IV

Entre las labores de primavera y de otoño se sucedieron días y noches, pero Oline no llegaba.

Labrados sus campos, Isak puso en condiciones dos guadañas y dos rastrillos para la siega del heno; colocó en el carro un fondo de tablas capaz para la carga de la hierba, y requirió lo necesario para construirse un trineo de labor, pensando en el invierno. Se ocupó en otras labores útiles, y por lo que se refiere al interior, colocó dos anaqueles arrimados a la pared, en los cuales podían colocarse las cosas más diversas: el calendario, que, al fin, se había comprado, y el molinillo, y cazos fuera de uso. Inger afirmaba la extraordinaria utilidad de los dos anaqueles. Por lo demás, le parecía todo excelente. Cosa curiosa: Cuerno de oro no intentaba ya escapar; contenta con su ternera y el novillo, pacía suelta todo el día en las faldas del bosque. Y las cabras prosperaban de tal modo que casi arrastraban sus ubres cargadas de leche. Inger hacía un vestido largo de algodón azul y una gorrita del mismo género; las prendas más bonitas que soñar se pueda: las ropitas de cristianar para el niño. Reposadamente echado como estaba, el niño seguía con los ojos las labores domésticas. Crecía robusto. Isak acabó por acceder a que le bautizaran con el nombre de Eleseus. Ya dadas las últimas puntadas al vestidillo de bautizar, tenía este una larga cola de dos varas, y costaba, cada vara, su dinero; pero todo es poco para el primogénito.

—Si alguna vez ha de lucirse tu collar de abalorios de cristal, nunca mejor que ahora —observó Isak.

También Inger se había acordado de los abalorios, que no en vano era madre, llena de sencillez y orgullo. No alcanzaba el ancho de la sarta para que el niño pudiera lucirlos sobre el cuello de su vestido, pero se los pondría en la parte delantera de la gorrita, adornándola así muy bien.

Oline no llegaba.

Si no hubiera sido por el ganado, todos habrían abandonado la casa por tres o cuatro días con motivo del bautizo. Inger, a no ser por el asunto del casamiento, hubiera podido ir sola.

—No aplacemos más el casamiento —decía Isak.

Pero Inger respondía:

—Antes de que Eleseus pueda quedarse solo en casa, y sepa ordeñar, no pasarán menos de diez o doce años.

Y así, Isak tuvo que aguzar el ingenio. El casamiento que se dejó en descuido al principio era tal vez tan esencial como el bautismo. El tiempo amenazaba con una sequía perniciosa si la lluvia no venía pronto a remediarlo.

Se agotaría el producto de los campos si Dios no ayudaba. Isak se preparó para ir de prisa al pueblo en busca de alguien que viniera a sustituirles, y tendría que andar muchas millas. ¡Y todo por un casamiento y un bautizo! Son muchos los cuidados pequeños y grandes que pesan sobre los que viven en las regiones deshabitadas…

Y llegó Oline…

Ya era un hecho consumado el casamiento y el bautizo, y todo quedaba arreglado. Su previsión fue tanta que, primero celebraron el casamiento, a fin de que el niño fuera reconocido como legítimo. Pero la sequía era persistente y se agostaban las mieses en los pequeños campos semejantes a tiras de felpa. ¿Por qué? ¡Ah! Todo estaba en las manos de Dios, Isak segó sus praderas, pero la hierba no era muy alta, a pesar del abono que se les había puesto en la primavera. No se cansaba de segar hasta en las laderas más apartadas; y segaba y ponía a cubierto el forraje, ya que ahora poseía un caballo y abundante ganado. Pero en junio se vio obligado a utilizar también la mies como forraje, porque no valía para otra cosa.

Quedaban aún las patatas. ¿Qué era de ellas? ¿Resultaría, como el café, una especie de producto exótico del cual se podía prescindir? ¡Oh! La patata es algo incomparable: resiste la sequía, resiste la humedad y prospera a pesar de todo. Desafía los elementos, todo lo soporta, y por poco que el hombre sepa tratarla, le da el quince por uno. No tienen las patatas la sangre de la uva, pero sí la pulpa de la castaña; se pueden guisar y asar, y van bien con todo. Un hombre puede carecer de pan, pero si le es dado echar mano a las patatas ya no quedará sin alimento. Las patatas pueden asarse con el rescoldo, y tenéis una cena; pueden cocerse en agua, y son un desayuno. Poco complemento requieren. Una taza de leche, un arenque bastan para acompañarlas. Los ricos las aderezan con mantequilla, pero a los pobres les basta con echarles un poco de sal. Isak hacía de ellas su plato dominical, rociándolas con la nata extraída de la leche de Cuerno de oro.

—¡Benditas patatas, no lo bastante apreciadas!

Pero esta vez, también las patatas estaban de mal año.

Isak escudriñaba el cielo incontables veces al día. El cielo era azul. Al hacerse de noche, parecía, a veces, que iba a caer un chaparrón. Entonces Isak se metía en la casa, diciendo:

—¡A ver si tendremos lluvia, al fin!

Pero al cabo de un par de horas, toda esperanza había desaparecido.

Siete semanas duró la sequía, y hacía mucho calor. Durante todo este tiempo las patatas florecían de manera extraordinaria, exuberante. Los campos, mirados a distancia, semejaban campos de nieve. ¿Cuál sería el desenlace? El calendario no daba indicación alguna. Y es que los calendarios de ahora no eran como los de antes, no valían nada. Una vez pareció que llovería. Isak se acercó a Inger y le dijo:

—Si Dios quiere, esta noche tendremos lluvia.

—¿Hay indicios?

—Sí; y el caballo sacude los arreos de lo lindo.

Inger salió al umbral y dijo:

—Sí; ahora verás.

Cayeron unas gotas. Pasaban las horas. El matrimonio se retiró a descansar. Pero aquella noche Isak no pudo menos de levantarse para mirar al cielo: estaba azul.

—¡Ay, Dios mío! —dijo Inger—. Poco tardará en secarse el último ramaje que cortaste…

Y diciendo esto trataba de consolarle.

Sí, Isak había hecho buena provisión del mejor ramaje, que resultaba un pienso muy apreciable; lo trataba como el heno, y lo recubría en el bosque de cortezas de abedul. Pero ahora sólo quedaba un mísero resto. Y por eso, Isak, desesperado e indiferente, respondió a Inger:

—Aunque haya de secarse por completo, no lo entraré.

—No sabes lo que te dices —replicó Inger.

En efecto, al día siguiente no se cuidó de entrar el ramaje. Lo había dicho, y lo cumpliría. Que continuara en nombre de Dios, donde estaba, ya que no venía la lluvia. Lo entraría antes de las Navidades, a no ser que hasta entonces el sol lo hubiese secado por completo.

Hondamente afligido, ya no se gozaba en permanecer sentado a la puerta y admirar sus tierras con mirada poseedora. Allí estaban los campos de patatas floreciendo desaforadamente para agostarse pronto —¡quédese el ramaje, entonces, dónde está!—. En medio de su maciza lealtad, había en Isak, acaso, una idea oculta. ¿Quizá lo hacía todo por cálculo e intentaba provocar al cielo azul, bajo la luna cambiante?

Aquella noche parecía de nuevo presagiar la lluvia.

—Sería mejor que entrases el ramaje —le aconsejaba Inger.

—¿Y para qué? —preguntaba Isak con cara de pocos amigos.

—Sí, sí, búrlate, que a lo mejor está cercana la lluvia.

—¿Pero no estás viendo que este año no va a llover?

Pero durante la noche pareció como si los cristales se oscurecieran más, y hasta parecían humedecerse.

Inger despertó:

—¡Llueve! ¡Fíjate en la ventana!

Isak se limitó a resoplar y dijo:

—¿Lluvia has dicho? Esto no es lluvia. No sé a qué te refieres, mujer.

—No debieras burlarte —replicó Inger.

Isak se engañaba a sí mismo, no tomándolo en serio. En realidad, llovía y no poco; pero después de lo suficiente para que el ramaje que guardaba Isak se empapara, cesó la lluvia. El cielo volvía a aparecer sereno.

—Ya he dicho antes que esta lluvia no tenía importancia —concluyó Isak tercamente, complaciéndose en su incredulidad.

De nada les servía a las patatas el chaparrón. Sucedíanse los días, y el cielo seguía azul. Isak se ocupó afanosamente en la construcción de su trineo de madera. Domeñando su terco corazón, acepillaba con humildad la madera, que convertía en pértigas y en brazos para el trineo. Mientras tanto, el pequeño iba creciendo con el curso de los días, Inger preparaba mantequilla y quesos, y el caso no era tan apurado. Un mal año es soportable para las personas hacendosas, aunque vivan en despoblado. Y además…, la bendita lluvia llegó, transcurridas nueve semanas; todo un día y toda una noche estuvo lloviendo copiosamente, como si hubieran abierto las cataratas de los cielos; dieciséis horas de lluvia. Si hubiera sido catorce días antes, Isak hubiera dicho a Inger: «Ya es tarde». Ahora, en cambio, le decía:

—Vas a ver cómo esto no dejará de hacer algún bien a las patatas.

—¡Oh, sí! Se salvará la cosecha del todo.

Y poco a poco el aspecto mejoró; el chubasco era diario; reverdecía la hierba como por encanto, las patatas florecían, si cabe, más que antes, y las hinchadas bayas crecían en sus tallos. Todo marchaba a satisfacción, pero nadie sabía lo que pasaba dentro de la tierra, ni se atrevía Isak a remover la de las patatas. Un día compareció Inger con unas veinte patatas pequeñas que había encontrado al pie de un rodrigón.

—¡Y les quedan todavía cinco semanas para crecer! —le hizo notar.

¡Qué consuelo y qué sanos consejos los de Inger en toda ocasión! Con su labio hendido, con su pobre voz que parecía silbar como cuando el vapor escapa de la válvula, era en aquellas soledades un consuelo, una verdadera bendición en aquellas regiones despobladas. Tenía, además, un buen natural.

—¡Si pudieras construir otra cama…! —pidió a Isak.

—Bien —respondió él.

—Pero no corre prisa —dijo ella.

Empezaron con la recolección de las patatas, la cual, siguiendo la tradición, terminaba alrededor de San Miguel. El año no merecía ser llamado malo: mediano es más justo. Quedó demostrado otra vez que las patatas no dependen tanto del tiempo, sino que resisten bastante y crecen, a pesar de todo. No se atrevían a echar cuentas con la seguridad de otros años. Un día pasó un lapón, a quien la provisión de patatas dejó admirado, y aseguró que en las aldeas lo pasaban mucho peor.

A Isak le quedaban unas semanas por delante, durante las cuales, antes que llegara el frío y el suelo se helara, se ocuparía en roturar el campo. El ganado pacía ahora a su gusto. Isak estaba gozoso de poder trabajar oyendo las esquilas en derredor. Claro que, a veces, le estorbaba el ganado, sea que el toro se complaciera en arremeter a cornadas los montones de ramaje, o que las cabras se desparramaran por todas partes en sus subidas y bajadas, y hasta que treparan al techo de la cabaña.

¡Pequeños cuidados y grandes cuidados!

Un día Isak oye un grito. Inger está junto a la puerta con el niño en brazos, y señala a Isak el toro y la vaca Cuerno de plata. Isak deja a un lado la azada que empuñaba y corre detrás de la pareja; pero ya es tarde. ¡La bruja! Un año tiene; y se adelanta en medio año. ¡Qué locura! ¡Vaya con la niña! Isak la encierra en su establo; pero lo inevitable ha sucedido.

—Mira —le dice Inger—, según cómo, vale más así; de otro modo las dos vacas hubieran tenido cría a la vez en otoño.

¡Quién sabe si Inger había soltado juntos intencionadamente a Cuerno de plata y al toro!

Llegó el invierno. Inger hilaba y cardaba la lana; Isak bajaba al valle con enormes cargas de madera seca sobre el trineo; todas las deudas se habían pagado, y eran completamente suyos el caballo y el carro, el arado y el rastrillo. Bajaba al valle con los quesos de cabra que había elaborado Inger, y volvía provisto de lino, de un telar, de la aspadera y de todo lo que convenía a la labor; otras veces subía harina y alimentos, y tablas y clavos. Un día llegó con una lámpara.

—¡Tan cierto como que estoy aquí, tú has perdido el seso! —exclamó Inger.

Pero ella misma había adivinado que la lámpara llegaría tarde o temprano. Por la noche la encendían y se hallaban como en el paraíso, y el pequeño Eleseus creía que era el mismo sol.

—¿No ves qué pasmado está? —decía Isak.

Desde entonces, Inger podría hilar a la luz de la lámpara.

Isak compró también tela para unas camisas, y zapatos nuevos para Inger. Habíale pedido esta unos colores para teñir la lana, y se vio complacida. Un día Isak compareció con un reloj. ¡Nada menos que con un reloj de pared!

Inger, completamente pasmada, estuvo un rato sin poder pronunciar palabra.

Con todas las precauciones Isak colgó el reloj, subió los pesos y lo puso aproximadamente a la hora. Al oír su sonido grave, el niño volvió los ojos y miró a su madre.

—Razón tienes de admirarte —dijo esta, y emocionada puso el niño sobre las rodillas. Porque todo lo bueno que en aquella soledad tenían, nada igual al reloj de pared, que sería su compañía en invierno, marcando a campanadas y con precisión cada hora del día.

Distribuida ya toda la madera, Isak volvió al bosque, y abatió los troncos, que llenarían un gran espacio. Cada vez le era preciso alejarse más de la casa. Ahora quedaba libre para el cultivo una extensa ladera. Decidió no cortar ya más sin distinción, sino únicamente los árboles más viejos, con las copas ya resecas.

Naturalmente, no ignoraba la razón por la cual Inger le había hablado de una segunda cama; convenía acabarla pronto. Pero una noche, al llegar del bosque, la realidad se le había adelantado: la familia había aumentado. Era un chico. Inger estaba en el lecho. ¡Qué Inger aquella! Por la mañana había intentado mandarle a la aldea.

—Tendrías que hacer andar un poco al caballo —le decía—. Está pateando continuamente en la cuadra.

—No tengo tiempo para tonterías —dijo Isak a punto de salir. Ahora se daba cuenta de que Inger había querido alejarle de allí. ¿Pero, por qué? Tal vez hubiera sido conveniente que lo tuviera a su lado—. ¿A qué es debido que no le des a uno el menor indicio? —le dijo.

—Ahora —le instó ella, por única respuesta— no podrás menos de construirte una cama para ti solo.

No se había pensado en las sábanas ni en el cubrecama; tenían una sola cubierta de piel para los dos, esperando el próximo otoño, en que matarían unos carneros; pero no alcanzaría tampoco la piel de un par de carneros. No; los días siguientes no fueron gratos para Isak. Se helaba miserablemente durante la noche. Probó enterrarse en el heno ensilado debajo del saliente de la roca, probó dormir cerca de las vacas, pero no hallaba calor bastante… Andaba desahuciado. Suerte que llegó mayo, y luego junio, julio…

¡Maravillaba ver lo que en tres años se había llevado a cabo! Una vivienda para las personas, una cuadra, unas tierras ya laborables… Y esta vez, ¿qué es lo que estaba construyendo Isak? Un cobertizo más, un granero y un anexo de la habitación. Retumbaba la casa al hincar los clavos de ocho pulgadas, y comparecía Inger clamando piedad para los pequeños.

—¡Ah, los pequeños! Distráeles, entretanto; cuéntales algo; dale a Eleseus la tapadera de la herrada[6] para que haga ruido. Yo pronto acabaré de clavar, pero ya comprenderás que es indispensable afirmar las traviesas del tabique entre la habitación y su anexo. Después de esto ya sólo necesitaré clavos de pulgada y media, una bagatela.

¿No hubiera podido él evitar el martilleo? Hasta entonces los barriles de arenques, la harina y otros productos alimenticios quedaban depositados en el establo para no exponerlos a la intemperie, pero la manteca tenía sabor a cuadra. Hízose de primera necesidad una despensa. ¡Que los pequeños se acostumbraran a un par de martillazos contra la pared! Eleseus era, eso sí, más bien flojo, mientras que su hermanito mamaba como un ángel de esos que tocan la trompeta, y cuando no gritaba dormía. ¡Una preciosidad de chico! Isak no se opondría a que le bautizaran con el nombre de Sivert. Tal vez era mejor así, por más que él había acariciado de nuevo el nombre de Jacob. Inger acertaba en algunos puntos. Eleseus era el nombre del párroco que ella había tenido, y era un nombre distinguido; Sivert se llamaba el tío de Inger, el tesorero del distrito, solterón y hombre acomodado, sin herederos. ¿Qué mejor que llamar Sivert al segundo?

Volvió la primavera con sus trabajos, y antes de Pentecostés se sembró todo. Cuando Eleseus era el único, a Inger no le sobraba tiempo para ayudar al marido. Ahora que tenía dos hijos, extirpaba la mala hierba, a más de las horas empleadas en el cultivo de las patatas, las zanahorias y los nabos. No sería fácil dar con otra mujer como ella. En su telar siempre había alguna pieza. No desperdiciaba un momento para entrar donde la tenía y vaciar unas bobinas; el paño era una lanilla indicada para el invierno. Una vez teñida la fibra, tejía géneros de vestir azul y rojo, que llevarían ella y los niños; en otros colores proveía a la ropa de cama de Isak. Cosas todas necesarias y de gran duración.

Los solitarios habían, pues, prosperado, y suponiendo que el año se presentase bien, su situación se haría, realmente, envidiable. ¿Qué les faltaba todavía? Desde luego, un pajar, naturalmente; un buen granero con su era al lado. Esto era algo para lo futuro, un fin que se conseguiría como todo lo anterior. ¡Sí, con el tiempo! Ahora Cuerno de plata, la vaquilla, tenía un ternero; las cabras, cabritillas; las ovejas, corderos. Era todo un rebullir en los prados. ¿Y las personas? Eleseus ya corría solo de un lado a otro, y el pequeño Sivert estaba bautizado. ¿E Inger? Parecía de nuevo encinta, a juzgar por sus redondeces. ¿Qué suponía para ella un hijo más? No digamos que nada; orgullosa estaba ella de aquellas criaturas, y daba a entender que no a todos les reservaba Dios hijos de tan buen ver como los suyos. Inger se desvivía por parecer joven. Tenía la cara desfigurada, y había pasado toda su juventud desdeñada de los mozos. Por muy trabajadora que fuese, y aun sabiendo bailar bien, aquellos menospreciaron sus virtudes femeninas, volviéndole la espalda. Pero había llegado su hora; se desplegaba su lozanía, florecía de continuo y eran fecundas sus entrañas. Isak, el cabeza de familia, seguía siendo un hombre serio y grave, pero había tenido éxito en sus propósitos, y estaba contento. No se sabía cómo se le había podido hacer llevadera la existencia antes de venir Inger; se había mantenido de patatas y leche de cabra, y otros condimentos sin nombre. Ahora tenía de todo lo que un hombre en sus circunstancias puede exigir.

Volvió la sequía; otro año adverso. Supieron por Os-Anders, el lapón, que acertaba a pasar con su perro, que la gente de la aldea ya había segado toda la mies para destinarla a forraje del ganado.

—¡Ah! ¿Y no hay esperanzas? —preguntó Inger.

—No. En cambio, la pesca del arenque ha sido buena. Tu tío Sivert tendrá su parte como propietario costero. Y como ya tenía alguna provisión en la despensa y en la bodega… Como tú misma, Inger.

—Sí; a Dios gracias, no puedo quejarme. ¿Y qué dicen de mí allá en casa?

Os-Anders cabecea, y responde, lisonjero, que no tiene palabras para expresarlo.

—Si te apetece una taza de leche dulce —y le invita Inger—, no tienes más que decirlo.

—No quisiera privaros de ella. Pero ¿no tendrías algo para el perro?

Y hubo leche y comida para el perro, además. Os-Anders oyó algo como una música que salía de la casa, y aguzó el oído.

—¿Qué es eso?

—Es nuestro reloj de pared que da la hora —dice Inger, a punto de reventar de puro orgullo.

Os-Anders vuelve a menear la cabeza, y observa:

—Tenéis casa y caballos, vivís bien. ¿Qué no tenéis?

—En verdad, nunca se lo agradeceremos bastante a Dios.

—Oline me ha dado recuerdos para ti.

—Bien. ¿Cómo está Oline?

—Regular. ¿Dónde está tu marido?

—Por los campos andará.

—Por ahí se dice que tu marido no ha comprado —dice Os-Anders, el lapón, de repente.

—¿Comprar? ¿Quién lo ha dicho?

—Se dice…

—¿Y a quién había de comprárselo? Es tierra de nadie.

Hubo una pequeña pausa.

—Y con sus sudores ha regado él estas tierras.

—Dicen que vuestro terreno pertenece al Estado…

Inger no entendía nada de esto, y dijo:

—Puede ser. ¿Tal vez Oline lo ha dicho?

—No recuerdo quién —respondió el lapón, y sus ojos inquietos no acertaban dónde fijarse.

Inger se extrañaba de que no le pidiera algo, porque todos los lapones como Os-Anders son pedigüeños. Pero el hombre permanece tranquilamente sentado, carga su pipa de yeso, y la enciende. ¡Qué pipa! Fuma el hombre resoplando, y toda su cara, surcada de arrugas, parece un pedazo de carne asada.

—Ya no te pregunto siquiera si esos son tus hijos —dice, más adulador que antes—. ¡Se te parecen tanto! Tan majos son como tú, de niña.

Comparación inoportuna, pues Inger había sido un esperpento, y, sin embargo, ahora sentía henchirse de orgullo su corazón. Hasta un lapón puede hacer dichoso el corazón de una madre.

—Si no estuviera ya tan lleno, te pondría algo en el saco.

—No; por mí no os privéis…

Inger entra en la casa, con el hijo menor en brazos, mientras Eleseus permanece afuera, en buena amistad con el lapón. El niño descubre algo que le llama la atención dentro del saco del caminante, algo velludo que se mueve y que él se atreve a acariciar. El perro gime quedamente y luego ladra. Inger, que vuelve a salir con algo de comer, se sobresalta.

—¿Qué es lo que escondes en el saco?

—Nada; es una liebre. Tu niño ha querido verla. La ha cazado el perro, y me la ha traído.

—Toma tu comida —dice Inger.