XII

Todo va bien ahora.

Isak siembra la avena; la rastrilla y la apisona con el rodillo. Leopoldine se le acerca y se empeña en sentarse encima del rodillo. ¡Qué idea! Es tan pequeña, que no sabe nada de eso; sus hermanos saben que el rodillo con que su padre apisona el grano no tiene asiento.

Pero al padre le agrada que Leopoldine se acerque a él tan confiadamente; habla con ella, advierte que ha de entrar con cuidado en el campo para no llenarse de tierra los zapatos.

—¡Qué veo! —exclama—. ¡Hoy llevas un vestido azul! ¡Fíjate! Sí, azul es. ¡Y con su cinturón y todo! ¿Te acuerdas del barco grande en que viniste? ¿Y viste la máquina que llevaba dentro? Bien; ahora vete a casa con tus hermanitos, que jugarán contigo.

Desde que se ha marchado Oline, Inger ha reanudado sus tareas en el hogar y en los establos. Tal vez extrema un poco la limpieza y el orden, para indicar que desde ahora las cosas han de tomar un nuevo aspecto. Y fue efectivamente muy notable el cambio que se operó en todo, hasta el punto de que los cristales del establo aparecían lavados y relucientes, y restregado el maderamen del más ínfimo de sus departamentos.

Esto duró unos días, la primera semana, y luego Inger cedió un poco. Propiamente, no había necesidad de que en los establos estuviera todo reluciente; mejor podía emplearse el tiempo. Era mucho lo que Inger había aprendido en la capital, y esos conocimientos habían de favorecerla. Volvió a su rueca y al telar, y la verdad es que se la veía más experta y más lista, demasiado tal vez, a los ojos de Isak principalmente, que no comprendía cómo una persona pueda aprender a tener tal presteza en los dedos afilados y lindos de la mano más que regular de su Inger. Pero Inger iba de una labor a otra. Sí; solicitaban su cuidado algunas cosas más que antes, y en mayor extensión. Y, ¿quién sabe?, acaso era menos paciente que antes, como si se hubiera infiltrado en su corazón cierta inquietud.

Ante todo, había traído unas flores: bulbos y esquejes, vidas pequeñas que requerían también sus cuidados. Las ventanas eran demasiado reducidas y los rebordes pecaban de estrechos para colocar en ellos unas macetas con flores; ni de unos tarros disponía para salir del paso, y fue Isak quien se puso a fabricar unos cajoncitos para las begonias, fucsias y rosas. De todos modos, una sola ventana no bastaba. ¿Qué era una sola ventana para toda una habitación?

—Hablando de todo —decía Inger—, también me hace falta una plancha. ¿De qué me sirve coser vestidos si en la confección no se llega a nada sin lo indispensable para planchar las prendas?

Isak prometió ir al herrero del pueblo y encargarle una buena plancha. Estaba dispuesto a hacerlo todo, incansable, para cumplir los deseos de Inger. Porque pronto se dio cuenta de que Inger había aprendido mucho y adquirido capacidades poco comunes. También su lenguaje era otro, mejor, más escogido. Ahora no le llamaba como antes diciendo: «¡Entra, y come!»; sino que le decía: «¡Haz el favor de venir a comer!». Todo había cambiado. Antaño, él mismo se hubiera limitado a responder: «Sí», y hubiera trabajado un rato más antes de entrar. Ahora respondía: «Sí, gracias» y se daba prisa. El amor hace necio al prudente, e Isak decía algunas veces: «Gracias, gracias». Sin duda, había cambiado todo. ¿Pero no era, acaso, excederse un poco en lo distinguido? Cuando Isak, en la lengua materna hablaba de estiércol, Inger decía «abono», para acostumbrar a los niños a un lenguaje más escogido; les instruía, además, en todo lo conveniente, llevándoles muy adelante. La minúscula Leopoldine hacía progresos en las labores de ganchillo, y los niños en la escritura y en otros ramos escolares; de modo que no entrarían sin una buena preparación en la escuela del pueblo. Especialmente Eleseus se mostraba muy capaz. Sivert, en cambio, el pequeño Sivert, no era gran cosa, dicho sin rodeos; no tenía nada especial: era un zumbón, un pilluelo; se atrevía hasta con la máquina de coser de su madre, que ponía en marcha, o tallaba caprichosamente con su cortaplumas mesa y sillas. Acabaron amenazándole con quitárselo.

Por lo demás, los tres hermanos se divertían con los animales domésticos, y Eleseus tenía, además, un lápiz de colores. Lo usaba con mucha precaución, y refunfuñaba un poco al prestarlo a su hermano. El resultado fue que al cabo de cierto tiempo, a medida que el lápiz iba haciéndose más pequeño, las paredes se llenaban de dibujos. Eleseus se vio obligado a racionar a Sivert, prestándole el lápiz solamente los domingos para que hiciera un dibujo. No era precisamente esto muy del agrado de Sivert, pero Eleseus no era hombre para acceder a regatear; sin ser propiamente el más fuerte, tenía los brazos más largos que Sivert y podía salir del paso con ventaja en las peleas.

¡Pero este Sivert! Un día descubría un nido de pollas de las nieves en el bosque, otro día hablaba de uno de ratones, y otra vez contaba patrañas de una trucha que decía haber visto en el río, grande como un hombre. Era pura invención, y en esto no andaba lejos de llamar negro a lo blanco y viceversa, pero, por lo demás, era un buen muchacho. Cuando la gata tuvo cachorrillos era él quien les llevaba la leche, porque la madre le bufaba a Eleseus, enfurecida. Sivert, en cambio, no se cansaba de mirar en la caja, aquel extraño hogar donde se movía una multitud de patitas.

No pasaba un día sin que observara las gallinas. Allí estaba el gallo con su cresta y la magnificencia de sus plumas, y las gallinas que corrían a su alrededor cacareando y picoteando la arena, y luego de puesto en puesto se ponían a gritar de pronto desaforadamente, como ofendidas. Allí estaba también el fornido carnero. Aunque Sivert sabía ahora mayor número de cosas que antes, no hubiera sabido decir, por ejemplo: «¡Cielos, qué soberbia nariz romana tiene este carnero!». Esto no. Algo mejor sabía Sivert: conocía a aquel carnero desde que era muy pequeño, un corderillo; le amaba y estaba identificado con él como un pariente, una criatura como él. Una vez recibió una misteriosa impresión que estremeció sus sentidos y que nunca olvidaría. El carnero estaba paciendo; de pronto, echó atrás la testa y dejó de pastar, quedose inmóvil, la mirada fija en el espacio. Sivert miró instintivamente en la misma dirección. Nada se veía de particular. Pero Sivert sintió en su interior algo nuevo. Y pensó: Es como si sus ojos penetraran en la visión del Paraíso terrenal.

De las vacas, pertenecían dos a cada uno de los niños; y aquellas bestias enormes, pesadas, lentas, se dejaban llevar, mansas y cariñosas, y se dejaban acariciar siempre que querían los niños. Y había también el cerdo blanco, muy limpio si se lo cuidaba bien, y atento a cualquier ruido; un verdadero cómico, glotón y a la vez cosquilloso y tímido como una doncella. Y luego el chivo. Siempre había en Sellanraa un viejo macho cabrío; cuando al uno le tocaba abandonar la vida, otro venía a ocupar su sitio. ¿Hay algo más carneril que la cara de un carnero? Precisamente en aquellos días tenía que vigilar a muchas cabras; mas, de vez en cuando, se hartaba de ellas y se tumbaba tedioso, cavilando, barbilargo, como un patriarca Abraham. Y de pronto, se levantaba apoyándose sobre las rodillas y se reunía con las cabras dejando a su paso una nube de olor cáustico.

Se suceden los días en la hacienda. Cuando, por excepción, pasa un caminante que va hacia la sierra, y pregunta: «¿Y a vosotros os va bien?». Isak responde y responde Inger:

—Bien, gracias.

Isak no descansa; consulta el calendario para cada labor, está alerta sobre los cambios de luna y se rige por las señales meteorológicas. Trabaja y trabaja.

Ahora ya tiene el camino bastante bueno, que él mismo se ha hecho, y que atraviesa en toda su extensión hasta el pueblo lo que fue antaño tierra de nadie. Este camino lo recorre, a veces, con el carruaje; pero mayormente, prefiere hacerlo cargado a la ida con quesos de cabra o pieles, o corteza de abedul, mantequilla, huevos, y a la vuelta con otros artículos que ha adquirido a cambio del dinero cobrado con la venta de aquellos. Estas salidas las evita cuando puede, porque el camino de Amplia Vista para abajo es muy malo. Ha ofrecido a Brede Olsen ayudarle en la faena si se decide a arreglarlo, y Brede ha hecho promesas que no cumple. Ahora Isak ya no piensa en rogarle de nuevo.

Cuando Inger le ve tan cargado, le dice:

—No entiendo cómo puedes soportarlo. ¡Eres incansable!

Y así es, realmente. Llevaba unas botas tan desmesuradamente gruesas y tan pesadas, con clavos remachados y herraduras en las suelas (¡hasta los cordones estaban sujetos con tachuelas!), que parece increíble que un hombre pueda andar con tales botas.

Esta vez, al llegar a la aldea, ve pequeños grupos de obreros en varios sitios que instalan unos basamentos de piedra y levantan unos postes de telégrafo. Una porción de ellos son vecinos. Brede Olsen también está allí, dando al olvido los fines agrícolas a que pensaba dedicarse. «¿Cómo es posible que le sobre tiempo?», se pregunta Isak.

El capataz pregunta a Isak si está dispuesto a vender postes de telégrafo.

—No.

—¿Ni aunque fueran muy bien pagados?

—No.

Isak ya no era el hombre tardío en las respuestas. Sabe que si se decidiera a la venta que le proponen, cobraría algunos táleros más, pero se quedaría sin bosque. ¿Qué ventaja había, pues? Luego es el ingeniero quien se acerca a él para reiterarle la proposición. Isak la rechaza igualmente.

—Nos bastan los postes de que disponemos —dice el ingeniero—, pero nos sería más cómodo acarrearlos directamente desde tu bosque y así nos ahorraríamos un transporte tan largo.

—Dispongo de pocos troncos —replica Isak—, teniendo en cuenta que quiero instalar una pequeña aserradora, y, además, me faltan un buen granero y una buena despensa para mis provisiones.

Brede Olsen se inmiscuye en la conversación.

—Si yo fuera tú —le dice—, vendería los postes, Isak.

Los ojos del paciente Isak centellean, y, mirando fijamente a Brede, le dice:

—Sí, sí; lo creo.

—¿Cómo? —insinúa Brede.

—Pero yo no soy tú —concluye Isak.

Algunos trabajadores sonríen al oír la respuesta. Y es que Isak tenía un motivo muy particular para poner a distancia a su vecino. Aquel mismo día había visto en el terreno de Amplia Vista tres ovejas, y reconociendo en una de ellas la de las orejas planas que Oline había dado a trueque de alguna cosa. «Quédese Brede con la oveja —había pensado Isak, siguiendo su camino—. ¡Y que él y su mujer se hagan ricos con ella!».

Y era cierto. No se le quitaba del pensamiento lo de la aserradora. En invierno, cuando el suelo se hubo endurecido, subió a Sellanraa la gran sierra circular y todo lo indispensable para el montaje, que habían llegado por mediación del negociante de Drontheim. Untados con aceite de linaza para preservarlos de la herrumbre, aquellos elementos de la instalación mecánica esperaban en el cobertizo; veíanse allí mismo algunas de las vigas y traviesas para las nuevas construcciones, que nada impedía ya comenzar, pero que Isak aplazaba de un día a otro. ¿Qué le pasaba? ¿Disminuían sus energías? A otros no les sorprendería, pero a él se le hacía increíble su propio caso. ¿Es que se mareaba? Antes, no había faena que le intimidara. ¿Había cambiado, tal vez, desde que, en lucha con el agua, instalara el molino? Con sólo bajar al pueblo, podía pedir ayuda a otros brazos; pero no: dentro de pocos días probaría de acometer el trabajo por sí mismo. Inger le ayudaría un poco.

Habló con ella y carraspeó, y luego dijo:

—Si, por acaso, dispones de un par de horas, podrías ayudarme en lo de la aserradora.

Inger meditó un rato.

—Con tal que pueda… —contestó—. ¿Vas a construir una aserradora?

—Esta es mi intención. Ahora ya lo he reflexionado bastante.

—¿Es más difícil que el molino?

—¡Mucho más! ¡Diez veces más! —declaró Isak—. ¿Qué te has creído tú? Todo tiene que calcularse y precisarse, y en medio ha de ir la gran sierra circular, funcionando.

—Con tal que puedas, Isak —respondió Inger en su atolondramiento.

A Isak le molestaron estas palabras, y replicó:

—Ya lo veremos.

—¿No puedes pedir consejo a uno que conozca la especialidad?

—No.

—Pues me temo que no podrás llevarlo a cabo —expresó Inger.

Y nadie hubiera logrado hacerla volver atrás de su aprensión.

Isak levantó la mano lentamente y se apretó las sienes. Parecía un oso que levantara la pata.

—Lo mismo temo yo: que no podré llevarlo a cabo —concedió—. Por eso, tú, que eres más entendida, me ayudarás.

El oso había apuntado bien, pero no por esto obtenía la victoria. Inger echó la cabeza atrás, se rebeló y se negó a ayudar en lo de la aserradora.

—¡Ah! —dijo Isak.

—¿Es que voy a exponer mi salud con la humedad del río? ¿Quién movería la máquina de coser y cuidaría de la lumbre y del ganado?

—¡Ah! —dijo Isak.

A la postre, no se trataba más que de echar una mano al colocar las cuatro vigas cornijales y las dos cuerdas. ¿Sería que Inger, en el fondo, se había vuelto melindrosa al contacto de la vida ciudadana?

De que estaba muy cambiada, no había duda. No pensaba tan constantemente en el bien común, sino en sí misma. Cierto que había requerido de nuevo las cardenchas, la rueca y el telar; pero más le agradaba sentarse ante la máquina de coser, y cuando el herrero le hubo construido la plancha, le faltó tiempo para demostrar sus excelentes condiciones de modista. Era su verdadera profesión. Lo primero que confeccionó fueron un par de vestidos para la niña. A Isak le agradaron, y hasta se excedió, tal vez algo, en los elogios; Inger dio a entender que no era nada en comparación con lo que sabía hacer.

—Pero son demasiado cortos —objetó Isak.

—Así se llevan en la ciudad. Tú no entiendes nada de esto.

Isak había ido demasiado lejos, y puso en perspectiva a Inger una pieza de paño para utilidad propia.

—¿Para un abrigo? —preguntó Inger.

—O para lo que tú quieras.

Inger se decidió por un abrigo, y describió a Isak cómo tenía que ser el paño.

Pero una vez confeccionado, pareció que le hacía falta alguien que se lo viera puesto. Un día acompañó a los dos muchachos a la escuela de la aldea. Y este viaje resultó de no poca utilidad; dejó rastro.

Primero, al llegar al nivel de Amplia Vista, salió la señora con sus hijos y estuvieron un rato con la vista fija en los viajeros. Inger y los dos niños iban en el carruaje, como hijos de señores, e irían, seguramente, a la escuela. ¡Y la Inger llevaba un abrigo de paño! A la señora de Amplia Vista se le clavó una espina en el corazón, no porque el abrigo de Inger le importara gran cosa; no pecaba de vanidosa, gracias a Dios. Pero tenía hijos: Barbro, una muchacha ya mayorcita, Helges, el segundo, y Katrine, en edad escolar todos ellos. Naturalmente, los dos mayores ya habían frecuentado un cierto tiempo la escuela, pero cuando la familia se estableció en aquella apartada y pantanosa Amplia Vista, su cristianización había sido interrumpida.

—¿Y llevas víveres para tus hijos? —preguntó la señora.

—¿Víveres? Naturalmente. ¿Ves aquella canasta? Es mi maleta, y va llena hasta los bordes.

—¿Y qué llevas?

—¿Qué? Tocino y carne para la comida del mediodía, y mantequilla, queso y pan para las otras.

—Estáis bien instalados allá arriba —ponderó la señora, mientras sus pobres hijos, paliduchos, eran todo ojos y oídos al oír enumerar aquellos manjares.

—¿Y dónde los tendrás a pensión?

—En casa del herrero.

—¡Ah! —dijo la señora de Brede—. Los míos volverán también a la escuela, y los tendremos en casa del delegado.

—¡Ah! —exclamó Inger.

—Sí; o en casa del doctor, o del párroco. ¡Brede está en buenas relaciones con toda la gente de pro…!

Inger se arregló un poco el abrigo y ordenó, para realzar el efecto, unos flecos de seda negra.

—¿Dónde has comprado ese abrigo? —preguntó la señora—. ¿Allá en la ciudad, tal vez?

—Lo he cortado y cosido yo misma.

—Es lo que te digo; allá arriba nadáis en dinero y abundancia.

Inger continuó el viaje al pueblo, gozosa y llena de orgullo, sentimientos que, tal vez, ostentara demasiado, pues lo cierto es que la señora Heyerdahl, mujer del delegado, se escandalizó de que Inger se presentara allí con su abrigo. Dijo que el ama de Sellanraa parecía olvidar su condición y dónde había pasado los seis años últimos. Pero Inger se presentó en todas partes con su abrigo, y ni a la mujer del forjador ni a la del maestro les hubiera disgustado tener una capa como aquella. Pero con el tiempo…

Inger no tardó mucho en tener clientela. Algunas mujeres de la otra vertiente de la montaña vinieron a verla por pura curiosidad. Muy a disgusto de Inger, se había cuidado Oline de propagar una serie de historias de ella, y las visitantes le traían ahora recuerdos de su tierra. En pago, eran agasajadas con comida e Inger les enseñaba la máquina de coser. Subían de dos en dos las jóvenes del pueblo y se aconsejaban con Inger; había llegado el otoño, tenían unos ahorros para emplear en un vestido, e Inger les informaba de la moda reinante por esos mundos e incluso les cortaba un vestido, alguna que otra vez. Esas visitas la hacían revivir; se remozaba, se deshacía en amabilidad y en deseos de ayudar, y tan diestra era en su especialidad que no necesitaba patrones. A veces cosía desinteresadamente en su máquina unos dobladillos y devolvía el género con una broma estupenda, diciendo:

—Ahora cose tú misma los botones.

Más tarde, en medio del otoño, le suplicaron que bajara a la aldea para coser para las mejores familias, pero ella respondió que se debía a la suya y a los rebaños y a las faenas domésticas, con el agravante de no tener una sirvienta. ¿Qué es lo que no tenía? ¡Una sirvienta!

Y habló a Isak:

—Si alguien me ayuda podré dedicarme a la costura más por entero.

—¿Ayuda? —le interrogó.

—Sí; en la casa. Una sirvienta.

Todo daba vueltas a los ojos de Isak; después, una leve risa iluminó su barba rojiza, y tomó a broma la idea de Inger.

—Sí —insistió—; necesitamos una sirvienta.

»Allá, en la ciudad y en la aldea —insistió Inger— la tienen todas las amas de casa.

—¡Vamos! —dijo Isak.

No estaría Isak en la mejor disposición aquel día; trabajaba en la construcción de la aserradora, y la cosa marchaba lentamente: no podía sostener un poste con una mano, mantenerlo perfectamente en posición horizontal y, al mismo tiempo, ocuparse en los travesaños. Cuando los chicos volvieron de la escuela, mejoró un poco la situación, porque le ayudaban de firme. Sivert tenía una especialidad en remachar bien los clavos; pero Eleseus le aventajaba en el manejo de la plomada. Transcurrida una semana, tenían asentados y bien afirmados los postes, y puestos los travesaños, gruesos como vigas. Con ello habían dado fin a un trabajo enorme.

Pero, fuera por lo que fuere, Isak se sentía muy a menudo, al anochecer, cansado. No se trataba ya de construir una aserradora, y punto final; convenía atender a todo lo demás. El heno estaba a cubierto, pero el grano permanecía en el campo, dorándose a tal punto que no admitía espera la siega y el ponerlo al abrigo; se acercaba también la recolección de las patatas. ¡Gracias a la ayuda de los muchachos! No les demostraba Isak con retórica su agradecimiento, porque entre personas como él y los suyos no había tal costumbre, pero le colmaban de satisfacción. Sentábase en corro en los descansos para conversar, y así tenía ocasión el padre de consultar seriamente con ellos lo que procedía emprender primero, y lo que harían después. Esto les llenaba de orgullo a Eleseus y Sivert, y así aprendían a reflexionar antes de hablar, para evitar errores.

—Sería lamentable que no pusiéramos la cubierta a la aserradora antes de las tormentas de otoño —decía el padre.

¡Ah! ¡Si Inger fuese la misma de otros tiempos! Pero, desgraciadamente, tal vez su salud no era tan buena como antaño, lo cual no era de extrañar después del largo encierro. Que su modo de ser había variado no cabía duda: no era tan reflexiva, sino más superficial, un poco ligera. Refiriéndose a la hija, cuya muerte había causado, decía:

—Fui muy necia; podríamos haberla hecho operar; una sutura en el labio, y no me hubiera visto arrastrada a hacer lo que hice.

Jamás iba al bosque para acercarse a la pequeña sepultura, cuya tierra removiera un día con las manos y sobre la cual puso una crucecita.

Con los hijos no era Inger una madre negligente; cuidaba de ellos, los quería ver compuestos, cosía para ellos, y era capaz de quedarse hasta altas horas de la noche remendando sus ropas. Acariciaba la ilusión de que llegaran a ser algo.

Acarreado el grano y concluida la recolección de las patatas, llegó el invierno. ¡Y la aserradora no tenía todavía techo en aquel otoño! ¿Qué remedio quedaba, sino dejarlo resignadamente y esperar lo que traería el verano? No se iban a morir por eso.