XIII

Con el invierno vinieron las faenas acostumbradas: el acarreo de la leña, el mirar que estuvieran en buen uso los aperos y los carruajes. Inger dirigía el hogar y cosía, y los niños volvieron a la escuela por una buena temporada. Solían pasear los dos con un par de esquís, mientras estaban en casa: el uno esperaba turno mientras el otro corría, o bien se montaba detrás. Y se contentaban, de modo que no podían imaginarse nada más hermoso: eran inocentes. Pero, allá abajo en la aldea, variaban las circunstancias; veíanse en la escuela muchos esquís; hasta los niños de Amplia Vista los usaban, cada cual su par. Al fin, Isak se creyó obligado a hacer un par para Eleseus, y Sivert se pondría los viejos. Hizo más; compró trajes de invierno y botas irrompibles. Y una vez hubo hecho esto, fue al tendero y le encargó una sortija.

—¿Una sortija? —preguntó el hombre.

—Sí, un anillo. Me he vuelto tan orgulloso que voy a regalar un anillo a mi mujer.

—¿Ha de ser de plata, de oro, o bien de latón con un baño de oro?

—Ha de ser de plata.

El comerciante meditó un rato, y luego dijo:

—Si tienes intención, Isak, de dedicar a tu mujer una sortija que pueda mostrar a cualquiera, créeme, cómprasela de oro.

—¿Qué? —exclamó Isak, alzando la voz. Pero en lo más íntimo de su corazón, también él había pensado, sin duda, en una sortija de oro.

Hablaron de ello largo y tendido y llegaron por fin a un acuerdo respecto al tamaño y el precio del anillo. Pero Isak lo meditaba aún, meneaba la cabeza y no salía de que resultaba una pieza cara, mientras que el tendero se empeñaba en que había de ser de oro de ley. Por el camino, de vuelta a su casa, Isak se sentía gozoso de su decisión y alarmado, al mismo tiempo, por los dispendios a que puede llevarle a uno el amor.

Nevó aquel año copiosamente, y una vez, alrededor de Año Nuevo, el camino se hizo transitable, y los aldeanos empezaron a subir con sus carros cargados de postes de telégrafos que depositaban a trechos determinados. Eran muchos los caballos que subían por la parte de Amplia Vista, pasaron también por Sellanraa y, finalmente, coincidieron con los que venían del otro lado de la montaña, cargados asimismo de maderos, quedando así recorrida la línea.

Sin grandes acontecimientos se sucedían los días. ¿Qué podía pasar? En la primavera se procedió a clavar los postes, y entre los que subieron se veía a Brede Olsen, cuando tanta falta hacía en su hacienda para las labores de primavera. «¡Qué a ese hombre le sobre así el tiempo…!», exclamó de nuevo Isak para sus adentros. ¡Cuando a él le faltaba tanto para atender a todo! Apenas le quedaba el indispensable para las comidas y el sueño. Ahora sus campos eran bastante extensos. Antes de la época de la recolección, logró cubrir el taller de aserrar, y ahora quedaba por poner la instalación de la maquinaria. Lo que había llevado a cabo no era precisamente un alarde de construcción en madera, pero sí era una obra muy sólida la que allí se alzaba, y resultaría de utilidad suma. La sierra funcionaba y cortaba. A Isak le habían servido para algo los ojos cuando visitó en la aldea la aserradora hidráulica; nada le había pasado inadvertido. Era la suya una miniatura de aserradora, pero se contentaba con ella. Entalló sobre la puerta la cifra del año y debajo la marca especial de su casa.

En aquel verano sucedieron más cosas que de ordinario en Sellanraa.

Los obreros que instalaban el telégrafo habían adelantado tanto que una noche llamó a la puerta de la casa, pidiendo alojamiento, el primer grupo. Les fue permitido dormir en el pajar. Pasaron días, y un segundo grupo halló albergue en Sellanraa. A pesar de que a algunos no les caía tan cerca la hacienda, a ella acudían para pernoctar. Y un sábado por la tarde compareció el ingeniero, que venía a pagar los jornales.

Cuando Eleseus vio al ingeniero, su corazón empezó a latir más fuerte y se escabulló para evitar preguntas a propósito del lápiz de colores. ¡Ay, qué momento aquel! Y tampoco se dejaba ver Sivert, en el cual hubiera encontrado Eleseus un poco de apoyo. Como un pálido fantasma dobló Eleseus la esquina de la casa; allí estaba su madre, y Eleseus le rogó en seguida que llamara a Sivert, pues no sabía qué hacer si no.

Sivert no se lo tomaba tan a pechos; verdad es que su parte de culpa era menor. Sentáronse los dos niños a cierta distancia de la casa y Eleseus dijo:

—Si quisieras hacerte tú responsable…

—¿Yo? —preguntó Sivert.

—Porque, siendo tú mucho más pequeño que yo, no te haría nada.

Sivert reflexionaba. Se hacía cargo de que su hermano pasaba un apuro muy serio y, al mismo tiempo, le halagaba que recurriera a él.

—Tal vez podría hacer algo por ti —le dijo, en el tono de una persona mayor.

—¡Has de hacerlo! —exclamó Eleseus, y puso ingenuamente en la palma de la mano de su hermano el pedacito de lápiz que quedaba.

—Es para ti —añadió.

Se disponían a entrar los dos en la casa, pero Eleseus dijo que tenía que inspeccionar algo en el taller de aserrar, mejor dicho, en el molino, y que no acabaría tan pronto. Y Sivert entró solo.

El ingeniero tenía ante sí unos montones de monedas de plata y de billetes y pagaba los jornales. Cuando hubo terminado, Inger le puso delante un jarro de leche y un vaso, y él bebió, agradeciéndoselo. Luego se puso a charlar con la pequeña Leopoldine, y al notar los dibujos que había por las paredes, preguntó por el artista.

—¿Tú tal vez? —interrogó a Sivert.

El ingeniero quería, seguramente, mostrarse agradecido por la hospitalidad. Proporcionó a la madre una alegría al alabar los dibujos, y ella dio una explicación sincera: Eran sus chicos, los que habían hecho los dibujos, los dos; no disponían de papel hasta que ella estuvo de vuelta, y de aquí que garabatearan sobre las paredes, y ella no tenía corazón ahora para borrarlo.

—Déjalo —dijo el ingeniero—. ¿Papel? —añadió, poniendo sobre la mesa una porción de grandes pliegos.

—¡Ea! A dibujar, y ya veré los dibujos la vez próxima. ¿Cómo estáis de lápices?

Sivert se adelantó cándidamente con el cabo de lápiz en la mano, para mostrar lo pequeño que era. Y he aquí que el ingeniero le dio uno nuevo de colores, y con la punta sin sacar todavía.

—¡Vengan dibujos! —exclamó—. Pero es preferible que pintes el caballo rojo y el chivo azul. ¿Verdad que no has visto nunca un caballo azul?

Después de esto, el ingeniero se marchó.

Aquella misma noche subía de la aldea un hombre con una mochila a la espalda. Sacó unas botellas destinadas a los trabajadores y se alejó luego. Desde aquellos momentos no reinó ya la quietud habitual en Sellanraa; sonaba el acordeón, se hablaba en voz alta, se oían canciones y se improvisó un baile en el corral. Uno de los hombres sacó a bailar a Inger. Ella —¿quién era capaz de comprender a Inger?— se rio y dio realmente unas vueltas, y luego, queriendo los otros bailar también con ella, los complació briosamente.

¿Quién entendía a Inger? Ahora bailaba gozosa como nunca en toda su vida; se la arrebataban; treinta hombres para una única bailadora, sin rivalidades. ¡Y con qué soltura la levantaban en vilo los forzudos trabajadores del telégrafo! ¿Qué mal había en bailar? Eleseus y Sivert dormían ya en sus dos camas, como troncos, a pesar del barullo que llenaba el corral, pero la pequeña Leopoldine velaba todavía, con los ojos pasmados al ver los brincos de su madre.

Isak estaba, entretanto, en los campos desde después de la cena. Al volver, para acostarse, le ofrecieron una botella y bebió un poco. Sentose con Leopoldine sobre las rodillas, como otro espectador.

—¡Anda, qué bien te mueves! —dijo bondadosamente a Inger—. ¡Tienes bien sueltos los pies!

Al cabo de un rato el músico dejó de tocar y se acabó el baile. Los trabajadores se preparaban para regresar a la aldea, donde pasarían el día siguiente, para volver a Sellanraa el lunes por la mañana. Sellanraa quedó sumido de nuevo en el silencio. Y únicamente algunos hombres de más edad se acostaron en el pajar.

Isak miró en derredor para encargar a Inger que acostara a Leopoldine, pero, al no verla, entró en la casa y él mismo la acostó, y se retiró después a descansar.

Se despertó al amanecer, pero no vio a Inger. «Estará en el establo», pensó. Levantose y se dirigió al establo. Gritó:

—¡Inger!

Nadie le respondía. Las vacas volvieron la testa para mirarle. Por rutina, recontó las reses grandes y pequeñas. Una oveja madre, la que solía pasar la noche al raso, era la única que faltaba.

—¡Inger! —llamó otra vez.

Sólo le respondió el silencio. «No habrá bajado también hasta la aldea», pensó.

La noche estival era clara y calurosa. Isak se sentó un rato en el umbral, se levantó luego y se dirigió al bosque para ver si estaba allí la oveja madre. Y encontró a Inger. ¿Inger? Sí. Inger y un hombre sentados ambos entre las matas; Inger hacía bailar sobre su dedo índice la gorra del hombre y hablaban. Inger se dejaba galantear.

Isak se acercó sigilosamente. Inger volvió la cabeza, le miró y se puso blanca como el papel, bajó la cabeza, y dejó caer la gorra, anonadada. Isak carraspeó, y luego le dijo:

—¿Sabes que se ha descarriado la oveja madre una vez más? Claro que no te has enterado —añadió.

El trabajador del telégrafo, joven todavía, recogió la gorra y se escabulló por entre las matas.

—Tengo que dar alcance a mis compañeros —exclamó—. ¡Buenas noches!

Y se alejó. Nadie había respondido a su despedida.

—¿De modo que estás aquí? ¿Había necesidad de esto?

Isak, luego de hacer esta pregunta, dio media vuelta hacia la casa. Inger se incorporó sobre las rodillas, se puso en pie y le siguió. Y así caminaron; el hombre delante y la mujer detrás de él. Entraron en la casa.

Inger ya había tenido tiempo de dominarse.

—Mi intención ha sido buscar la oveja —pretextó—. Y se presentó aquel hombre que quiso ayudarme a buscarla. Acabábamos de sentarnos cuando llegaste tú. ¿Adónde vas ahora?

—¿Yo? He de ver lo que ha sido de la oveja.

—No; lo que harás es acostarte; y si alguien ha de buscar la oveja, seré yo. Ve a descansar; si la oveja pasa la noche al raso, no será la primera vez.

—Sí; ¡y que la devore cualquier fiera! —replicó Isak.

—¡No, no lo hagas! —le gritó, corriendo a su alcance—. Tú necesitas descanso; iré yo.

Isak se dejó convencer. Pero no quiso saber nada tampoco de que Inger saliera en busca de la res. Y ambos entraron en la casa.

Lo primero que hizo Inger fue ocuparse de los niños. Fue al cuarto, se acercó a las camas, y se comportaba como si hubiera tenido los más lícitos motivos para haberse ido de casa, llegando hasta hacer carantoñas a Isak, como esperando de él otras muestras de simpatía que las gozadas en el curso de aquella noche. ¿No había dado ella, acaso, una perfecta explicación? Sí, sí… No era tan fácil conquistar a Isak. Él hubiera preferido verla turbada y sin saber qué hacer de puro remordimiento. ¿Qué significaba que cuando la descubrió allá entre los jarales, su presencia le hubiera causado un abatimiento mezclado de algo de pavor, si se le había pasado en seguida?

Al día siguiente —un domingo, pues—. Isak no se mostró del todo reconciliado; iba de la aserradora al molino y de este a los campos, sea con los niños o solo. Una vez que Inger intentó acompañarle, él pretextó que iba al río para ver algo, y siguió su camino. Algo le roía en el interior, pero él sabía callarlo y dominarse. Era Isak el hombre fuerte, ejemplo de Israel, a quien le había sido anunciado el país de promisión; ahora veía que había sufrido un engaño; sin embargo, no por eso perdía la fe.

El lunes, los ánimos estaban bastante más aliviados, y a medida que transcurrían los días la enojosa impresión de aquella noche empezó a borrarse poco a poco. El tiempo es el remedio que cura todas las heridas con sus vendas y bálsamos, con el sueño y la comida. Isak no había llegado a obcecados extremos; no tenía la seguridad de que le hubiera faltado, y, además, ocupaban su pensamiento muchas otras atenciones, pues empezaba la recolección. Y, finalmente, la línea telegráfica estaba casi tendida, y Sellanraa recobraría su ordinaria calma. Una ancha carretera bañada de luz atravesaba ahora el bosque, y se levantaban por encima de ella los postes con sus hilos, que continuaban hasta lo más alto del monte.

El sábado inmediato, en el cual se pagarían a los trabajadores los últimos jornales, Isak se arregló para no estar en casa. Bajó al pueblo con mantequilla y quesos, y volvió la noche del domingo. Los trabajadores habían abandonado ya el granero, excepto uno que caminaba vacilante bajo el peso de su saco a la espalda y acababa de salir de la hacienda. ¿Sería el último? Isak adivinó que tal vez no lo era, al ver en el granero una caja para provisiones de boca; ignoraba el paradero de su dueño y no le interesaba saberlo. Sin embargo, encima de la caja había una gorra con visera de celuloide, como indicio provocador.

Isak tiró la caja a la plazoleta que se abría delante de la casa, y a la caja siguió la gorra; cerró luego el granero, entró en el establo y atisbó desde detrás de los cristales. «¡Qué se queden allí el saco y la gorra —pensó—, que a mí me es indiferente a quién pertenezcan! ¡Los desprecio!».

Pero, si acaso viene el hombre por su caja, Isak saldrá y le agarrará un brazo, de modo que le quedará marcado de diversos colores. Y se enterará también por dónde se sale de la alquería.

Con esto, Isak se alejó de la ventana de la cuadra y entró donde estaban las vacas, y también allí miró por detrás de los cristales, sin poder tranquilizarse. La caja estaba atada con cordel, que se había soltado. ¡Aquel miserable no tenía siquiera un candado! ¿Sería que Isak había tratado la caja con demasiada fuerza?

De todos modos, Isak dudaba de su propio proceder. Allá en el pueblo había preguntado por el nuevo arado que esperaba: una máquina excelente para el desmonte de tierras vírgenes, un don de Dios. Y precisamente había llegado. Era como si con ello llegara la bendición a su hogar. El alto poder que guía los pasos de los humanos estaba tal vez cercano, y le miraba para convencerse de si aquella bendición era o no merecida. El pensamiento de Isak siempre andaba ocupado en escudriñar constantemente aquellos poderes más altos; durante una noche de otoño había visto a Dios allá en el bosque con sus propios ojos; una visión, sobre todo, extraña.

Isak salió a la plazoleta y se quedó parado cerca de la caja forastera. Reflexionó, se rascó un poco la cabeza, ladeando el sombrero, con lo que adquirió la arrogancia y la gracia de un español, y debió de pensar algo así: «Aquí estoy, pero bien lejos de ser un hombre bueno e intachable… ¡Un perro es lo que soy!». Ató bien el cordel, levantó del suelo la gorra y volvió a dejar los dos objetos en el granero. Asunto concluido.

Al salir del granero, para dirigirse al molino, Inger no estaba asomada. Bien; que esté donde le plazca. Tal vez no se había levantado. ¿Dónde iba a estar, sino en la cama? Sin embargo, en los primeros años ingenuos de su convivir, Inger no estaba tranquila y se quedaba levantada esperando su vuelta del pueblo. Ahora era distinto; todo era distinto. ¡Qué mayor fracaso que el de la sortija! Isak, excediéndose en la modestia, lejos de hablar de una sortija de oro de ley, dijo:

—No es nada de particular; póntela en el dedo para ver si la medida va bien.

—¿Es de oro? —preguntó Inger.

—Sí, pero no es muy ancho —respondió él.

«Sí que lo es», habría debido responder ella; y dijo en cambio:

—No, pero está bien.

—Puedes dejártela puesta; como cualquier otra pequeñez —había dicho él, por fin, desalentado.

No es que Inger no agradeciera el anillo; lo llevaba en la mano derecha, y le gustaba que reluciese al coser; de vez en cuando, permitía a las muchachas que se lo probasen y que lo lucieran un rato en el dedo mientras le consultaban acerca de un vestido. ¿No comprendía Isak que estaba muy orgullosa de su regalo…?

A Isak le iba resultando muy aburrido pasarse la noche en el molino, oyendo el bramido del agua. No había hecho nada malo y no necesitaba esconderse; salió, pues, del molino y se dirigió a su casa. Y ahora se avergonzó, sintió realmente vergüenza y, al mismo tiempo, alegría. Brede Olsen, el vecino, estaba allí; él, y nadie más, estaba bebiendo unos sorbos de café. Inger, levantada como antaño, tenía también delante una taza de café.

—Ya está aquí, Isak —dijo con amabilidad, levantándose y llenando otra taza para él.

—Buenas noches —dijo Brede, no desmereciendo en amabilidad.

No le había pasado por alto a Isak que Brede estaba también presente en la fiesta de despedida de los trabajadores del telégrafo. Ahora tenía cara de sueño, pero esto no menoscababa su alegría y cordialidad. Por supuesto se pavoneaba un poco. Propiamente, le faltaba tiempo para cuidarse del telégrafo, pues el cortijo le ocupaba mucho. Pero ¿cómo decir que no a las repetidas y apremiantes instancias del ingeniero? Y, al fin y al cabo, había logrado que Brede aceptara el cargo de inspector de línea. No era por el sueldo —según Brede—, porque podría ganar mucho más, abajo en el pueblo, pero no había querido ser descortés. Ahora le habían instalado, en una pared de su habitación, un aparatito reluciente, muy divertido, casi un telégrafo en toda regla.

Ni aun esforzándose podía Isak sentirse animoso contra aquel fanfarrón holgazán. Y es que le había aliviado mucho el hallar en su casa a su vecino, y no un desconocido. Poseía Isak el sereno equilibrio del campesino, sus sentimientos sencillos, su firmeza, su lentitud; mostrose atento con Brede, y tolerante con su superficialidad.

—¿No habrá para Brede una taza de café? —preguntó a Inger.

Y esta llenó la taza.

Inger contaba que el ingeniero se había mostrado amabilísimo; después de fijarse en los dibujos y en los cuadernos de escritura de los niños, había dicho que estaba dispuesto a llevarse a Eleseus.

—¿A llevárselo? —preguntó Isak.

—Sí; a la ciudad. Le pondría de escribiente en su despacho; tanto le habían agradado los dibujos y las páginas escritas de Eleseus.

—¡Ah! —dijo Isak.

—Sí. ¿Qué te parece? Ha dicho también que se cuidará de que le preparen allí para tomar la primera comunión. ¿Verdad que son buenos planes?

—Para mí, sí —dijo Brede—. Y por lo que le conozco, sé que cuando él dice algo así es que lo piensa con la misma sinceridad.

—No tenemos en el cortijo ningún Eleseus del que pudiéramos prescindir —dijo Isak.

A estas palabras siguió un rato de incómodo silencio. No es preciso repetir que no era Isak hombre para dejarse convencer.

—Pero ¿y si el mismo muchacho —dijo Inger— puede sentir deseos de ir adelante? Y si tiene talento podría ser esta la ocasión de que se hiciera hombre.

Nuevo silencio. Esta vez habló Brede, con una sonrisa en los labios:

—¡Si el ingeniero me propusiera llevarse a uno de mis hijos! ¡Ojalá! Tengo una buena prole. Pero la mayor es la Barbro, una muchacha.

—¡Ya lo creo! La Barbro es una buena chica —dijo Inger por cortesía.

—No hay duda —asintió Brede—; el delegado la va a tomar en casa: a su servicio.

—¿El delegado?

—Sí; he tenido que prometérselo a la señora del delegado, que no me dejaba en paz con eso.

Iba a amanecer y Brede se dispuso a volver a su casa.

—He dejado la gorra y la caja en vuestro granero —dijo—. ¡Con tal de que los trabajadores no se lo hayan llevado todo…! —añadió en tono jovial.