VIII

¿Pasan rápidos los años? Sí; para el que envejece. Isak no era viejo, ni estaba debilitado, y los años se le hacían largos. Trabajaba en su hacienda, y se dejaba crecer de cualquier modo su barba rojiza, herrumbrosa.

De vez en cuando, sea que un lapón pasara por allí, sea que sucediera algo particular a alguna de las reses, se rompía la uniformidad de aquellas soledades. Una vez llegó un grupo de caminantes, pernoctaron en Sellanraa, comieron, bebieron leche, y preguntaron a Isak y a Oline cuál era el mejor camino para llegar a la sierra; dijeron que venían para precisar el recorrido y tomar las medidas de una línea telegráfica en proyecto.

Una vez llegó Geissler, nada menos que Geissler. Subía de la aldea, jovial y despreocupado, en compañía de dos hombres provistos de útiles de minería, picos y azadas.

¡Qué Geissler! Era el de siempre; no había cambiado nada. Dio los buenos días, charló con los niños, entró y salió de la casa, dio una ojeada a los cultivos, abrió las puertas del establo y del granero para examinar el interior.

—Muy bien, Isak —decía—. ¿Guardas aquellas piedrecitas?

—¿Qué piedras?

—Aquellas pequeñas, que pesaban tanto y con las que jugaba tu hijo la última vez que estuve aquí.

Las piedras estaban en el almacén; las habían puesto para hacer peso sobre las ratoneras. El delegado y sus dos compañeros las examinaron, se consultaron, golpeaban las piedras y las sopesaban en la palma de la mano.

—Cobre negro —dijeron.

—¿No podrías acompañarnos al monte, y enseñarnos el sitio dónde las recogiste? —preguntó el delegado.

Fueron juntos; el sitio no estaba lejos, pero dos días emplearon, luego, aquellos hombres, rondando en busca del mineral, haciendo saltar piedras. Al regresar, traían dos pesados sacos de ellas.

Entretanto, Isak había discurrido con Geissler sobre su situación. Refiriole cómo el precio del terreno había sido fijado en cien táleros y no en cincuenta.

—Eso no es de importancia —dijo Geissler, a la ligera—. Tal vez tienes verdaderos tesoros en tus piedras, que valen miles.

—¡Ah! —dijo Isak.

—Pero apresúrate a obtener la confirmación oficial de las escrituras.

—Bien.

—Para que el Estado no te ponga la zancadilla, ¿entiendes?

—Sí; pero lo peor es el asunto de Inger —repuso.

—No hay duda —dijo Geissler, y meditó más tiempo de lo que él acostumbraba.

—Tal vez podría intentarse una revisión. Creo que si todo saliera a la luz se le rebajaría la pena. Y aún podríamos solicitar un indulto y con ello conseguiríamos lo mismo.

—¿De veras?

—No se puede pedir el indulto en seguida; hay que dejar pasar algún tiempo. Pero, a lo que iba: obsequiaste a mi familia con un ternero y unos quesos, ¿cuánto te debo?

—Nada; nos lo habéis pagado de sobra.

—¿Yo?

—Mucho es lo que nos habéis ayudado.

—No —abrevió Geissler, mientras dejaba sobre la mesa algunos táleros en billetes—. Acepta eso.

Era un hombre que no quería nada gratis. Al parecer, había en su abultadísima cartera bastantes billetes más. ¡Sabe Dios si era tan rico como parecía!

—Ella escribe que está bien —dijo Isak, que sólo pensaba en sus asuntos.

—¡Ah! ¿Tu esposa?

—Sí, desde que ha tenido la niña; una niña robusta y bien conformada, allá, en la cárcel.

—¡Buena noticia!

—Sí; y la ayudan todos, y la tratan con mucha bondad, según escribe.

Geissler dijo:

—Ahora voy a mandar esas piedras a algunos señores entendidos, para saber lo que contienen. Si en realidad son ricas en cobre, tendrás mucho dinero.

—Bien —dijo Isak—. ¿Y cuándo creéis que podremos recabar el indulto?

—Dentro de algún tiempo. Yo mismo lo escribiré por ti, y volveré para hablar contigo. ¿Dijiste que tu esposa ha dado a luz desde que está fuera de aquí?

—Cabalmente.

—Entonces, se la llevaron de la casa estando en cinta, y eso no podían hacerlo.

—¿No?

—De ningún modo; y esto es otro motivo para que la pongan en libertad dentro de cierto tiempo.

—Más ya no se puede pedir —dijo Isak, agradecido.

Él no sabía que la autoridad ya había llenado y expedido muchos folios a causa del estado en que se hallaba Inger. En su tiempo, se había aplazado el llevársela arrestada de su hogar, primero, por la carencia de un local, y en segundo lugar por un deseo de atenuar la situación. Las consecuencias eran incalculables. Más tarde, al llegar el momento del arresto, nadie se preocupó de su estado, y fue ella la primera en callarlo, tal vez intencionadamente, con la esperanza de tener cerca a la criatura durante los duros años de encierro; si se portaba bien, acaso se la dejaran ver de vez en cuando. Pero, quizá también, su silencio se debiera al estupor, y así, pese a su estado, se dejó sacar de casa.

Isak trabajaba en terreno propio, desguazaba, desterronaba, desbrozaba, y ponía en claro los límites entre lo suyo y lo del Estado; los árboles cortados darían buena madera para un año. Pero no teniendo a Inger, que le enardecía con sus elogios, más que por gusto, trabajaba por hábito. Ya había dejado pasar los things sin preocuparse de la confirmación de las escrituras, sencillamente porque no le interesaba tanto. Llegado el otoño se animó a ello. No todo iba bien como era conveniente a su alrededor… Era paciente y sensato indudablemente, pero lo era por naturaleza. Reunió todas las pieles que tenía de cabras y terneros, las metió en el río, las raspó más tarde, las curtió y las dejó a punto para la fabricación de zapatos. Llegado el invierno, separó, con las primeras nieves, el grano para la primavera próxima, a fin de tenerlo ya preparado. Era un hombre ordenado. Mas carecía de alegrías; se había convertido en un solitario, y aunque casado, como si no lo fuera actualmente, tocaba de esta situación todas las consecuencias.

¿Qué gozo podía encontrar en estar sentado los domingos en el cuarto, lavado y rasurado, con su camisa roja, si no había nadie en honor de quién embellecerse? Los domingos eran los días que le parecían más largos, ya que le condenaban a una ociosidad llena de tristes pensamientos. Por toda ocupación, tenía que resignarse a dar la vuelta a sus bancales y a mirar lo que solicitaba sus energías de trabajador. Siempre se llevaba a sus hijos, y siempre tenía en brazos a uno de los dos. ¡Era tan grato oír sus charlas y responder a sus preguntas!

A falta más apta, tenía a la vieja Oline, que, en el fondo, no era tan mala; cardaba la lana, hilaba, confeccionaba medias y guantes y elaboraba quesos de leche de cabra, pero no tenía la mano muy feliz, y trabajaba sin amor. ¡Claro; si nada de lo que tocaba era suyo! En tiempos de Inger, había comprado Isak un cofrecito muy lindo, que adornaba el estante; era de barro y llevaba grabada en la tapa una cabeza de perro: era, aproximadamente, una tabaquera. Un día, Oline quitó la tapa, la dejó caer al suelo, y se rompió. Inger guardaba en un cajón unos esquejes[8] de fucsia tapados con unos vidrios. Oline quitó los vidrios, y al volver a ponerlos, apretó tan rudamente, que al día siguiente todas las plantas estaban muertas. A Isak no le era fácil soportar todo aquello, y como en su rostro no había nada de fofo, el que entonces mostraba, era, seguramente, tremendo. Oline era descarada y respondona, y le hacía frente.

—¿Qué quieres que le haga? —decía.

—No sé —respondía Isak—, pero no tenías necesidad de tocarlo.

—Descuida, que no volveré a tocar sus flores —replicó Oline.

Pero las flores ya estaban muertas.

¿Cómo es que ahora los lapones se acercaban más a menudo que antes a Sellanraa? ¿Qué buscaba por allí Os-Anders? ¿No podía pasar de largo? En el verano subió dos veces a la sierra, y no porque tuviera renos que vigilar, pues vivía de limosna y de las visitas que hacía a otros lapones. No bien llegaba a la finca, abandonaba Oline todas sus labores, y charlaba con él sobre este o aquel conocido de la aldea, y a la vuelta, el saco de Os-Anders estaba lleno de todo lo imaginable. Durante dos años Isak aguantó pacientemente, sin protestas.

Pero Oline pedía otro par de zapatos, y entonces Isak no pudo callar más tiempo. Esto era en otoño; Oline calzaba cada día zapatos de cuero, en vez del calzado lapón o el de madera. Isak dijo:

—Hoy hace un buen día —y carraspeó.

—Sí —dijo Oline.

—¿No has contado esta mañana diez quesos de leche de cabra, Eleseus? —preguntó al muchacho.

—Sí —respondió el muchacho.

—Pues ahora no hay más que nueve.

Eleseus los volvió a contar y calculaba con su pequeño cerebro. Luego, dijo:

—Sí; nueve y el que se llevó Os-Anders, que hace diez.

Se hizo un gran silencio. El pequeño Sivert quería contar como su hermano y repitió sus palabras:

—Que hacen diez.

En vista del nuevo silencio, Oline tuvo que dar una explicación.

—Sí, le di un queso pequeño, he pensado que eso no tenía importancia. Pero estos, con todo y ser niños, ya empieza en ellos a asomar lo que llevan dentro. Bien veo a quién salen. A ti, desde luego, no, Isak, ya lo sé.

Era una alusión que Isak se creyó obligado a rechazar.

—A los niños nada tienes que reprocharles —dijo—. ¿Pero, querrás explicarme qué beneficios hemos recibido de Os-Anders ni yo ni los míos?

—¿Beneficios?

—Sí.

—¿Os-Anders? ¿Beneficios? —repitió Oline.

—Sí; para que le sea yo deudor del queso de cabra.

Oline, que ha tenido tiempo necesario para reflexionar, da la siguiente respuesta:

—¡Dios me libre, Isak! Si he sido yo la que empezó las relaciones con Os-Anders, aquí me caiga muerta ahora mismo.

Isak ha de ceder, como otras veces.

Pero Oline no ceja.

—Si ahora que vamos para el invierno —dice— he de correr por ahí descalza y no tengo ni un par de zapatos, que hizo Dios para los pies, vale más que lo digas en seguida. Tres o cuatro semanas han pasado desde que te hablé de los zapatos y nada he visto de ellos todavía, y he de andar con estos.

—¿Y qué tienen tus zapatos de madera, que no puedas llevarlos? —replicó Isak.

—¿Qué tienen? —preguntó Oline, cogida de sorpresa.

—Sí; quisiera saberlo.

—¿Los zapatos de madera?

—Sí.

—Tú no dices nada de la lana que he cardado, y de las horas pasadas en la rueca, y de cómo cuido del ganado, y visto a los niños; de esto no hablas. Y, ¡qué demonio!, tu mujer, la que está en la cárcel, no creo que corriera descalza por la nieve.

—No; llevaba zapatos de madera —dijo Isak—. Y para ir a la iglesia o a la casa de gente respetable, se ponía el calzado lapón.

—Claro —respondió Oline—, ¡ella era mucho mejor!

—Claro que sí. Y cuando en verano calzaba zapatos lapones, ponía hierba seca dentro. Tú, en cambio, andas todo el año con medias y zapatos de cuero.

—Veo que llegaré todavía a ir con mis zapatos de madera hasta que se rompan —concluyó Oline.

Hablaba con voz tenue y entrecortada, medio cerrando los ojos. ¡Oh! ¡Era prudente y astuta!

—Inger, el monstruo, como la llamábamos, andaba entre mis hijos, y en casa aprendió esto y lo de más allá durante su estancia. Y así nos lo paga. Si mi hija lleva sombrero en Bergen, también Inger lo estará llevando ahora en la ciudad del Sur. A lo mejor ha ido a comprarse uno. ¡Ja, ja!

Isak se levantó, dispuesto a dejarla; pero Oline tenía que desahogar su corazón, y mostró cuán negro era… Toda ella emanaba negrura; hubiérase dicho que irradiaba tinieblas, mientras comentaba cómo ninguna de sus hijas, afortunadamente, tenía cara de una bestia que vomita fuego, y cómo no todas las mujeres son suficientemente hábiles para ahogar a sus hijos.

—¡Cuidado con lo que dices! —le gritó Isak; y para que entendiera mejor, añadió—: ¡Condenada mujer!

Pero Oline no ponía cuidado. ¡Nada!

—¡Bah! —dijo mirando al cielo.

Y volvió a insistir en que era una exageración ir por el mundo con una cara labihendida, como ciertas personas.

Isak se alegró de poder escapar, al fin, de la casa. ¡Qué remedio le quedaba, sino procurar a Oline unos zapatos de cuero! Era un colono en medio del bosque y no una hechura de los dioses que, cruzándose de brazos, pudiera decir al servidor: «¡Vete!».

Un ama de llaves como Oline, de la cual no se puede prescindir, estaba bien segura y podía decir y hacer lo que quisiera.

Las noches son frescas y de luna llena; el agua de los pantanos se endurece de tal manera que, si es necesario, soportan el peso de una persona, mientras que de día el sol los deshiela, y son impracticables. Isak, en una de esas noches frías, va andando, camino de la aldea, con el propósito de encargar unos zapatos para Oline. Lleva dos quesos de leche de cabra para la señora de Geissler.

A medio camino de la aldea, otro hombre, el nuevo colono, se ha instalado. Debía de ser persona acomodada, pues para la construcción de su vivienda había mandado subir carpinteros de la aldea, y había contratado jornaleros para cultivar un pedazo de ciénaga arenisca que destinaba a la plantación de patatas; personalmente, no hacía nada, o casi nada. Este hombre era Brede Olsen, ayudante del alcalde y alguacil, a quien se recurría lo mismo para ir a buscar al médico que cuando había de matarse un cerdo. Brede Olsen no había cumplido aún los treinta años, pero ya tenía que mantener a cuatro niños, además de su esposa, que en realidad era como una criatura. Por tanto, sus medios no eran muy sobrados. No debía de producir mucho el hacer de puchero y sartén y salir con el coche a practicar embargos. Ahora le tentaba la agricultura. Para la construcción de su casa había recurrido al Banco, solicitando un préstamo. Su finca se llamaba Bredablick, Amplia Vista, nombre magnífico que la esposa del delegado Heyerdahl le había sugerido.

Isak pasa de largo y no quiere emplear su tiempo en entrar, pero aunque es muy temprano, se ven los niños en apretado grupo asomados a la ventana. Isak pasa de prisa; no quiere que la helada noche siguiente le sorprenda en despoblado. El habitante de los parajes solitarios ha de reflexionar mucho para proceder como mejor convenga. Ahora no es tanta la labor, pero Isak siente como nunca la nostalgia de sus hijos, que ha dejado allá arriba, al cuidado de Oline.

Mientras anda no puede evitar el recuerdo de su primera caminata por aquellos sitios. Ha transcurrido el tiempo y los dos últimos años han sido muy largos. Cosas buenas han acaecido en Sellanraa, pero también algo francamente malo. ¡Ay, sí, Dios eterno! Y ahora surgía aquí una nueva hacienda. Bien conocía el sitio Isak; era uno de los parajes cultivables que explorara en su primera búsqueda, pero no le había parecido conveniente; cierto que el pueblo caía más cerca, pero el bosque era inferior; el suelo era llano, pero muy pantanoso, en cambio; y si fácil de romper la gleba, dificultoso el desguace. El bueno de Brede no tendría una tierra de labranza con sólo cavar el suelo pantanoso. ¿Y cómo no levantaba Brede un cobertizo para guardar los aperos de labor y los carros? Uno de dos ruedas vio Isak al raso, delante de la casa.

Hizo el encargo en casa del zapatero. La señora Geissler estaba de viaje, acaso no regresara más. E Isak tuvo que vender los quesos al tendero.

Al atardecer, Isak va de vuelta a su casa. Arrecia la helada al punto de permitirle andar sobre el pantano helado; pero su paso es lento. Dios sabe cuándo volvería Geissler, ya que su esposa había partido, acaso para siempre. Inger tampoco estaba. Transcurría el tiempo.

Tampoco esta vez se detiene Isak en casa de Brede sino que hace un rodeo para no ser visto. No está para hablar con nadie; su único deseo es proseguir su camino. El carro de Brede permanece en el mismo sitio. «¿Lo dejarán ahí?», piensa Isak. Bueno, allá cada cual con lo suyo. A él no le faltaba tampoco un carruaje y un cobertizo apropiado y no por esto le ha ido mejor; su casa es un hogar a medias.

Ya en pleno día divisó su casa en la ladera, y aun cansado y débil como estaba tras la excursión de dos días, sintió su ánimo más aliviado; veía la forma conocida de su hacienda; el humo que se elevaba de la chimenea; los dos niños jugaban fuera, pero tan pronto como le ven, corren a su encuentro. Entra en la cocina comedor. Dos lapones están sentados allí platicando con Oline, que se levanta, sobresaltada, y dice:

—¡Cómo! ¿Ya de vuelta?

Estaban haciendo café. ¿Café? ¡Café…!

Ya había advertido Isak que cuando Os-Anders u otros lapones se detenían en su morada, Oline ponía a la lumbre, en el perolito de Inger, agua para hacer café. Oline aprovechaba la ausencia de Isak en el bosque o en los campos; y si al volver este de la labor inesperadamente, lo ve, no dice una palabra. No obstante, cada vez ha de echar de menos un ovillo de lana o algún queso de cabra. Por eso es más de apreciar la bondad de Isak, de no coger ahora entre sus manos a Oline y triturarla por sus granujerías. Sí; por lo regular, Isak procura cada día mejorarse, bien sea por amor de la santa paz o con la esperanza de que Dios le devuelva así antes a su Inger. Tiene una inclinación a la reflexión profunda y a la superstición; hasta su cazurrería campesina no carece de candor. Aquel mismo otoño, al descubrir que el techo de turba del establo amenazaba caer sobre el caballo, Isak se mordió un par de veces un mechón de su barba herrumbrosa, sonrió luego, como quien entiende una broma, y se puso a levantarlo de nuevo y afirmarlo con unas vigas. No se le escapó ni una sola palabra áspera. Otro rasgo: el almacén donde guardaba sus víveres tenía únicamente en los ángulos el apoyo de altos pilares. A través del gran boquete que quedaba en el muro, penetraban aturdidos los pájaros, y no acertaban con la salida. Oline se lamentaba de que lo picoteaban todo, se paseaban por el tocino, y hacían encima, incluso, algo todavía peor que eso. Isak dijo:

—Es lamentable que esos animalitos no puedan hallar la salida una vez están dentro.

Y en medio de su agotadora faena, halló tiempo para preparar piedras y llenar con ellas el boquete del muro.

Dios sabe con qué ánimo lo hacía; tal vez esperando que en premio a su buena conducta, Inger volvería más pronto.