Eleseus regresó a casa. Eran bastantes años los que había estado lejos, y aventajaba en estatura a su padre; tenía las manos blancas y afiladas y un bigotito oscuro. Como si considerara un deber la naturalidad y la amabilidad, nadie le hubiera podido llamar jactancioso; lo cual era para su madre motivo de admiración y gozo. Dormía en el mismo cuarto de Sivert. Se entendían bien los hermanos y se divertían a veces, dándose mutua broma. Pero, como era de esperar, Eleseus hubo de ayudar en la construcción de la nueva casa, y, dado que no estaba acostumbrado a tales trabajos, se cansaba y agotaba pronto. La cosa fue aún peor cuando Sivert tuvo que dejar aquel trabajo, que entonces hubieron de continuar los otros dos; el padre, lejos de tener ayuda con Eleseus, resultaba más bien perjudicado.
¿A dónde había ido Sivert? Es que un día llegó Oline con la noticia de que el tío Sivert estaba a punto de morir. ¿No tiene Sivert casi obligación de acudir a su lado? ¡Qué situación! Nunca llegara tan inoportunamente el deseo del tío Sivert como en aquellos momentos; pero no había otro remedio que conformarse.
Oline decía:
—Propiamente, no disponía yo de tiempo para cumplir el encargo, os lo aseguro. Pero el amor que tengo a todos vuestros hijos, y especialmente a Sivert, hace que me complazca en ayudarle tocante a la herencia.
—Pero ¿es que tío Sivert está muy enfermo?
—¡Dios mío! ¡Pierde más cada día!
—¿Está en cama?
—¿Si está en cama? Pero, Señor, con qué ligereza hablas. No le veremos más andar por este mundo.
Después de esta respuesta era justo aceptar que el tío Sivert se acercaba rápidamente a su fin. Inger instaba a Sivert para que se diera prisa.
Pero el bribón de tío Sivert no estaba en la agonía, ni siquiera podía decirse que estuviera echado más que a ratos. Cuando el pequeño Sivert llegó, reinaba un desorden y una desidia terribles en la pequeña heredad; no solamente las labores de la primavera estaban a medio hacer; ni siquiera habían sacado al campo el abono del invierno. Por de pronto, la muerte no parecía estar cercana. El tío Sivert, era, en efecto, un anciano caduco, de más de setenta años; andaba medio vestido de un lado a otro de la casa, se acostaba con frecuencia y necesitaba que le ayudaran en diversos menesteres. La red para la pesca del arenque, por ejemplo, estaba colgada en la caseta de las lanchas, de cualquier modo, y necesitaba un buen arreglo. Pero el tío no estaba tan cerca de su fin que no se permitiera comer pescado en salazón y fumar la pipa.
Al cabo de media hora de estar en la casa y ver la marcha de las cosas, Sivert quería emprender el regreso.
—¿A casa? —preguntó el viejo.
—Sí; estamos edificando, y mi padre necesita quien le ayude.
—¡Ah! —dijo el anciano—. Pero ¿no queda Eleseus en casa?
—Sí; pero no está acostumbrado a semejantes faenas.
—Entonces, ¿por qué has venido?
Sivert le dio cuenta de la noticia con que Oline se había presentado.
—¿Qué estaba a la muerte ha dicho? —preguntó el viejo—. ¡Diablos!
Sivert no pudo contener la risa. El anciano miró ofendido a su sobrino y dijo:
—Te ríes de un moribundo, y eso que fuiste bautizado con el mismo nombre que yo.
Sivert era demasiado joven para poner cara seria; no le había importado jamás su tío, y estaba decidido a volver a Sellanraa.
—¡Eso! Te creías que iba a morirme, y has acudido volando —decía el anciano.
—Quien lo ha asegurado es Oline —decía con insistencia Sivert.
Después de un corto silencio, el tío le propuso:
—Si remiendas la red que hay colgada en el tingladillo de las lanchas, te enseñaré algo.
—Bien —dijo Sivert—. ¿Y de qué se trata?
—¡Ah! Eso a ti no te importa —replicó el anciano hoscamente, y volvió a echarse en la cama.
Las negociaciones requieren tiempo. Sivert no sabía qué hacer. Salió y echó una mirada a su alrededor; el desorden y la desidia se veía en todo. Pretender ponerlo todo en marcha de nuevo hubiera sido un imposible. Cuando volvió a entrar, el tío estaba levantado y sentado junto a la estufa.
—¿Ves esto? —le preguntó, señalando a una caja de roble que tenía entre los pies. Era la caja del dinero; en realidad, una de aquellas que antaño llevaban en sus viajes los altos empleados y otras personas distinguidas. Ahora, vacía de botellas, el viejo tesorero del distrito guardaba en ella facturas y dinero. ¡Ah, el cajón de las botellas! Corría la leyenda de que atesoraba grandes riquezas, y la gente de la aldea solía decir: «¡Tuviera yo solamente el dinero que Sivert tiene en su cajón!».
Tío Sivert sacó de él unos papeles y rojo con solemnidad:
—Tú sabes leer. Lee este documento.
A Sivert no le era familiar, ni mucho menos, la lectura de escrituras, pero esta vez leyó que su tío le instituía heredero de todos sus bienes.
—Y ahora puedes hacer lo que quieras —dijo el anciano.
A Sivert poco le conmovió la lectura de aquel documento, que venía a repetirle lo que ya tenía sabido, pues le habían dicho y vuelto a decir desde niño que heredaría a su tío. Si hubiera visto en aquella caja alguna cosa preciosa, quizá le hubiera impresionado. Ahora se limitó a comentar:
—Habrá mucho que ver en esa caja.
—Más de lo que te figuras tú —replicó el tío lacónicamente.
Tales eran su decepción y enojo a propósito del sobrino, que cerró la caja y se acostó de nuevo. Tendido en la cama le ocurrían una serie de pensamientos.
—Hace treinta años que tengo plenos poderes en el pueblo y han caído en mis manos como tesorero los chorros del oro. No necesito pedir a nadie que me tienda la mano… ¿Cómo ha sabido Oline que iba a morir? Si me place, ¿no soy libre de mandar tres hombres a casa del doctor? De mí no os burlaréis. Y ahora, tú, Sivert, no puedes esperar siquiera hasta que haya entregado el espíritu. Una cosa te diré: has leído el testamento que guardo en la caja donde hay el dinero. Y no digo más. Y si te vas, dile a tu hermano Eleseus que le estoy esperando. Ese no lleva mi nombre de pila, pero que venga, que venga.
A despecho de la amenaza que las últimas palabras encerraban, Sivert reflexionó y dijo:
—Le daré el encargo a Eleseus.
Oline continuaba en Sellanraa cuando volvió Sivert. Había tenido tiempo sobrado de dar una vuelta por los alrededores, y llegó hasta la colonia de Axel Ström y de Barbro, y a la vuelta se daba mucha importancia, como si conociera grandes cosas.
—La Barbro ha engordado —decía en voz baja—. ¿No será señal de algo? No se lo digáis a nadie… ¡Hola, Sivert! ¿Ya de vuelta? No te pregunto siquiera si tu tío ha cerrado los ojos para siempre. Claro: viejo era, y estaba con un pie en la sepultura. ¿Cómo? ¿Que no se ha muerto? ¡Loado sea Dios, y a Él sean dadas gracias…! ¿Qué dices? ¿Que todo han sido chismes que yo he propalado…? ¡Si en todo fuera yo tan inocente como en esto…! ¿Cómo podía yo adivinar que tu tío mintiera a la cara de Dios? Mis palabras fueron estas: «Pierde más cada día…», y así las repetiré un día delante del trono del Señor… ¿Qué dices Sivert? ¿No estaba tu tío en la cama, fumando, y no decía, con las manos cruzadas sobre el pecho, que se hallaba en las últimas?
Con Oline toda discusión se hacía imposible; arrollaba al contrario con su charla, le reducía al silencio. Cuando oyó que el tío Sivert reclamaba a Eleseus, cogió al vuelo el detalle en provecho propio.
—Ya veis si eran vanas mis palabras. El viejo Sivert llama a sus parientes, ansía la proximidad de los de su sangre, porque ve que esto se acaba. No puedes rehusárselo; ponte en seguida en camino, Eleseus, a fin de encontrar a tu tío todavía con vida. Yo voy también hacia la sierra y podemos salir juntos.
Pero Oline no abandonó Sellanraa hasta que hubo llamado aparte a Inger, para susurrarle a propósito de Barbro:
—No lo digas a nadie; pero las señales no mienten. Ya se ufana como señora y ama de la hacienda. A muchos vemos encumbrados que en su origen son chiquitos como granos de arena a orillas del mar. ¡Quién lo hubiera creído de Barbro! A Axel no se le puede negar que es hombre trabajador, y heredades y alquerías como estas no las hay en nuestra vertiente; bien lo sabes tú, Inger, que desciendes también de nuestro distrito y allí naciste… Barbro tenía en una caja un par de libras de lana, toda lana de invierno; yo no le pedí ni pizca, ni ella me la ofreció; lo único que nos dijimos: «Dios te guarde, y buenos días»; con todo y conocerla de niña, cuando estuvo aquí, y tú, Inger, estabas allí, aprendiendo…
—La pequeña Rebecca está llorando —dijo Inger, y rápidamente dio un puñado de lana a Oline.
Hubo grandes manifestaciones de gratitud por parte de esta:
—Sí; es como decía hace poco a Barbro: No hay otra tan dadivosa como Inger; se hace polvo por regalar y nunca refunfuña por ello… Sí; acude a tu angelito, parecido a ti como ningún otro hijo a su madre.
¡Si se acordaría Inger de que un día dijo que no tendría más hijos! ¡Ahí lo estaba viendo! Es preciso escuchar a los viejos que habían tenido hijos; porque los caminos de Dios son inescrutables. Se puso a trotar, luego, Oline detrás de Eleseus, bosque arriba, encorvada por los años, lívida, entrecana y curiosa; la misma de siempre. Se proponía ir ante todo a casa del viejo Sivert para anunciarle que ella, Oline, había sido la que hizo decidirse a Eleseus para que acudiera a su lado.
Pero no había sido difícil convencer a Eleseus; ni este se había hecho rogar. Y es que, en el fondo, era mejor de lo que parecía. Buen muchacho, a su manera; bonachón y amable por naturaleza, pero sin grandes fuerzas físicas. Si había vuelto de mala gana al campo, sus motivos tenía. No ignoraba los años de presidio de su madre por infanticidio; en la ciudad nadie le hablaba de esto, pero en el campo lo sabían todos, seguramente. ¿Cómo podría haber vivido años enteros en la ciudad, al lado de los camaradas, sin que le enseñaran a tener una más fina sensibilidad de la que tenía primero? Ahora sabía que un tenedor es tan útil como un cuchillo, y había visto contar por coronas y ores, mientras allá, en el solar paterno, la unidad monetaria era todavía el viejo tálero. De buena gana traspasaba ahora la sierra hacia el otro distrito, pues en la casa de su padre se veía obligado a frenar continuamente la propia superioridad que sentía. Él se esforzaba en acomodarse a los demás, y lo conseguía, pero tenía que estar siempre alerta, como, por ejemplo, en las primeras semanas de su vuelta a Sellanraa. Había traído un abrigo de entretiempo gris claro, a pesar de ser ya verano; al colgarlo de un clavo habría podido dejar vuelto hacia fuera el escudo plateado con sus iniciales, pero cuidó de no hacerlo. Tampoco se había servido nunca en Sellanraa del bastón, ¡el bastón de pasear! En realidad, se lo había hecho de un paraguas, que despojó de su tela y varillas. Pero no lo había lucido en Sellanraa, ni le había hecho dar graciosas vueltas, antes al contrario, lo había llevado muy arrimado a una pierna.
No; no tenía nada de notable que Eleseus traspasara la sierra. Para construir casas no servía; pero sí para escribir correctamente, cosa que no sabe cualquiera; pero en aquellas tierras nadie sabía apreciar su erudición y arte, a excepción, quizá, de su madre. Bosque arriba, con el ánimo gozoso, iba ahora delante de Oline; la esperaría una vez ganada la cumbre. Corría como un ternero. En cierto modo, Eleseus se había escabullido de casa, temeroso de que le vieran con su abrigo de primavera y su bastón. En la otra vertiente esperaba poder alternar con gente mejor; le verían, y acaso iría también a la iglesia. Y por esto soportaba el superfluo abrigo en pleno día de sol de verano.
No dejaba Eleseus ningún vacío; no le echarían de menos para levantar unas paredes; al contrario: el padre recobraba a Sivert, que le era mucho más útil, y trabajaba de sol a sol, con la ventaja de que el nuevo anexo requería únicamente tres paredes y la aserradora simplificaba la utilización de los troncos. Las tablas sobrantes al aserrar las vigas, fueron ventajosamente aprovechadas para el tejado. Pronto estuvo todo a punto; desde el entarimado hasta las ventanas y el techo. No pudieron hacer más, por hacerse la recolección. El cepillado y la pintura se harían más tarde.
De pronto, se presentó Geissler, con un gran séquito de gente a caballo. Por la figura y el peso parecían viajeros ricos; iban montados en lucidos caballos con arreos claros, excepto Geissler, que les seguía a pie. Eran cuatro y él, más dos criados, cada uno de los cuales llevaba un caballo de carga.
Echaron pie a tierra en el patio y Geissler dijo:
—Ahí tenéis a Isak, el margrave en persona. Buenos días, Isak. Ya ves; vuelvo, como te dije.
Geissler era el de siempre. No por andar a pie se consideraba menos que los otros. Su americana, muy usada, le caía larga y holgada sobre las flacas espaldas; pero en su rostro mostraba una expresión de superioridad y orgullo.
—Estos señores y yo —dijo— tenemos el propósito de subir un trecho más; como están algo gruesos, quisieran perder un poco de grasa inútil.
Eran los aludidos personas afables y, al parecer, de buena pasta; sonrieron al oír la presentación de Geissler, y se excusaron de haber hecho irrupción en el cortijo, como en tiempo de guerra. No les faltaban provisiones y no iban a despojarle, pero sí agradecerían el poder pasar la noche a cubierto, tal vez en aquel cuerpo nuevo de edificación.
Después de un breve descanso, y mientras Geissler estuvo hablando con Inger y los chicos, todos los huéspedes salieron para el monte y no volvieron hasta que hubo anochecido. Los de la hacienda habían oído ruidos completamente inexplicables, descargas o disparos, y aquellos señores regresaron con nuevas muestras de mineral en sacos. «¡Cobre negro!», decían, y movían la cabeza examinándolo. Se entabló una larga y erudita conversación, y consultaban un mapa rudimentario trazado por ellos mismos a grandes rasgos. Entre aquellos señores había un perito y un ingeniero; a otro lo titulaban consejero provincial y un cuarto demostró ser propietario de una fundición. Hablaban de un funicular aéreo. Geissler decía unas palabras, de vez en cuando, las cuales parecían aclarar cada vez alguna cosa a aquellos señores, pues las tomaban muy en serio.
—¿A quién pertenece el terreno al sur del lago? —preguntó el consejero a Isak.
—Al Estado —respondió Geissler rápidamente. Avisado y prudente, tenía en la mano el documento que un día suscribió Isak—. Ya te había dicho que pertenece al Estado; ¿por qué lo preguntas otra vez? —le dijo Geissler—. Si es que quieres probarme, hazlo…
Aquella misma noche Geissler habló a solas con Isak.
—¿Vendemos la montaña de cobre?
Isak respondió:
Pero si el señor delegado me la compró ya, y me la pagó.
—Tienes razón; la compré. Pero han de ser también para ti los porcentajes de sucesivas ventas, o de la explotación. ¿Estarías dispuesto a vender esos porcentajes?
Isak no comprendía y Geissler tuvo que explicárselo. Isak no podía abrir ninguna mina; era agricultor, y su trabajo estaba en el campo. Tampoco Geissler podía explotar el mineral. Pero ¿dinero, capital? ¡Todo el que quisiera! Lástima que le faltara tiempo, a causa de sus muchas ocupaciones y continuos viajes; los bienes que tenía en el Norte y en el Sur, exigían su atención. De aquí su empeño en vender lo propuesto a aquellos señores suecos, todos ellos parientes de su esposa, gente rica, los cuales, entendidos en el ramo, podrían abrir y explotar la mina. ¿Lo comprendía ahora Isak?
—Mi voluntad es la de usted —contestó este.
¡Cosa extraña! Al pobre Geissler le hizo mucho bien esta gran confianza.
—No sé si te conviene mucho —le dijo.
Y al cabo de un rato de reflexión, con una súbita seguridad, añadió:
—Si me das carta blanca podré actuar mejor que lo harías tú mismo.
Isak respondió, después de carraspear:
—Fuisteis desde el principio para nosotros un buen señor…
Geissler frunció la frente y le interrumpió:
—Entonces, conformes.
A la mañana siguiente aquellos señores se reunieron para escribir. Y redactaron importantes decisiones: Primero un contrato de compra, por cuarenta mil coronas, de los terrenos de cobre, y luego, un documento por el que Geissler renunciaba a favor de su esposa e hijos hasta el último céntimo de esas cuarenta mil coronas. Isak y Sivert fueron llamados para firmar en calidad de testigos. Hecho esto, los señores propusieron comprar a Isak por una bagatela —quinientas coronas— sus porcentajes; pero les interrumpió Geissler:
—¡Dejémonos de bromas!
No entendió gran cosa Isak de todo esto. Había vendido una vez, y recibido el dinero correspondiente; además, las coronas… eran poca cosa, nada; no eran táleros. Otros aspectos apreciaba Sivert; le extrañaba el tono de las negociaciones: sin duda, se estaba liquidando un asunto familiar. Así, uno de los señores decía:
—Querido Geissler, no hay necesidad de que andes por ahí con los párpados ribeteados de rojo.
A lo que Geissler, a un tiempo perspicaz y agresivo, replicó:
—Cierto, no hay necesidad. Pero no siempre en este mundo nos pagan como merecemos.
¿Sería que los hermanos y otros parientes de la señora Geissler intentaban abonarle una especie de gratificación definitiva, tal vez, para acabar con sus visitas y librarse así del fastidioso parentesco? Ninguno de ellos pretendía que aquellos terrenos de cobre no tuvieran valor; ¡pero caía en sitio tan apartado! Lo compraban, dijeron, para más tarde traspasarlo a gente en mejores condiciones para su explotación. Esto era perfectamente natural. Decían, también, abiertamente, que no sabían cuánto cobre habría en el monte. De prosperar la explotación, cuarenta mil coronas resultarían tal vez una cantidad ínfima; pero si el terreno quedaba tal como estaba ahora, sería dinero tirado. De todos modos, era cuestión de resolver el asunto definitivamente y ofrecieron a Isak por su porción quinientas coronas.
—Tengo plenos poderes de Isak —dijo Geissler—, y no vendo su derecho a menos del diez por ciento del precio de compra.
—¡Cuatro mil! —exclamaron los señores.
—¡Cuatro mil! —insistió Geissler—. El monte ha sido propiedad de Isak, y recibe cuatro mil en cambio, a mí no me ha pertenecido y recibo cuarenta mil. Tómense la molestia, señores, de reflexionarlo.
—Sí; ¡pero cuatro mil…!
Geissler se puso en pie y dijo:
—Sí, señores; o no hay venta.
Los señores meditaron, secretearon, y salieron al patio, dando largas al asunto. Y dijeron luego a los criados:
—¡Preparad los caballos!
Uno de los señores entró en la casa, se acercó a Inger y pagó espléndidamente el café, los huevos y el albergue de la noche anterior. Geissler paseaba, indiferente en apariencia, pero estaba alerta, como siempre.
—¿Qué resultado os dio la conducción del agua para el riego? —preguntó a Sivert.
—Nos salvó enteramente la cosecha.
—Veo que habéis roturado en aquel pantano desde la última vez que estuve aquí.
—Sí.
—Tenéis que procuraros un caballo.
Estaba en todo.
—Venid, que remataremos el asunto —dijo el amo de la fundición.
Acudieron todos al nuevo cuerpo de edificación, y fue pagada a Isak la cantidad propuesta por Geissler. Este recibió un documento que se metió despreocupadamente en el bolsillo, como si no tuviera valor.
—Toma buena nota, y tu mujer recibirá el talonario del Banco dentro de pocos días —le dijeron los otros.
Geissler frunció la frente y dijo:
—Está bien.
Pero no habían terminado con él todavía. No es que hubiera pedido nada, mas permanecía allí de pie y todos se daban cuenta de su espera; él mismo, tal vez, hubiera estipulado ya en sus cálculos una parte del dinero. Cuando le tendieron un fajo de billetes inclinó la cabeza y dijo una vez más que estaba bien.
—Ahora —propuso el propietario de la fundición—, bebamos otro vaso con Geissler.
En aquellos momentos llegó Brede Olsen. ¿Qué le traía? No le habían pasado por alto las explosiones del día antes, y por ellas comprendió que sucedía algo en el monte. También él estaba dispuesto a vender algunas fajas de terreno allá arriba. Pasó por delante de Geissler, haciendo caso omiso de él, y dirigiéndose a aquellos señores les dio cuenta de que había encontrado ciertas clases de piedras extrañas, maravillosas, rojas como sangre las más, y otras claras como la plata; todos los recodos del monte le eran conocidos, y en un santiamén acompañaría a los señores sobre el terreno. Sabía de extensos filones… ¿De qué mineral serán?
—Enséñanos unas muestras, si las tienes —dijo el perito minero.
Pero Brede insistía en que lo vieran sobre el terreno. No caía lejos. En cuanto a muestras, ¡ya lo creo!: sacos, cajones llenos de muestras tenía; en su casa, naturalmente; pero si los señores querían esperar un momento nada le costaría ir en seguida por ellas. Los señores, no obstante, denegaron con la cabeza y salieron con sus caballos.
Brede les miraba partir, sintiéndose ofendido. Apenas asomaba la esperanza, se extinguía de nuevo; trabajaba bajo el peso de la mala suerte y nada le salía bien. Menos mal que no era muy meditativo para soportar la vida a pesar de todo. Siguió con los ojos a los jinetes y dijo, como resumiendo:
—¡Muy feliz viaje!
Pero ahora volvió a mostrarse sumiso ante Geissler, su antiguo delegado; y lejos de tutearle, se inclinó ante él y le trataba de vos. Bajo un pretexto cualquiera, Geissler había sacado la cartera, llena de billetes de Banco.
—¿No podríais prestarme ayuda, delegado? —le requirió Brede.
—Anda y deseca tu pantano —respondía Geissler.
Y no le dio nada.
—Hubiera podido traer una buena carga de piedras —insistía Brede—; pero mucho mejor habría sido si esos señores hubiesen visto el mineral sobre el terreno, ya que estaban aquí.
Geissler se hizo el sordo y se dirigió a Isak.
—¿Sabes dónde he puesto el documento? Era de suma importancia. Cuatro mil coronas vale. ¡Ah! Aquí está, mezclado con los billetes.
Brede preguntó qué clase de personas eran aquellos visitantes, y si se trataba de excursionistas a caballo.
Grande había sido la tensión de Geissler; ahora cedía visiblemente. Pero no le faltaban arrestos para emprender todo lo imaginable. Sivert le acompañaría a la montaña. Llevaba consigo una hoja grande de papel y trazó encima de ella, distintamente, el límite del lado sur del lago. ¿Qué planes tendría? Cuando al cabo de un par de horas volvió a la alquería, Brede seguía allí, pero Geissler, rendido, no respondió a ninguna de sus preguntas y se limitó a hacerle una seña con la mano para que se fuera.
Durmió sin interrupción hasta la mañana siguiente y, levantado con el sol, volvió a sentirse remozado.
—¡Sellanraa! —exclamaba, de pie en el patio, mirando a su alrededor, en la lejanía.
—¿Todo el dinero que recibí es absolutamente mío? —le preguntó Isak.
—¿Pues, qué? ¿No comprendes que es menos todavía de lo que te corresponde? En realidad, según nuestro primer contrato, el dinero tenía que habértelo dado yo. Pero no ha sido posible, como ya has visto. ¿Cuánto te han dado?
—Según la moneda antigua, mil táleros.
—Estoy pensando precisamente que necesitas un buen caballo para tu granja.
—Sí.
—Sé de uno con el que saldrías del paso. El alguacil que está a las órdenes del delegado nuevo, Heyerdahl, deja arruinar su granja; el viajar y embargar le entretienen más. Ha vendido ya la mitad del ganado y ahora quiere deshacerse también del jaco.
—Hablaré con él —prometió Isak.
Con un amplio gesto de la mano, Geissler ponderó:
—Todo pertenece al margrave. Tienes casa, ganados, buenos cultivos… Nadie podría reducirte al hambre…
—No; tenemos todo lo que Dios ha creado.
Geissler rondó unos momentos más por el patio y, de pronto, se decidió a entrar.
—¿No podrías hoy también —pidió a Inger— darme un poco de vuestra ración? Un par de aquellos bizcochos, pero sin mantequilla ni queso encima, que se bastan solos por lo sustanciosos. No quiero llevar más carga.
Después volvió a salir al patio. En su cerebro se albergaban toda clase de ideas. Sentose a la mesa en la parte nueva de la casa, y empezó a escribir. Como lo tenía bien meditado, no necesitó mucho tiempo para acabar. Explicó a Isak que se trataba de una solicitud al Gobierno. Al Ministerio del Interior. Y concluyó:
—¡Son tantas las cosas que me ocupan!
No bien le hubieron preparado las provisiones para el viaje, a punto de decirle adiós, observó, como si se le ocurriera de pronto:
—A propósito; la otra vez, al marcharme, olvidé… Sí; debí olvidarlo… Había sacado de la cartera un billete, pero distraídamente, lo metí luego en el bolsillo del chaleco. Después, lo encontré. ¡Tengo tantos asuntos…!
Y poniendo algo en la mano de Inger, se marchó.
Sí. Se marchó Geissler, al parecer, visiblemente animado. No había fracasado, ni mucho menos, y vivió aún largos años; y volvió aún varias veces a Sellanraa; y muchos días más tarde murió. A su muerte, la gente de Sellanraa le echó de menos. Isak hubiera querido consultarle respecto a Amplia Vista, pero le había faltado el tiempo.
Seguramente, Geissler no le hubiera aconsejado la compra de aquella granja abandonada, la compra de tierras yermas para un oficinista como Eleseus.