III

Mientras el terreno estaba blando, todavía Isak lo limpió de piedras y rizomas, y lo preparó para el año próximo; y cuando llegaron las heladas, fue al bosque y se proveyó de tacos de leña en gran cantidad.

—¿Qué vas a hacer con tanta leña? —le preguntaba, a lo mejor, Inger.

—No lo sé exactamente —respondía Isak, aunque lo sabía muy bien.

La vieja selva virgen, demasiado próxima a la casa, impedía la extensión de los pastos; además, él se arreglaría para bajar, en invierno, como fuera, aquella leña a la aldea y venderla a los que la necesitaban para combustible. Isak, convencido de lo excelente de su idea, guiado por ella, talaba con afán los árboles y los cortaba a la medida conveniente. Inger salía a menudo y le observaba; él fingía indiferencia, como si juzgara baldía su asiduidad; pero ella no ignoraba que le hacía bien sólo con estar allí.

A veces, cambiaban palabras dignas de ser notadas.

—¿No sabes otra ocupación que la de correr por ahí para que el frío te mate? —decía Isak.

—No siento el frío —respondía Inger—. Eres tú quien vas a matarte de puro trabajar.

—Ahora mismo te pondrás mi chaqueta, que hallarás arriba.

—No puedo detenerme más rato aquí, cuando Cuerno de oro está a punto de darnos un ternero.

—¿Así está Cuerno de oro?

—¿No lo sabías? ¿Y qué vamos a hacer con el ternero?

—Haz lo que mejor te parezca; yo no lo sé.

—Pero no vamos a comérnoslo; eso no. Luego nos quedaremos otra vez con una sola vaca.

Así razonaban los dos solitarios, seres rudos, entregados a sus impulsos, pero rebosando bondad en el trato mutuo, y para el ganado, y para la tierra.

Cuerno de oro echó, pues, al mundo una ternerita. ¡Día señalado en aquel paraje desierto! ¡Una gran alegría, una felicidad! Dieron a Cuerno de oro una buena bebida a base de harina. Aunque Isak mismo la había subido a sus espaldas, decía:

—¡No economices la harina!

La ternera era una hermosura, rosada, y raramente confusa luego de la maravilla que había experimentado. Al cabo de unos años ella también sería madre.

Inger decía:

—¡Esta ternera llegará a ser una vaca magnífica! No sé cómo vamos a llamarla.

Inger tenía algo de infantil, y su inventiva era poca en casos semejantes.

—¿Qué nombre? —apuntó Isak—. No hallaría otro más propio que Cuerno de plata.

Cayeron las primeras nieves, y no bien se endurecieron sobre el suelo y se hizo el camino intransitable, Isak bajó a la aldea. Reservado, como siempre, no quiso confiar a Inger sus planes. La sorprendió al comparecer a su vuelta con un trineo y un caballo.

—¡Creo que estás de broma! —observó Inger—. ¿No habrás cogido a alguien ese caballo?

—¿Yo coger un caballo?

—He querido decir si te lo has encontrado casualmente por el camino.

¡Ah! Si Isak hubiera podido decir: «¡El caballo es mío, es nuestro…!». Pero lo había pedido prestado, sólo por cierto tiempo, para transportar su partida de tacos de madera al pueblo. Y así lo hizo; a cambio de ella, subía toda clase de comestibles, y harina y arenques… Un día llegó con un novillo sobre el trineo; lo había conseguido a muy buen precio porque ahora empezaba a reinar la escasez de forraje en el pueblo. Delgado, la pelambre revuelta, el torete, de unos dos años, no podía mugir siquiera con vigor, pero no por esto era un adefesio; y si se le cuidaba bien se desarrollaría rápidamente.

—¡Tú de todo haces botín! —exclamaba Inger.

Sí; Isak, de lo que proporcionaba a los del pueblo, cargaba con todo lo que era útil a su hogar: tablas, una piedra de afilar, formas para hacer pastas, herramientas… Inger nadaba en la abundancia, y comentaba a veces:

—¿Más cosas todavía? Ahora tenemos hasta un toro; no nos falta ya nada.

Y a los pocos días dijo Isak:

—No, lo que es ahora, no traeré nada más.

Les bastó para mucho tiempo lo adquirido. Estaban a salvo. ¿Qué planes serían los de Isak para la primavera? Andando detrás de su carretada de leña, lo había pensado lo menos cien veces: prepararía la tierra en aquella ladera para hacerla cultivable; se ocuparía de sus talas; dejaría secar la madera durante el verano, y cuando llegara el invierno podría doblar los envíos a la aldea. Echó cuentas, y todo le salía a satisfacción. También por centésima vez le había ocurrido otra idea: poner en claro a quién había pertenecido la vaca Cuerno de oro. En vano buscaría otra mujer como Inger; a pesar de sus arranques, su voluntad era la de Isak y se contentaba con lo que él quería. Pero en cualquier momento podía presentarse alguien y reclamar a Cuerno de oro y llevársela sujeta a la soguilla. Y las consecuencias podían ser aún peores. Inger había dicho: «¿Es verdad que el caballo no lo has tomado o encontrado al azar en tu camino?». Esto era lo primero que se le había ocurrido a Inger. ¿Podía dudarse de ella? Y, entonces, ¿qué haría él? ¿No había adquirido, acaso, un toro para Cuerno de oro, una vaca, probablemente, robada?

Llegaba el plazo en que le sería preciso devolver el caballo. Era una lástima, porque al jaco le lucía el pelo, y les tenía confianza.

—De todos modos —decía Inger para consolarle—, has sacado de él buen provecho.

—¡Tan útil como me sería en la primavera! —replicaba Isak.

Salió un día lentamente al rayar el alba, con su último cargamento de madera, y estuvo fuera dos días enteros. Cuando volvía oyó unas notas singulares que salían de la casa. ¿Qué sería? Aguzó el oído. Un grito infantil… —¡Ay, sí, Dios eterno!—. Era eso y no otra cosa, pero era algo turbador, e Inger no le había dicho nada.

Lo primero que se ofreció a sus ojos al entrar fue la caja, la tan anhelada caja que él mismo había subido, colgada sobre el pecho. Ahora la veía suspendida a modo de cuna y de columpio para el recién nacido. Inger andaba por la casa a medio vestir; ¡y hasta había ordeñado ya la vaca y las cabras!

Cuando la criatura cesó en sus gritos, Isak preguntó:

—¿Y ahora está todo hecho?

—Sí; todo está.

—Bien.

—Fue el mismo día que partiste, al anochecer.

—Sí…

—Sólo tuve que empinarme para colgar la caja, y con eso quedaba todo preparado… Pero no pude soportarlo; me puse mala…

—¿Cómo es que no me has dicho nada antes?

—¿Podía yo fijar el día? Es un niño…

—¡Ah, un chico!

—¡Ay! ¡Si supiera qué nombre le daremos! —dijo Inger.

A Isak le fue permitido ver la carita colorada, bien conformada; no tenía el labio partido, y lucía una mata de pelo tupido en la cabeza. Echado en la caja, era un encanto de niño. Isak no sabía qué pensar y se sentía bastante débil ante el acontecimiento. Aquel coloso se hallaba ante el milagro, que formándose primero envuelto en una neblina sagrada, aparecía ahora en la vida con su carita como un símbolo. Los días y los años harían de aquel prodigio un hombre.

—Ven a comer algo… —dijo Inger.

Isak abate troncos; los amontona. Ha prosperado; tiene ahora una sierra y está preparando la leña para el invierno. Los montones de tacos son enormes; Isak hace con ellos una calle, un pueblo entero. Inger está más sujeta a la casa y no puede como antes ir al sitio en que trabaja el hombre; ahora es este quien hace, de vez en cuando, una pequeña excursión hacia ella. ¡Tiene gracia un gorgojo así metido en una caja! A Isak ni se le ocurre ocuparse de él, que, además, era sencillamente un gorgojo. ¡Qué se quedase dónde estaba! Pero… uno es humano, al fin, y no puede oír sin un sentimiento de conmiseración el gritito de una criatura.

—¡No lo toques! —decía Inger—. Seguramente tienes las manos sucias de resina.

—¿Yo, resina en las manos? ¡Estás loca! —respondía Isak—. Desde que acabé la casa no he tenido resina en las manos. Dame el niño, y le meceré hasta que se duerma.

—No; en seguida callará…

En mayo viene de las montañas a la morada de los solitarios una mujer forastera, parienta de Inger y es recibida con agrado.

—Sólo he querido ver cómo le va a Cuerno de oro desde que salió de nuestra casa.

—La gente no pregunta mucho por ti —cuchichea Inger, afligida, como si el niño pudiera entenderla—. ¡Claro! ¡Claro! ¡Claro! ¡Eres tan poquita cosa…!

—¡Ah! ¡Este…! —replica la visitante—. Salta a la vista que no le va mal. ¡Es un chico precioso! ¡Quién hubiera dicho hace un año, Inger, que volvería a verte con un marido y un hijito, y la casa y todo!

—De mí no hables —decía Inger—. No vale la pena. Ahí está el que me tomó tal como era.

—¿Estáis casados? Todavía no, ¿verdad?

—Veremos, ahora que el niño va a ser bautizado —dice Inger—. Quisimos casarnos, pero no pudo arreglarse. ¿Qué dices tú a eso, Isak?

—Casarnos, claro.

—¿No podrías subir, Oline, después de la siega del heno, para cuidar del ganado mientras nosotros hacemos el viaje? —pregunta Inger.

Y dice la parienta:

—Veo que no cesáis de construir. ¿Qué va a ser esta vez? ¿No tenéis ya bastante?

Inger mueve la cabeza y dice:

—Pregúntale a él, porque a mí no me lo explica.

—No vale la pena de hablar de lo que construyo —contesta Isak—. Un cobertizo por si lo necesitara. Pero, has preguntado antes por Cuerno de oro. ¿Quieres verla?

Y van al establo para mostrarle la vaca y su ternero. El toro es una res magnífica, y la parienta de Inger cabecea complacida a la vista del ganado y del establo; los alaba como de lo mejor, y pondera la limpieza perfecta y las buenas disposiciones de Inger en todo lo que concierne al experto cuidado de las bestias.

—¿Entonces, la vaca Cuerno de oro estaba antes en tu casa? —pregunta Isak.

—Sí, desde que nació. En mi casa precisamente, no, en la de mi hijo; pero es lo mismo. Y tenemos todavía a la madre de Cuerno de oro en nuestro establo.

Hacía mucho tiempo que no había oído Isak un mensaje tan grato; se le cayó un peso del corazón: Cuerno de oro les pertenecía, pues, con pleno derecho, a él y a Inger. Para decir toda la verdad, en medio de sus dudas había decidido degollar a Cuerno de oro al llegar el otoño; le arrancaría la piel y enterraría los cuernos para que desapareciera todo rastro de Cuerno de oro. Ahora no. Se sentía tan orgulloso de Inger, que, reafirmando la opinión de la forastera, dijo:

—¿Dijiste que Inger es limpia? No hay otra como ella. Estaba escrito, sin duda, que yo tendría un tesoro por mujer.

—Es natural que fuera así —dijo la parienta.

Esta mujer de la otra parte de las montañas, que se llamaba Oline, amable, atinada en el hablar, inteligente, no estuvo en la casa más que dos días y durmió en el cuarto de al lado. Al partir, se llevaba un poco de lana de las ovejas de Inger, pero esto a escondidas de Isak, sea cual fuere el motivo.

Quedaron otra vez solos el niño, Isak y la mujer… El mundo volvió a ser el mismo, con su labor cotidiana, sus pequeñas y urgentes alegrías; Cuerno de oro daba leche en abundancia, las cabras tenían sus crías, y daban también buena leche. Inger había elaborado una hilera de quesos blancos y rojos que tenían puestos a secar, fiel a su plan de comprar con su producto un telar. ¡Oh, aquella Inger! ¡Sabía hasta tejer!

Isak levantó un cobertizo, porque también él tenía su plan. Adosado a la antigua choza por medio de un doble tabique de tablas, practicó en él una puerta y una linda ventana con cuatro cristales, puso un techo provisional y esperó el deshielo para poner, entonces, las cortezas de abedul. De momento, sólo se hizo lo indispensable; nada de pavimento de tablas, ni de paredes acepilladas. No aplazó, empero, la construcción del compartimiento para un caballo con su pesebre.

Era ya a fines de mayo; el sol había derretido el hielo en las colinas cuando Isak puso el techado definitivo a la nueva construcción. Después de esto, una mañana, provisto de una comida que le duraría todo un día y algo más, se echó al hombro pico y azadón y bajó al pueblo.

—¿Podrías subirme cuatro varas de indiana? —le pidió Inger.

—¿Qué vas a hacer con eso? —replicó Isak.

Parecía como si no hubiera de volver. Inger examinaba todos los días el cielo, la dirección del viento, como quien espera un barco; salía fuera por la noche, y escuchaba. Le asaltaba la idea de tomar en brazos al niño y ponerse en camino en busca de Isak. Hasta que este se presentó, por fin, con un caballo y un carro. «¡Soooo!», gritó Isak al llegar delante de la puerta, y, aunque el caballo, sin alborotarse, relinchaba a la vista de la choza desconocida, Isak gritó para que le oyeran desde dentro:

—¿Puedes salir y aguantar un poco el caballo?

Inger salió.

—¿Qué es esto? —exclamó—. Di, ¿has podido pedirlo prestado otra vez? ¿Dónde estuviste tanto tiempo? Hoy es el séptimo día.

—¿Dónde había de estar? Ante todo, he tenido que desembarazar el camino en varios puntos para poder pasar con mi carro. Aguanta el caballo un poco, he dicho.

—¿Con tu carro? ¿He de creer que lo has comprado?

Isak permanecía mudo, reventando de puro silencio. Y empieza a descargar del carro: un rastrillo, un arado, clavos, víveres, una azada, un saco lleno de semillas.

—¿Cómo está el niño? —pregunta de pronto.

—El niño está bien. ¿Has comprado el carro, te he preguntado? ¡Y yo, luchando y sudando para poder comprarme un telar! —dice ella en tono de broma. ¡Tan dichosa se sentía de verle otra vez en casa!

Isak; ocupado en sus adquisiciones, permaneció otro largo rato silencioso y ensimismado. Reflexionaba y miraba alrededor, buscando lugar apropiado para cosas tan diversas. No parecía fácil hallar sitio en el corral para todo. Pero, como Inger había renunciado a hacer más preguntas, y charlaba ahora, dirigiéndose al caballo, Isak rompió el silencio.

—¿Has visto tú alguna alquería que no tenga un caballo y un carro, y un arado, y un rastrillo; todo lo necesario, en fin? Y ya que quieres saberlo: sí; he comprado el caballo, el carro y lo que venía dentro.

Inger sólo acertaba a mover la cabeza y exclamar:

—¡Parece mentira!

Isak ya no se sentía pequeño. Se había desquitado, a lo gran señor, del regalo de la vaca Cuerno de oro.

—¡Aquí está! Sí, señor. ¡Yo pago con un caballo!

Era de tan potente musculatura este Isak que, levantando con una sola mano el arado lo llevó hasta la pared, donde lo dejó arrimado. ¡Así, como dueño y señor absoluto! Puso luego al abrigo, en el interior del nuevo cobertizo, el rastrillo, la azada y la horca recién comprados, valiosos aperos de labranza, un verdadero tesoro. ¡Estupendo! ¡Oh! ¡Todos los aperos necesarios! Ahora no faltaba ya nada.

—¡Hum…! Y también llegará para un telar —dijo el hombre—, suponiendo que yo conserve la salud. Y aquí tienes también lo que me pedías; pero no todo: no tenían más que esta tela azul de algodón.

Era inagotable, y seguía sacando cosas. Y cada vez sucedía lo mismo.

—Es lástima —decía Inger— que Oline no pudiera ver todo esto mientras estuvo con nosotros.

¡Exageración y vanidad femenina! El hombre sonreía desdeñosamente. Así y todo, no le habría disgustado si Oline hubiera visto aquella magnificencia.

El niño lloraba.

—Ve a cuidar del niño —dijo Isak—. El caballo está ya más sosegado.

Desenganchado este, lo condujo a la cuadra. ¡Su propio caballo! Le dio un pienso, le restregó, le acarició. ¿Y qué había quedado a deber por el caballo y el carro? Todo, absolutamente todo. Era una gran deuda; pero hacia fines del verano quedaría saldada. Tenía madera en cuadro, corteza de abedul para la construcción, cortada el año anterior, y, además, algunos buenos troncos.

Cuando la tensión hubo cesado y la osadía del ánimo disminuyó también, vinieron horas de temor y cuidado. ¡Ahora todo dependía del verano y del otoño!

Llenaban los días las labores agrícolas, cada vez más amplias. Limpió de piedras y de rizomas otros pedazos de tierra; los removió con el arado, los abonó, los entrecavó, rompió terrones con las manos y con los tacones de sus botas. Era un labrador incansable, cuyos campos alisados tenían el aspecto de tierras de felpa. Esperó entonces un par de días, y cuando pareció que iba a llover, sembró el grano. Siglos y siglos habían sembrado el grano sus antepasados. Esta labor se hacía devotamente a la caída de una tarde sin viento; y mejor si caía una llovizna fina como polvo, y cuando los gansos salvajes pasan a bandadas. La patata, en cambio, era un fruto nuevo y su plantación nada tenía de misterio ni de religioso. Mujeres y niños podían asistir a la plantación del tubérculo procedente de un país extranjero, como el café, y que resultaba un alimento excelente; pero que pertenecía a la familia de los tubérculos. El grano era el pan; tenerlo o no tenerlo significaba vida o muerte. Isak andaba, descubierta la cabeza, sembrando en el nombre de Jesús; era como un sarmiento con manos, pero en su interior era como un niño. Cada vez que desparramaba la semilla lo hacía con gran cuidado, y se sentía resignado y amable. Y germinaría el grano y se convertiría en espigas que llevarían muchos granos; y así es en todo el mundo cuando se siembra. En el Oriente, en América y por doquier. Grande es la tierra, y una ínfima parte de ella el campo que Isak labraba. Era el centro de todo, y se esparcían de su mano las semillas como unas alas de luz. Había nubes en el cielo que anunciaban una llovizna fina propicia al sembrado.