El día siguiente iba a ser memorable: llegaron huéspedes; llegó Geissler. No era siquiera verano todavía en las tierras pantanosas, pero, sin preocuparse del estado del terreno, vino Geissler, muy bien calzado, con botas altas, acharoladas por arriba y guantes amarillos, ofrecía un aire de distinción. Un hombre de la aldea le llevaba el equipaje. Geissler viene dispuesto a comprar una parte del monte perteneciente a Isak, una mina de cobre, y pregunta a Isak por el precio. También le trae recuerdos de Inger; una mujer excelente, muy considerada. Geissler viene de Drontheim, y es allí donde ha hablado con Inger. Y dice a Isak:
—¡Has trabajado una enormidad!
—Eso, sí. ¿Decíais que habéis hablado con Inger?
—¿Qué es lo que asoma por allá arriba? ¿Has hecho un molino? ¿Mueles tu grano en molino? ¡Muy bien! Es mucho el terreno que has hecho productivo desde la última vez que estuve aquí.
—¿Y le va bien a Inger?
—Sí; bien… ¡Ah! ¿Te refieres a tu mujer? Pues ahora verás. Vámonos a la habitación de al lado.
Entonces dice Oline:
—No está bien arreglada.
Y cuando ella lo dice, sus motivos tendrá.
Pero Isak y el visitante entraron en la habitación y cerraron la puerta, quedando así Oline imposibilitada de oír la conversación.
El delegado Geissler se sentó, y se golpeó vigorosamente las rodillas un par de veces. Tenía en sus manos la suerte de Isak.
—Tus terrenos de cobre, ¿no los habrás vendido aún?
—No.
—Bien; los compro yo. Sí; ya he hablado de esto con Inger y con otras personas. Seguramente, Inger obtendrá la libertad dentro de poco; ahora está el asunto en manos del rey.
—¡Del rey!
—Sí; del rey. Fui a visitar a Inger, lo cual, naturalmente, no ofreció dificultades, tratándose de mí, y hablamos largo y tendido.
»—¿Estás del todo bien, Inger? —le pregunté.
»—Sí, no puedo quejarme de nada.
»—¿No echas de menos el hogar?
»—No puedo negar que sí.
»—Pronto podrás volver a él —le anuncié.
Ten la seguridad, Isak, de que tu mujer vale mucho; no vertió ni una lágrima; al contrario: se sonreía y se reía. La operaron de la boca y la han suturado.
»—Adiós —le dije—; no será ya mucho el tiempo que permanezcas aquí, te doy mi palabra.
»Fui inmediatamente al director. ¿Cómo no me iba a recibir? ¡Pues no faltaba más! «Tienen en el establecimiento una señora —le dije— cuyo sitio no es este; el hogar reclama su libertad. Se trata de Inger Sellanraa.
»—¿Inger? —preguntó—. Sí; es una buena persona; no me disgustaría tenerla veinte años en la casa.
»—Eso ni pensarlo —dije yo—. Se trata de que ya ha estado en prisión demasiado tiempo.
»—¿Demasiado, tiempo? ¿Está usted enterado de la causa?
»—La conozco muy bien, puesto que yo fui el delegado.
»—Por favor, siéntese usted —dijo él, entonces—. ¡Claro! ¡Pues eso faltaba! —y el director expuso—: Hacemos por nuestra parte todo lo posible en bien de Inger, y también de su niña. Sí, señor. ¿La señora es paisana de usted? Le hemos proporcionado una máquina de coser; oportunamente presentó una labor de prueba, como oficiala, que hizo en los talleres. Y la hemos instruido en varios conocimientos: ha aprendido a tejer, la costura y la confección, el tinte… ¿y decía usted que ya ha permanecido aquí demasiado tiempo?
»—Yo bien sabía lo que era del caso responder, pero quise demorarlo un poco, y dije—:
»—Sí, es un asunto que se enfocó mal, y hay que volverlo a tratar; ahora, después de la revisión del Código, tal vez obtendría la completa libertad.
»—¿Una liebre? —preguntó el director.
»—Una liebre —afirmé—. Y el recién nacido salió con la boca parecida a un hocico de liebre. El director sonreía.
»—Por lo que usted me dice —concluyó—, según parece, ¿no se ha tenido bastante en consideración este detalle?
»—Tanto, que ni se mencionó.
»—No tiene tanta importancia.
»—Para ella sí.
»—¿Cree usted que una liebre posee poderes mágicos?
»—No es asunto para exponer al señor director —dije— hasta qué punto una liebre puede tener efectos mágicos o no tenerlos. La cuestión es averiguar qué efecto puede producir la vista de una liebre, en ciertas circunstancias, sobre una mujer que es ella misma labihendida.
»El director reflexionó un rato, y luego dijo:
»—Sí, sí; pero en este establecimiento, nuestra misión consiste en recibir los reos, y no en hacer revisión del fallo. Y, según este, Inger no ha cumplido aún su tiempo.
»Entonces solté prendas:
»—En la detención de Inger Sellanraa —expuse— se cometieron faltas.
»—¿Faltas?
»—Primero que no debieron trasladarla, atendido su estado.
»El director me miró sin pestañear.
»—La advertencia es justa —dijo—, pero no atañe a los que cuidamos del establecimiento.
»—En segundo lugar —proseguí—, no hubiera debido estar dos meses en pleno arresto hasta que su estado se hizo patente a la superioridad, aquí, en el presidio.
»Había asestado bien. El director estuvo callado un buen rato.
»¿Tiene usted plenos poderes para obrar en nombre de esa señora? —preguntó después.
»—Sí —le respondí yo.
»—Como he dicho —concluyó él—, estamos contentos de la conducta de Inger, y la tratamos como se merece, —y aquí volvió a mencionar las muchas cosas que había aprendido; hasta a escribir le habían enseñado. Y a su hijita le dieron también la mejor instrucción. Yo le expliqué a mi vez las circunstancias en que se hallaba el hogar de Inger: los cuidados mercenarios bajo los cuales estaban los dos niños, etc.
»—Tengo un informe del marido —aseguré— que puede unirse a las actas, sea que se haya de volver sobre el caso o que se solicite el indulto de la acusada.
»—Déjeme usted ver el informe a que se refiere —dijo el director.
»—Mañana, a la hora de visita, lo tendrá usted —le respondí.
Todo esto, tan impresionante, lo había escuchado Isak como un cuento de lejanas tierras. Estaba pendiente de los labios de Geissler.
Y este continuó:
»—Fui al albergue y redacté un informe, tomando el asunto por mío, y firmé Isak Sellanraa. No vayas a creer que se me escapó una sola palabra de las posibles faltas cometidas, estando Inger ya dentro de la cárcel. ¡Ni una sílaba! ¡Ni soslayarlo siquiera! Al día siguiente, entré con mi documento en el despacho del director.
»—Por favor, siéntese usted —me dijo, leyendo mi informe. Movía la cabeza en señal de afirmación o de sorpresa, según los momentos, y, finalmente, dijo:
»—Muy bien. No basta para lograr una revisión del caso, pero…
»—Con un escrito adjunto que tengo en mi cartera creo que bastará —dije yo.
»Acerté. El director se apresuró a decir:
»—Desde ayer he pensado en el asunto, y veo que hay base suficiente para presentar una petición de indulto.
»—¿La cual usted apoyará, llegada la ocasión, señor director?
—La apoyaré; lo haré con todo empeño. —Me incliné y añadí:
»—Entonces tenemos seguro el indulto. Le doy las gracias en nombre de un marido sumido en la desdicha y de un hogar abandonado.
»—No creo —dijo el director— que sea necesario recoger más informaciones del lugar de origen. Usted ya conoce a la sentenciada. —Entendí muy bien que el caso debía solventarse, diríamos, silenciosamente, y respondí—:
»—Los datos o informes que de allí llegarían más bien podrían alargar el asunto.
Y esta es la historia, Isak —concluyó Geissler, mientras consultaba su reloj—. Y ahora al negocio. ¿Puedes acompañarme una vez más al sitio dónde hallamos el cobre?
Isak era una piedra, un tronco, y no le era posible pasar instantáneamente de lo uno a lo otro. En el colmo de la sorpresa y engolfado en profundos pensamientos, permanecía sentado, hasta que se le ocurrieron las más diversas preguntas. Supo que la solicitud estaba en manos del rey, y que el éxito podía ser decidido en uno de los Consejos próximos.
—¡Es prodigioso! —exclamaba.
Fueron a la montaña, Geissler, su acompañante e Isak. Y pasaron unas horas allá arriba. En este breve tiempo, Geissler siguió el curso de la veta de cobre en un gran trecho, y señaló las líneas del dominio que deseaba comprar. Corría como una comadreja, pero sin atolondramientos, y su juicio era de una prontitud y una firmeza notables.
Al volver a la granja, con un saco lleno de piedras de muestra, pidió pluma, tinta y papel y se puso a la tarea. Sin precipitarse, charlaba de vez en cuando:
—Oye, Isak: esta vez no percibirás una cantidad muy elevada por la venta de tu terreno, pero siempre serán unos doscientos táleros.
Y volvía a escribir.
—No se te olvidará recordarme que he de dar también una ojeada a tu molino antes de marcharme.
Llamáronle la atención unas líneas rojas y azules trazadas sobre el maderamen del telar y preguntó:
—¿Quien ha dibujado esto?
Eran un buey y un chivo, que, a falta de papel, había garabateado allí Eleseus con su lápiz de colores.
—No está mal hecho —dijo Geissler; y regaló una moneda al muchacho.
Luego volvió a su escritura, que interrumpió para decir:
—Ahora otros colonos subirán a establecerse en la antigua tierra desierta.
Su acompañante le interrumpió:
—Ya han subido.
—¿A quién te refieres?
—Por de pronto, a los de Amplia Vista, como llaman al terreno que ha comprado Brede.
—¡Ah, ese! —sonrió Geissler despectivamente.
—Y luego otros más, que también han adquirido terrenos —dijo el acompañante.
—¡Ojalá valgan algo! —dijo Geissler. Y como se diera cuenta de que los dos niños estaban ahora en el aposento, cogió al pequeño Sivert, y le dio también una moneda. ¡Qué hombre ese Geissler! Tenía ahora el borde de los ojos un poco irritado. Podía atribuirse a las largas vigilias de la noche; pero, a veces, esta manifestación proviene de bebidas alcohólicas fuertes. Mas Geissler no daba la impresión de decrepitud; mientras charlaba de todo lo imaginable, no dejaba, seguramente, de planear el documento, y, de pronto, tomó la pluma y continuó escribiendo. Ahora parecía haber terminado.
Dirigiose entonces a Isak:
—Como te he dicho, no te harás rico, de pronto, con este negocio. Pero andando el tiempo puede prosperar, y entonces procuraremos que te sea recompensado más espléndidamente. Los doscientos táleros los tendrás al contado.
Para Isak todo esto era bastante confuso, pero, al fin y al cabo, doscientos táleros eran un milagro y un pago espléndido. Claro que no sería en moneda contante, sino sobre papel, pero también así estaba conforme, porque era otra cosa lo que daba vueltas en su cabeza.
—¿Y creéis que le concederán el indulto?
—¿A tu mujer? Si hubiera telégrafo en la aldea —respondió Geissler—, preguntaría en Drontheim si ya está en libertad.
Isak había oído hablar del telégrafo. ¡Cosa más rara! Unos hilos sostenidos por unos postes, algo que no parece de este mundo. Ahora se filtraba en su corazón algo parecido a la desconfianza acerca de las grandes afirmaciones de Geissler.
—Pero ¿y si el rey se niega? —objetó.
—En este caso —contestó Geissler—, enviaré mi escrito adjunto al informe, que contiene la esencia de todo, y necesariamente tu esposa obtendrá la libertad. ¡No lo dudes!
Leyole lo que había redactado como escritura del terreno por doscientos táleros al contado, a los que más tarde podrían unirse altos porcentajes de la explotación, o beneficios con ocasión de sucesivas ventas.
—Firma aquí —le señaló Geissler.
Isak no tenía inconveniente en firmar lo que fuera, pero no era un calígrafo: en toda su vida no había entallado más que letras de madera. Y Oline —¡qué horror!— le estaba mirando. Cogió la pluma, aquella atrocidad de cosa ligera, dirigió acertadamente la punta hacia abajo y escribió su nombre. Geissler escribió debajo algo más, probablemente una aclaración y su acompañante firmó como testigo.
Asunto concluido.
Pero Oline continuaba en pie, inmóvil, poniéndose ahora rígida. ¿Qué iba a suceder?
—¡Pon la comida en la mesa, Oline! —dijo Isak, quizá con un tono de altanería que se le notaba desde que había firmado la escritura.
—Aceptad la buena voluntad —dijo a Geissler.
—El aroma de la carne asada y del caldo son exquisitos —comentó este—. Ahí tienes el dinero, Isak —añadió, sacando la cartera henchida, y de ella dos fajos de billetes de Banco, que contó y dejó encima de la mesa—. Puedes contarlos tú mismo.
Ni una sola palabra turbaba la quietud.
—¡Isak! —exclamó Geissler.
—Bueno, sí —dijo Isak. Y añadió, murmurando, aturdido—: Yo no puedo pretender tanto… después de todo lo que ya habéis hecho…
—Son diez billetes de diez táleros y veinte de cinco táleros —le dijo Geissler decidido—. Espero que otra vez te tocará una suma mucho más importante.
Oline pareció volver en sí. Se había obrado el prodigio. Y puso la comida en la mesa.
A la mañana siguiente, Geissler se dirigía hacia el río para visitar el molino. Todo era pequeño y estaba toscamente construido; era como un molino para esos espíritus que moran bajo tierra, pero sólido y suficiente para ser utilizado por los hombres. Acompañoles Isak más arriba de la corriente, y le señaló un segundo salto de agua, donde ya había trabajado con vistas a montar un taller de aserrar, si el Señor le conservaba la salud.
—Lo peor es que tengamos tan lejos la escuela —se lamentaba Isak—. No me queda más recurso que dejarlos allí a pensión.
El expeditivo Geissler no veía en ello ningún inconveniente.
—Precisamente, son cada día más los que se establecen en estos sitios, y no podrá faltar pronto una escuela.
—¡Quién sabe —decía Isak— si será cuando mis niños ya sean crecidos!
—¿Y qué inconveniente encuentras en que les mandes abajo a la escuela? Vas allá con los chicos, bien provisto de víveres, y los recoges al cabo de tres semanas, o de seis, lo cual no supone casi nada para ti…
—Claro que no.
En caso de que Inger estuviera de vuelta, la dificultad desaparecería. La hacienda, los víveres, todo era una hermosura; tenía también ahora mucho dinero, y, además, una salud de hierro. ¡Ah, esa salud, fuerte y sin merma en todos los sentidos, la salud de todo un hombre!
Cuando Geissler hubo partido, Isak empezó a reflexionar sobre varias cosas en las que había puesto su orgullo. A lo último, el bueno de Geissler le había animado, asegurándole que así que tuviera el telégrafo a su alcance, le mandaría noticias.
—Puedes preguntar en Correos dentro de catorce días —le había dicho.
Esto le llenaba el alma. Se puso a labrar un pescante desmontable, que levantaría cuando el carro hubiera de servir para el acarreo de las cosechas, y que volvería a colocar en él para los viajes a la aldea. Una vez construido era tan limpio, tan nuevo, que fue preciso darle una mano de color más oscuro. ¡Y cuántas otras cosas era preciso hacer todavía! Todo tenía que pintarse. Otra idea le acompañaba ya hacía años: la construcción de un granero capaz y del puente para poder llevar el heno en carro hasta el espacio superior; y la aserradora que esperaba a ser puesta en marcha; y el seto con que había de cercar toda su propiedad; y la construcción de un bote para el lago… Eran muchos los planes que Isak tenía, pero no le bastaba el tiempo, aun centuplicando sus energías. Antes de que se diera cuenta llegaba el domingo, y volvía a ser domingo al cabo de poco.
La pintura de las casas no admitía espera; hubiérase dicho que las casas estaban en mangas de camisa, tan desnudas y grises se veían sus paredes. Todavía le quedaba tiempo antes de las labores, pues la primavera no había empezado, y, aunque el suelo continuara helado, ovejas y cabras ya andaban al aire libre.
Isak embala unas docenas de huevos para venderlos en el pueblo. A la vuelta, viene provisto de colores al óleo bastantes para una construcción, para el granero, que pintaría de rojo. Va a buscar más color, y decide pintar la casa de ocre.
—Es lo que yo digo: esto va ganando en distinción —murmura Oline cada día.
¡Oh! La Oline no deja de advertir que sus días en Sellanraa son contados. Era suficientemente recia para soportar el golpe, pero no sin murmurar. Isak, por su parte, ya no se preocupaba de ajustar cuentas con ella, por frecuentes que fueran en los últimos tiempos sus hurtos y malversaciones. Llegó a regalarle un carnero joven, teniendo en cuenta, quizá, que Oline le servía a cambio de un pequeño salario. Por otro lado, nunca había tratado mal a sus hijos; no pecaba de severa o exigente, y sabía acomodarse a la edad infantil; les daba conversación, respondía a sus preguntas, y usaba con ellos de tolerancia. Si se le acercaban cuando estaba elaborando el queso, les permitía catarlo, y si algún domingo se les ocurría escaparse antes de lavada la cara no les contrariaba.
Cuando hubo dado a la casa la primera capa de pintura, Isak trajo del pueblo tanta como pudo (e Isak podía mucho), dio tres manos de color blanco en los muros y cruces de las ventanas. Cuando, regresando del pueblo, divisaba ahora su morada sobre la pendiente de la montaña, ¡le parecía ver el castillo de ensueños de Soria Moria! Aquel terreno, antes yermo, estaba desconocido y se cernía encima de él la bendición; la vida había surgido en él al cabo de un letargo secular, lo poblaban los hombres y jugaban los niños alrededor de las casas. Hasta lo más alto de las montañas azules se dilataba el bosque, hermoso, vasto.
Cuando Isak llegó un día a casa del tendero, este le dio un sobre azul que ostentaba un escudo, y cobró por ello cinco chelines. Era un telegrama cursado por mediación de Geissler. ¡Qué hombre tan singular, ese Geissler! Telegrafiaba concisamente:
«Inger libre. Llegará pronto. —Geissler».
A Isak le pareció que la tienda daba vueltas, y la gente y el mostrador se alejaban. Más que oírlo, se sintió a sí mismo, diciendo:
—¡Alabado sea Dios!
El tendero dijo:
—Si ha salido a tiempo de Drontheim, puede ser que mañana la tengas aquí.
—Ya, ya —contestó Isak.
Isak se quedó en el pueblo hasta el día siguiente. El bote que venía con la correspondencia recogida en la estación del buque de vapor se acercaba, pero Inger no estaba a bordo.
—Ya no llegará hasta la semana próxima —afirmó el tendero.
Casi le favorecía aquella tardanza a Isak, pues eran muchas las cosas que quedaban por hacer. ¿Podría darlas al olvido? ¿Podía dejar abandonados los cultivos? Llegado a casa, se dispone a estercolar. En seguida acaba. Hiere el terruño con la azada, y observa día tras día el deshielo. Brilla el sol grande y esplendoroso, la nieve ha desaparecido, el verde asoma por todas partes, y el ganado anda libre. Isak ara un día y espera dos o tres para sembrar el grano y poner las patatas, faena en que le ayudan los chicos con manos de ángel, que se desembarazan de la faena con más rapidez que el padre.
Después lava Isak el carro al borde del río, y coloca en él el pescante. Habla con los niños de una excursión que ha de hacer a la aldea.
—Pero ¿no irás a pie? —le preguntan.
—No; esta vez tengo el propósito de ir en el carro.
—¿Y nos dejarás ir contigo?
—Por esta vez os quedaréis en casa, con la promesa de portaros bien. Vuestra madre está a punto de volver, y veréis las muchas cosas que de ella podréis aprender.
Eleseus, tan deseoso de saber, pregunta:
—Aquel día que escribiste sobre papel, ¿qué efecto te hizo?
—Casi no lo noté —dijo el padre—. Es como si la mano estuviera vacía.
—¿No resbala como sobre el hielo?
—¿Quién?
—La pluma con que escribiste.
—¡Ya lo creo! Por eso es preciso aprender a dirigirla.
El pequeño Sivert tenía otra manera de ser: nada dijo de la pluma; lo que quería era ir sentado en el pescante del carro vacío, guiar un caballo imaginario y correr mucho. Isak les permitió ir con él un buen trecho en el carruaje.