentido la tuya blanda como una patita de terciopelo —ponderaba.
—Sí, sí; ahora te irás a la ciudad para siempre —decía Barbro.
—¿Por tan malo me tienes? —replicaba él.
—Alguien tendrás allí que te retenga.
—No. Dicho entre nosotros, novia no tengo.
—¡No la has de tener!
—No; lo que te he dicho es la pura verdad.
Risas, miradas, largos coloquios. Eleseus estaba enamoradísimo.
—Te escribiré —le decía—. ¿Me lo permitirás?
—Sí.
—No quisiera ser indiscreto ni propasarme, haciéndolo sin permiso.
Pero, de pronto, a Eleseus le entraron celos:
—Se dice que te has prometido con Axel. ¿Es cierto?
—¡Con él! ¿Con Axel? —exclamó ella tan displicente que él se sintió consolado—. ¡Se quemará los dedos!
Pronto le remordió la exclamación y añadió:
—No tengo nada contra Axel; me ha suscrito a un periódico y me ha obsequiado varias veces con regalos.
—Dios me libre de no reconocer que en lo suyo pueda ser un hombre excelente y de valía —asintió Eleseus—, pero eso no es lo esencial.
Mencionar a Axel debió de producir en Barbro cierta turbación, pues se puso en pie y dijo a Eleseus:
—No; ahora vete; tengo que hacer en el establo.
El otro domingo bajó más tarde que de costumbre a casa de Axel, llevando la carta en el bolsillo. ¡Qué carta! Era el fruto de una semana entera de jaquecas e ilusiones: «A la señorita Barbro Brede: He tenido dos o tres veces la dicha, que no sabría expresar, de volver a verte…».
Llegado después de anochecido, Barbro debía de haber terminado sus faenas en el establo; tal vez ya estaba acostada. Esta posibilidad no era ningún obstáculo, al contrario.
Barbro estaba levantada. Pero ahora, inesperadamente, no pareció dispuesta a la ternura. Daba la impresión de que Axel la había amonestado.
—Esta es la carta que te prometí.
—Gracias —dijo ella, mientras la abría. La leyó sin manifestar pena ni gloria—. Podría haber escrito yo una tan bien como esta.
Eleseus sintió una gran decepción. ¿Qué le pasaba a Barbro? Y, ¿dónde estaba Axel? Fuera de casa. Tal vez había salido, fastidiándole la idea de tener que presenciar una de aquellas visitas dominicales. Pero, también podría ser que le hubiera reclamado a la aldea cualquier asunto. Lo cierto es que no estaba en casa.
—¿Por qué te quedas aquí encerrada, siendo tan hermosa la noche? Salgamos —la invitó Eleseus.
—Estoy esperando a Axel —respondió ella.
—¿A Axel? ¿No puedes vivir sin Axel?
—Sí. Pero ¿estaría bien que a su vuelta no hallara preparada la cena?
Pasó el tiempo, tiempo perdido; estaban como distantes uno de otro. Barbro era la misma: siempre, antojadiza. Eleseus acudió al recurso de referirle una vez más cosas de la aldea, sin olvidar el discurso necrológico.
—No hablé mucho rato, pero lo cierto es que vi asomar lágrimas de emoción.
—¡Mira, tú! —dijo ella.
—Y luego, un domingo, estuve en la iglesia.
—¿Y flechaste a alguien?
—¡Qué ocurrencia! Estuve allí, y observé. El predicador, a mi modesto parecer, no era muy elocuente.
Y pasaba el tiempo.
Barbro preguntó inesperadamente:
—¿Qué crees que pensará Axel si te encuentra aquí a estas horas?
Un puñetazo de Barbro no le hubiera desconcertado como estas palabras. ¿Cómo podía haber olvidado de tal modo la visita anterior? ¿No quedaron en que volvería aquella tarde? Herido en el alma, murmuró:
—¡Ya estoy de más aquí!
Esto no pareció inmutarla.
—¿Tienes alguna queja de mí? —le preguntó con los labios temblorosos. Parecía hondamente afectado.
—Nada tengo que reprocharte.
—Entonces, ¿qué te pasa?
—¿A mí? ¡Ja, ja! No me extraña ver disgustado a Axel.
—Me voy, pues —repitió Eleseus.
Tampoco esto la inmutó, como si nada le importara la lucha que con sus sentimientos sostenía el muchacho. ¡Qué canalla de chica!
Empezaba a bullir la indignación en el pecho del joven. Primero la manifestó en buenos términos, diciendo que consideraba a Barbro una representante del sexo femenino nada ejemplar. Y al ver que ella no salía de su actitud… (Hubiera él hecho mejor callándose, porque la muchacha se endurecía más). Pero Eleseus tampoco se ablandaba, sino que dijo:
—Si llego a saber que eras así, no me habrías visto aquí esta noche.
—¿Y qué? —replicó ella—. Entonces no hubieses salido a pasear con ese bastón que llevas en la mano.
Barbro había vivido en Bergen y llevaba vistos otros bastones, lo cual le parecía darle derecho a bromear y preguntarle ahora si valía la pena de darse tanta importancia con un bastón que no era más que el palo de un paraguas aprovechado.
Eleseus no replicó.
—Entonces, ¿quieres que te devuelva tu retrato? —preguntó.
Si esto no hacía efecto es que no había ya remedio. En aquellas latitudes devolverse un regalo suponía lo más extraordinario.
—¿Es que acaso te importa mucho el retrato? —respondió ella evasivamente.
—Bien —declaró él en un rasgo de audacia—. Te lo devolveré en seguida. Devuélveme tú la carta.
Se levantó. Ella le devolvió la carta, pero no sin asomo de lágrimas. Emocionada, decaído ahora el humor, la sirvienta escuchaba el último adiós del amigo, y le dijo de pronto:
—No es preciso que te marches. No me importa lo que Axel pueda creer.
Pero él, aprovechando su momentánea superioridad, se empeñaba en despedirse.
—Porque cuando una dama es como tú —agregó—, ausentarse es lo que procede.
Salió de la choza a paso lento, blandiendo el bastón, silbando, dándoselas de despreocupado. ¡Bah! Un momento después salió Barbro; un par de veces le llamó por su nombre. Él se paró con aires de león ofendido. Ella se sentó entre las matas de brezo, como arrepentida de su actitud anterior, arrancó unas briznas… y él, sosegándose, acabó suplicándole un beso de despedida. Ella se negó.
—Sé buena como la otra tarde —le decía.
Ella hurtaba el cuerpo y él pretendía cogerla, pero en vano. Barbro se puso en pie. Eleseus se despidió con el gesto y se marchó.
Ya estaba lejos cuando, de pronto, apareció Axel detrás de un matorral. Barbro, sobrecogida, le preguntó:
—¿Vienes de arriba?
—No. De abajo, precisamente. Y os he visto a los dos subir aquí —respondió el hombre.
—¿De veras? Vas a engordar de resultas de eso —exclamó ella de pronto, furiosa. Y de tan mal humor como antes, le increpó—: ¿A qué husmear? ¿A ti qué te Importa?
Tampoco Axel estaba de buen humor.
—¿Conque ha vuelto de nuevo esta tarde?
—¡Bueno! ¿Y qué? ¿Qué le quieres?
—¡Tendrías que avergonzarte!
—¿Yo avergonzarme? ¿Hemos de callarlo o hemos de decirlo? —preguntó Barbro, remedando un proverbio antiguo—. Yo no me conformo con estar en tu choza como una estatua de piedra, para que te enteres. ¿De qué voy a avergonzarme? Toma otra sirvienta, si quieres; dispuesta estoy a marcharme. Ten tú la lengua, aunque sea vergonzoso tener que rogártelo. Eso es lo que te digo. Y ahora entraré a prepararte la cena y el café, y luego puedo hacer lo que me plazca.
No; no siempre estaban de acuerdo Axel y Barbro. Hacía dos años que la joven prestaba sus servicios a Axel, pero, de vez en cuando, surgía la riña, principalmente porque ella amenazaba con marcharse. Él la instaba a que permaneciera siempre allí, compartiendo su techo y su vida, pues conocía los inconvenientes de vivir sin ayuda de nadie. Varias veces le prometió ella aceptar y, en sus horas plácidas, le parecía esta la mejor solución. Pero a la menor diferencia le amenazaba con abandonarle, aunque sólo le dijera que tenía que ir a la ciudad a arreglarse la dentadura, so pena de que se le cayese. Marcharse… ¡Marcharse! Y tenía que sujetarla de algún modo.
¿Atarla? ¡Si parecía reírse de todas las ataduras!
—¿De modo que vas a marcharte? —le dijo.
—Y si lo hiciese, ¿qué? —replicó ella.
—¿Pero puedes viajar siquiera?
—¿Por qué no? ¿Crees que me asusta el invierno que se acerca? En Bergen hallaré siempre una colocación.
A esto repuso Axel con mucha calma:
—Por lo pronto, no puedes. ¿No esperas un niño?
—¿Un niño? ¿De qué niño hablas?
Axel se la quedó mirando. ¿Estaba loca la Barbro?
La verdad es que Axel se había mostrado, quizás, un poco indulgente. Obstinado en sus exigencias, demasiado seguro de sí mismo, la había contrariado, exasperado. ¿Qué necesidad tenía, por ejemplo, de ordenarle la plantación de patatas en la primavera, cosa que podía haber hecho él mismo? Ya tendría ocasión de defender sus derechos de dueño y señor una vez casados, pero, hasta entonces, le tocaba ser más prudente y considerado. La mayor ignominia la veía en el asunto de aquel escribiente, Eleseus, que se había metido en su hogar con su bastoncillo y su pico de oro. ¿Y era modo de proceder el de ella, una joven prometida, y en aquellas condiciones? Axel no había tenido hasta entonces ningún rival. No cabía duda; la situación había cambiado.
—Ahí tienes los periódicos nuevos —dijo Axel—. Y esa bagatela que he comprado para ti. A ver si es de tu gusto.
No hizo Barbro gran caso del obsequio, y mientras tomaba el café, hirviendo casi, insinuó con una frialdad de hielo:
—Apostaría a que se trata del anillo de oro que me prometiste hace un año.
Mas salió defraudada en sus burlas, pues era realmente un anillo, pero de plata (él jamás le había prometido uno de oro, ahora lo recordaba ella), con un adorno sobredorado: dos manos doradas. Era, pues, plata de ley. A Barbro, que, por su mal, había estado en Bergen y había visto auténticos anillos de novios, no se la convencía así como así.
—Este anillo puedes guardártelo —le dijo.
—¿Qué le encuentras de malo? —preguntó Axel.
—Nada —replicó ella, mientras se disponía a levantar la mesa.
—Toma este, de momento, y tal vez más tarde hallaremos otro mejor.
A estas últimas palabras dio Barbro la callada por respuesta. Y es que aquella noche se estaba portando muy malamente. ¿No era también de agradecer un anillo de plata? Aquel fino oficinista le había trastornado el seso, por lo visto. Axel no pudo abstenerse de preguntar qué es lo que buscaba en su casa el tal Eleseus.
—¿Qué pretende de ti?
—¿De mí?
—¿No tiene ojos para ver cómo estás?
Barbro se plantó delante de Axel.
—¿Crees tú —preguntó— que con eso has atado mi vida a la tuya? Ya te convencerás de tu error.
—¿Ah, sí? —dijo Axel.
—Sí. Y verás cómo me marcho.
Al oír eso, Axel reprimió una sonrisa para no excitarla más y, como quien apacigua a un niño, le dijo:
—Sé buena, Barbro. Ya sabes que tú y yo…
Y, naturalmente, aquella misma noche recobró Barbro su amabilidad y se durmió con el anillo de plata en el dedo.
Todo volvería a su cauce, al fin.
Y así fue para los moradores de la choza, pero no para Eleseus. Le costaba sobreponerse a la ofensa recibida. No era versado en cosas de histerismo, y tachaba de excesiva la maldad de Barbro: se había vuelto muy atrevida, esa Barbro de Amplia Vista, aun teniendo en cuenta que había vivido en Bergen.
Para devolver a Barbro el retrato, fue una noche, y lo echó en el henil, que era donde ella solía dormir. Lejos de hacerlo en forma ruda y descortés, había dado unos tientos a la puerta para despertarla, y al incorporarse ella sobre el codo y preguntar: «¿No sabes encontrar el camino?»; esta confiada interrogación le hizo el efecto de un alfilerazo o de una puñalada; mas no gritó, sino que deslizó la fotografía por debajo de la puerta. ¿A andar? Primero sí, pero a los pocos pasos empezó a correr; estaba muy excitado, propiamente alegre; sentía en el pecho el martilleo del corazón. Se paró detrás de un matorral para ver si ella le seguía. ¡Nada de eso! Pero el caso tenía esperanzas… Aunque ella no le hubiese demostrado la menor simpatía… ¿Para qué correr, entonces? Ella no venía pisándole los talones, vestida a la ligera, en camisa y enaguas, desesperada, aún más, anonadada por haber hecho aquella pregunta que no estaba destinada a él.
Volvía a su casa Eleseus; no iba silbando ni blandía el bastón. Ya no era el gran señor. Una puñalada en el pecho no es ninguna pequeñez.
¿Acabó aquí todo?
Otro domingo bajó solamente para otear la cabaña. Con paciencia increíble, que llegaba a lo morboso, vigilaba, tendido detrás de un arbusto, y cuando vio señales de vida en ella, se sintió anonadado. Axel y Barbro salían de su choza; iban hacia el establo, amartelados, como en el goce de una hora dichosa, y él parecía dispuesto a ayudarla en sus faenas. ¡Vamos!
Eleseus no apartaba los ojos de la pareja, aterrado, como si todo lo hubiera perdido. Y debía pensar algo así: «Va del brazo de Axel Ström. ¿Por qué lo hará? Un día ella me abrazó a mí…».
Desaparecieron por la puerta del establo. «¡Bueno! Por mí…». ¡Bah! ¿A qué estar echado entre las matas, olvidado de su propia dignidad? ¿Qué era ella, al fin? Pero él era quien era. ¡Bah!
Se puso en pie de un brinco y se sacudió el pantalón para limpiarlo de briznas y hojarasca. Su cólera y su arrogancia se manifestaron de un modo particular: estaba desesperado y entonó una canción marcadamente ligera. Y después de cantar intencionadamente más alto las frases más maliciosas, su semblante irradiaba una expresión de ternura.