¡Cómo habían cambiado las cosas en Sellanraa! ¡Nada recordaba aquellos primeros tiempos! Ahora eran varias las construcciones levantadas; había un taller de aserrar y un molino, y los terrenos, un día yermos, aparecían convertidos en bancales y campos sabiamente cultivados. Y otras transformaciones se realizarían pronto. Pero acaso lo más de admirar era la misma Inger, cambiada otra vez por completo, trabajadora y capaz.
La crisis del último verano no había podido vencer de pronto su ligereza; tuvo, al principio, algunas recaídas, y empezó a no hablar tanto del establecimiento y de la catedral de Drontheim. ¡Cosas inocentes, desde luego! Se quitó el anillo y se alargó la falda, desenfadadamente como en otros tiempos. Más reflexiva, más reposada, no recibía tantas visitas, porque su reserva iba alejando a las muchachas y a las casadas aldeanas. No era propio de aquellos parajes solitarios el continuo reír y charlar; la alegría también tiene sus límites.
Trae cada estación sus encantos, pero son invariables los profundos e inconmensurables acentos del cielo y de la tierra, y aquel sentirse circundado, aquella penumbra apacible del bosque, aquella amabilidad de los árboles… Todo es, a la vez, grave y blando, y no hay pensamiento que no surja allí. Al norte de Sellanraa se extendía un estanque, una balsa, no más grande que un acuario, en el que evolucionaban peces minúsculos, que no crecían nunca; allí vivían y morían inútiles para todo, Señor, lo que se dice para todo. Una noche Inger atendía al son de los cencerros de las vacas. De pronto, oyó un canto en el acuario, un cántico débil, apenas perceptible, como un susurro que se apaga. La canción de los peces minúsculos.
La situación en Sellanraa resultaba tan favorable para sus moradores, que cada otoño y cada primavera podían contemplar el paso de las bandadas de gansos salvajes y oír su llamada y reclamo en las alturas, como un hablar confuso. Ya desaparecidas las aves, hubiérase dicho que el mundo volvía a hablar. Una especie de debilidad parecía sobrecoger a los moradores de Sellanraa que volvían a su labor, no sin antes aspirar el aire a pleno pulmón; parecía que les había rozado un soplo del más allá. Rodeábanles prodigios continuamente. En invierno, las estrellas y las auroras boreales; un firmamento en llamas, o un incendio allá junto a Dios. De tarde en tarde, oían también retumbar el trueno, sobre todo en otoño. Hombres y bestias se sentían sobrecogidos bajo aquel fenómeno sombrío y solemne. Las bestias que pacían en el prado cercano se arrimaban y permanecían inmóviles, cuerpo contra cuerpo. ¿Qué escuchaban? ¿Aguardaban el fin del mundo? Y las personas se detenían y bajaban la cabeza. ¿Qué esperaban en tal actitud?
¡La primavera! ¡Ah, sí! ¡Aquella prisa, aquel júbilo y encanto! ¡Pero el otoño…! Este oprimía el ánimo a aquella gente que temía la oscuridad y se amparaba en el rezo de la oración del crepúsculo, y todos se convertían en visionarios, y pretendían oír presagios. Salían, a veces: los hombres, tal vez, para entrar leña, las mujeres, para recoger el ganado que ahora iba como loco en busca de setas; y todos volvían con el corazón rebosante de misterios. ¿Habrían pisado inadvertidamente una hormiga, que quedaba con la mitad posterior de su cuerpo pegada a la tierra, de modo que no podía seguir adelante? ¿O bien, al pasar demasiado cerca de un nido de pollas de las nieves, la clueca les había atacado silbando? Ni siquiera los hongos, los grandes hongos que llaman de las vacas, dejaban de tener su significación. No es que las personas se queden rígidas y sin color al verlos. Esos hongos no florecen ni se mueven, pero hay en ellos algo de imponente; participan de lo monstruoso, son un pulmón desnudo que tuviera vida por sí solo.
Inger acabó por ser presa de la melancolía; la soledad la oprimía y creció en ella la piedad. ¿Podía evitarlo acaso? Nadie puede evitarlo en aquellos parajes desiertos en los cuales no impera únicamente lo terrenal, sino también la devoción y el temor de Dios, y mucha superstición. Inger creía, con más motivos que otros, que había de estar preparada para el castigo del Cielo, que no dejaría de venir. Sabía que Dios vagaba en las noches por todos aquellos lugares, y que sus ojos perspicaces la encontrarían sin remedio. No cabían grandes enmiendas en una vida cotidiana como la suya. Pero podía al menos esconder su sortija en el fondo del baúl; y escribir a Eleseus que también se corrigiera. Por lo demás, poco podía hacer, a no ser trabajar con mayor ahínco y no concederse descanso. Sí; algo más cabía que hiciera: cubrir su cuerpo con vestidos muy sencillos, y solamente los domingos, para que se viera la diferencia, se pondría al cuello una cinta de seda azul. Esta ficción de pobreza era una especie de filosofía estoica, una forma de humillación. La cinta de seda que Inger se ponía el domingo no era nueva; provenía de una gorra que a Leopoldine se le había quedado pequeña, estaba descolorida, y, para hablar claro, algo sucia. Y ahora la usaba Inger como modesto adorno dominguero. Iba muy allá Inger en esta ostentativa ficción de pobreza. ¿Hubiera tenido más mérito de haberse visto obligada a llevar tan humildes prendas? ¡Dejémosla en paz, que bien se lo merece! Excedíase en el cumplimiento de sus obligaciones. Había dos hombres en la hacienda, pero Inger esperaba a que hubieran salido y empezaba ella misma a aserrar la madera. ¿A qué todo ese castigo? Ella era un ser insignificante, ordinarias sus facultades, y sin importancia ni su existencia ni su muerte más allá del círculo reducido en que se movía; en este era la primera, y se creía merecedora de todo el castigo que se empeñaba en soportar.
—Sivert y yo hemos hablado —le decía el marido—, y no nos gusta que hagas más de lo que puedes, aserrando nuestra madera.
—Lo hago en descargo de mi conciencia —replicaba Inger.
—¿De tu conciencia?
Isak volvía a sus cavilaciones. Era ahora un hombre de bastante edad, lento en sus decisiones, pero firme cuando, finalmente, exponía su punto de vista. Muy poderosa debía ser la conciencia para que llegara a obrar una transformación tan completa en Inger. Lo cierto es que su conversación influyó en Isak, le contagió y se volvió meditabundo y dócil. El invierno fue muy duro, insoportable casi; Isak buscaba la soledad, el retiro. Para no mermar demasiado su bosque, había adquirido de los bosques del Estado, en la frontera sueca, varias docenas de buenos troncos. No quiso que nadie le ayudara a derribarlos, prefería estar solo, y mandó a Sivert que se quedara en casa para vigilar que la madre no se esforzara en demasía.
En los días cortos de invierno, negra la noche aún, Isak se dirigía al bosque, y no regresaba a casa hasta ya oscurecido. No siempre lucían la luna y las estrellas, y muchas veces, al volver, hallaba borradas bajo la nieve las huellas de sus pasos y le era difícil no desviarse del camino. Y una noche tuvo una aventura.
Llevaba recorrido un buen trecho hacia su casa y veía ya a Sellanraa a la claridad de la luna; Sellanraa se alzaba bello y hermosamente alineado, pero pequeño, allá en la falda del monte. Bajo la nieve casi parecía un caserío subterráneo. Ahora que Isak volvía a disponer de madera, tanto Inger como los hijos habrían de maravillarse de su empleo y del fantástico edificio a que pensaba destinarla. Dispuesto a descansar para no llegar a casa rendido, se sentó en la nieve. Ancho silencio en derredor; Dios sea loado por tal silencio, que tiene su propio ambiente reflexivo y sólo sirve para bien. Isak no es más que un colono, y contempla su hacienda, donde le queda aún terreno que labrar. Ya en pensamientos rompe grandes piedras y emplea su probado talento en desecar los campos. Sabe que allí se extiende todavía una honda faja pantanosa —que ha de drenar— donde abunda el metal; cada charco tiene a flor una epidermis metálica. Con la vista reparte el suelo en rectángulos, sobre los cuales tiene sus planes: hacerlos verdes y fructíferos. Ver convertida en tierra de labor el yermo significaba para él orden y derecho, a más de ser un goce.
Se puso en pie; no muy dispuesto, como confuso. Carraspeó. ¿Había sucedido algo? No, nada; es que había descansado un poco. Pero frente a él ve algo, un ser, un espíritu, como seda gris… No; no es nada. Se sintió confuso, dio un paso corto, inseguro, fue derecho hacia una mirada, una gran mirada, dos ojos… Al mismo tiempo, los álamos vecinos empiezan a susurrar, a hablar entre sí. Es sabida la manera malévola y molesta del murmullo del álamo. Isak no lo había oído nunca más ingrato, y sintió recorrerle la médula un escalofrío. Adelantó la mano, en el gesto de decir algo, con el movimiento más inseguro que jamás hiciera.
Pero ¿qué es lo que se le ponía delante? ¿Tenía forma siquiera? Toda su vida había jurado Isak que existía un poder más alto, y hasta lo había visto; pero lo de ahora no se parecía a Dios… ¿Tal vez sería el Espíritu Santo? ¿A qué su presencia allí, en el ancho campo? Dos ojos, una mirada, y nada más… ¿Sería para llevárselo, para llevarse su alma? Bueno. Un día u otro había de suceder; sería bienaventurado e iría al cielo.
Isak estaba atento a lo que iba a acontecer. Un escalofrío recorría su cuerpo. La aparición exhalaba un aire frío, helado. Era, sin duda, el demonio. Pero ¿qué es lo que buscaba allí? ¿En qué había cogido a Isak? No era para enfadarle aquel propósito de preparar las tierras para el cultivo. No se le ocurrían otros pecados al cansado trabajador, que volvía del bosque y se encaminaba hacia su casa, todo con buen fin.
Dio otro paso, pero no muy largo, y retrocedió inmediatamente. Como la aparición no se apartaba, Isak, desconfiado, empezó a fruncir el entrecejo. Si era el diablo que lo fuera; su poder no era infinito. Lutero lo había casi matado una vez, y muchos otros lo habían ahuyentado con la señal de la cruz y el nombre de Jesús. No es que desafiara el peligro, pero desechó la idea de su posible muerte y bienaventuranza, avanzó dos pasos hacia la aparición, se santiguó y exclamó: «¡En nombre de Jesús!». ¿Y ahora? Fue como si su misma voz le hiciera volver en sí, y vio a Sellanraa sobre la ladera. Ya no susurraban los álamos, y los dos ojos habían desaparecido.
Sin pretensiones de desafiar el peligro, siguió decidido su camino; pero al pisar el umbral de su casa carraspeó vigorosamente, y muy aliviado entró en la habitación, alta la frente, como un hombre, aún más: como un héroe.
Inger demostraba extrañeza y quiso averiguar el motivo de su palidez de muerto.
Isak no negó que se había topado con el diablo. Inger le preguntó:
—¿Dónde?
—Allá arriba. Precisamente, enfrente de la casa.
Inger no se mostró envidiosa. Ni siquiera le alabó, pero su semblante no reflejaba tampoco nada de dureza o agresión. Y eso que en los últimos días su ánimo se había serenado, y, fuesen cuales fuesen los motivos, se había vuelto más amable. Se limitó a preguntar:
—¿Y era el mismo diablo?
Isak reforzó con un movimiento de la cabeza la afirmación de que, por lo que había podido ver, efectivamente se trataba del diablo mismo.
—¿Y cómo te lo has quitado de delante?
—Me lancé hacia él en nombre de Jesús.
Inger movía la cabeza, asombradísima, y tardó un rato en poder poner la mesa.
—De todos modos —le dijo a Isak—, será mejor que no vayas más al bosque solo.
Ella se preocupaba por él y esto le hacía bien. Pero hizo como si su valor fuera el de siempre, y no le importara ir solo o acompañado. Lo hacía para no asustar a Inger con su desagradable encuentro. ¿No era él el cabeza de familia y el amparo de todos?
Inger, conociendo bien lo que pensaba, dijo:
—Bien veo que no quieres asustarme. Pero Sivert debería acompañarte.
Isak sonreía desdeñosamente.
—Podrías ponerte malo en el bosque, o qué sé yo, últimamente tu salud no es tan buena.
Isak volvió a sonreír despectivamente. ¿Enfermo? Cansado y deslomado, sí. ¡Pero, enfermo! No admitía que Inger le pusiera en ridículo; estaba sano como siempre y comía, bebía y dormía igual que antes. Estaba incurablemente sano. Una vez un árbol, en el momento de venirse abajo, le arrancó una oreja; pero Isak la colocó en su sitio, y la mantuvo día y noche sujeta a la cabeza por medio de la gorra, hasta que arraigó de nuevo. Contra las indisposiciones internas tomaba regaliz cocido en leche caliente, es decir, brea que compraba en la tienda y que le provocaba un sudor favorable. Era un remedio probado: el «theriak» de los antiguos. Si se hería una mano, la ponía debajo del chorro del agua y luego echaba sal encima; en pocos días estaba curado. Nunca había entrado el médico en Sellanraa.
No; Isak no estaba enfermo. Un encuentro con el diablo, al fin y al cabo, podía tenerlo el más sano. La peligrosa aventura, lejos de acarrear malas consecuencias, diríase que más bien le había fortalecido. Cuando el invierno tocaba a su fin, y la primavera ya no parecía infinitamente lejana, el varón y jefe de familia se iba sintiendo como una especie de héroe: «Yo soy entendido en esto; hagamos lo que digo, que si es necesario, hasta conjuro al mismísimo diablo».
Había pasado la Pascua. Los días eran más largos y más despejado el cielo; los troncos abatidos habían sido ya acarreados; todo lucía, y las personas respiraban después del invierno soportado.
Inger, recobrado a tiempo su buen humor, era de nuevo la primera en reanimarse. Tenía motivos de satisfacción: le nacería pronto un nuevo hijo. Todo se allanaba en su existencia, todo le salía bien. ¡Qué misericordia tan infinita, después de tanta culpa! La felicidad la perseguía. Cierto día Isak notó algo.
—Creo que, en verdad, hay novedad —dijo.
—¿Cómo es posible?
—Sí, alabado sea Dios —respondió ella—. Es cosa segura.
Ambos estaban sorprendidos. Cierto que Inger no era demasiado vieja, y que Isak sólo tenía unos pocos años más; pero así y todo, otro hijo… La pequeña Leopoldine iba ya, a veces por largas semanas, a la escuela de Amplia Vista, de modo que no tenían criaturas en casa, y la misma Leopoldine era toda una mocita.
Isak dejó pasar unos días, y el sábado inmediato se puso animosamente en camino para el pueblo, de donde regresaría el lunes por la mañana. Calló el motivo de la salida. Y he aquí que volvió con una criada. La llamaban Jensine.
—¡Vaya ocurrencia! —exclamó Inger—. No necesito muchacha.
Isak replicó que nunca como ahora la necesitaba.
De todos modos, tan bonita le pareció a Inger la idea de Isak, tan salida del corazón, que estaba conmovida y avergonzada a la vez. La muchacha era hija del herrero. Se quedaría durante el verano, y luego verían.
—Además he telegrafiado a Eleseus.
A Inger le dio un vuelco el corazón. ¿Telegrafiado? ¡Qué modo el de Isak de abrumarla de atenciones! Hacía largo tiempo que su mayor pena era tener a Eleseus lejos, en la pérfida ciudad. Le había escrito hablándole de Dios Nuestro Señor, y de cómo su padre iba envejeciendo, y de que la hacienda prosperaba más cada vez; le decía que Sivert, el hijo menor, llamado a ser el heredero del tío Sivert, no podía con todo. Y, por si acaso, le había incluso mandado el dinero para el viaje. Pero Eleseus se había convertido en un «ciudadano» y no echaba de menos la vida campesina. Respondió, preguntando lo que tendría que hacer, aproximadamente, en el campo, y añadió si era cosa de echar por la borda los conocimientos adquiridos. «Por mi parte —escribía— no siento afición al campo. Si puedes mandarme alguna tela para ropa interior, no tendré necesidad de contraer deudas». ¡Con qué afán la madre le mandó y le volvió a mandar lo que pedía! Pero cuando volvió en sí y se hizo tan piadosa, se descorrió el velo de sus ojos, al comprender que Eleseus revendía la tela bajo cuerda, y empleaba el dinero en gastos de otra índole. El padre, no menos advertido, lo entendió también así; pero no habló palabra de su sospecha, pues sabía que Eleseus era el preferido de su madre, que por él lloraba, y movía la cabeza bajo la pesadumbre de sus pensamientos. Las piezas de doble lado de tela desaparecían. Isak estaba convencido de que no hay hombre en el mundo que necesite tanta ropa blanca. Como jefe de familia creyó que le incumbía intervenir. Un telegrama por medio del tendero del pueblo resultaba caro; pero, en primer lugar, haría al hijo mucho más efecto, y por otra parte, resultaría algo extraordinario para Isak el poder comunicárselo a Inger al regreso.
Por el camino de vuelta llevaba Isak a cuestas el baúl de la muchacha, y se sentía tan orgulloso y lleno de secretos como el día en que había traído el anillo para Inger.
Siguió una época magnífica, en la cual Inger no sabía qué hacer por ser útil, laboriosa y buena. Como en otros tiempos, decía a su marido:
—¡Puedes con todo! —O bien—: ¡Te matas trabajando! —Y de nuevo—: No; lo que es ahora entrarás para tomar algo. —Le preguntaba en tono de lisonja:
»Quisiera saber qué intenciones tienes con esas vigas. ¿Qué es lo que vas a construir?
—Pues no lo sé todavía a punto fijo —respondía él, dándose enorme importancia.
Era como en otros tiempos. Después del nacimiento —fue una niña robusta y bien conformada—. Isak tendría que haber sido una piedra o un perro para no estar agradecido a Dios. Pero ¿qué es lo que iba a ocurrir? Algo que moviera a Oline a sus chismorreos. Otro cuerpo anexo a la casa, una habitación más; porque Sellanraa era ahora una familia numerosa, y tenían una sirvienta, esperaban la vuelta de Eleseus, y una hijita venía a aumentar la prole. Lo que fue recibidor se convertía ahora en dormitorio; no había otro recurso.
Como era natural, Isak tuvo que satisfacer, por fin, la curiosidad de Inger; si bien, por los frecuentes cuchicheos tenidos con Sivert, no parecía ella desconocer del todo el secreto. Hizo, no obstante, como si se sorprendiera:
—¿Lo dices formalmente?
Y él, a punto de reventar de dicha:
—Si me das tantos hijos, bien he de procurar cobijarlos.
Isak y su hijo Sivert rompían sin tregua las piedras para la pared maestra, y el uno no desmerecía del otro en la tarea. Lozano y firme el uno en su entera mocedad, pronto en comprender y oportuno en la selección de las piedras; y el otro, viejo, tenaz, con sus largos brazos, metiendo la palanca con vigor formidable. Una vez ejecutado alguno de sus alardes, solían resollar gozosos y charlar alegremente sin menoscabo de su natural reserva.
—Brede está dispuesto a vender —decía el padre.
—Sí —respondía el muchacho—. Quisiera saber cuánto pide.
—Sí. ¿Cuánto pedirá? ¿No has oído nada?
—No; calla. Sí, doscientos.
Reflexionaba el padre un rato, y luego decía:
—¿Qué te parece? ¿Sería una buena piedra angular esta?
—Todo depende de que podamos cortarla sin que se quiebre —respondía Sivert.
Y, levantándose presuroso, alargaba al padre el martillo de ajustar y él empuñaba el otro. Rojo, y notando el calor en el cuerpo entero, erguíase en toda su estatura, y hacía zumbar el martillo en un golpe certero; erguíase de nuevo, y lo dejaba caer. Veinte golpes iguales, veinte estallidos… No economizaba herramientas ni esfuerzo, y su labor era eficaz: la camisa se le salió por encima de la cintura y descubría la piel del vientre; a cada golpe se erguía sobre las puntas de los pies, para dar mayor impulso al martillo. ¡Veinte golpes!
—Vamos a ver —decía el padre.
Parábase el hijo para preguntar:
—¿Se ha agrietado?
Los dos se echaban al suelo y examinaban la pícara piedra. No, no se había hendido.
—Voy a probar con el martillo yo solo —decía el padre, irguiéndose él a su vez.
Y trabajaba rudamente, solo, empleando toda su fuerza. Calentábase el martillo, cedía el acero, la pluma con la cual Isak escribía su vida se embotaba.
—Se escapa del tallo —decía, refiriéndose al martillo. Y cesaban los golpes—. Yo tampoco puedo más.
Pero no estaba convencido de lo que decía.
Aquel padre, un coloso de vasta presencia, pacienzudo y benévolo, cedía a su hijo el último golpe que hendiría la piedra. Quedó rota en dos pedazos.
—Has hecho alguna trampa —decía Isak.
Carraspeó, y pasó a otra cosa:
—De Amplia Vista se podría sacar algún provecho.
—También lo creo así.
—Bastaría practicar unas zanjas y excavar el pantano.
—La casa necesita algún arreglo.
—Desde luego; hay mucho que trabajar allí, pero… ¿has oído decir a tu madre si va a ir a la iglesia el domingo?
—Sí, hablaba de ir.
—Bien. Pero, acércate; vamos a ver si damos con una piedra grande, capaz para el umbral de la nueva habitación. ¿No has visto ninguna que convenga?
—No —respondió Sivert.
Y seguían trabajando.
Al cabo de unos días convinieron en que tenían piedras bastantes.
Era un viernes por la tarde. Sentáronse para recobrar aliento y charlaron un rato.
—¿Y si hablásemos ahora un poco de Amplia Vista…? —propuso.
—¿Por qué? —preguntó Sivert—. ¿Qué íbamos a hacer con Amplia Vista?
—¡Qué sé yo! Hay al menos allí la escuela. Amplia Vista ocupa el centro.
—Sí; ¿y qué? No sabría qué emprender allí. No vale para nada. ¿Se te ha ocurrido hacer algo? —interrogó Sivert.
—No —respondió el padre—. Pienso en Eleseus. A lo mejor podría trabajarlo él.
—¿Eleseus?
—Sí; pero, no sé…
Larga reflexión por ambas partes. Luego, el padre recoge las herramientas y se encamina hacia la casa.
—Creo que debieras hablar con él de eso —dice Sivert finalmente.
Y el padre termina con estas palabras:
—Tampoco hoy hemos conseguido dar con la piedra apropiada para el umbral.
El día siguiente, un sábado, tuvieron que madrugar para llegar puntualmente a la iglesia con la niña, atravesando la sierra. Jensine, la sirvienta, iba en la comitiva, y tenían ya una madrina. Los demás, parientes de Inger, subirían de la otra vertiente de los montes.
Inger estaba muy bonita con su vestido de algodón que había cortado y cosido ella misma, realzado con unas cintas que rodeaban su garganta y las muñecas. La recién nacida, de blanco, con bordes de seda azul, todo nuevo, era una criatura extraordinaria. Sonreía, gorjeaba y demostraba curiosidad cuando el reloj de la habitación daba las horas. El padre había escogido el nombre, como era su derecho, y quería usar de él. Vaciló entre Jacobine y Rebecca, nombres entrambos que tenían alguna relación con el de Isak. Finalmente, había ido a Inger, temeroso y, después de carraspear, le dijo:
—¿Y si le pusiéramos Rebecca?
—Sí, sí —respondió Inger.
Cuando Isak oyó esta afirmación, se sintió revestido de toda su importancia varonil, y dijo bruscamente:
—Si algún nombre le hemos de dar, la llamaremos Rebecca. Yo respondo de ello.
Y, naturalmente, por cumplir debidamente y, asimismo, para llevar a la niña, quiso asistir con los demás a la iglesia. ¿Cómo iba a faltarle a la pequeña Rebecca una lucida comitiva? Isak se había recortado la barba, y, como en los años floridos, llevaba una camisa roja. Pese al rigor del verano, Isak vestía un traje de invierno, por ser el más nuevo y de buen ver. Mas como no era hombre que se hiciera esclavo de la prodigalidad ni de las apariencias, para hacer la ruta por aquellos montes calzose un par de aquellas botas de siete leguas que usaba.
Sivert y Leopoldine se quedaron en casa.
Atravesaron el lago montañero en el bote, lo cual les evitó el rodeo que antes era forzoso dar. Estando en medio del lago, al dar el pecho Inger a la niña, Isak vio colgado del cuello de la madre algo que relucía, pendiente de una cintilla. ¿Qué sería? En la iglesia advirtió que Inger llevaba puesto el anillo de oro. ¡Qué Inger! ¡No había podido resistir la tentación!