Pasan los días. La bonanza, el sol benigno y los chubascos intermitentes favorecen el crecimiento de las cosechas. Los colonos dan fin a la recolección del heno, tan abundante, que no cabe todo en un sitio y han de repartirlo entre la habitación, la cuadra y bajo el abrigo de un saliente de la roca. Inger no está nunca ociosa, y su ayuda se hace imprescindible. Isak aprovecha todas las horas de lluvia para terminar su cobertizo y cubrir pronto el lado sur, a fin de que el heno rebosante quede guardado en sitio conveniente. Todo marcha de prisa y llegará, sin duda, a feliz término.
Sin embargo, el triste acontecimiento y sus congojas nada puede borrarlos. Las consecuencias son inevitables. El bien no siempre deja huella en el camino; el mal, en cambio, arrastra inevitablemente sus consecuencias. Desde un principio, Isak, al hacerse cargo del acto de su mujer, se había limitado a preguntar:
—¿Pero cómo llegaste a hacer tal cosa?
Inger no respondió. Al cabo de un rato, insistió Isak:
—Entonces, ¿lo ahogaste?
—Sí —afirmó Inger.
—No debiste hacerlo.
—No —asintió ella.
—No entiendo cómo pudiste obrar así.
—¡Se parecía a mí de tal modo…!
—¿Cómo…?
Isak reflexionó un buen rato, y dijo:
—Sí, sí.
Por lo pronto, no habían vuelto a tratar más del caso, y al correr de los días, tan parecidos a los de antes, después de puesta a cubierto la provisión de heno, muy abundante, pasados los días de intensa labor, el delito fue olvidado casi. Mas no por eso dejaba de pender sobre la gente y las cosas de la alquería. No era de esperar que Oline supiera guardar silencio y aun en el caso de que no dijera nada, los testimonios mudos, las paredes de la casa, los árboles del bosque rodeando la fosa diminuta, ¿no podrían, acaso, romper a hablar? Os-Anders podía hacer ciertas alusiones y la misma Inger, soñando o en vela, podía también delatarse a sí misma.
¿Qué recurso le quedaba a Isak sino revestirse de cordura? Ahora comprendía por qué razones Inger había querido estar sola cada vez que iba a dar a luz; y pasar sola por las ansias de ver la forma del recién nacido, y hacer frente, ella sola, a todos los riesgos. Tres veces habíase repetido esto. Apenado por la desdicha de la desgraciada Inger, movía Isak la cabeza, y al oír el caso del lapón con el envío de la liebre la consideró libre de culpa. Esto les llevó a un cariño creciente, a un amor exaltado; arrimábanse el uno al otro en el peligro, y ella estaba llena de una primitiva dulzura para con Isak, y este se sentía atraído hacia aquella mujer; él, el coloso macizo como un tronco. Usaba ella el calzado familiar a los lapones: no era pequeña ni delicada, antes recta y alta. Ahora, por ser verano, andaba descalza y corta de falda, al aire las piernas que eran la obsesión de los ojos de Isak.
Durante todo aquel verano cantaba con frecuencia fragmentos de cánticos religiosos, y enseñó a rezar a Eleseus; pero le había quedado una animosidad, bien poco cristiana, contra todos los lapones, y no callaba el concepto que le merecían, a los que por allí pasaban. Les mandara quien les mandara, a lo mejor llevaban una liebre en su morral. ¡Ya podían irse enhorabuena!
—¿Una liebre? ¿Qué liebre?
—¿Conque no has oído hablar de lo que hizo Os-Anders?
—No.
—Te lo diré: llegó trayendo una liebre, mientras yo estaba encinta.
—¿Es posible? ¿Y te perjudicó?
—Eso a ti no te importa. Sigue tu camino. Aquí tienes un bocadillo y ahora vete.
—¿Tendrías, acaso, un pedazo de cuero para remendar mis zapatos?
—No; pero lo que tendrás encima de las espaldas, si no te marchas, es un buen palo.
El lapón suele mendigar humildemente, pero si no le dan nada se siente vengativo y amenaza. Una pareja de lapones con dos hijos pasó, pues, cerca de la morada; los padres mandaron al interior de ella a los dos chicos, para que mendigaran. Volvieron anunciando que no había nadie. La familia se detuvo un rato conversando en lapón, y en seguida el padre se decidió a entrar él mismo en la casa. No volvía; siguiole la mujer y, por fin, los niños; y reunidos en la cocina comedor cuchicheaban en lapón. El hombre metió la cabeza en el dormitorio, donde tampoco había nadie. El reloj de pared dio unas horas, que la familia oyó pasmada, de pie en la habitación.
No sé cómo adivinó Inger que unos forasteros habían llegado a la casa. Baja de la ladera a toda prisa, y al ver que son lapones y, además, desconocidos, les dice sin rodeos:
—¿Qué queréis? ¿No habéis visto que no había nadie en la casa?
—¡Ah, sí! —responde el hombre.
Inger ordena:
—¡Fuera de aquí!
La familia retrocede; lentos y de mala gana van saliendo; y dice el hombre.
—En el rato que hemos estado aquí sonó el reloj. ¡Qué maravilla!
—¿No podrías favorecernos con un poco de pan? —dice la mujer.
—¿De dónde venís? —pregunta Inger.
—De Vatnan, al otro lado. Toda la noche hemos estado andando.
—¿A dónde vais?
—A atravesar la sierra.
Inger entra en la casa para prepararles algo de comer; al verla salir, la mujer porfía en pedirle género para una gorra, un ovillo de lana, un pedazo de queso, ya que cualquiera de estas cosas le será a ella de utilidad. Inger no tiene tiempo que perder; Isak y los niños están en la pradera recién segada.
—Bueno, ahora idos.
La mujer prueba de alcanzar algo con lisonja:
—Hemos visto tu ganado en el prado; abundan las reses como en el cielo las estrellas.
—¡Magnífico ganado! —remacha el hombre—. Si te sobran un par de zapatos lapones, aunque sean viejos…
Inger cerró la puerta de la casa; y volvió a sus faenas. El hombre le gritaba, pero hizo como si no lo oyera, y siguió su camino.
—¿Es verdad que compras liebres?
No podía entenderse mal. Aquella pregunta quizá podía ser hecha de buena fe; o alguien habría contado patrañas al lapón, o este preguntaba con malicia. Sea lo que fuere, Inger había recibido una advertencia. El destino ya estaba llamando a la puerta…
Pasaron los días. Los colonos, gente sana, esperaban los acontecimientos y, entretanto, trabajaban como de costumbre. Convivían apretadamente como los animales del bosque. Dormían, comían… La estación estaba ya tan avanzada, que tantearon la cosecha de patatas; salían grandes y harinosas. ¿Y el golpe esperado? ¿Por qué no sobrevenía el golpe? Terminó agosto, empezaba setiembre… ¿Vivirían tranquilos hasta el invierno? Estaban siempre alerta, y se apiñaban por la noche en su cabaña, contentos de que el día hubiera pasado sin nada malo. En octubre compareció el delegado con una cartera llena de papeles, acompañado de otro hombre… La ley trasponía los umbrales de la casa.
Las investigaciones duraron bastante tiempo hasta que Inger pasó por el primer interrogatorio a solas. No negó el hecho; la pequeña fosa en el bosque fue removida y vaciada, y el cadáver fue llevado para la autopsia, envuelto en el mismo vestido que habían puesto a Eleseus para el bautizo, sin que faltara en su cabecita la gorra adornada de abalorios.
Isak pareció recobrar el habla.
—Ahora pasamos lo peor de lo peor —decía—. Y te repito que no debiste hacerlo.
—No —asiente Inger.
—¿Cómo lo hiciste?
Inger no respondía.
—No sé cómo tuviste corazón para esto…
—¡Es que se parecía tanto a mí…! La puse con la cara hacia abajo.
Isak movía la cabeza.
—Y así murió —prosiguió Inger, y rompió a llorar fuertemente.
Isak estuvo un rato sin decir palabra.
—Sí, sí. Ya es tarde para llorar —dijo luego.
—Tenía el pelo pardo en la nuca… —sollozaba Inger.
Por esta vez no se habló más. Y volvieron a pasar los días. Inger no fue arrestada en seguida; las autoridades tenían piedad de ella. El delegado Heyerdahl la interrogó como lo hubiera hecho con otra persona cualquiera.
—Es muy triste que sucedan cosas así —se limitaba a decir.
Cuando Inger preguntó quién era el que la había denunciado, el delegado respondió que nadie en particular; le habían llegado alusiones de todas partes sobre el caso. ¿No habría contribuido ella misma a descubrir el delito con sus conversaciones? Inger respondió que había contado a muchos lapones lo de Os-Anders. Cómo este, en el verano, compareció con una liebre, a lo cual atribuía ella que la hija que llevaba entonces en sus entrañas hubiera salido con la boca parecida al hocico de este animal. Y tenía la seguridad de que era Oline quien había enviado la liebre. El delegado no tenía conocimiento de lo que ahora le decía Inger. Fuera como fuese, estaba dispuesto a no hacerse eco siquiera en su protocolo de tanta ignorancia y tales supersticiones.
—Mi madre vio una liebre cuando yo estaba para nacer —insistió Inger.
El granero tenía puesta la cubierta. Era grande, con un almacén a cada lado para el heno, y una era en el centro. Vaciaron el cobertizo que hasta entonces sirviera de almacén, y los lugares, en que, interinamente, habían puesto el heno. Ahora lo trasladaron al nuevo granero. El grano, una vez segado y puesto a secar, fue llevado al nuevo granero. Inger se cuidó de sacar las zanahorias y los nabos. Todo estaba cubierto. Y todo hubiera ido bien ahora: eran gente acomodada. Isak, infatigable, desterronaba nuevos bancales[7] para el cultivo antes de que vinieran las heladas, extendió más el campo de cereales y se revelaba como un verdadero colono. Pero llegó noviembre, y dijo Inger:
—Ahora tendría medio año, y nos hubiera conocido a todos.
—Lo hecho, hecho está, y no se puede mudar —decía Isak.
Durante el invierno, Isak desgranó las espigas en la nueva era, asistido por Inger, que manejaba el látigo de trillar tan bien como él, mientras los niños retozaban sobre el heno. De las espigas salían granos grandes, gordos. Por Año Nuevo, prestándose el estado del camino para el trineo, Isak se ocupó de preparar la madera en cuadro para venderla en el pueblo. Tenía ya su clientela firme, y le pagaban bien la madera secada en el verano.
Un día convinieron él e Inger en ofrecer, junto con unos quesos de cabra, a la señora de Geissler, el ternero bien cebado de Cuerno de oro. La señora quedó encantada y no dejó de preguntar por el precio de todo.
—Nada —dijo Isak—, bien pagado nos lo tiene el señor delegado.
—Dios le bendiga. ¿Él ha sido? —exclamó la señora Geissler, conmovida. Dio a Isak unos libros ilustrados, pasteles y juguetes para Eleseus y Sivert. Al llegar Isak a casa y al ver Inger aquellas cosas, escondió la cara y empezó a llorar.
—¿Qué te pasa? —preguntó Isak.
—Nada. Pero precisamente estos días habría cumplido un año, y podría ver todo esto.
—Sí; pero bien sabes cómo vino al mundo —replicó Isak para consolarla—. Además —prosiguió—, podría ser que no salga tan mal el asunto. Me he informado en dónde reside Geissler.
Inger puso toda su atención, y preguntó:
—¿Crees tú que podrá auxiliarnos?
—¡Ah! ¡Eso no lo sé!
Isak llevó al molino la cosecha del grano y volvió a casa con harina. Volvió de nuevo al bosque para talar los troncos destinados a la madera en cuadro del año siguiente. Se pasaba la vida de una faena a otra según la estación del año: del campo al bosque y del bosque al campo. Se cumplían seis años desde que Isak empezara a colonizar, y cinco desde la llegada de Inger. Sólo cabía pedir que todo prosiguiera como hasta entonces. Pero no fue así. Iba y venía la lanzadera en el telar de la hacendosa Inger, y le quedaba tiempo para cuidar del ganado, acompañándolo todo de cánticos religiosos. Pero ¡ay!, su cantar hacía el efecto de una campana sin badajo.
No bien los caminos fueron transitables, se la llevaron al pueblo para el interrogatorio. Isak se vio obligado a quedarse en la granja; allí, en la soledad, formó el propósito de ir a Suecia y ver de entrevistarse con Geissler. Acaso el benévolo delegado se mostraría, una vez más, dispuesto a ayudar a la gente de Sellanraa. Pero la misma Inger, al volver del interrogatorio, sabía ya muchas cosas. Había preguntado mucho y conocía bastante bien la sentencia que caería sobre ella: reclusión perpetua, según el apartado 1.º, pero… Y es que delante del venerable estrado de la ley, lo había confesado sencillamente todo; los dos testigos del distrito la habían mirado compasivos y el magistrado la interrogó con amabilidad. Llegaba impresionada del claro juicio de los señores legistas, de la ciencia de los jurisconsultos, que conocen de memoria sus leyes. Y son, además, comprensivos y hasta de corazón. Inger no podía quejarse del Tribunal; no había dicho nada de la liebre, pero al afirmar entre lágrimas que su intención no fue causar tanto mal a su hijita, al extremo de quitarle la vida, el magistrado, severo el rostro, meneaba la cabeza lentamente.
—También tú —le había dicho— tienes el labio hendido, y no por esto te ha ido tan mal.
—Es verdad; gracias a Dios —había dicho Inger, por toda respuesta.
Mas nada contó de las secretas penas de su infancia y de su juventud. El hombre aquel, empero, el magistrado, debía sospechar algo; él mismo arrastraba un pie contrahecho, y nunca había podido tomar parte en un baile. Y habló:
—¿La sentencia? La ignoro todavía. En rigor sería prisión perpetua, pero… No sé si lograremos que se rebaje el grado: de quince a doce, de doce a nueve años. Unos hombres trabajan y estudian el medio de humanizar el rigor de la ley; no es fácil. Pero hemos de esperar que todo salga bien.
Al ver que no había sido necesario ponerla en arresto, Inger volvía con una pasividad callada. Pasaron unos meses, y un día, al anochecer, cuando Isak volvía de la pesca, supo que el delegado y el nuevo alguacil habían estado en Sellanraa. Inger se manifestó amable y cariñosa para con su marido, y le alabó, aunque la pesca no había sido sino regular.
—Oye una cosa… ¿Han entrado forasteros en casa? —dijo Isak.
—¿Forasteros? ¿Por qué lo preguntas?
—Veo huellas de unos zapatos ahí fuera.
—No ha venido nadie más que el delegado y otro.
—¡Ah…! ¿Qué se les ofrecía?
—Puedes figurártelo.
—¿Venían a buscarte?
Una breve pausa.
—¿A mí? No. Era sólo la sentencia. Y he de decirte, Isak, que Dios ha sido clemente; no es lo que yo me temía.
—Vamos —dijo Isak interesado—. Entonces, ¿no será mucho tiempo?
—No; unos años.
—¿Cuántos?
—A ti te parecerán muchos, pero yo doy gracias a Dios, que al menos puedo salvar la vida.
Inger no precisó el número de años. Más adelantada la noche, Isak preguntó cuándo vendrían por ella. Pero Inger lo ignoraba; o no quería decirlo. Volvía a mostrarse muy pensativa; hablaba del caso, y de que no sabía cómo iban a seguir las cosas, y de la probabilidad de que Oline viniera a sustituirla en los quehaceres del hogar, solución que también a Isak parecía la única. ¿Dónde estaría Oline? Este año no se había acercado como de costumbre. ¿Pensaría, quizá, no presentarse más, después de haber sido la causante de que todo se hubiera desquiciado? Empezaron las labores del campo. Oline no venía. ¿Sería preciso ir por ella? ¡Oh, ya vendría, ya, tambaleándose, aquella tripuda, aquel monstruo!
Y por fin llegó. ¡Qué endiablada mujer! Parecía como si entre ella y los esposos no hubiera pasado nada. Hasta estaba haciendo un par de medias acanaladas para Eleseus, según dijo.
—Sólo he querido ver cómo os va a este lado de las montañas —dijo, por comienzo.
A lo último resultó que había dejado en el bosque sus ropas y otros objetos metidos en un saco de viaje, y que venía dispuesta a quedarse.
Por la noche, Inger habló aparte a su marido, y le dijo:
—¿No tenías empeño en dar con Geissler? Ahora hay una tregua en las labores.
—Sí —respondió Isak—, ya que Oline está aquí, me pondré en camino mañana temprano.
Inger se lo agradeció mucho, y añadió:
—Y toma todo el dinero contante que tienes en casa.
—Bien —respondió Isak—. ¿Y no podrías guardarlo tú misma?
—No.
Inger le preparó abundante comida, y el hombre, no amanecido todavía, se levantó y se puso en marcha. Inger le acompañó hasta el umbral, sin verter una lágrima, sin lamentarse. Se limitó a decir:
—Ahora pueden subir cualquier día para prenderme.
—¿Es que sabes algo?
—No; ¿qué he de saber? Y también podría darse el caso de que no sea tan pronto, pero… ¡Ojalá encontraras a Geissler y pudiera darte él algún consejo!
¿Qué habría podido hacer Geissler en aquellas circunstancias? Nada. Pero Isak no dejó de salir en su busca.
Seguramente Inger había sabido algo. Tal vez se debiera la llegada de Oline a que Inger le había mandado aviso con alguien. Cuando Isak volvió de Suecia, ya se habían llevado a Inger, y Oline estaba al cuidado de los dos niños.
Fue una triste noticia para Isak, esta que recibió a su vuelta. Cuando al llamar en voz alta a Inger no tuvo respuesta, preguntó:
—¿Ha salido?
—Sí —respondió Oline.
—¿Qué día fue?
—El siguiente de tu partida.
Ahora adivinaba Isak por qué en los momentos del adiós Inger no había querido estar sola con él, y por qué motivo le pidió que se llevara todo el dinero. Y ella, ¿no podría necesitar algo para el largo viaje?
Los niños sólo se interesaban, de momento, por el cerdito amarillento que les había traído Isak. Era lo único que había traído. Las señas de Geissler que se llevó, no eran las actuales. Ya no estaba en Suecia, sino que vivía en Drontheim. El cerdito lo llevó Isak entre los brazos desde Suecia, no olvidando de alimentarle con la leche que llevaba en una botella, y durmiendo al raso junto a él en los descansos. Le ilusionaba proporcionar un motivo de alegría a su mujer, y ahora eran los niños, Eleseus y Sivert, los que jugaban con el cerdito, divirtiéndose de lo lindo. Esto le procuró un poco de distracción; y pronto recibió una noticia agradable. Oline había visto al delegado, que le mandaba recuerdos, y podía anunciarle que el Estado accedía, por fin, a la venta de Sellanraa. Bastaba con que Isak bajara a la oficina del delegado con el dinero. Esta buena noticia sacó a Isak de su profundo abatimiento. Aunque muy cansado, y con las piernas entumecidas aún, a causa de la marcha a Suecia, volvió a empaquetar algunas provisiones de boca, y en seguida se puso en camino hacia el pueblo. Le acompañaba la leve esperanza de poder ver allí todavía a Inger.
No se cumplió tal esperanza. Inger se había marchado ya… por ocho años. Isak sintió la desolación y la negrura en el alma, y no entendía ni la mitad de lo que el delegado le decía: era sensible que sucedieran cosas semejantes. Esperaba que para Inger sería una lección; que se enmendaría, arrepentida; y que nunca más mataría a sus hijos.
El delegado Heyerdahl, por su parte, estaba casado desde el año anterior. Su mujer no quería ser madre, no quería niños. Y no los tenía.
—Por fin —dijo a continuación el delegado—, me cumple acabar también el asunto de Sellanraa. El Real Ministerio ha accedido a la venta, tomando en cuenta, hasta cierto punto, mis proposiciones.
—Bien —dijo Isak.
—La cosa ha ido despacio —continuó el delegado—, pero tengo la satisfacción de ver que mi actividad no ha sido en vano. Han aceptado casi punto por punto lo que yo escribí.
—Punto por punto —repitió Isak, moviendo la cabeza.
—Ahí tienes las escrituras. Puedes mandar que las lean en el próximo thing.
—Sí —dijo Isak—. ¿Cuánto he de pagar?
—Diez táleros anuales. Aquí el Ministerio ha hecho una pequeña variación; son diez táleros anuales en vez de cinco.
—Con tal que pueda cumplirlo… —respondió Isak.
—Y durante diez años.
Isak miró al delegado con espanto.
—Sí; el Ministerio no pasa por menos —dijo el delegado—. Y no es un pago excesivo, tratándose de unos terrenos tan extensamente cultivables y ya trabajados como están.
Isak tenía consigo los diez táleros para el año en curso, importe de la madera en cuadro y de los quesos de cabra que Inger había elaborado. Pagó, y le quedó todavía un sobrante.
—Realmente es una suerte para ti que el Ministerio no se haya enterado del acto de tu esposa —prosiguió el delegado—, porque, probablemente, hubiera dado la preferencia a otro comprador.
—¡Ah! —dijo Isak.
Y a continuación preguntó:
—¿Son ocho años los que estará fuera?
—Sí; no hay más remedio; es preciso que la justicia siga su curso. La pena es, por otra parte, más que leve. Lo que ahora debes hacer es deslindar de un modo preciso lo que te pertenece y lo que pertenece al Estado. Limpia bien todo el terreno, siguiendo la línea que yo propuse y que está determinada en mi protocolo con todas sus señas. La madera te pertenece. Más adelante subiré para examinarlo.
Isak emprendió el regreso hacia su casa.