Isak prosigue la carrera hasta llegar a un charco del pantano y se detiene. La lagunilla es negra y profunda; su superficie, de un tono azul, se mantiene inmóvil. Isak conocía su utilidad: pues apenas en su vida se había servido de otro espejo que de un charco así. ¡Miradle! Con su camisa roja está guapo y atildadamente vestido. Ahora saca unas tijeras, y se recorta la barba. ¿Pretendía hoy el petulante coloso embellecerse y desprenderse de su vieja barba de cinco años? No se cansa de cortar y cortar, ni de mirarse en el espejo del agua. ¿Qué inconveniente podía haber en que hiciera esto en su casa? ¿Le avergonzaba la presencia de Oline? Ya era mucho haberse presentado ante ella con la camisa roja. Tijeretazo va, tijeretazo viene; una buena porción de barba flota sobre el agua inmóvil. Como el caballo se impacienta, Isak da por terminada su tarea. Sí, señor. Se siente mucho más joven. Y, ¡qué diantre!, si sus ojos no le engañaban, ¡hasta más esbelto!
Y vuelve a emprender la carrera hacia el pueblo.
Al día siguiente llega el bote. Isak, sentado en una roca, cerca del cobertizo del tendero, vigila el desembarco. ¡Dios mío, cuántos pasajeros salían! Personas mayores y niños; pero tampoco esta vez aparece Inger; no viene entre ellos. Sentado en la roca habíase quedado Isak en último término y no habiendo por qué mantenerse a distancia, se acercó al bote. Salían todavía del barco de ocho remos, cajas y toneles, gente y paquetes de correspondencia, pero Isak no veía a Inger. En cambio, se fijó en una mujer con una niña, pero era más bonita que Inger, aunque Inger no era fea. Pero… ¡Si era Inger aquella mujer! Isak carraspeó y fue rápido a su encuentro. Se saludaron. Inger le dio los buenos días, tendiéndole la mano, todavía un poco resfriada y pálida del mareo y las molestias del viaje. Isak no acertaba a decir nada.
—Hace muy buen tiempo —dijo al fin.
Y ella:
—Te había visto allá enfrente, pero no he querido molestar a nadie abriéndome paso. ¿Has tenido asuntos en el pueblo?
—Sí —contestó Isak, y carraspeó.
—Espero que todos estaréis bien.
—Sí.
—Esta es Leopoldine. El viaje le ha sentado mejor que a mí. Mira, este es tu padre. Saluda a tu padre, Leopoldine.
Isak carraspeó una vez más. Se encontraba de un modo raro; era como forastero entre las dos.
—Si ves en la lancha una máquina de coser… —dijo Inger—, es la mía. Además, hay una caja.
Isak se fue, de la mejor gana. Los encargados del bote le señalaron la caja, pero en cuanto a la máquina de coser, fue preciso que Inger misma la buscara. Era como un cajón de forma desconocida, con una tapa redonda y un asa para poder llevarla fácilmente. ¡Una máquina de coser en aquella comarca! Isak cargó con la caja y con la máquina de coser, y dijo a su familia:
—Voy corriendo al pueblo con esto, y luego la llevaré a ella.
—¿A quién? —preguntó Inger—. ¿Crees que esta niña mayor no puede ir andando?
Acercáronse al carro.
—¿Has comprado otro caballo? —inquirió Inger—. ¿Y ese carro con su pescante?
—Pues, claro. Pero, lo que iba a decir: ¿No vas a tomar un bocado? Tengo ahí algunas provisiones.
—Esperemos hasta que hayamos dejado atrás el pueblo —contestó la mujer—. ¿Qué te parece, Leopoldine? ¿Sabrás estar sentada aquí, solita?
Pero el padre no lo permitió; no se fuera a caer entre las ruedas.
—Siéntate tú en el pescante con ella, y toma las riendas —dijo Isak.
Así lo hicieron, y detrás del carruaje iba Isak a pie. Contemplaba a las dos. Inger había llegado por fin, y tanto su físico como su atavío le parecían extraños, y de una rara distinción; el defecto de la boca labihendida había desaparecido, y sólo quedaba una pequeña cicatriz encarnada en el labio superior. Su hablar no era ya sibilante, y su pronunciación se distinguía por su pureza. Entonaba admirablemente con su pelo oscuro el pañuelo de lana de la cabeza, con franjas grises y encarnadas y flecos. Inger volviose en su asiento y dijo:
—Hubiera sido oportuno traer una piel; al anochecer, el aire será fresco para la niña.
—Ponle mi chaqueta, y al llegar al bosque hallaremos una piel que he dejado allí escondida.
—¡Ah! ¿Tienes guardada una piel en el bosque? —preguntó Inger.
—Sí —contestó Isak—. No quería ir con ella en el coche todo el camino, para el caso de que no hubieses llegado.
—Ya. ¿Y qué dijiste? ¿Los dos niños están bien?
—Sí.
—Les encontraré crecidos.
—Desde luego. Se han ocupado últimamente de la plantación de las patatas.
—¡Vamos! —exclamó la madre, meneando la cabeza—. ¿Ya son capaces de plantar patatas?
—Eleseus me llega hasta aquí, y Sivert hasta aquí —contestó Isak, acompañando sus palabras con el gesto.
La pequeña Leopoldine pidió algo de comer. ¡Qué linda era! Un ser delicado, como un insecto gracioso posado sobre el carruaje. Hablaba, con un tono cantarín en la voz, el singular lenguaje de Drontheim, que no siempre el padre llegaba a comprender sin que Inger se lo tradujera. Los rasgos de la niña coincidían con los de los muchachos, los ojos pardos, las mejillas alargadas, herencia de la madre. ¡Bien está que los hijos salgan a la madre! Isak no se demostraba expansivo con su hija, atemorizado, como se sentía, por sus zapatitos, sus largas medias de lana fina y su trajecito corto. Al saludar por primera vez a su padre, se había inclinado, tendiéndole una mano chiquitina.
Llegados al bosque, se pararon y comieron. El caballo tuvo su pienso, y Leopoldine brincaba, con un pedazo de pan en la mano.
—No has cambiado mucho —observó Inger, con la mirada puesta en su marido.
Isak volvió a un lado la cara, y respondió:
—¿Te parece? Yo te encuentro más distinguida.
—No; he envejecido —dijo ella, riendo y echándolo a broma.
Era evidente que Isak no se sentía del todo en su centro: un poco intimidado, retraído. ¿Qué edad tendría su mujer? Menos de treinta años, no. Es decir, más de treinta años, imposible. Isak arrancó una ramita de brezo y mordía en ella.
—¿Se te ocurre comer brezo? —exclamó Inger, riendo.
Isak tiró la ramita y tomó un bocado de las provisiones; fue hacia el caballo y lo levantó por delante, de modo que el animal quedó apoyado únicamente sobre las patas traseras.
—¿Por qué haces eso? —preguntó Inger.
—Es un animal muy cariñoso —dijo Isak, soltándolo.
¿Qué poderoso impulso le había movido a hacerlo? Acaso no pudo dominar unas ganas tremendas de ejecutar tal cosa, o, tal vez, lo hiciera para disimular su turbación.
Se levantaron y fueron un trecho a pie.
—¿Qué es eso? —preguntó Inger a la vista de las nuevas construcciones.
—Es el terreno que compró Brede.
—¿Brede?
—Y llaman al sitio Amplia Vista. Terreno pantanoso; poco bosque.
Andando por encima de Amplia Vista, hablaron todavía un rato de lo mismo; pero a Isak no le había pasado por alto que el carruaje de Brede estaba todavía al raso.
La niña se dormía, y su padre la tomó cariñosamente en brazos para llevarla. Seguían el camino a pie, y cuando estuvo del todo dormida, Inger aconsejó:
—Ahora la dejamos echada en el carro, encima de la piel, y que duerma tanto como quiera.
—Con el traqueteo del carro —opinó el padre— dormirá mal.
Así —Isak con la niña en brazos— llegan al borde del pantano, lo dejan atrás y entran en el bosque. Inger detiene el caballo, toma la niña de entre los brazos de Isak, y le pide que ponga más juntas la caja y la máquina de coser, de manera que Leopoldine pueda estar acostada en la trasera del carro, pues no hay peligro del traqueteo que teme Isak. Lo hace como ella aconseja, envuelve a su hijita en la piel y le pone su chaqueta como almohada. Y siguen su camino.
Van a pie marido y mujer, hablando de cosas diversas. El sol se pone muy tarde y la temperatura es cálida.
—Oline, ¿dónde duerme ordinariamente? —preguntó Inger.
—En el cuarto de respeto.
—¿Y los niños?
—En el mismo que al marcharte tú, cada uno en su cama.
—No me canso de mirarte —dice Inger—, y no has cambiado. Tantas cargas como han pesado sobre tus espaldas a través de las tierras deshabitadas, y no por esto ha disminuido tu fortaleza.
—¡Oh, no! Pero, a lo que iba: ¿tú has soportado bien los años de ausencia?
A Isak, conmovido, le temblaba la voz al hacer esta pregunta. Inger le respondió que no tenía motivos de queja.
Creció en afectuosidad la conversación. Isak preguntaba a Inger si estaba cansada, en cuyo caso sería mejor que subiera al carro.
—No, gracias —respondió Inger—. Pero no sé qué me pasa, que se me ha despertado el apetito desde que el mareo ha cedido.
—¿Tomarías algo más?
—Sí; pero que no sea causa de detenernos demasiado.
No es que Inger tuviera mucho apetito, pero así facilitaba a Isak el poder continuar la comida interrumpida con aquella ramita de brezo.
Como la tarde era templada y clara y tenían todavía un buen trecho hasta su morada, empezaron a comer de nuevo.
Inger fue por un paquete que guardaba dentro de la caja, diciendo:
—Traigo un par de casitas para los niños. Ven, vamos a aquel soto donde todavía da el sol.
Sentáronse, y la madre mostró las cosas destinadas a los chicos: unos bonitos tirantes con hebillas, cuadernos de escritura con las correspondientes muestras, y un lápiz y un cortaplumas para cada uno. Para sí misma reservaba un libro excepcional.
—Mira, aquí consta mi nombre; es un devocionario.
Se lo había dado como recuerdo el director de la prisión. Isak lo admiraba todo en voz baja. Le enseñó también una serie de cuellos que pertenecían a Leopoldine, y le dio a él un pañuelo negro para el cuello, que lucía como seda.
—¿Es para mí?
—Sí, es mi regalo.
Isak lo cogió cuidadosamente y pasó la mano por él.
—Di si no es bonito.
—Sí que lo es. Con este pañuelo al cuello me pasearía por el Universo.
Pero tan rudas eran sus manos, que los dedos se le quedaban como pegados en aquella seda extraña.
Nada más podía presentar Inger. En el acto de empaquetar de nuevo estaba sentada en tal posición que aparecían las pantorrillas ceñidas en unas medias de rayas rojas. Isak carraspeó.
—¿Son medias de ciudad? —preguntó.
—El hilo es de la ciudad, pero las confeccioné yo misma a punto de aguja. Son medias largas que llegan más arriba de la rodilla. Mira…
Al cabo de un momento, Inger oía su propia voz, murmurando:
—Tú siempre el mismo… Como antes.
Subieron al carruaje. Inger guiaba.
—Tengo también un paquete de café —dice—, pero no podrás probarlo esta noche, porque todavía no está tostado.
—No padezcas por eso —responde él.
Pasa un rato más. Se ha puesto el sol y hace fresco. Inger prefiere andar. Arropan bien a Leopoldine y sonríen al ver que es capaz de dormir tanto rato. Y luego, discurriendo, siguen marido y mujer su camino. Oír hablar a Inger es ahora una verdadera delicia; nadie podría hablar mejor que ella.
—¿No son cuatro las vacas que tenemos? —pregunta Inger.
—No, ahora tenemos más —responde él con orgullo—; son ocho.
—¿Ocho vacas?
—Sí, contando también el toro.
—¿Se ha vendido mantequilla?
—¡Ya lo creo! Y huevos vendemos también.
—O sea, que tenemos también gallinas.
—Por supuesto; y un cerdo.
La sorpresa de Inger llega al colmo; comprende apenas lo oído, y detiene un momento el caballo. Isak está orgulloso, y pone empeño en deslumbrarla.
—Geissler, ya conoces a Geissler, me hizo una visita días atrás.
—¿Sí?
—Sí; y nos ha comprado una mina de cobre.
—¿Cómo?
—Una parte del monte que contiene mineral de cobre. Está en lo más alto, al extremo norte del lago.
—Sí. ¿Y es de esto el dinero que has cobrado?
—Sí; no es Geissler de los que vacilan en pagar.
—¿Cuánto te ha dado?
Isak carraspea.
—No querrás creerlo, pero son doscientos táleros.
—¡Tanto dinero has recibido! —exclama Inger, volviendo a parar el caballo.
—Esto me ha producido, sí. Y he pagado nuestras tierras hace tiempo.
—¡Oh! ¡Eres inmenso!
Verdaderamente, resultaba una dicha despertar la admiración de Inger y hacerla una mujer rica; por esto añadió Isak que tampoco tenía deudas ni en casa del tendero, ni en ninguna parte. Y, no solamente guardaba íntegros los doscientos táleros, sino que, además, contaba con otros ciento sesenta. Tenían, pues, motivo sobrado para dar gracias a Dios. Hablaron de Geissler un rato más. Inger, por su parte, aclaró a Isak lo que aquel había hecho por su libertad. No fue tan fácil. Geissler hubo de desplegar mucha actividad y hacer frecuentes visitas al director de la prisión. Era también Geissler, pero a espaldas del director, quien había mandado escritos al Consejo de Estado, o a otras autoridades. El director se enfadó mucho, como era de esperar, pero no por esto se dejó intimidar Geissler, y exigió un interrogatorio y una revisión de autos y todo. Y el rey tuvo que poner su firma.
El antiguo delegado Geissler había sido siempre para los dos un señor todo bondad; más de una vez se habían dicho qué razón le impulsaría a interesarse tanto por aquello de que sólo recibiría las gracias. ¡Era inconcebible! Inger había hablado con él en Drontheim, pero tampoco sacó el motivo.
—Toda la demás gente del municipio le tiene sin cuidado, excepto nosotros —declaraba Inger.
—¿Lo ha dicho él?
—Sí; está furioso contra la gente del distrito. «¡Ya verán!», dice.
—¡Ah! ¿Sí?
—Y que algún día habrán de arrepentirse de su ausencia.
A la salida del bosque vieron a Sellanraa que se extendía ante sus ojos. Los cuerpos de edificación eran más que antaño; las paredes aparecían pulcramente pintadas. A Inger le parecía todo aquello desconocido, y exclamó:
—¡No vas a decirme que todo eso…, que eso es nuestro!
La niña se despertó por fin, y se incorporó. Había dormido a su gusto; la levantaron, y los siguió andando.
—¿Es allá a dónde vamos? —preguntó.
—Sí. ¿Verdad que es hermoso?
Al otro lado, junto a la casa, se movían unas figuritas: eran Eleseus y su hermanito Sivert que estaban a la mira; acercáronse corriendo al ver a los que llegaban. Inger pareció darse cuenta, de pronto, de un enfriamiento; tosía, y el catarro nasal llegaba a llenarle de agua los ojos. ¡Es tan fácil coger un resfriado a bordo! ¡Y que de puro catarro se le llenan a una los ojos de lágrimas!
Pero los dos niños estaban atónitos, comiéndose con los ojos a los recién llegados. Ya no se acordaban del aspecto que tenía su madre, y a su hermanita nunca la habían visto antes. Al padre sí le conocieron, cuando se acercó más, pero se había cortado su gran barba.