VI

Hoy se llevan al toro. Es una bestia de descomunales dimensiones y demasiado valiosa para seguir más tiempo en la alquería. Isak se dispone a bajar al pueblo con él, para venderlo y comprar, a cambio, un buen novillo.

Es Inger quien le ha instado, y sus motivos tiene para que Isak no esté en casa precisamente aquel día.

—Si te propones ir al pueblo, conviene que lo hagas hoy —le había dicho—. El toro está cebado, y bestias así alcanzan un buen precio en la primavera; pueden mandarlo a la ciudad, donde los pagan muy bien.

—Desde luego —decía Isak.

—El único peligro es que por el camino, de bajada, se te desmande —añadió Inger.

A esto, Isak nada respondió.

—De todos modos, de una semana a esta parte ha salido bastante, conoce el campo, y ya se ha acostumbrado al aire libre.

Isak no dijo nada a todo eso; pero, colgándose del cinto un gran cuchillo, fue y sacó el toro.

¡Qué coloso, tan magnífico y terrible a la vez! A cada paso que daba se estremecían sus lomos; tenía las patas bastante cortas. A su paso por el bosque rompía con el pecho las ramas tiernas; era como una locomotora. En su cuello, recio hasta lo deforme, se concentraba la fortaleza de un elefante.

—¡Mientras no se desmande y te embista…! —decía Inger.

Isak no respondió hasta un rato:

—Entonces no me quedaría más remedio que matarlo, y procurar llevarme la carne —dijo.

Inger se sentó en el umbral. Se encontraba mal y tenía la cara de un rojo ardiente. Aguantó en pie hasta que Isak hubo desaparecido detrás de los primeros árboles con el toro.

Entonces pudo gemir sin cuidado.

—Madre, ¿duele? —balbucea el pequeño Eleseus, que ya sabe hablar.

—Sí, duele.

El niño imita los gestos de su madre, y gime también. El más pequeño duerme.

Inger se lleva a Eleseus; le da toda clase de chirimbolos para que se entretenga sentado en el suelo, y ella se acerca a la cama para acostarse.

Ha llegado su hora. No pierde el conocimiento ni un solo instante; vigila a Eleseus, posa la mirada en la cuna del más pequeño, y mira la esfera del reloj de pared. No grita, apenas se mueve; en sus entrañas hay una lucha, y de pronto un peso resbala hacia fuera. Casi en el mismo instante oye un grito nuevo en su cama, una vocecita que llora. Inger ya no tiene reposo; se incorpora y mira. ¿Qué es lo que ha visto? Su cara adquiere un tono de ceniza, se pasma, se hace inexpresiva. Y del fondo de su pecho sale, al cabo de un rato, un gemido conmovedor y raro, como un aullido.

Cae hacia atrás. Pasa un minuto desasosegada; el llanto aumenta en el interior de la cama. Inger se incorpora de nuevo y mira.

—¡Dios santo! Lo peor de todo, sin piedad. ¡Y la criatura es, además, una niña!

Isak no había tenido tiempo de andar media milla; una hora hacía que estaba fuera de casa. En el transcurso de diez minutos la criatura había nacido, y había sido muerta con violencia.

Isak volvió al tercer día. Seguíale, sujeto con una soga, un toro flaco, medio muerto de hambre, que apenas podía andar, y esta era la causa de la tardanza.

—¿Cómo ha ido? —le preguntó Inger, aunque ella misma se sentía enferma y llena de pesadumbre.

Había ido todo regular, a no ser porque en la última milla el toro se había enfurecido; Isak se vio obligado a atarle, y pedir auxilio en la aldea. A la vuelta, la nueva res logró librarse de la cuerda, y estuvieron buen rato detrás de ella. Por lo demás, todo había resultado a pedir de boca. El comerciante que adquiría las reses para la ciudad, había pagado bien.

—Y ahí está el otro toro —dijo Isak—. Que salgan también los niños, y contempladle todos.

El interés por cada nuevo animal era invariable. Inger examinaba la bestia, la acariciaba, y preguntó el precio. Al pequeño Sivert se le permitió sentarse encima del animal.

—Siento pena por el toro grande —dijo Inger—. ¡Tan lustroso y bravo como era! ¡Ojalá le den una buena muerte!

Llenaban los días las labores de la primavera; dejábanse en libertad los animales, y en el establo vacío había cajas llenas de patatas de siembra. Aquel año Isak sembró más grano, esmerándose en la siembra y las labores siguientes. Preparó los bancales para las zanahorias y los nabos e Inger le ayudó poniendo la semilla. Todo marchaba como antes.

Durante algún tiempo Inger se rodeó el talle con una almohada rellena de heno, para parecer gruesa. Poco a poco, fue quitando heno, y, finalmente, echó a un lado la oculta talega. Isak, extrañado, preguntó:

—Pero ¿qué ha pasado? ¿No ha habido nada esta vez?

—No —dijo ella—, esta vez, no.

—¿Y eso, por qué?

—Mira, ha sido así. ¿Cuánto tiempo te parece que tardarás, Isak, en desterronar lo que tenemos a la vista?

—¿Fue un aborto?

—Sí.

—¿Y no te ha perjudicado?

—No. Tú, Isak, he pensado algunas veces en la conveniencia de criar cerdos.

Isak, que era muy circunspecto, dijo al cabo de un rato:

—Sí, un cerdo. No hay primavera que no piense en lo mismo. Pero, mientras no dispongamos de más patatas, tanto para comer como para cebar los animales, y un poco más de grano, es inútil pensar en la cría de un cerdo. Veremos este año.

—¡Qué bien si pudiéramos criar un cerdo!

—Sí.

Pasan los días. Caen las lluvias: los campos y praderas se muestran en toda su belleza y presagian un buen año. Síguense los sucesos grandes y pequeños. Comer, dormir, trabajar, domingos celebrados con la cara lavada y el pelo cuidadosamente peinado; e Isak luce su camisa roja que Inger ha tejido y cosido. Pero he aquí que un acontecimiento viene a alborotar la regularidad de su vida. Una oveja con su pequeño se ha metido por la hendidura de una roca; cuando el resto del ganado llega por la noche, Inger nota en seguida la falta de las dos reses. Isak sale en su busca. Su primer pensamiento es alegrarse de que si algo malo había de suceder, sea en domingo, a fin de que la labor no se retrase. Busca durante horas enteras; las praderas son ilimitadas, y el hombre no hace más que andar y rebuscar. En la casa todo es agitación. La madre calma a los niños lacónicamente:

—Faltan dos corderos: ¡silencio!

No hay quien no participe de la ansiedad; hasta las vacas notan algo anormal, y lo demuestran con sus mugidos, pues Inger sale, de vez en cuando, y da voces desde la entrada del bosque en la noche que empieza. Es, en aquellas soledades, un acontecimiento, una desgracia para todos. Después de acostar a los niños, sale también Inger a buscar; mientras busca, llama sin tener respuesta. Isak debe de estar lejos.

¿Qué les habrá pasado a las ovejas? ¿Tal vez los osos…? ¿Tal vez los lobos, que de Suecia y Finlandia llegan a la sierra…? Cuando Isak da con los descarriados, la oveja, apresada en la hendidura de un arca, tiene una pata rota, y malheridas las ubres. Debe de hacer mucho que está allí, pues, aunque herida seriamente, ha roído la hierba de alrededor hasta las raíces. Isak la saca, y lo primero que hace la oveja es buscar el pasto, como el cordero la ubre, de la que empieza a mamar en seguida, lo cual supone una verdadera curación para la pobre ubre herida, pues así se vacía.

Isak recoge piedras y las echa en la peligrosa hendidura. ¡Aquella quebradura peligrosa nunca más será causa de que una oveja se rompa una pata! Isak se quita sus tirantes de cuero, y entrelazándolos alrededor del cuerpo de la oveja, logra sostener la ubre desgarrada. Se la carga luego a hombros, y así la lleva a su casa. El cordero la sigue, corriendo. ¿Y después? Unas tablillas y unos trapos empapados de alquitrán. Al cabo de unos días, la oveja empieza a agitar en el aire la pata enferma, porque la herida, a punto de curarse, le escuece. Y así todo vuelve a su curso normal, hasta que se presente otro suceso.

La vida cotidiana del colono con los incidentes que la llenan tiene su importancia y para ellos son el destino, la felicidad, el bienestar y la prosperidad.

Isak aprovecha el tiempo entre la primavera y las labores que yacen en el suelo; seguramente tiene un nuevo plan. Además, rompe piedras útiles para construcción, y las amontona en el corral. Cuando le parecen suficientes, empieza a levantar con ellas una pared. De suceder esto un año antes, Inger habría tenido la curiosidad de saber qué intenciones eran las de Isak; ahora prefería ocuparse de sus quehaceres, y no preguntaba nada. Hacendosa como siempre, cuida del hogar, de los niños y del ganado; pero ahora se la oye cantar a ratos, cosa que antes no hacía. Ha enseñado a Eleseus una oración antes de acostarse, lo cual no había hecho nunca anteriormente. Isak hecha de menos sus preguntas. Eran su curiosidad, y su alabanza por todo cuanto él hacía, lo que le había convertido en un hombre contento y de grandes prendas. Ahora, Inger pasa a su lado, y lo más que le dice es que va a matarse trabajando. «El último parto ha debido dañarla de veras…» piensa Isak.

Oline vuelve a visitarles. De estar las cosas como el año anterior, hubiera sido muy bien recibida. Ahora, desde el primer momento, Inger la recibe con cierta hostilidad. Sea cual fuera el motivo, Inger se muestra hostil.

—Yo me prometía llegar a tiempo —insinúa Oline.

—¿A tiempo de qué?

—Pues para el bautizo del tercero. ¿Qué hay de eso?

—¡Ah! —dice Inger—. Entonces no era preciso que te hubieras molestado.

—¡Ah…!

Luego empiezan por parte de Oline los elogios: lo grandes y hermosos que están los dos niños, y la laboriosidad de Isak, el cual, por lo visto, todavía piensa en edificar más. ¡Ah! ¡Aquella alquería era la única, y como ella no había otra igual!

—Y, ¿quieres decirme lo que va a edificar?

—No; no lo sé; pregúntale a él mismo.

—¡Quita! —dice Oline—. No me importa; sólo he querido enterarme de cómo estáis, para mi tranquilidad y para gozarme en vuestro gozo. Por Cuerno de oro no preguntaré, ni mencionaré su nombre siquiera, porque no podría hallar mejores dueños.

Pasan un rato en agradable conversación. Inger se muestra algo más afable. Cuando en el reloj de pared suenan las horas con tan magníficas campanadas, a Oline se le empañan de lágrimas los ojos, y confiesa que no ha oído en su vida un órgano de iglesia que se le pueda comparar en sonoridad. E Inger empieza a sentirse magnánima hacia la parienta pobre, y le dice:

—Ven al cuarto, y verás el telar que tengo.

Oline pasa con ellos todo aquel día. Habla con Isak y alaba todo lo que ha conseguido.

—He oído decir que has comprado el terreno de una milla alrededor. ¿No hubieras podido tenerlo gratis? ¿Qué envidioso te ha querido perjudicar?

Isak recibía ahora, pues, las alabanzas que tanto había echado de menos, y se sentía comprendido y encumbrado de nuevo.

—Se lo compro al Gobierno —dijo.

—Bien; pero no es justo que sea rapaz contigo el tal Gobierno. ¿Qué es lo que estás construyendo?

—No puedo precisarlo ni yo mismo. No será nada de particular.

—Con todos tus trabajos te estás deslomando. Tienes puertas pintadas y un reloj de pared en el comedor, y ahora eres capaz de construir un comedor más grande.

—Vamos, no te burles —replica Isak; pero le complacía y, por eso, dijo a Inger—: ¿No puedes preparar un poco de crema para nuestra convidada?

—Imposible; ahora mismo he hecho la mantequilla.

—No lo tomo a broma —se precipita a decir Oline—. Soy una mujer sencilla y he de preguntar. Bueno; si no haces una amplia sala comedor, será, entonces, un magnífico granero. Tienes labrantío y praderas, y todo prospera; como leemos en la Biblia, aquí fluyen leche y miel.

Isak pregunta:

—Y ¿cómo se presentan hogaño las cosas?

—No van mal. Si el Todopoderoso no envía también esta vez fuego del cielo que lo agoste… ¡Ay! ¡Que Dios me perdone! Todo está en su mano omnipotente. Pero, en grande, como aquí no lo tenemos. Hay mucha, mucha diferencia.

Inger preguntó por otros parientes, especialmente por el tío Sivert, el tesorero del distrito; el hombre notable de la familia, que no sabe qué hacer de tantos bienes.

Durante este diálogo, Isak ha ido engolfándose cada vez más en sus pensamientos. No se habla más que de sus planes de construcción, hasta que él mismo dice:

—Ya que te interesa saberlo, Oline, lo que voy a probar de construir es un granero, no muy grande, con una era al lado.

—Lo sospechaba —dice Oline—. La gente que vale acostumbra mirar, al mismo tiempo, a lo pasado y al futuro; su cabeza lo abarca todo. Aquí no hay ni siquiera una jarra, ni un cacharro cualquiera que no haya pasado antes por tus cálculos. Y tendrá una era has dicho, ¿verdad, Isak?

Isak es un niño grande; los sahumerios de Oline se le suben a la cabeza, y hasta llega a hacer un poco el ridículo.

—Sí; la casa nueva tendrá su era y una trilladora, tal es mi propósito —expone.

—¡Una trilladora! —pondera Oline llena de admiración y balanceando la cabeza.

—Sí, porque, ¿qué vamos a hacer del grano que tengamos en el campo si no podemos trillarlo? —observa Isak.

—Es como yo digo: ¡qué no saldrá de tu cabeza! —replica Oline.

Inger vuelve a perder afabilidad, como si la exasperara el diálogo entre Isak y Oline, y dice de pronto:

—¿Y de dónde saco yo la crema? ¿Hay crema en el río, acaso?

Oline, esquivando el peligro:

—Inger, hija mía de mi vida, ¡entiéndeme, por Dios! No tienes por qué disculparte, ni decir una palabra, tratándose de una persona como yo, que anda de una a otra alquería.

Isak sigue sentado y al cabo de un rato dice:

—¿Qué hago aquí sentado, cuando debería estar arrancando piedras para la tapia?

—Claro, se necesitarán muchas piedras para un muro así.

—¿Muchas? —responde Isak—. Parece que nunca hayan de bastar.

Con la salida de Isak se restablece la cordialidad entre las dos mujeres; es mucho lo que han de hablar de su pueblo. Pasan las horas. Por la noche, Oline puede convencerse de cómo ha aumentado el rebaño. Dos vacas y el toro, dos carneros, una multitud de cabras y ovejas.

—¿Pero hasta dónde vais a llegar? —exclama Oline, levantando los ojos al cielo.

Y Oline pasa la noche en la alquería. Pero a la mañana siguiente se va. También esta vez le han dado algo en un fardelito. Como Isak está en la cantera, Oline da un pequeño rodeo para de ese modo no tener que topar con él.

Dos horas más tarde se presenta de nuevo en la alquería, entra y pregunta:

—¿Dónde está Isak?

Inger, ocupada en fregar la vajilla, se dice que Oline ha tenido que pasar cerca de Isak y de los niños, que están en la cantera, y sospecha en seguida algo desagradable.

—¿Qué quieres de Isak? —pregunta.

—Nada de particular; es que no me he despedido de él.

Hay un silencio. Sin más ni más, Oline se deja caer sobre un banco, como si sus piernas se negaran a obedecerla. Con esto pretende dar la impresión de que ha sucedido o va a suceder algo extraordinario. Inger no logra dominarse más. Su rostro está desfigurado por la rabia y el terror.

—Recibí recuerdos tuyos por medio de Os-Anders.

—¡Bonitos recuerdos!

—¿Qué?

—Sí; fue una liebre.

—¡Vamos! ¡Lo que a ti no se te ocurre…! —replica Oline con extraña afabilidad.

—¡No te atreverás a negarlo! —grita Inger con los ojos extraviados—. ¡Voy a darte en mitad de la cara con el cucharón! ¡Toma!

¿Que si llegó a golpearla? ¡Claro que sí! Oline no se tambalea del primer golpe, sino que se pone en pie, y grita:

—¡Ten cuidado! ¡De ti contaría algunas cosas!

Inger vuelve a golpearla con el cucharón de madera y la derriba, la avasalla, le pone una rodilla sobre el pecho.

—¿Quieres matarme del todo? —pregunta Oline.

Ve sobre sí aquella terrible boca parecida al hocico de una liebre, y siente en su cuerpo el peso de otro, el de Inger, una mujer grande y fuerte, en cuyas manos el cucharón es una verdadera estaca. Oline, el rostro todo ensangrentado y con algunos chichones, consecuencia de los golpes, no deja de gruñir, ni piensa siquiera en ceder.

—Conque quieres matarme, ¿eh?

—Sí; quiero matarte —replica Inger, golpeándola—. ¡Toma! ¡Hasta que mueras!

Tenía ahora la seguridad de que Oline conocía su secreto, y ya todo le era igual.

—¡Toma! ¡En mitad del hocico!

—¡Hocico será el tuyo! —gime Oline—. Nuestro Señor te ha trazado una cruz en la cara.

Como Oline es demasiado recia para ser vencida de remate, Inger no tiene más recurso que cesar en sus golpes; lo único que logra es agotar sus propias fuerzas. Pero amenaza. ¡Oh! Amenaza a Oline agitando el cucharón de madera ante su cara, y asegurándole que va a marcarle con él para todos los días de su vida.

—Y tengo, además, un cuchillo de cocina; ahora lo verás.

Se levanta como para coger el cuchillo, el enorme cuchillo de cocina, pero pasada la primera excitación, todo se va en palabras. Oline se levanta del suelo y vuelve a sentarse en el banco, llena de cardenales y chichones, la cara ensangrentada. Se atusa el pelo hacia atrás, se arregla el pañolón que lleva en la cabeza, y escupe; tiene los labios ensangrentados.

—¡So bestia! —dice.

—Has estado en el bosque huroneando —grita Inger—. En eso has empleado el tiempo, y has dado con la sepulturita. ¡La tuya debiste cavar!

—¡Ya verás tú! —replica Oline, y sus ojos centellean de venganza—. No te digo nada más, pero ahora no tendrás ni sala, ni habitación al lado, ni el reloj que suena, como un órgano.

—¡Eso no depende de ti!

—¡Ah! ¡Eso lo haremos Oline y yo! —replica esta.

Y las dos mujeres vuelven a reñir. Oline no es tan grosera y voceadora; en medio de su fea maldad parece hasta pacífica, pero, en realidad, es encarnizada y peligrosa.

—Voy a recoger el lío; siento haberlo dejado en el bosque. Te devolveré la lana; no la quiero.

—¿Creerás, quizá, que la he robado?

—Tú sabes bien lo que has hecho.

Estas palabras motivan que se reanude la riña. Inger dice que va a enseñarle la oveja de la cual cortaron la lana. Oline replica, reposada y pacífica:

—Sí; ¡pero quién sabe de dónde sacaste la primera oveja!

Inger menciona sitio y nombres que garantizan la procedencia legítima de sus primeros corderos y ovejas.

—Una cosa te advierto: ten cuidado, desde ahora para siempre, con lo que sale de tu boca.

—¡Ja, ja! —ríe Oline con desprecio.

Ella tiene siempre a punto la respuesta, y no cede:

—¡Mi boca! Pues, ¿y la tuya?

Señala hacia la boca de Inger con el labio hendido, parecida a la de una liebre; y la califica de abominación de Dios y de los hombres. Inger replica, bramando de cólera, y como Oline es gruesa la llama tripuda.

—¡Una canalla tripuda como tú…! Gracias por la liebre que me mandaste.

—¿Una liebre? Estuviera yo en todo tan libre de culpa. ¿Cómo era?

—¿Cómo es una liebre?

—¡Cómo tú! ¡Exactamente como tú! Y por eso, ¿qué necesidad tenías de mirar la liebre?

—Ahora, ¡afuera contigo! ¡Largo! —vocifera Inger—. Tú enviaste aquí a Os-Anders intencionadamente con la liebre. Yo haré que te castiguen.

—¿Qué me castiguen has dicho?

—Tienes envidia de todo lo que yo tengo —insiste Inger—. La envidia te devora. Desde que estoy casada y me pertenece Isak, y todo lo que aquí hay, la envidia no te deja ni cerrar los ojos para dormir siquiera. Dios de los cielos, ¿qué es lo que quieres de mí? ¿Es mía la culpa si tus hijos no han llegado a ser nada? No puedes soportar que los míos sean de buena planta y lleven nombres más bonitos que los tuyos. ¿Puedo evitar yo, acaso, que los míos sean de mejor carne y sangre que los tuyos?

Nada podía enfurecer tanto a Oline como esto… Había echado al mundo una numerosa prole, y no poseía más que esos hijos, tal como eran. Siempre alababa su bondad, y se pavoneaba atribuyéndoles falsos méritos y callando todas sus faltas.

—¿Qué has dicho? —replicó—. No sé cómo no se te cae la cara de vergüenza. ¡Mis hijos que al lado de los tuyos han sido como un coro de ángeles! ¿Y tú te atreves a mencionarlos? ¡Fueron los siete como salidos de las manos de Dios, y ahora, ya crecidos, qué apuestos son! ¡Ten mucho cuidado!

—¿Y cómo fue aquello de Lise? ¿No estuvo en la cárcel? —preguntó Inger.

—Nada había hecho; era inocente como una flor —dice Oline—. Y ahora está casada en la ciudad de Bergen y va de sombrero. ¿Y tú? ¿Qué es lo que haces tú?

—¿Y qué fue lo de Nils? —sigue preguntando Inger.

—No me parece que valga la pena contestarte. Pero ¿qué hiciste con uno que está en el bosque bajo tierra? ¡Le mataste!

—¡Fuera de aquí! ¡Largo! —grita de nuevo Inger, a punto de echarse encima de Oline.

Esta no retrocede. Ni se levanta siquiera. Esta impasibilidad, que parece terquedad, paraliza a Inger, a la cual sólo se le ocurre decir:

—¡Ahora voy por la cuchilla de picar carne!

—Vale más que lo dejes —le amonesta Oline—. Me marcho por mi propia voluntad. Pero por lo que toca a echar a la calle a tus propios parientes, eres un mal bicho.

—¡Bueno, que salgas, te digo!

Pero Oline no se marcha. Las dos mujeres disputan buen rato más, y cada vez que el reloj da la hora, Oline rompe en una risa burlona, enfureciendo así a su parienta. Por fin, se calman ambas un poco, y Oline se dispone a salir.

—Tengo por delante un camino largo —dice—, y la noche se me vendrá encima. ¡Qué tontería no haberme traído de casa algo de comer!

A esto, Inger, ya más sosegada, no responde; vierte agua en una palangana, y dice:

—Toma, por si quieres frotarte la cara.

Oline conviene en que no puede salir sin antes lavarse, pero como no ve los puntos que sangran, lo hace mal. Inger la contempla, primero, y luego la guía:

—Ahí, en la sien. No, la otra… Donde yo señalo…

—¿Cómo quieres que sepa a qué lado señalas? —replica Oline.

—Queda también algún rastro en la boca. ¿Le tienes miedo al agua?

Y al fin ha de acabar lavando ella misma las heridas, y echándole una toalla, luego, a Oline.

—Lo que no puedo quitarme de la cabeza —observa Oline, mientras se seca, recobrada ya la tranquilidad— es cómo podrán sobrellevarlo Isak y los niños.

—Pero ¿lo sabe? —pregunta Inger.

—¿Que si lo sabe? Acertó a venir por allí, y lo vio.

—¿Y qué dijo?

—¿Qué quieres que dijera? Mudo estaba, como yo misma.

Silencio.

La conversación es sosegada y Oline no parece ahora tan vengativa. Tiene mucha política, y está acostumbrada a hallar siempre una salida. Ahora se muestra casi compasiva, mientras expone lo mucho que le dolería, por Isak y los niños, si algo se descubriera. Inger lo confirma así también, y llora más todavía.

—He cavilado día y noche —dice.

Y en seguida, como si se le ocurriera de pronto, Oline da una solución: Si Inger se hallara forzada a ir a la cárcel, ella podría ser útil en la casa, podría sustituirla.

Inger ya no llora. Parece escuchar. De repente, concluye:

—No, no cuidarás de los niños.

—¿Cómo no había de cuidarlos? ¿Estás de chanza?

—Entonces…

—Si algo me gusta de verdad, son los niños.

—Sí, los tuyos. ¿Pero cómo tratarás a los míos? Cuando pienso que me mandaste la liebre sólo para perderme, comprendo que toda la culpa es tuya.

—¿Mía?

—Y de nadie más —responde Inger—. Tú has sido un monstruo conmigo, y no puedo creerte capaz de nada bueno. Además, creo que si vinieras a ocupar mi sitio nos dejarías sin pizca de lana en la casa, y que serían los tuyos los que se zamparían queso tras queso y no los míos.

—¡Eres un mal bicho! —replica Oline.

Inger llora; se seca las lágrimas, y habla con frase entrecortada. Oline dice que no será ella quien insista, pues podría seguir viviendo con su hijo Nils, como hasta ahora. Pero no es inconveniente para que, si Inger tuviera que ir a la prisión, y quedara Isak abandonado al lado de aquellos inocentes, viniera ella a fin de velar por la casa. Y Oline se hace insinuante. Asegura que esta sería la mejor solución.

—Piénsalo bien —concluye.

Inger está descorazonada; llora, y mueve la cabeza, fija la mirada en el suelo. Como una sonámbula, entra en la despensa y prepara algo de comer para la visitante.

—No; por mí no quiero que os desprendáis de lo necesario —dice Oline.

—No es justo —replica Inger— que andes por esos montes sin provisión alguna.

Cuando Oline se ha marchado, Inger sale de la casa, mira alrededor y escucha. No se oye ningún ruido en la cantera. Anda un poco más y le llegan las voces de los niños en sus juegos. Isak está sentado, con la azada entre las rodillas, apoyado en su mango como sobre un cayado.

Inger entra disimuladamente en el bosque. Había clavado una cruz pequeña en la tierra, y ahora advierte que en aquel lugar la hierba aparece arrancada y la tierra removida. Se sienta y vuelve a alisar la tierra con las manos. Y se queda allí sentada. Movida por la curiosidad, había querido ver hasta qué punto Oline habría escarbado en aquella pequeña fosa. Y allí permanece esperando la vuelta del rebaño, llorando y moviendo la cabeza, con los ojos clavados en el suelo.