XV

En su conjunto, aquella noche era memorable. Era la crisis. Inger, que de un tiempo acá se había salido de la senda, con ser alzada de un golpe por encima del suelo, volvía a ocupar su lugar. Ni el uno ni el otro hablaron otra vez de lo sucedido. Aquel tálero, bien poco dinero al fin, y que el mismo Isak destinaba ya a Eleseus, le avergonzaba más tarde. ¿No era el tálero tanto suyo como de su mujer? Y llegó un tiempo en que era Isak el humillado.

Vinieron tiempos diversos: Inger había cambiado, al fin. Se fue desprendiendo de su prurito de distinción, y volvía a ser la mujer afectuosa y formal de una hacienda. ¡Que los puños de un hombre logren tanto…! Pero, así hubo de ser, tratándose de una mujer de buen temple, hacendosa, que el mucho tiempo vivido en una atmósfera de artificio había trastornado. Quiso sobreponerse al hombre, pero este se mantenía firme sobre sus plantas. No había abandonado ni por un solo instante su lugar sobre la tierra, sus campos, su hacienda. Era imposible moverle siquiera de su sitio.

El año siguiente fue de sequía, y la cosecha disminuyó, y el ánimo de los hombres decayó un poco. Agostábase el grano en los campos. Lo único que prosperaba eran las patatas. Un poder superior lo dirigía todo, pero los campos se agrisaban.

Un día se presentó el ex delegado Geissler. Por fin. Era extraño que no hubiera muerto, sino que se presentaba de nuevo. ¿A qué vendría?

Muy ligero era su equipaje esta vez.

No venía tampoco cargado de documentos para la adquisición de terrenos. Vestía un traje sencillo y mostraba ya gris el pelo de la cabeza y barba, y bordeados de rojo los ojos. Nadie cargaba sus cosas, sino que llevaba una cartera con documentos; pero no traía ni siquiera un saco de viaje.

—Buenos días —dijo Geissler.

—Buenos días —respondieron Isak y su mujer ¿De viaje otra vez?

Geissler aprobó con el gesto.

—He de darle también las gracias por la visita que me hizo en Drontheim —añadió Inger.

Isak aprobó:

—Los dos le damos muchas gracias.

Pero Geissler tenía la costumbre de no detenerse en cuestiones sentimentales.

—Voy a atravesar la sierra, camino de Suecia —explicó.

Deprimidos como estaban Isak e Inger, por razón de la sequía, reanimábanse al ver en su casa a Geissler; se prodigaron en el recibimiento y consideraron como una dicha el albergarle, agradecidos a todo el bien que les había hecho.

No menos animado se mostraba Geissler; empezó a hablar de todo lo posible, echó una ojeada a los campos e hizo signos de aprobación. Se movía elásticamente y como si llevara encima centenares de táleros. Con él recobró la casa vida y animación; no es que hiciera ruido, pero sí era un buen conversador.

—¡Magnífico sitio el de Sellanraa!, y se va poblando más cada vez la comarca; Isak: cinco granjas he contado, y tal vez haya otras.

—Siete en total; las otras dos no se ven desde el camino.

—Siete haciendas…; pongamos, cincuenta personas. Cada día hay más tierra labrada. ¿No tenéis ya una escuela?

—Sí, la tenemos.

—He oído algo de eso.

—Una escuela emplazada en terreno de Brede, porque está más en el centro.

—¡De modo que Brede coloniza!

Y Geissler se echó a reír despectivamente al decir esto.

—Haces hablar de ti, Isak, y te considero como el verdadero maestro entre todos. Me alegro. ¿No tienes también una aserradora?

—Una aserradora que da para lo que necesito. Más de una viga ha aserrado para los de allá abajo.

—Así va bien.

—Me gustaría oír vuestra opinión, señor delegado, cuando veáis la aserradora, si queréis verla.

Geissler aprobó la idea y como si entendiera en el ramo, se mostró dispuesto a hacerse cargo de lo que era un taller de aserrar.

—¿Tienes dos muchachos? ¿Dónde está el otro? ¿En la ciudad? ¿En un despacho, probablemente? ¡Hum…! Pero este otro es todo un hombre. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Sivert.

—¿Y el que está en la ciudad?

—Eleseus.

—¿En el despacho de un ingeniero? ¿Qué aprende allí? Se morirá de hambre. Debiera haberse venido conmigo —dijo Geissler.

—¡Ah, sí! —respondió Isak, por cortesía.

Geissler le causaba lástima. No tenía el buen señor aspecto de poder socorrer a los demás; tal vez le era difícil atender a sus propias necesidades. Su traje estaba raído, deshilachado en las bocamangas.

—¿No le convendría ponerse unas medias secas? —preguntó Inger, ofreciéndole un par de las de su uso, unas medias flamantes, acanaladas, de sus buenos tiempos.

—No; gracias —dijo Geissler evasivamente a pesar de venir, seguramente, con los pies calados.

»Mejor habría sido que se viniera conmigo —insistió, refiriéndose a Eleseus—. Le podría ayudar muy eficazmente —añadió, sacando del bolsillo una tabaquera de plata y poniéndose a juguetear con ella; tal vez el único objeto valioso que de otros tiempos le quedaba.

Pero Geissler necesitaba estar en actividad constante, y no se detenía en una misma cosa. Se metió la tabaquera en el bolsillo y empezó otro tema.

—¡Qué mal aspecto tienen los prados! Antes he creído que era la sombra. ¿Es posible que este suelo se agoste? Ven conmigo, Sivert.

Levantose de la mesa, puesta todavía, se dirigió a la puerta, dio las gracias a Inger por la comida, y desapareció. Sivert salió con él.

Fueron primero al río. Geissler estuvo observando todo el rato con ojos de experto, y de pronto se detuvo y dijo:

—Aquí.

Y siguieron las explicaciones.

—No puede ser que permitáis que la tierra se abrase de tal modo, cuando tenéis un río capaz de procuraros toda el agua que necesitáis. Mañana la pradera volverá a tener el color verde.

Sivert, asombrado, se limitó a decir.

—Sí.

—Ahora vas a abrir una zanja regular, y a la entrada practicaremos una reguera. Teniendo una aserradora no faltarán un par de tablas. Bien. Ve por la azada y la pala, y empieza aquí mismo. Yo volveré en seguida y señalaré exactamente la dirección.

Corrió de nuevo hacia la casa. Le crujían las botas; tan mojados tenía los pies. Puso a Isak a hacer regueras de madera; era preciso disponer de muchas, y ponerlas donde no fuera conveniente abrir zanjas. Isak intentó objetar que el agua no penetraría tal vez hasta allí, pues el trecho era largo, y que la tierra sedienta absorbería el agua antes de que llegara a los sitios castigados por la sequía. Geissler convino en que durante un rato la tierra sedienta la absorbería, en efecto, pero que, poco a poco, la humedad penetraría más.

—Mañana, a esta misma hora, el campo y la pradera aparecerán de nuevo verdes.

—Bien —dijo Isak. Y empezó a acoplar regueras y más regueras con toda energía.

Geissler volvió al sitio donde había dejado a Sivert.

—Así va bien —le animó—. Puedes continuar así. ¡He visto en seguida que eres un gran muchacho! La línea ha de correr en la dirección de esas estacas. Si das con piedras grandes o moles de roca, las soslayas, pero ha de mantener el mismo nivel. ¿Entiendes? El mismo nivel.

En seguida volvió a Isak.

—Has acabado con una reguera, pero necesitamos seis. ¡Vivo, Isak! Mañana todo reverdecerá y tu cosecha estará salvada.

Geissler se sentó, puso una mano sobre cada rodilla y parecía embelesado; charlaba, y las ideas acudían a su mente con la prontitud del rayo.

—¿Tienes pez en casa? ¿Y estopa? ¡Magnífico! Tienes de todo. Al principio las regueras recalarán, pero luego tirarán bien. Y a lo último, serán impermeables como botellas. ¿Dices que tienes pez y estopa, de los que usaste para el bote? ¿Dónde está el bote?

—Arriba, en el lago.

—También iré a verlo.

¡Oh! ¡Geissler prometía mucho! Era un señor superficial, y ahora parecía más inquieto que nunca; a su alrededor todo tenía que improvisarse, por decirlo así, pero, una vez empezado, se hacía rapidísimamente. Tenía grandes conocimientos, aunque exageraba a veces. Así ahora. Era imposible que campos y praderas recobrasen su verdor en una noche. El caso es que Geissler era rápido en concebir, decidido, y si las cosechas de Sellanraa se salvaban, a ese hombre extraordinario habría que agradecérselo.

—¿Cuántas regueras has terminado…? Son pocas. Cuantas más regueras tenga, más lisa correrá el agua. Si juntas de diez a doce regueras de diez varas de largo, te dará buen resultado. ¿Qué dices? ¿Tienes tablas de doce varas de largo? A trabajar con ellas, y antes del otoño habrás ganado lo que valen.

Luego de esto, Geissler no se dio punto de reposo. Se levantó y corrió hacia Sivert.

—¡Magnífico, Sivert! ¡Ahora va bien! Tu padre está calafateando regueras y juntándolas y tendremos más de lo que he creído al principio. Vete a buscarlas, que vamos a empezar.

Trabajaron como locos durante toda la tarde.

Era el trabajo más enorme en que Sivert tomara parte y ejecutado con una rapidez para él hasta entonces desconocida. Ni el tiempo para entrar a tomar un bocado quisieron hurtar al trabajo. Pero el agua corría. Aquí y allá tenían que cavar más hondo, o bien era preciso poner alguna de las regueras a distinto nivel: ¡pero el agua corría! Anocheció y los tres hombres iban todavía de un lado a otro, haciendo y enmendando, con el serio empeño de llegar al fin anhelado. Cuando el líquido empezó a extenderse por los sitios resecos, un claro destello de gozo alboreó en el corazón de los colonos.

—He olvidado mi reloj. ¿Qué hora es? —preguntó Geissler—. Sí; reverdecerá mañana a esta hora —insistió.

Adelantada la noche, Sivert se levantó para ver los efectos del agua. Encontró a su padre, que también había salido con la misma intención. ¡Qué ansias, Dios mío, y qué acontecimientos en aquellos parajes!

Pero al día siguiente, Geissler durmió mucho y se mostraba cansado; le había abandonado aquella celosa actividad, y ni apetencia tenía de subir a echar una ojeada al bote. Para no pasar vergüenza, llegó hasta la aserradora. Ya no parecía tan interesado en la conducción del agua.

Cuando vio que ni el campo ni la pradera se habían remozado durante la noche, decayó un poco su ánimo; no calculaba que el agua no dejaba de correr y que cada vez llegaba más lejos.

—Posiblemente no podrás ver el efecto hasta mañana —dijo a Isak—. Pero de ningún modo pierdas el ánimo.

Al anochecer se presentó por allí Brede Olsen, cargado con unas muestras de piedra para enseñarlas a Geissler.

—A mi parecer —dijo—, son interesantísimas.

Pero Geissler no quiso ver las piedras.

—¿Es así como practicas la agricultura, rondando en busca de tesoros escondidos? —le preguntó en tono sarcástico.

No estaba dispuesto Brede a recibir lecciones del antiguo delegado, y poniéndose de pronto a tutearle:

—De ti no hago caso —le dijo.

Y replicó Geissler:

—Hoy como ayer, no haces nada de provecho y te ocupas en bagatelas.

—¡Quién habla! —dijo Brede—. ¿Qué has hecho tú en todo ese tiempo? Adquirir allá en el monte una mina que no vale nada, y que allí sigue improductiva. ¡Je, je! ¡Me haces gracia!

Y Brede no se detuvo más; se echó a la espalda la talega, y sin despedirse se volvió a su cubil.

Geissler se sentó, y se le vio engolfado en reflexiones mientras hojeaba unos papeles. Excitado, acaso, por las palabras de Brede, le interesaba ahora la mina de cobre, el contrato hecho y el resultado de los análisis; se trataba de cobre casi puro, cobre negro. Había llegado el momento de acometer la empresa y no entregarse de nuevo al fracaso.

—El motivo que me ha traído aquí —dijo a Isak— es el de poner en orden estas cosas. Tengo el propósito de atraer aquí mucha gente, y montar una gran explotación arriba, en el monte. ¿Qué te parece?

Isak sintió de nuevo lástima, y por eso no le contrarió.

—Esto no puede serte indiferente —prosiguió Geissler—. Subirá aquí mucha gente y habrá actividad, movimiento, estallido de barrenos. No sé si te agradará. Pero, por otro lado, ese incremento de vida en el distrito no podrá menos de recaer en una colocación más ventajosa en los productos lácteos de tu granja. Podrás exigir los precios que quieras.

—Sí —dijo Isak.

—Y ni que decir tiene que, de lo que se gane en la explotación, tú percibirás elevados porcentajes. Será mucho dinero, Isak.

—¡Ya he recibido tanto de usted…! —respondió este.

El día siguiente, Geissler abandonó la hacienda y siguió en dirección hacia Suecia. Cuando Isak se ofreció a acompañarle, dijo, lacónico:

—No; gracias.

A Isak le dolía verle partir tan pobre y tan solo. Inger le había preparado un buen lote de víveres; había elaborado en obsequio suyo unos barquillos, pero distaban de ser como ella hubiera querido. Geissler se negó a aceptar una porción de nata que le pusieron en una botella y una buena provisión de huevos. A Inger le dolió mucho que lo rehusara.

Probablemente a Geissler le contrariaba el despedirse de Sellanraa sin pagar algo, como acostumbraba, por la hospitalidad. Pero fue como si hubiera pagado espléndidamente al decir a la pequeña Leopoldine:

—También hay algo para ti. ¡Toma! —Y con estas palabras le dio su tabaquera de plata—. Puedes lavarla y poner dentro tus alfileres; no es que valga del todo para eso, y si mi casa estuviera más cerca, en un momento tendrías algo mucho mejor: tengo varias cosas…

Allí quedaba la conducción del agua para el riego, como memoria de la visita de Geissler, y día y noche, semana tras semana, hacía reverdecer los campos, ayudaba a desflorar las patatas y a henchir de granos la espiga.

Los colonos de más abajo, aun los más lejanos, subieron para contemplar el prodigio. Subió también Axel Ström, el dueño de Tierra de Luna, el solterón, que tenía que cuidar de todo, sin ama que le ayudara. Aquel día estaba de buen humor; dijo que le habían prometido una moza para el verano, con lo cual tendría una preocupación menos. No dijo el nombre de la muchacha, ni tampoco se lo preguntó Isak; pero, sin duda, se trataba de Barbro, la hija de Brede. Bastaría mandar un telegrama a Bergen, y Axel pondría el dinero, pese a su extremada economía, que rayaba en avaricia.

Era la instalación de riego lo que atraía al colono aquel día. Siguiola de cabo a rabo y le interesó. No tenía en su terreno ningún río caudaloso, pero sí un arroyo; carecía también de tablas útiles para regueras, pero abriría zanjas y aprovecharía el agua, que era lo esencial. Si la sequía continuaba, tendría que acudir al riego. Cuando hubo visto lo que le interesaba, se despidió. Isak y su esposa le instaban a entrar, pero dijo que no tenía tiempo, porque se proponía dar los primeros golpes de azada aquella misma tarde. Y se marchó.

¡Era un hombre distinto de Brede! A Brede le ha faltado tiempo para ir de un lado a otro, chismorreando a propósito de la instalación de riego de Sellanraa.

—No sirve de nada estar tan aferrado al terruño —decía—. Ved por ejemplo, a Isak, que, después de abrir tantas zanjas para desecar, ahora se ve obligado a regar de nuevo.

Isak era paciente, pero a menudo deseaba verse libre de aquel charlatán de las inmediaciones de Sellanraa. Brede, en su cargo oficial de inspector de la línea telegráfica, había sido amonestado varias veces por su negligencia, y una vez más ofrecieron el cargo a Isak. No; Brede no se ocupaba del telégrafo, sino de los metales que podría haber en las montañas; esto se había convertido para él en una verdadera manía, una idea fija.

Llegaba con frecuencia a Sellanraa con la noticia de haber encontrado el tesoro. Movía después la cabeza, y añadía:

—Ahora no digo más, pero no niego que lo que he encontrado es de gran importancia.

Derrochaba tiempo y fuerzas completamente en vano. Al llegar a su casa, fatigado, echaba al suelo el saquito lleno de muestras de piedras y, entre resoplidos, protestaba de que nadie ganaba un jornal tan duro como el suyo por el mero sustento. Cultivaba algunas patatas en terreno pantanoso, guardaba la hierba alta, que medraba espontáneamente alrededor de la casa… y esta era toda su labor. Seguía un mal camino y forzosamente acabaría mal. El tejado de turba de su casa estaba deteriorado y la escalera de la cocina podrida de goteras; una pequeña piedra de afilar yacía en el suelo, y el carruaje se eternizaba al raso.

Si en algo era feliz, consistía esta felicidad en que no le atosigaban tales fruslerías. Si los chicos hacían rodar la piedra amoladora, aquel padrazo les disculpaba y algunas veces hasta se ponía a jugar con ellos. Carácter débil y perezoso, sin seriedad, desconocedor de lo que es el esfuerzo; carácter flojo, falto del sentido de responsabilidad, hallaba siempre una salida para procurarse el sustento como fuese; y así vivía con los suyos, hambreando; así vivían. Naturalmente, el tendero no podía sostener a Brede y su familia; se lo había dicho varias veces, y la última en tono muy serio. Brede convenía en que no le faltaba razón y prometió arreglarlo: vendería su terreno, seguramente con ventaja, y pagaría al tendero.

Estaba decidido a vender hasta con pérdida. ¿Qué iba a hacer con un terreno propio? Echaba de menos el pueblo, la despreocupación, los chismorreos, la tienda, en vez de apetecer la paz del trabajo y de prescindir del gran mundo. ¿Cómo olvidar las fiestas de Navidad con el árbol rutilante de luces? ¿O la fiesta nacional del Siete de Mayo, o los Bazares Benéficos? Su placer preferido era la charla con la gente, a propósito de cualquier cosa, y enterarse de novedades; pero en medio de aquellas tierras pantanosas, ¿con quién podría charlar? Antes, Inger, de Sellanraa, parecía dispuesta a charlar, pero ahora había cambiado y apenas hablaba. Además, Inger había estado en la cárcel y él ostentaba un cargo público, y no parecían bien aquellas relaciones.

Por su propia culpa se veía arrinconado por haberse ido del pueblo. Ahora le daba envidia que el delegado tuviera otro alguacil y el doctor otro cochero; había dejado a los que le necesitaban, y ellos, al no tenerle a mano, podían prescindir de él. ¡Pero, qué alguacil y qué cochero! ¡Bien mirado, deberían venir a buscarle otra vez, a él, a Brede, con coche y caballo para que no se molestara siquiera en regresar a pie al pueblo!

Quedaba el caso de Barbro. ¿Qué motivo le indujo a pretender colocarla en Sellanraa? Fue después de madurado acuerdo con su mujer. Si la cosa iba bien, la muchacha tendría allí un porvenir halagüeño en perspectiva, y, tal vez, no solamente ella, sino toda la familia Brede. El cargo de ama de llaves en la casa de los dos oficinistas de Bergen ya era algo, pero Dios sabe cómo acabaría aquello para Barbro. Bonita ella, tendría en Sellanraa, donde había dos hijos, más probabilidades de prosperidad. Mas al notar Brede el fracaso de este plan, ideó otro. En el fondo, el llegar a emparentar con Inger, que había estado en presidio, no era tan apetecible. Por otra parte, había aún otros muchachos que los Sellanraa. Uno de ellos, Axel Ström con sus campos y su choza; buen trabajador y ahorrador, que iba prosperando, adquiriendo tan pronto unas reses como otros bienes, y que no tenía mujer en casa que le asistiera.

—Te aseguro que con la Barbro —le dijo Brede un día—, tendrás toda la ayuda que te hace falta. Aquí puedes verla en fotografía.

Pasaron un par de semanas y llegó Barbro, en plena recolección del heno. Axel, ocupado en segar por la noche y en volver lo segado durante el día, recibió a Barbro como llovida del cielo. Ella demostró que no desdeñaba el trabajo: fregaba la vajilla, lavaba la ropa, cocinaba, ordeñaba y aún ayudaba a rastrillar y acarrear el heno. Axel decidió asignarle un buen jornal, y, por lo tanto, aún saldría ganando.

Era algo más que la fotografía de una muchacha bonita. Esbelta y flexible, con la voz un poco velada, daba pruebas de sensatez y experiencia en muchas cosas. Axel no comprendía la causa de la demacración de su rostro.

—Debería reconocerte, pero no eres parecida al retrato.

—Es el efecto del viaje —respondió— y también el aire de la ciudad.

Pero no tardó en redondearse y recobrar su cara bonita.

—Créeme —decía a Axel—, el viaje y la atmósfera de la ciudad se la comen a una viva.

Y, aludiendo a los estímulos que existían en Bergen, confesaba:

—Allí es preciso andar muy precavida.

De tema en tema, la conversación la llevó a instar a Axel a que se suscribiera a un diario de Bergen, y así, al mismo tiempo, ella se enteraría de lo que sucede en el mundo. Serían cosas que echaría de menos en aquella soledad: la lectura, el teatro y la música.

Como el verano había sido próspero para Axel Ström, gracias a la ayuda obtenida, se suscribió al periódico y aguantó también a la familia Brede que iba a su choza y comía y bebía allí a satisfacción. Y es que Axel tenía empeño en contentar a su sirvienta. Nada tan placentero como aquellos crepúsculos estivales en que la muchacha rasgueaba la guitarra y cantaba con aquella voz un poco velada. Axel llegaba a conmoverse al oír las lindas canciones forasteras, dándose cuenta de que había alguien a su lado, que le arrullaba con su voz.

Hasta el fin del verano tuvo ocasión de conocer otros lados de Barbro, pero, en general, estaba satisfecho, aunque ella no dejaba de tener sus caprichos, y sus réplicas eran prontas, demasiado prontas, algunas veces. Aquel sábado en que Axel tuvo que bajar al pueblo, a ver al tendero, la Barbro no debería haber abandonado la casa y el ganado y dejarlo todo por hacer. El motivo de ello fue una ligera disputa que había tenido con Axel. ¿A dónde había ido? A casa de sus padres, nada más, a Amplia Vista. Cuando Axel regresó, de noche, Barbro no estaba. Él se cuidó de las bestias, cenó y se acostó. Barbro se presentó por la mañana.

—He querido recordar —dijo en tono burlón— cómo se siente una en una casa con suelo de tablas.

Axel no se atrevió a responder duramente, porque su casa era sencillamente de turba, con el suelo de arcilla; limitose a responder que también él disponía de unas tablas, y que la casa luciría también algún día un pavimento más confortable. Pareció que esto la hizo recobrar su formalidad; no, mala no era la Barbro. Con todo y ser domingo, salió presurosa, cogió en el bosque un haz de ramas de enebro y las esparció luego por el suelo de la habitación para adornarlo.

En vista de aquella bondad, Axel se decidió a sacar el pañuelo que había comprado el día antes en el pueblo. Su idea había sido dárselo a cambio de algo valioso. Barbro quedó encantada, se lo probó en seguida y le preguntó su opinión. ¡Oh! Le caía muy bien; pero es que hasta una mochila que se echara a la cabeza le sentaría favorablemente. Ella se echó a reír, y, queriendo corresponder a su amabilidad, dijo:

—Más que si llevara sombrero iré satisfecha a la iglesia y a comulgar con este pañuelo. En Bergen todas llevábamos sombrero con excepción de las sirvientas llegadas del campo.

Reinaba la más perfecta amistad. Cuando Axel sacó el periódico que había recogido en Correos, ella se sentó y leyó las últimas noticias del gran mundo lejano, que la enteraban del asalto de una platería en la calle de la Playa; de una riña entre gitanos; del cadáver de un niño, envuelto en un jirón de camisa, que había aparecido en las aguas del fiordo.

—¿Quién habrá echado al mar a esa criaturita? —preguntó Barbro.

Por rutina, leyó también los precios de los mercados.

Y pasó el tiempo.