Vieja es la experiencia de que a un mal año sigue al menos otro igualmente malo. Isak había aprendido a resignarse. Agostábase el grano en el campo, y la cosecha del heno resultó mediana, pero las patatas parecían rehacerse. La cosa se presentaba, pues, bastante mal, sin ser desesperada. No le faltaba a Isak ni leña para el hogar, ni buenas vigas para proveer a la aldea; y como la pesca del arenque había dado buen resultado en todo el litoral, la gente tenía dinero suficiente para emplearlo en madera y leña. Casi parecía providencial el fracaso de la cosecha porque, sin el granero y sin la era, ¿qué hubiera sido del grano? Sí; Providencia o no Providencia, pero a la larga, no puede dañar.
Otra cosa era aquella novedad que le intranquilizaba. ¿Qué significa lo que un cierto Os-Anders había preguntado a Inger de si Isak había o no había comprado? Aquí yacía la tierra, allá se levantaba el bosque. ¿A qué comprar? Había convertido el yermo en tierras de cultivo, se había construido una casa en medio de la Naturaleza virgen, mantenía a su familia y ofrecía pastos a su ganado, no debía nada a nadie, y trabajaba, trabajaba sin descanso. Repetidas veces se le había ocurrido la conveniencia de hablar de esto al delegado del Gobierno cuando bajaba a la aldea, pero cada vez lo aplazaba para otro día. El delegado no era muy simpático a la gente, y él, Isak, era hombre de pocas palabras. ¿Qué explicación daría al delegado?
Un día de invierno, el delegado se presentó en la alquería con un hombre que llevaba una cartera repleta de papeles. Geissler, el delegado, vio la amplia ladera abierta, la cual, talado el bosque, aparecía desnuda y dijo:
—Grande es la hacienda. ¿Crees tú que puede ser tuya sin más ni más?
¡Ya estaba! Isak estremeciose hasta la médula, y no replicó nada.
—Tendrías que haber hablado conmigo y debiste comprar el terreno —dijo el delegado.
—Sí, señor.
El delegado habló de valoración, de lindes, de impuestos; «impuestos reales», dijo. Isak empezaba a ver claro en todo aquello, y le parecía cada vez menos disparatado. El delegado se dirigió a su acompañante:
—¡Ea, tasador! ¿Qué extensión tiene la finca?
Y sin esperar siquiera la respuesta, apuntó lo que él mismo había calculado a bulto. Preguntó a Isak cuántas cargas de heno y cuántas toneladas de patatas sacaba. Era preciso deslindar; pero con el grueso de nieve a la altura de un hombre no iban a recorrer los lindes; y en verano no habría hombre dispuesto a subir. ¿Qué era lo que Isak había pensado tomar por praderas y cuánto bosque? Ni él mismo lo sabía, porque hasta hoy había creído de su propiedad todo lo que abarcaba con la mirada. El delegado le dijo que el Estado señala los límites.
—Cuanta más tierra tengas —le explicó—, más te cuesta.
—Bien.
—No es tuyo todo lo que alcanzas con la vista, sino lo que necesitas, ni más ni menos.
—Bien.
Inger les sirvió leche, y el delegado y su acompañante la tomaron. Les sirvieron más. ¿Era posible que aquel delegado fuera tan riguroso? Acariciando la cabeza de Eleseus, observó:
—¿Juegas con piedras? ¡A verlas! ¿Qué es esto? Pesan mucho, ¿eh? Seguramente contienen algún metal.
—Pues hay abundancia de esas piedras arriba, en el monte —aseguró Isak.
El delegado volvió a lo práctico.
—La parte sur y la parte oeste serán las más provechosas para ti —dijo a Isak—. Pongamos un cuarto de milla en dirección Sur.
—¿Cómo? ¡Un cuarto de milla! —exclamó el acompañante.
—Tú, desde luego, no serías capaz de trabajar ni siquiera doscientas varas de terreno —replicó el delegado secamente.
Isak preguntó:
—¿Cuánto vale un cuarto de milla?
—Ni yo ni nadie podría fijarlo con exactitud —respondió el delegado—. Pero yo propondré un precio bajo. Las comunicaciones son difíciles en esos yermos.
—Pero es que un cuarto de milla… —repetía el acompañante.
A continuación el delegado escribió: «Un cuarto de milla en dirección Sur». Y preguntó luego:
—¿Y hacia arriba, camino de la sierra?
—Ah, por esta parte me conviene tener hasta el lago. Hay allí un gran lago.
El delegado siguió escribiendo. Y luego preguntó:
—¿Ahora hacia el Norte?
—Aquí no importa tanto; en aquellos aguazales no hay propiamente bosques —respondió Isak.
El delegado escribió por su propia cuenta un octavo de cuartilla.
—¿Y hacia el Este? —inquirió luego.
—De este lado lo mismo da; todo es montaña hasta Suecia.
El delegado tomó nota, y una vez hubo concluido, hizo un repaso, y dijo:
—Desde luego, será una gran hacienda, y si estuviera situada abajo, en el Municipio, no habría quien pudiese adquirirla. Propondré cien táleros por todo. ¿Qué te parece? —preguntó al acompañante.
—Eso es regalado —respondió este.
—¡Cien táleros! —intervino Inger.
—Es lo que yo digo —interrumpió el acompañante—. ¿Qué haríais con tanto terreno?
El delegado dijo:
—Trabajarlo.
Allí estaba escribiendo y tomándose gran molestia; de vez en vez uno de los niños gritaba en la habitación. No le hubiera gustado a Geissler volver a escribirlo todo. De todos modos iba a regresar a casa a medianoche, es decir, allá al amanecer. Decidido, se metió el documento en el bolsillo, y dijo al que le acompañaba:
—Sal y prepara el trineo. —Y una vez se dirigió a Isak y le expuso—: Propiamente, el terreno que has ocupado debieras tenerlo gratis, y aun con dinero encima, por la labor que has realizado. Y este mi parecer lo haré constar también. Veremos lo que exige el Estado por su contrato de venta.
Dios sabe el estado de ánimo de Isak. Era como si estuviera conforme en que elevara todavía más el precio de lo que tanto trabajo le había costado. Mas, no creyendo imposible el pago de los cien táleros, con el tiempo, no dijo nada. Trabajaría como hasta ahora, perseveraría en el cultivo de la tierra, transformaría aquellos bosques. No era de los que viven atisbando el paso de la casualidad, sino de los que trabajan.
Inger dio las gracias al delegado y le rogó interviniera en favor de ellos ante el Estado.
—Conforme; pero la solución no depende de mí —dijo aquel—. Yo sólo puedo exponer mi criterio. ¿Qué edad tiene el más pequeño?
—Medio año cumplido.
—¿Niño o niña?
—Niño.
No era el delegado hombre duro, sino superficial y poco concienzudo. No hacía caso de su secretario y tasador Brede Olsen, el alguacilillo. Hasta los más importantes asuntos los decidía a bulto, como mejor le parecía. Y así procedió en aquel asunto tan decisivo para Isak y su mujer, y aun para sus sucesores a través de innumerables generaciones quizá. Se mostró amable con los colonos, sacó del bolsillo una moneda reluciente y la puso en la mano del pequeño Sivert, y, después, saludó amablemente y se dirigió al trineo. De pronto preguntó:
—¿Qué nombre tiene este sitio?
—¿Nombre?
—Sí, ¿qué nombre? Hemos de darle uno.
No le habían dado nombre todavía. Isak e Inger se miraron uno a otro.
—¿Sellanraa? —dijo el delegado.
Seguramente había inventado él aquel nombre. A lo mejor no era siquiera un nombre, pero repitió:
—¡Sellanraa!
Saludó con un ademán y emprendió la carrera. Todo estaba hecho; los límites de las tierras, el precio, el nombre…
Pocas semanas más tarde, estando Isak en la aldea, oyó decir que el delegado atravesaba por una serie de dificultades. Habíanse hecho investigaciones sobre varias partidas de dinero, de las cuales el delegado no supo dar cuenta, y tuvo que comparecer ante el juez provincial. A tales trances están expuestos muchos hombres que van a través de la vida tambaleando, hasta que les derriban aquellos que andan con pasos premeditados.
Un día, al volver de la aldea con uno de sus últimos cargamentos de madera, le salió de pronto al paso el delegado. Salía del bosque con un saco de viaje en la mano, y le dijo:
—Déjame subir.
Los dos estuvieron un rato callados. El delegado sacó del bolsillo una botella, bebió un sorbo, y la pasó a Isak, el cual rehusó, dando las gracias.
—Temo por mi estómago en este viaje —confesó el delegado.
Habló luego del asunto de Isak:
—He instado sobre tu caso, y he abogado por ti calurosamente. Sellanraa es un bonito nombre. En realidad, deberían cederte el terreno gratis; pero si yo hubiera escrito eso, el Estado podía descararse y valorarlo a su conveniencia. Yo escribí cincuenta táleros.
—¡Ah! ¿No habéis puesto cien, como se dijo?
El delegado arrugó la frente, y después de meditarlo un poco afirmó:
—Si mal no recuerdo, puse cincuenta táleros.
—¿Y adónde vais ahora? —inquirió Isak.
—Voy a Vesterbotten, donde mi mujer tiene familia.
—¿En esta época del año? El camino es malo en aquellas alturas.
—Ya me las arreglaré. ¿No puedes acompañarme un rato?
—¿Por qué no? Sería mejor que no fuerais solo.
Llegaron a la alquería, y el delegado durmió en el cuarto anejo al comedor. Por la mañana bebió otro sorbo de su botella, y dijo:
—Me estropearé el estómago.
Por lo demás, demostraba la manera de ser como en su primera visita: bondadoso, decidido y, a la vez, algo confuso y despreocupado con respecto a su propia suerte. ¿Quién sabe? A lo mejor no era su situación tan triste como parecía. Al manifestar Isak que sólo estaba cultivada una pequeña parte de la enorme ladera, algunos campos, el delegado le sorprendió, replicando:
—Sí; ya me di cuenta cuando estuve aquí la otra vez escribiendo. Pero Brede, el que guiaba el trineo, no entendía nada de eso; es un asno. El Gobierno tiene una especie de listas; y si en una extensión grande de terreno se recogen pocas carretadas de heno y sólo unas cuantas toneladas de patatas, esas listas dicen que el terreno es miserable, y, por consiguiente, barato. Yo me puse de tu parte, y me juego con gusto el eterno descanso con tal de haber logrado semejante picardía. Porque es lo que yo digo: En este país se necesitan dos y hasta tres mil hombres como tú.
El delegado meneó la cabeza corroborando lo dicho, y se dirigió a Inger:
—¿Cuántos años tiene el más pequeño?
—Ya tiene nueve meses.
—¿Y es un chico?
—Sí.
—Lo que has de hacer —dijo a Isak— es acometer seriamente el asunto, y arreglarlo cuanto antes. Hay un hombre que está dispuesto a comprar a medio camino entre la aldea y este sitio, y entonces subirá el precio del terreno. Tú compra ahora, y luego deja que suba el precio. Será un modo de obtener algo en premio a tus fatigas. Tú has sido el iniciador en estas tierras yermas.
Agradeciéndole el consejo, le preguntaron si no podía rematar él mismo el asunto. Él repuso que ya había hecho lo suyo; ahora sólo dependía del Estado.
—El término de mi viaje es Vesterbotten, y no creo que vuelva más por aquí —afirmó con toda franqueza.
Dio una moneda a Inger, lo cual ya era demasiado.
—No te olvides —le dijo— de bajar a la aldea y llevar a mi familia algo para que hagan la matanza; alguna res: sea una ternera o un cordero; mi mujer te lo pagará. Bájales también, de vez en cuando, un par de quesos; son la afición de mis chicos.
Isak le acompañó hasta trasponer la sierra. Allí la nieve estaba endurecida, y se podía adelantar con menos dificultad. Isak tuvo de propina un tálero.
Tal fue la partida del delegado Geissler; y no volvió nunca más a la aldea. La gente decía que poco les importaba; le juzgaban hombre informal y de ánimo aventurero. No es que le faltasen conocimientos; precisamente, era muy instruido. Pero alardeaba demasiado de ello, y hacía uso de dineros ajenos. Se murmuraba que su huida había sido motivada por el alcalde, Pleym, que había enviado un escrito en términos severísimos. Nada de desagradable le pasaría a su familia —su mujer y tres hijos—. Y así prolongaron su estancia en la aldea. Por lo demás, pronto llegó de Suecia la suma que faltaba, y si la familia Geissler seguía en la aldea era por su propia voluntad.
Lejos de Isak e Inger estaba el considerar al delegado como un hombre malo. ¡Dios sabe de qué modo tomaría su sucesor el asunto del terreno, y si tal vez tendrían que empezar de nuevo!
El alcalde envió al pueblo como delegado a uno de sus escribientes. Era un mocetón, hijo de un administrador, y se llamaba Heyerdahl. Demasiado pobre para estudiar y obtener luego un empleo, se había pasado quince años corriendo los estrados como escribano. No habiéndole bastado nunca el dinero para el matrimonio, permanecía soltero. El alcalde Pleym lo conservaba como herencia de sus sucesores, y le pagaba tan escasamente como ellos. Heyerdahl recibía su sueldo y seguía escribiendo. Se convirtió en un sujeto huraño, seco, pero se podía confiar en él, y una vez había aprendido algo, resultaba en la materia exacto y listo como su capacidad permitía. Su nuevo cargo de delegado hizo crecer considerablemente su propia estimación.
Isak se revistió de valor y fue a verle.
—¿El asunto de Sellanraa…? —dijo el delegado—. Sí; lo han devuelto del Ministerio, y aquellos señores piden algunas aclaraciones. Ese Geissler ha hecho un lío enorme con todo ello. El Real Ministerio quiere saber si en los pantanos se crían bayas comestibles; si hay bosques altos; si tal vez hay yacimientos de diversos minerales en los montes circundantes; si hay pesca en el gran lago que se menciona. El tal Geissler ha hecho ya algunas aclaraciones, pero como no es hombre de fiar, me tocará a mí examinar todo esto despacio. En cuanto pueda, subiré a tu alquería de Sellanraa para examinarlo y valorarlo todo. ¿Cuántas millas abarca? El Real Ministerio exige gran exactitud en el deslindamiento.
—Será muy difícil recorrer esos límites antes del verano —observó Isak.
—¡Bah! ¡No será tanto! No vamos a dejar que el Ministerio espere hasta entonces la respuesta —replicó Heyerdahl—. Subiré uno de estos días. El Estado está en tratos con otra persona a quien va a vender tierras para cultivar.
—¿Será el hombre que quiere comprar a medio camino entre el municipio y mi colonia?
—No lo sé, pero es posible. El hombre es de aquí, empleado de mi oficina, el que practica las valoraciones. Ya se había dirigido a Geissler, pero este le había rechazado, alegando que no sería capaz de preparar ni doscientas varas para el cultivo. Entonces el hombre escribió directamente a la Audiencia, y ahora ha pasado a mí el asunto para el dictamen. ¡Sí! ¡Lo que es el tal Geissler…!
El delegado Heyerdahl subió a las tierras de Isak, acompañado del valorador Brede. Llegaron mojados por haber atravesado el terreno pantanoso y se empaparon más todavía al ir pisando la nieve derretida, en aquella época primaveral, con el fin de recorrer los límites de la posesión, ladera arriba. El primer día Heyerdahl se mostró muy activo; el segundo día andaba cansino, se quedaba atrás, sin subir la pendiente se contentaba con dar órdenes a un lado y a otro. En fin, no volvía a hablar de «investigar meticulosamente» todo el pie de las montañas, y en cuanto a los terrenos pantanosos, dijo que ya los examinaría al regresar a la aldea.
El Ministerio había presentado muchas preguntas, siendo la única razonable la que se refería a las diversas condiciones de los bosques. Dentro del cuarto de milla atribuido a Isak había algo de bosque, pero no salía de él madera de construcción para vender, y sí únicamente lo necesario para el propio consumo. Y, aunque hubiera tal clase de madera, ¿quién la acarrearía unas millas hasta dejarla en el pueblo? Sólo aquel coloso de Isak era capaz de tal cosa, bajando en el rigor del invierno un par de troncos al pueblo, a cambio de unas vigas y tablas cepilladas.
Acabó demostrándose que el singular Geissler había dado un informe que no se podía pasar por alto. El nuevo delegado probaba ahora, en conversación con Isak, de menoscabar el trabajo de su antecesor y descubrir faltas en su actuación; pero tuvo que abandonar el procedimiento. Con más frecuencia que Geissler, consultaba a su acompañante, el valorador, y se regía por sus palabras; y era el caso que el mismo valorador veía las cosas de otro modo desde que también él pensaba comprar terrenos colonizables al Estado.
—¿Qué te parece este precio? —le preguntaba el delegado.
Y el valorador respondía:
—Cincuenta táleros es una cantidad más que suficiente para quien lo ha de comprar.
El delegado redactó en bien concertadas palabras la petición al Gobierno. El escrito de Geissler rezaba así: «El hombre está dispuesto a pagar desde ahora impuestos anuales; no se encuentra en situación de satisfacer como precio de compra una cantidad superior a cincuenta táleros, repartidos en diez años. El Estado ha de aceptar esta oferta, o de lo contrario habrá de despojar al hombre de sus tierras y dejarle sin trabajo».
Heyerdahl escribió a su vez: «El hombre ruega con todo respeto al alto Ministerio que le ceda el terreno, que no le pertenece, pero en el cual ha puesto tanto trabajo, por 50 —cincuenta— táleros, pagaderos a plazos, según la benévola discreción del Ministerio».
—Creo que lograré asegurarte los terrenos —dijo el delegado Heyerdahl a Isak.