Y pasó el tiempo.
Como era de esperar, Eleseus fue a la ciudad, porque Inger había hecho prevalecer su opinión. Al cabo de un año de estar allí, Eleseus tomó la primera comunión, se afirmó en el despacho del ingeniero y seguía progresando en la escritura. ¡Qué cartas enviaba a su casa, alguna vez escritas con tinta encarnada y azul! ¡Parecían cuadros! ¡Y qué lenguaje, qué frases! De cuando en cuando pedía dinero, ayuda: necesitaba dinero para un reloj de bolsillo con cadena, para no levantarse tarde por las mañanas; o necesitaba comprar una pipa y tabaco, como los otros jóvenes escribientes; o precisaba lo que él llamaba «dinero de bolsillo» y, además, dinero para la escuela nocturna, donde aprendía dibujo y gimnasia, y otras cosas «imprescindibles» en su edad y profesión. En fin, Eleseus tenía una colocación en la ciudad bastante dispendiosa.
—¿Dinero de bolsillo? —preguntaba Isak—. Será el dinero que lleva en los bolsillos. ¿No?
—Claro, para no hacer mal papel. Un tálero más o menos no importa.
—Muy bien —replicaba Isak amoscado—. Un tálero aquí, otro tálero allá.
Pero su cólera provenía, sobre todo, de la ausencia del hijo que tanta falta le hacía en casa.
—Un tálero, y luego otro, y luego otro, suman muchos táleros, que no estoy en condiciones de pagar. Escríbele que no recibirá más dinero.
—Bien; está bien —dijo Inger, ofendida.
—¿Y Sivert? ¿Qué «dinero de bolsillo» se le da a Sivert? —interrogó Isak.
—Tú nunca has estado en una ciudad, y por eso no puedes hacerte cargo —replicaba Inger—. Sivert no necesita dinero de bolsillo. A él no ha de faltarle nada si llega a morir su tío Sivert.
—Eso tú no lo sabes.
—Sí, señor, que lo sé.
Esto último era verosímil hasta cierto punto. El tío Sivert había manifestado que el pequeño Sivert sería su heredero. Habíanle chocado al tío Sivert la fanfarronería, las pretensiones de distinción de Eleseus, y, moviendo la cabeza y apretando los labios, declaró que el hijo de su hermana que llevara su nombre: el del tío Sivert, no viviría en la estrechez. ¿Pero, cuáles eran los bienes del tío? A más del cortijo, que tenía abandonado, y de un tingladillo de lanchas, poseía también, según la voz pública, un buen montón de dinero. Ahora se añadía a su ilusión la idea de que el pequeño Sivert fuera a vivir con él, y hacía de esto una cuestión de honor: quería en su casa al pequeño Sivert, como el ingeniero en la suya a Eleseus. ¿Pero, cómo iba a marcharse el muchacho? Imposible. Él era el único apoyo de su padre. Además, a Sivert no le apetecía trasladarse a la morada del famoso tesorero del distrito; había estado allí una vez, y prefirió volver pronto a Sellanraa. Ahora había tomado ya la primera comunión, estaba creciendo, una pelusilla empezaba a cubrir sus mejillas y tenía unas manos vigorosas, encallecidas. Trabajaba como todo un hombre.
Sin él, Isak no hubiera llegado nunca a levantar el granero nuevo, que lucía ahora con su puente de entrada y sus escotillas, todo tan atildado y espacioso, no desmereciendo del granero del párroco. Naturalmente, los materiales se reducían al entramado, pero era de sólida construcción, con lañas de acero en los ángulos y con tablas de buen grueso, trabajadas en la aserradora propia. Sivert había ayudado a poner los clavos bien remachados y a enderezar las vigas, bajo cuyo peso parecía a punto de caer. Y Sivert se entendía muy bien con su padre: trabajaba perseverante a su lado, era bastante parecido a él en el temple. No era remilgado, pero tampoco olvidaba, cada vez que iba a la iglesia, de restregarse con un puñado de tanaceto para oler bien. Leopoldine empezaba a tener ciertas exigencias, como ya podía esperarse, siendo niña y única hija. Ahora, en el verano, no hubiera probado la sémola de la cena sin rociarla antes con melaza. No daba mucho de sí en el trabajo.
Inger no renunciaba a la idea de tener una sirvienta y después de cada invierno volvía al tema; pero Isak era en este punto inflexible. ¡Cuántos vestidos más no hubiera podido cortar Inger, y coser, y tejer telas finas, y confeccionar chapines bordados, si hubiera tenido más tiempo! Sin embargo, se moderó más a la inflexibilidad de Isak en este punto, aunque aún gruñera un poco… ¡Ah! La primera vez que hablaron del asunto, Isak había pronunciado casi un discurso; pero, no a impulsos del buen juicio o del sentido del derecho, ni tampoco por altanería, sino, desgraciadamente, por debilidad y movido de un humor colérico. Pero ahora parecía condescendiente, y como avergonzado.
—Si ayuda necesito en la casa, nunca como ahora —dijo Inger—. Más adelante, cuando Leopoldine sea mayor, no dejará de ayudarme en algo.
—¿Ayuda? —pregunta Isak—. ¿En qué cosas necesitas la ayuda?
—¡En qué cosas, dices! ¿Por ventura a ti no te ayudan? ¿Para qué tienes aquí a Sivert?
¿Qué podría replicar Isak a tal incomprensión?
—Sí, sí —comentó—. Cuando tengas una sirvienta ya os veo arando y recogiendo la cosecha y cuidando de todo el cortijo. Entonces, Sivert y yo podremos tirar por nuestro lado.
—Ahora —respondió Inger— se me presenta la oportunidad de tener de criada a la Barbro, que ha escrito a su padre sobre el particular.
—¿De qué Barbro hablas? ¿De la hija de Brede, tal vez?
—Sí; está en Bergen.
—A la Barbro de Brede no la quiero en mi casa —dijo Isak—. ¡A esa no! —remachó como última palabra.
Esto significa que no rechazaría a otra criada cualquiera.
Isak no tenía confianza en la chica de Amplia Vista, que era inconstante y superficial como el padre —tal vez también como la madre—, voluble, falta de perseverancia. Fue muy corta, de un año solamente, su estancia en casa del delegado; no bien hubo tomado la primera comunión, pasó a servir en casa del tendero, donde estuvo otro año. Entonces reconociose pecadora, y se arrepintió, y cobró fervor cuando vino a la aldea lo que llamaban el Ejército de Salvación, en el que entró. Le pusieron un brazal rojo y una guitarra en las manos, y así equipada salió en el velero del tendero para Bergen. De esto hace un año. Últimamente, había mandado a sus padres un retrato. Isak lo vio; se había transformado en una señorita de pelo rizado, con una larga cadenilla de reloj que le colgaba sobre el pecho. Brede y su esposa se manifestaron orgullosos de su pequeña Barbro, y tenía que ver su retrato todo el que pasara por Amplia Vista; se había desarrollado muy bien, y ni el brazal, ni la guitarra la caracterizaban ya.
—He enseñado el retrato a la esposa del delegado —decía Brede—, y no la ha conocido.
—¿Se quedará en Bergen? —le había preguntado Isak, desconfiando.
—Mientras allá pueda ganarse el pan… —respondió Brede—. A no ser que prefiera irse a Cristianía[10] —aclaró—. ¿Qué iba a hacer aquí en casa? Ahora tiene el cargo de ama de llaves en casa de dos solterones, unos señores de despacho, distinguidos. ¡Y el sueldo que cobra!
—¿Cuánto? —había preguntado Isak.
—No lo especifica en su carta. Pero que ha de ser una cosa extraordinaria, comparado con lo usual aquí, en el pueblo, lo deduzco de que haya recibido regalos de Navidad y otros, encima del sueldo íntegro.
—¡Ah! —dijo Isak.
—¿No te gustaría como doncella en vuestra casa? —le preguntó Brede.
—¿A mí? —se le escapó a Isak.
—No… ¡Ja, ja…! Lo decía por decir. La Barbro se quedará donde está. Oye, una cosa. ¿No has notado nada en el telégrafo?
—¿En el telégrafo? No.
—La verdad es que desde que lo he tomado a mi cargo ha seguido casi siempre todo bien. Además, tengo ya mi aparatito adosado a la pared, que me advierte si pasa algo. En los días próximos daré un repaso a la línea. Es mucha mi labor, sobrada para un hombre solo, pero ya que soy inspector y tengo tal cargo público, he de cumplir mientras lo tenga.
—¿No piensas, de veras, en abandonarlo?
—No sé —respondió Brede—, no me decido. La verdad es que no me da punto de reposo: ahora mismo he de volver al pueblo.
—¿Y quién no te da punto de reposo?
—El delegado quisiera hacerme de nuevo su alguacil; hago falta al doctor para recorrer el distrito, y en la rectoral ya hubieran solicitado mi ayuda, como antaño, si no viviéramos apartados. ¿Y tú, Isak, has recibido, de verdad, tanto dinero como se dice con la venta de tu monte?
—Así es —respondió Isak.
—Pero ¿para qué lo quería Geissler? ¡Es raro! Tiene el terreno, pasan los años, y no sucede nada.
El mismo Isak se había preguntado esto, había hablado de ello con el delegado, y pedido las señas de Geissler para escribirle. Realmente era un caso singular.
—No sé nada —dijo.
Brede no ocultaba que la venta aquella le interesaba vivamente.
—Dicen que hay más terrenos parecidos por encima de tu finca —dijo—. Riquezas puede haber en sus entrañas, pero nosotros andamos por ahí como torpes alimañas, sin ver nada. He decidido subir un día para explorar.
—¿De modo que entiendes de rocas y clases de piedra? —preguntó Isak.
—Un poco, sí; y he preguntado a otros. Sea como sea, quiero hallar algo por mi cuenta; yo y los míos no podemos vivir únicamente de la finca. ¡Qué diablo! Es sencillamente imposible. Tu situación es otra: tienes bosque, y tierras cultivables, mientras que yo sólo tengo pantano.
—Tierra pantanosa es buena tierra —le interrumpió Isak lacónicamente. Y lo aclaró—: Yo tengo también tierras así.
—Es imposible desecarlas —replicó Brede.
Pero no era imposible. A medida que Isak bajaba aquel día, dio con nuevas colonizaciones: dos muy abajo, en dirección a la aldea, y una entre Amplia Vista y Sellanraa. Aquellos parajes se colonizaban lentamente. Ni un alma había allí en los primeros tiempos de Isak. Los tres nuevos colonos eran forasteros y parecían gente sensata. No empezaban por pedir dinero y construirse una casa, sino por cavar unas zanjas y desaparecer luego, como si hubieran muerto. Y así había que obrar: hacer desagües, arar, sembrar. Axel Ström era ahora el vecino más próximo de Isak; hombre capaz, heligolandés de nacimiento, soltero. Para romper la tierra había pedido a Isak su arado moderno, y hasta el segundo año de estas labores no había levantado una choza para guardar el heno y para cobijarse él; entonces compró unas reses. Su posesión llevaba el nombre de Maaneland (Tierra de la Luna) porque sobre aquel paraje lucía tan bella la luna. No tenía mujer que le ayudara; y lograr una ayuda en verano no era fácil, atendiendo a lo apartado del lugar. Pero el hombre repartía las labores y las llevaba a cabo del modo más adecuado. ¿O habría sido preferible hacer como Brede: levantar primero una casa y venirse allí, al yermo, con toda la familia, entre la que había tanta criatura, sin contar antes con ganado o campos que le procuraran el pan? ¿Qué sabía Brede Olsen de cómo se desguaza, o de cómo se convierte el yermo en tierra de cultivo?
Disipar el tiempo en bagatelas, he aquí toda la inteligencia de Brede. Un día se presentó en Sellanraa, dispuesto a ir más arriba, ¡en busca de metales preciosos! Volvió al anochecer, pero sin haber hallado nada concreto. Moviendo la cabeza, aseguró que sólo había visto unos vestigios; pero pronto volvería sobre la misma ruta, y llegaría más allá para explorar la sierra, camino de Suecia.
Y, efectivamente, volvió. Por lo visto le agradaba aquello, aunque aseguraba que andaba recorriendo la línea telegráfica. Entretanto, su esposa y los hijos cuidaban de la hacienda, cuando no lo dejaban todo por hacer. Cansado Isak de las visitas de Brede, optó por abandonar la casa cuando él llegaba. Inger y Brede charlaban entonces a gusto. ¿De qué? Brede iba a menudo al pueblo y tenía siempre alguna novedad de los ilustres de allí. Inger tenía, en cambio, siempre qué contar de su famoso viaje a Drontheim y de los años de su larga ausencia. Durante estos años había aprendido a charlar, y con cualquiera empezaba en seguida una conversación. No, no. Ya no era la misma Inger sencilla y proba de antes.
Mozas o viejas, subían también mujeres a Sellanraa para que les cortase un vestido o para despachar un dobladillo en un instante, y siempre hallaban entretenimiento al lado de Inger. Volvió Oline. Al parecer, le dolía la ausencia, y lo mismo se presentaba por la primavera que en otoño. Escurridiza, mantecosa y falsa, decía cada vez:
—He de ver por mí misma cómo estáis. Echo de menos a los chicos. ¡Los quiero tanto a estos ángeles de Dios, tales como eran entonces! Claro, ahora son ya unos mozos, pero yo no puedo menos de imaginármelos como cuando eran pequeños y los tenía a mi cuidado. Y vosotros; edificando y edificando hasta que la alquería se convierta en una ciudad. ¿No pondréis también una campana en el tejado del granero nuevo, como en la casa parroquial?
Cuando Oline volvió a Sellanraa iba acompañada de otra mujer, e Inger y las dos mujeres pasaron un día muy a gusto. Cuanta más gente veía a su alrededor, con más soltura movía Inger la tijera o cosía a máquina, y en esto, o cuando planchaba, ponía cierta ostentación. Y es que recordaba los años pasados en el establecimiento donde eran tantas mujeres. No ocultaba a nadie dónde había adquirido su arte y conocimiento: en Drontheim. Parecía como si no hubiera estado en aquel encierro cumpliendo una condena, sino para aprender a cortar, tejer, teñir, escribir; cosas todas en que había recibido instrucción en Drontheim. Hablaba de allí con cierta nostalgia. ¡Cuánta gente había conocido! Directores, inspectores, vigilantes. Al volver al hogar, le había parecido este muy solitario y sumamente dura la renuncia a la vida de sociedad a que se había acostumbrado. Hasta afirmaba hallarse momentáneamente resfriada, por haberse expuesto al aire crudísimo de aquellas alturas; y es que, pese a los años pasados desde su regreso, el aire libre y la intemperie no le sentaban bien. Necesitaba una sirvienta para el trabajo de fuera de la casa.
—¡Pero, Dios del cielo —aprobó Oline—, con todo lo que sabes, y con casa tan buena, bien podrías tener una moza!
Era muy grato encontrar comprensión, e Inger no replicó nada a Oline. Hacía volar su máquina de coser, atronadora, y el anillo le relucía en el dedo.
—¿Estás ya convencida? ¿Es o no verdad que le han regalado a Inger una sortija de oro? —dijo Oline a la mujer que iba con ella.
—¿Quieres verla? —preguntó Inger, retirándola del dedo.
Oline la cogió, como deseosa de asegurarse de la calidad, y la examinó como haría un mono con una nuez, comprobando la legalidad del metal.
—Sí —exclamó—, es como yo decía. ¡Qué Inger esta, con tanta riqueza y tantos medios!
La otra mujer cogió a su vez la sortija con gran respeto, y sonrió humildemente.
—Puedes tenerla un rato —le dijo Inger—. Póntela, que no se va a romper por eso.
Inger se sentía cordial y generosa. Empezó a contar de la catedral de Drontheim.
—¿Seguramente no la habéis visto? Claro. Nunca habéis estado en Drontheim.
Esta catedral era como propiedad de Inger; la defendía, se enorgullecía de ella, hablaba de sus dimensiones, de sus alturas y anchuras. ¡Era un cuento de hadas! Siete predicadores a la vez podían predicar en ella sin que la voz de uno de ellos estorbara al otro.
—¿Y no habéis visto tampoco, naturalmente, la fuente de San Olaf? Está en la mitad de la catedral, a un lado, y no tiene fondo. Cuando fuimos a visitarla, echamos una piedra que llevábamos y no llegó al fondo.
—¡No llegó al fondo! —susurraban las mujeres, meneando la cabeza.
—Además, hay mil otras cosas en la catedral —exclama Inger embelesada—. Allí veríais también el arca de plata, la de san Olaf. Pero, la iglesia de mármol, una iglesia pequeña toda de mármol, esa nos la quitaron los daneses en la guerra…
Las dos mujeres tenían que partir. Pero antes Oline quiso hablar reservadamente a Inger. Se la llevó a la despensa, donde sabía que estaban los quesos, y cerró la puerta por dentro.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó Inger.
Y Oline murmuró:
—Os-Anders no se atreve a venir aquí. Se lo he dicho ya.
—¡Ah!
—Le he dicho que veríamos si se atrevía después del mal que hizo.
—Sí, sí —dijo Inger—, pero entretanto ha estado aquí ya algunas veces, y por lo demás, puede volver, que no le temo.
—No —contestó Oline—; pero yo sé lo que sé, y le denunciaré, si quieres.
—No, eso no lo hagas —dijo Inger.
No le disgustaba ver a Oline de su parte; le costó, es verdad, un queso de cabra pequeño, que Oline agradeció calurosamente.
—¡Si es lo que digo, y he dicho siempre! —ponderaba Oline—. Inger no se lo piensa mucho; cuando da, da a manos llenas… No; ya sé que a Os-Anders no le temes, pero yo no he dejado de prohibirle que se presente nunca más aquí; era lo menos que yo podía hacer por ti.
—¿Qué me importa que venga? —respondió a esto Inger—. Tampoco puede causarme ya ningún perjuicio.
Oline aguzó el oído:
—¡Ah! ¿Conoces algún remedio en contra?
—Ya no tendré más hijos —concluyó Inger.
Ambas se hallaban en las mismas condiciones y tenían iguales ventajas. Oline no ignoraba que Os-Anders había muerto hacía dos días…
¿Por qué decía Inger que no tendría más hijos? No vivían reñidos ella y su marido, y lejos de ser, como otros matrimonios, perro y gato, y aun teniendo cada uno sus particularidades, no disputaban, a no ser excepcionalmente, y por corto tiempo. Inger muchas veces era como en otros tiempos; no desdeñaba las rudas faenas en el establo o en los campos; parecía volver en sí con una especie de recaída sana. En tales casos Isak miraba a su mujer con ojos agradecidos, y si hubiera sido persona expansiva le hubiera dicho: «¡Cómo!». Y, después de carraspear: «¡Qué locura te ha dado!», o cualquiera otra frase de alabanza. Pero Isak era callado y sus elogios tardaban demasiado en llegar. Y así, Inger quedaba descontenta y no se empeñaba en continuar con igual aplicación. Hubiera podido tener más de cincuenta años y más hijos, pero por su aspecto y agilidad diríase que acaso contara unos cuarenta años. En el correccional lo había aprendido todo… ¿También ciertas cosas para uso propio? Probablemente. Volvió a su casa dejando la compañía de otras mujeres que, como ella, purgaban sus delitos, muy instruida y cautelosa, y tal vez había oído también un día una frase, otro día otra, a los señores aquellos, celadores o médicos. Una vez refirió a Isak las palabras de un médico, joven, el cual, por todo comentario a su delito, había dicho:
—¿Por qué castigar a quien quita la vida a un niño, aunque fuera un niño sano o de conformación completa? ¡Los niños no son más que una masa de carne!
—¡Qué monstruo de hombre! —exclamó Isak.
—¡Nada de eso! —repuso Inger; y contó las bondades que aquel médico tuvo con ella, y cómo fue él quien encargó a un compañero que le operase la boca, haciendo así de ella una criatura humana. Y ahora sólo le quedaba una cicatriz. Esta era la realidad: una cicatriz como único rastro. Se había convertido en una mujer bonita, lozana, sin grasa superflua, con la piel algo morena y una hermosa mata de pelo. En verano andaba casi siempre descalza y con la falda corta, al aire las piernas. Isak, como todos, reparaba en ella.
No disputaban entre sí. Isak no tenía dones para ello y su mujer se había vuelto mucho más redicha. Aquel hombre macizo, aquel coloso, necesitaba más tiempo para poder disputar a fondo, y se enredaba con las palabras de Inger, sin lograr decir él mismo muchas, y además la quería, le tenía un amor profundo. No necesitaba, por otra parte, defenderse a menudo, ya que ella no le atacaba ni reprendía, pues era un hombre excelente en muchos sentidos. ¿De qué hubiera podido quejarse Inger? Isak no era de despreciar, y había maridos peores. ¿Es que se había vuelto viejo y estaba gastado? Es cierto que ella había observado en él signos de cansancio, pero era cosa de poca monta. Isak rebosaba salud y entereza física anejas, como ella misma, y en aquel verano tardío de su matrimonio él aportaba un fondo de ternura no menos cálido que ella.
Eso sí; Isak no podía hacer gala de hermosura. En esto le aventajaba Inger. De vez en cuando, ella misma se decía que había visto cosas más hermosas: hombres elegantemente vestidos, con bastón; caballeros con pañuelo de bolsillo y cuello planchado. ¡Oh, aquellos caballeros ciudadanos! De aquí que tratara a Isak únicamente como quien era, según sus méritos, por decirlo así, y nada más. Era un colono que se había establecido en los bosques, y si la boca de Inger no hubiera sido en aquel entonces deforme, es natural que no le habría aceptado jamás por marido, pues hubiera podido aspirar a otro. Lo que llegara a ser su hogar, toda aquella existencia solitaria que Isak habíale procurado, no era, en el fondo, gran cosa. Significaba, no obstante, la renuncia al casamiento y al trato que allá en su solar paterno hubiera gozado en vez de convertirse aquí en una bruja. Desde ahora no se sentía ni estaba en su verdadero ambiente, pues su modo de ser había cambiado.
¡Cómo se varía de parecer, según el caso! Inger ya no lograba regocijarse a la vista de un ternero de buena estampa, ni batía palmas de sorpresa cuando Isak volvía a casa con un buen botín de pescado. Los seis años vividos en otras condiciones más exigentes no habían pasado en vano, y parecían muy lejanos los días en que llamaba a Isak con palabras rebosantes de cariño a la hora de comer. Ahora le decía: «¿No vienes a comer?».
¡Qué cosas! Al principio sorprendió a Isak un poco el cambio, aquellos modos enojosos y descorteses, y respondía: «No sabía que la comida estuviera a punto».
Pero al pretender ella que podía haberlo colegido por la altura del sol, se decidió a no malgastar más palabras.
¡Ah! Pero una vez la sorprendió al ponerle la mano encima. Fue cuando ella intentó disponer de un dinero que sólo a él pertenecía. Aquel día Inger se expuso a quedar señalada para toda su vida. Y no es que ella se hubiera comportado esta vez rematadamente mal. Era que Eleseus necesitaba dinero, el niño mimado había pedido de nuevo un tálero. ¿Era justo que alternara con gente fina teniendo los bolsillos vacíos? ¿Y no tenía ella sus sentimientos de madre? Pidió el dinero a Isak, y como fuera en vano, ella lo cogió. Sea que Isak desconfiara, sea casualmente, lo descubrió. Inger se sintió inmediatamente asida por ambos brazos, levantada, primero en vilo y luego pesadamente arrojada contra el suelo. Fue algo insólito, una especie de terremoto; esta vez no se notaba disminución de vigor ni cansancio en las manos de Isak. Inger lanzó un gemido y, echada la cabeza atrás, temblaba alargándole el tálero.
Tampoco esta vez añadió Isak discurso alguno a su acción, aunque Inger no le impedía que hablase, sino que resopló, más que dijo:
—¡A ti sólo se te puede mantener a raya con un garrote!
Estaba desconocido. ¡Oh! Es que se desahogaba del enfado largo tiempo reprimido.
Todo aquel día y la larga noche, y el día siguiente, transcurrieron tristemente. Isak salió y se acostó al raso, sin acordarse de que no había acarreado el heno seco. Sivert le hizo compañía. Inger tenía a Leopoldine a su lado, y estaba rodeada de los animales, pero se sentía abandonada, lloraba continuamente y movía apenada la cabeza; una conmoción semejante sólo la había experimentado en otra ocasión cuando quitó la vida a su hijita. ¿Dónde estaban Isak y el muchacho? No se habían puesto a descansar, aunque así hurtaban un día, y más, a la recolección del heno; estaban construyendo un bote arriba del monte, junto al lago. Se trataba de una embarcación ruda, sin adornos, pero fuerte y sólida, como todo lo que ellos fabricaban. Tendrían un bote para salir a pescar con redes.
A la vuelta, el heno seco seguía abandonado. Lo habían fiado a la Providencia y salían ganando. Sivert señaló de pronto hacia la alquería.
—¡La madre ha recogido el heno! —exclamó.
El padre echó una mirada a la pradera, y dijo:
—Bien.
Vio inmediatamente que una porción del heno había desaparecido. Seguramente Inger estaba ahora en el interior de la casa, ocupada en sus quehaceres. Esto, después de la sacudida y de las amenazas del día anterior, era una prestación muy importante. Y a fe que el heno era pesado y recio; debió de esforzarse en gran manera, Inger, y, además, también había tenido que ordeñar vacas y cabras.
—Entra y come —dijo Isak a Sivert.
—¿Y tú?
—Yo no.
Poco rato después, Inger se asomaba a la puerta, y allí parada, humilde, preguntó:
—¿Es que no te concedes siquiera el entrar a comer algo?
Isak se limitó a gruñir y carraspear. Pero era un acontecimiento tan raro en aquellos últimos tiempos ver a Inger humilde, que la obstinación de Isak llegó a vacilar un punto.
—Si pusieras en mi rastrillo dos dientes que le faltan —le dijo Inger— podría continuar la faena.
Dirigía la súplica al dueño de la hacienda, al jefe de todo, y le agradeció que no rehusara con una respuesta jocosa y altanera.
—Bastante has rastrillado y acarreado ya —le contestó.
—No; no basta.
—No puedo entretenerme ahora en reparar tu rastrillo —se excusó—. Bien ves que tenemos lluvia encima.
Con estas palabras se dirigió a su labor. No quería que Inger se fatigara. Los minutos que le hubiera llevado la compostura del rastrillo quedarían diez veces compensados si Inger trabajaba en el prado. Inger compareció pronto con el rastrillo tal como estaba y empezó a rastrillar con gran ardor y soltura. Sivert vino con el caballo y el carro, y empleando todas sus mayores energías, la cara bañada de sudor, entraron el heno. Una obra maestra había sido aquella. Y una vez más abismose Isak en reflexiones sobre aquel poder supremo que señala todos nuestros pasos, desde el hurto de un tálero al acarreo de una gran mole de heno seco. Además, quedaba terminado allí arriba el bote. Después de haber dado vueltas a la idea de su construcción años y años, ahora lo tenía ya a orillas del lago. «¡Ay, sí, Dios eterno!», suspiró Isak.