IX

Pasan los años.

Un día compareció de nuevo un ingeniero en Sellanraa, acompañado de un capataz y dos trabajadores, los cuales venían para recorrer el trayecto de la línea telegráfica en proyecto. Esta vez la línea pasaría no lejos de la morada de Isak, y abrirían un camino recto a través del bosque. Esto, facilitando el tránsito, haría que el paraje fuera menos solitario y se iluminara con la luz del mundo lejano.

—Este sitio —dijo el ingeniero— será el punto central entre dos valles; tal vez te propondrán para la inspección de la línea en ambas vertientes.

—Te darán veinticinco táleros anuales por el servicio.

—Bien, ¿y en qué consistirá mi trabajo?

—En cuidar de que la línea no sufra desperfectos, que los cables sean repuestos si, acaso, se rompieran, y que la vegetación no crezca en perjuicio de la instalación. Te pondrán un aparatito instalado en la pared de tu casa que te indicará cuándo debes salir a inspeccionar. Entonces dejarás tus labores y saldrás en seguida.

—En invierno podría encargarme de eso —dijo Isak, después de concentrarse.

—¡Ah, no! Ha de ser en invierno y en verano, naturalmente, todo el año.

—En primavera, verano y otoño —aclaró Isak— tengo labores que me ocupan todo el tiempo.

El ingeniero estuvo un buen rato como pasmado, mirando a Isak.

—Entonces —le dijo—, ¿sacas mayor ganancia de tu labranza?

—¿Ganancia? —repitió Isak.

—Si ganas más ocupando en la labranza el tiempo que ocuparías en el cuidado de la línea, he querido decir.

—No lo sé —respondió Isak—. Pero lo cierto es que si vivo aquí es por los campos. Soy responsable del sustento de varias personas, y de los muchos animales. Nosotros vivimos del terruño.

—Bueno, bueno; puedo ofrecer el cargo a otro —replicó el ingeniero.

Esta amenaza pareció realmente un alivio para Isak; pero como no quería que aquel señor se llevara la impresión de una negativa brusca, le dio explicaciones:

—Tengo un caballo, y cinco vacas y, además, un toro; tengo también veinte ovejas y dieciséis cabras. Estos animales nos procuran el sustento y la lana, y necesitan forraje.

—Sí… claro está —aprobó el ingeniero lacónicamente.

—Sí, señor. Y lo que digo es únicamente que ¿cómo les procuraría yo el forraje si en medio de la recolección del heno me viera obligado a acudir a la reparación de la línea telegráfica?

El ingeniero replicó:

—No hablemos más del asunto. Brede Olsen, el colono de más abajo, puede encargarse, y creo que aceptará de buena gana.

Y dirigiéndose a sus hombres, les dijo:

—¡Vamos más allá!

Oline adivinó, por el tono en que el ingeniero hablaba, que Isak no había estado razonable, antes bien terco, e intentó sacar provecho.

—¿Qué has dicho de dieciséis cabras, Isak? ¿Dieciséis? ¡Si no son más que quince!

Volvió Isak los ojos hacia ella, que le desafiaba con los suyos clavados en él.

—¿Que no son dieciséis, has dicho?

—No —replicó ella. Y como aprobando la sinrazón de Isak, miró perpleja al forastero.

—¿Conque no son dieciséis? —dijo Isak, mordiendo un rato un mechón de su barba.

Alejábanse el ingeniero y los ayudantes. Si a Isak le hubiera importado mostrarse descontento de Oline, tal vez hacérselo sentir con el peso de su mano, la ocasión no podía ser mejor. Estaban de nuevo solos en la casa; los niños habían desaparecido, corriendo detrás de los forasteros, Isak estaba plantado en medio del aposento, y Oline sentada cerca de la lumbre. Isak carraspeó un par de veces, como anunciando que no tardaría en manifestar sus pensamientos. Pero guardaba silencio. Tal era el temple de su ánimo. ¿Por ventura no sabía él cuántas cabras tenía? ¿No podía él contarlas con los dedos? ¿Estaba loca aquella mujer? ¿Cómo iba a haber desaparecido una de las dieciséis cabras contadas que tenía en el corral, con las que alternaba diariamente, charlando con ellas? Entonces, Oline había cedido una cabra a cambio de algo que le diera la señora de Amplia Vista, que ayer había estado allí examinándolo todo.

—¡Hum! —carraspeó Isak, a punto de decir algo.

¿Qué había hecho Oline? No había cometido un asesinato, pero sí algo parecido. Serio como un cirio, podía él hablar de las dieciséis cabras. Pero lo que no podía era permanecer callado por una eternidad en medio de la habitación.

—¿Conque ahora son solamente quince las cabras? —dijo.

—Cuéntalas tú mismo; a mí no me salen más que quince —respondió Oline amablemente.

En este momento Isak hubiera podido extender las manos y modificar notablemente el aspecto físico de aquella mujer. No lo hizo; pero dijo a plena voz, mientras se dirigía hacia la puerta:

—Por ahora no digo más —y salió como dispuesto, otra vez, a hablar muy claro—. ¡Eleseus! —gritó.

¿Dónde estaba Eleseus? ¿Dónde estarían los chicos? El padre salía dispuesto a hacerles una pregunta, pues eran muchachos ya crecidos e inteligentes. Los halló en el granero, metidos en un rincón y completamente ocultos, pero su cuchicheo medroso los delataba. Como dos pecadores salieron ambos de su escondrijo.

El caso era este: Eleseus había encontrado un trozo de lápiz de colores, que pertenecía al ingeniero; al intentar correr a su encuentro, los forasteros, con su paso largo de personas mayores, ya habían penetrado en el bosque de enfrente, y Eleseus se quedó parado, al ocurrírsele la idea de que, tal vez, podía quedarse con el lápiz. —¡Ojalá pudiera!—. Se llevó al pequeño Sivert para que la responsabilidad no fuera toda suya, y se acurrucaron ambos con el botín en un rincón del granero. ¡Qué cosa admirable suponía para ellos aquel trocito de lápiz! ¡Era una verdadera maravilla! Cubrieron de rayas con él unas virutas que buscaron; los trazos salían de color encarnado por un cabo, azul por el otro; los muchachos alternaban en su uso. A las voces insistentes del padre, Eleseus susurró:

—Seguramente los forasteros han vuelto por el lápiz.

De pronto, desaparecía el gozo de su alma como borrado, y el corazoncillo de ambos empezó a latir y a martillear. Los hermanos salieron de su escondite. Eleseus tendía el brazo muy extendido, con el lápiz, para mostrar a su padre que no lo había roto, pero ambos deseaban, al mismo tiempo, no haber visto en su vida tal preciosidad. Al no ver ni sombra del ingeniero, sus corazones recobraron la calma y a la tensión de antes sucedió una paz verdaderamente beatífica.

—¿Vino aquí ayer una mujer? —preguntó el padre.

—Sí.

—¿Era la mujer de abajo? ¿No la visteis marcharse?

—Sí.

—¿Llevaba una cabra?

—No —dijeron los niños—. ¿Una cabra?

—Digo, si la seguía una cabra cuando volvió a su casa…

—No. ¿Qué cabra?

Isak reflexionó, dio vueltas al caso, y al volver el rebaño de los pastos, por la noche, contó por primera vez las cabras: eran dieciséis. Volvió a contarlas. Y así cinco veces: había dieciséis cabras; no faltaba ninguna.

Isak respiró aliviado. ¿Cómo era esto? ¿No sabría contar hasta dieciséis esa criatura de Oline?

—¿Qué tonterías andas diciendo tú? —le dijo—. ¡Las dieciséis cabras están aquí!

—¿Son, dieciséis? —preguntó ella con acento de candidez.

—Sí. ¡Qué poco entiendes tú de cuentas!

A esto, Oline respondió con calma, pero como ofendida:

—Si todas las cabras están en su sitio, será que Oline, gracias a Dios, no ha devorado ninguna. ¡Me alegro por la pobre!

Con esa pillería consiguió Oline que Isak olvidara el incidente, y no volvió a contar las cabezas de su ganado, ni se le ocurrió siquiera contar las ovejas. Y tampoco Oline resultaba tan inútil. Era en la casa como ama de llaves; se cuidaba de las bestias. Necia, sí; pero con esto se dañaba a sí misma. Que se quedara si quería; en el fondo, no valía para nada. Aunque el papel de Isak era oscuro y sin alegría, no tenía más remedio que conformarse.

Con los años había crecido la hierba en la techumbre de la casa, y hasta la del granero, con ser de construcción más reciente, verdeaba. El ratón del campo, el nativo del bosque, había sentado tiempo ha sus reales en la despensa. Herrerillos y otras avecicas animaban los alrededores de la alquería, y en la ladera había urogallos, cornejas y urracas. Pero lo más notable fueron las gaviotas, que en el último verano, provenientes de la costa, se habían venido a posar en aquellos terrenos de la alquería. ¡Tan conocida era esta ya en toda la creación! ¡Qué ideas no despertaba en Eleseus y en el pequeño Sivert la vista de las gaviotas! ¡Oh! Eran aves forasteras, escasas en número: seis solamente, seis aves blancas todas absolutamente iguales; se paseaban por los campos y, a veces, picoteaban la hierba.

—Padre, ¿por qué han venido hasta aquí? —preguntaban los chicos.

—Porque han presentido una tormenta en el mar.

¡Qué cosa singular y misteriosa esta de las gaviotas!

Estas y otras muchas cosas buenas enseñaba a sus hijos Isak. Ya estaban en edad de ir a la escuela, pero la escuela estaba a varias millas de allí, en el pueblo. El padre había destinado los domingos a enseñarles a leer; pero no era capaz de enseñarles más; no valía para tal menester aquel labriego ingénito. El Catecismo y la Historia Sagrada descansaban por eso, en su estante, junto a los quesos de cabra. Visto cómo dejaba creer a sus hijos, era de sospechar que tenía para sí que el desconocimiento de la sabiduría que en los libros se encierra es, hasta cierto punto, una fuerza para los hombres. Aquellos dos niños le hacían dichoso; recordaba a menudo cómo, siendo pequeñitos, su madre le había prohibido que los cogiera, porque tenía resina en las manos. ¡Resina: la cosa más limpia del mundo! También eran sanos y excelentes la brea, la leche de cabra y, por ejemplo, el tuétano; ¡pero nada como la resina de abeto!

Así vagaban los dos muchachos en un paraíso de suciedad e ignorancia, lo cual no quitaba que fueran muy guapos, cuando, bien raramente por cierto, se lavaban. Especialmente, el pequeño Sivert era una preciosidad. Eleseus era más fino y reflexivo.

—¿Cómo pueden saber las gaviotas que amenaza tempestad? —preguntaba Eleseus.

—Según el tiempo, se ponen enfermas —respondía el padre—. Pero, por lo demás, no se ponen más enfermas que las moscas. Estas cogen gota, o se marean, o algo así. Pero no las ataquéis porque se vuelven peor. No lo olvidéis, muchachos. El tábano ya es otra cosa: se muere solo. El tábano llega de improviso en medio del calor, y apenas lo has visto ya ha desaparecido.

—¿Y dónde se queda? —preguntaba Eleseus.

—¿Dónde? La grasa se le entorpece en el cuerpo, y allí se queda, donde le coge el mal.

Aumentaban los conocimientos con los días. Cuando los niños daban un salto desde una peña debían mantener la lengua en el interior de la boca, a fin de que no se les pusiera entre los dientes. Cuando, ya mayores, quisieran oler bien, si iban a la iglesia, tendrían que frotarse con un manojo de tanaceto, planta que crecía allá arriba en lo más elevado de la ladera. El padre era un pozo de sabiduría. Explicaba a los niños las particularidades de las diversas piedras, y las del pedernal, y cómo la piedra blanca era más dura que la gris. No bien encontraba un pedernal buscaba en seguida un hongo yesquero, que ponía a cocer en lejía para convertirlo en yesca útil, y se lo demostraba así a los chicos, encendiendo fuego. Les explicaba de la luna; estaba en cuarto creciente si el filo se mostraba de tal modo que se prestara a echarle mano con la izquierda, y menguante si se prestaba a echarle mano con la derecha.

—¡No lo olvidéis, muchachos!

Lo cierto es que algunas veces Isak iba, por excepción, demasiado lejos, y entonces se expresaba rara e incomprensiblemente. Un día llegó con un proverbio que proclamaba ser más difícil a un camello entrar en el cielo que a un hombre pasar por el ojo de una aguja. En otra ocasión, al hablarles del resplandor de los ángeles, dijo que estos tenían estrellas clavadas en los tacones de los zapatos en vez de clavos. Era una enseñanza buena y candorosa, a tono con aquellas soledades. Indudablemente, habría provocado la risa del maestro de escuela del pueblo; pero los hijos de Isak, en cambio, nutrían fuertemente su fantasía. Se les educaba e instruía para su mundo limitado, y no cabía pedir más. Al llegar, con el otoño, la época de la matanza, la curiosidad de los muchachos aumentó: temían mucho por los animales que iban a ser sacrificados, y sentían honda aflicción. Mientras Isak sujetaba la bestia con una mano y clavaba con la otra el cuchillo, Oline recogía y revolvía la sangre. Sacaron al viejo chivo, blanco y barbudo. Los dos pequeños atisbaban desde la esquina de la casa. Y decía Eleseus, volviendo la cara y frotándose los ojos:

—¡Qué viento tan fastidioso hace!

El pequeño Sivert lloraba más francamente, sin poder dominarse, y exclamaba:

—¡Ay! ¡El pobre chivo viejo!

Una vez degollado el chivo, Isak se acercó a sus hijos, y les dio la siguiente lección:

—No debéis lamentaros nunca porque se mate una res, ni decir: «¡Pobre bestia!», ya que si decís esto, cobra más apego a la vida. ¡No lo olvidéis!

Así habían pasado los años, y vino una nueva primavera.

Inger había escrito una vez más diciendo que le iba bien y que era mucho lo que aprendía en el establecimiento. Su hija, ahora ya toda una mocita, llevaba el nombre de Leopoldine, el santo que correspondía a la fecha de su nacimiento, quince de noviembre. En nada era zurda, y había nacido para la costura y las labores de ganchillo; sea en paño o estameña esas labores eran una hermosura.

Lo más extraño de toda la carta era que Inger misma la había escrito letra por letra.

Isak carecía de tamaña habilidad y tuvo que rogar al tendero del pueblo que le leyera la carta. Pero, eso sí, una vez la tuvo grabada en el cerebro, no se le olvidó, y al llegar a casa, se la sabía de memoria.

Sentose con toda solemnidad a la cabecera de la mesa, desplegó la carta, y se la leyó a sus hijos. ¡Qué viera Oline, si quería, cómo Isak era capaz de leer de corrido! Pero él no le dirigía la palabra. Cuando hubo terminado, dijo:

—Oídlo bien, tú, Eleseus, y tú, Sivert, vuestra madre ha escrito por su propia mano esta carta, y ha aprendido muchas otras cosas, y vuestra hermana sabe también ahora más que todos nosotros juntos. ¡No lo olvidéis, muchachos!

Los niños, sentados y muy quietecitos, estaban pasmados.

—¡Es algo grande! —decía Oline.

¿Qué pretendía encubrir con tal exclamación? ¿Ponía en duda la veracidad de Isak? ¿O no se fiaba, acaso de la lectura? No era fácil adivinar la verdadera opinión de Oline cuando con su expresión de blandura decía ambigüedades. Pero Isak había decidido hacer caso omiso de ella.

—Cuando vuelva vuestra madre, también aprenderéis a escribir —dijo a los dos niños.

Oline empezó a manosear unas prendas de ropa puestas a secar al calor del horno, removió un puchero, volvió a colgar las prendas, todo como si estuviera muy atareada. Pero cavilaba.

—Para acompañar tan gratos acontecimientos —dijo— no estaría mal que hubieras subido media libra de café.

—¿Café? —exclamó Isak impensadamente.

Oline respondía con calma:

—Hasta ahora, el poco que he comprado ha sido siempre de mi propio bolsillo.

¡Café! Para Isak el café era como un sueño, una leyenda, un arco iris. Oline estaba algo zumbona, claro, y no era cosa de enfadarse con ella; pero, de pronto, acudió a la mente de aquel hombre lento en el pensar el hecho de los trueques de Oline con los lapones, y dijo encolerizado:

—¿Has dicho media libra? ¡Una libra debiste decir! No faltará, no.

—¿A qué viene esa mofa, Isak? —dijo ella—. Mi hermano Nils tiene café, y abajo, en casa de Brede, en Amplia Vista, tienen café.

—Claro, porque no tienen leche, ni una gota.

—Bueno, eso no lo sé, ni me importa. Pero tú que sabes tanto y lees tan bien cosas escritas, como el reno sabe correr, no ignoras que hoy día hay café en todas las casas.

—¡Criatura! —se limitó a responder Isak.

Sentose Oline en el taburete, sin resignarse a callar.

—Por lo que se refiere a Inger —dijo—, si me permites mentar su alto nombre…

—Di lo que quieras; no me interesa —dijo Isak.

—Volverá al hogar —continuó Oline— sabiéndolo todo. ¿Y se adornará seguramente con perlas y llevará plumas en el sombrero?

—Claro que sí.

—A mí me deberá —dijo Oline— una parte de las grandezas a que habrá llegado.

—¿A ti? —exclamó Isak, sin lograr contenerse.

Oline respondió con mansedumbre:

—Sí; porque yo he contribuido, aunque como instrumento humilde, a sacarla de aquí.

Isak no sabía qué responder; se le atascaban las palabras en la garganta; sentado, silencioso, miraba en el vacío. ¿Había oído bien? Oline ponía una cara como si nada hubiera dicho de particular. Isak, en cuestión de decisiones, era hombre al agua.

Con el ánimo sombrío salió para dar una vuelta. ¡Qué mal bicho era Oline! Se alimentaba de la maledicencia, y de ella engordaba; debía haber acabado con ella, matándola, en el primer año. Ideando esto, Isak se sentía crecer. ¡Debiera haber sido hombre bastante para eso! ¿Él, hombre? ¡Oh! ¡Nadie le ganaba a ser terrible, si llegaba el caso!

A estos pensamientos sucedió una escena cómica: Isak entra en el establo y recuenta sus cabras: allí están todas con sus cabritos. Cuenta las vacas; el cerdo, catorce gallinas, dos terneros. «Casi me olvidaba de las ovejas», se dice a sí mismo en voz alta; y cuenta también las ovejas, y las recuenta, como si le preocupara la falta de alguna. Bien sabe Isak que una de las ovejas falta, ¿por qué, pues, hace como si lo ignorara? El caso es este: Oline le había embrollado una vez a propósito de la falta de una cabra. Aquella vez Isak se ocupó diligente del asunto, aunque sin lograr nada. Discutir con Oline era derrochar el tiempo. En otoño, cuando se disponía a la matanza, había echado a faltar una oveja madre; pero no se vio con ánimos para pedir cuenta inmediata de la desaparición y, más tarde, tampoco tuvo valor para ello.

Hoy ya es otra cosa. Isak está furioso por culpa de Oline. Recuenta las ovejas, apoya el índice en cada una, y cuenta en voz alta. ¡Que lo oiga Oline si está cerca, espiando! Y dice, también en voz alta, muchas cosas nada gratas para ella. Que tiene un modo nuevo de cuidar el pienso, haciendo desaparecer una oveja, precisamente una de cría; que es una ladrona de mala ralea, así, para que lo entienda.

¿Y si Oline estaba en aquel momento escuchando detrás de la puerta? ¡Ah! ¡Pues mejor! ¡Qué se lleve un buen susto!

Isak sale del establo, entra en la cuadra y «cuenta» el caballo, y de aquí se dirige a la casa para hablarlo todo de una vez. Tan de prisa anda, que la blusa, agitada, alborotada, parece desprendérsele del cuerpo. Pero, probablemente, Oline ha notado algo desde la ventana y sale de la casa, sosegada, segura de sí misma, para dirigirse al establo con las colodras[9] en las manos.

—¿Qué has hecho de la oveja madre con las orejas planas? —le pregunta Isak.

—¿La oveja madre?

—Sí; de tenerla aquí, habría parido ya dos corderos. Así es que me has sustraído tres reses. ¿Te haces cargo?

Oline se siente dominada, anonadada por la acusación; mueve la cabeza, y parece que sus piernas están a punto de flaquear, de tal modo, que acabará desplomándose con peligro de lastimarse. Pero su magín reflexiona activísimamente, confía en su presencia de ánimo, que siempre le ha procurado tantas ventajas, y que ahora tampoco le abandonará.

—Yo robo cabras y robo ovejas… —dice sosegadamente—. Quisiera saber qué es lo que hago con ellas. Tal vez comérmelas.

—Tú sabrás lo que haces de ellas.

—Entonces, sospecharías que en tu casa, Isak, no tengo suficiente comida y bebida, y que he de hurtarlo. Tanto si estás delante como si no, puedo afirmar que no he tenido necesidad de hacerlo en todos estos años.

—¿Qué has hecho, pues, de la oveja? ¿Se la llevó Os-Anders?

—¡Os-Anders!

Oline se ve movida a dejar las colodras en el suelo para alzar las manos.

—¡Estuviera yo tan libre de otra culpa como de esta! ¿De qué oveja y de qué corderos me hablas? ¿Te refieres a una cabra que tiene las orejas planas?

—¡Criatura! —dice Isak, dispuesto a dejarla.

—¡Qué hombre tan raro eres, Isak! —le dice ella—. Tienes ganado de toda clase y en tu establo hay tantos animales como en el cielo estrellas. ¿Y aún no te basta? ¿Cómo voy a saber cuáles son la oveja y los corderos que me estás pidiendo? Por generaciones enteras tú y los tuyos deberíais dar gracias a Dios por su misericordia. Una vez pasado este verano y una parte del invierno tus ovejas tendrán corderillos, y tú verás triplicado lo que ahora posees.

¡Oh, qué Oline esa!

Isak la dejó, rezongando como un oso. «¡Qué tonto fui —pensaba— de no acabar con ella el primer día!». Y se dedicó a sí mismo toda clase de improperios: «¡Qué necio, qué estiércol de caballo he sido!». Pero nunca es tarde si la dicha es buena. Pensó en ir al establo detrás de ella, mas luego se dijo que no era aconsejable emprender nada hasta el día siguiente. ¡Tres ovejas perdidas! ¡Y aún hablaba Oline de café!