II

Un día Inger volvió a llenar de provisiones de boca su saco de piel de ternera, diciendo:

—Voy a hacer otra visita a mi gente. Una visita corta.

—¡Ah! —dijo Isak.

—Sí; he de tratar algún asunto con ellos.

Isak se demoró un poco, y al pasar luego el umbral, detrás de ella, no demostró gran curiosidad, pero cuando Inger iba a desaparecer a la entrada del bosque, sintió no sé qué temores y le gritó:

—¿Verdad que volverás?

—¿Y por qué no he de volver? —replicó ella—. Creo que estás bromeando.

—Bueno. Bien.

Estaba de nuevo solo. ¡Ay, sí, Dios eterno! Con su vigor y su afición al trabajo esta soledad le sobrecogía, mientras entraba y salía de la casa. Empezó a desnudar de ramas los troncos, los cuales alisaba por los lados. Fue su ocupación hasta la noche; luego se puso a ordeñar las cabras, y después de esto se acostó.

Soledad y silencio. Era un silencio sordo, que subía del suelo de barro, de las paredes de turba. Pero la rueca y las cardenchas estaban en su sitio y el brazalete de abalorios bien guardado. Inger no se había llevado nada. Tan necio era Isak, que en medio de la clara noche de verano sentía temor a las tinieblas, y le parecía ver deslizarse tan pronto una como otra forma detrás de los cristales de la ventana. Cuando por la claridad exterior podía colegirse que eran las dos, prefirió levantarse, y desayunó.

Para no perder más tiempo en la cocina, coció en un gran puchero una cantidad de sémola que bastara para las comidas de todo el día. Y hasta la noche se dedicó en los bancales de patatas a ampliar la tierra de cultivo.

Tres días trabajó alternativamente en romper el terruño destinado a labrantío y en pelar los troncos. Esperaba a Inger para el día siguiente. No estaría de más si se encontraba a la llegada con unos peces. Salió de pesca, haciendo un rodeo que le llevó a parajes desconocidos, donde sólo había unas rocas grises y unos guijarros de color oscuro, piedras muy pesadas, que podían ser de plomo o de cobre. ¿Qué no podía encontrarse en ellas? Tal vez plata y oro; mas como la materia le era desconocida, le tenía sin cuidado. Llegó al sitio de la pesca; los peces picaban bien aquella noche, y de nuevo se marchó de allí Isak con una gran cantidad de salmones y truchas. ¡Allí vería Inger! De vuelta, al rayar el alba, por el mismo camino, cogió unos guijarros de color moreno con manchas de azul oscuro, que pesaban mucho.

Inger no había llegado, ni llegó en todo el día. Hacía ya cuatro que había marchado. Isak se puso a ordeñar las cabras como en aquellos días pasados que no había tenido más compañía que ellas, y no le ayudaba nadie; y luego fue a recoger piedras, de las que reunió un buen montón: piedras para levantar una pared… En verdad, la labor era mucha.

A la quinta noche se acostó con cierto recelo en el corazón; no porque no estuviera allí la rueca, como de costumbre, y las cardenchas, y también el brazalete de abalorios. ¡Era la misma soledad, el mismo silencio! Las horas se le hacían largas, y cuando oyó, por fin unos pasos fuera, pensó que eran figuraciones suyas. «¡Ay, sí, Dios eterno!». Dijo instintivamente estas palabras que de costumbre no pronunciaba sin reflexión. Volvió a oír los pasos, y poco después vio algo animado y con cuernos. Saltó de la cama, salió fuera, y vio algo. «¡Dios o el diablo!», mascullaba. Y esto Isak no lo decía a no ser que se sintiera forzado a ello. Vio una vaca. Vio a Inger que se llevaba la vaca; y vio cómo desaparecían ella y el animal en el establo.

A no ser porque oía a Inger hablando cariñosamente con la vaca, hubiera creído que sus ojos le habían engañado; pero la oía. En el mismo instante le asaltó una mala idea: ¡Cielos! Era una gran mujer, endiablada mujer, desde luego. Pero todo tiene un límite: la rueca y las cardenchas, pase; el brazalete de abalorios, pase, por lo fino. ¡Pero, traerse una vaca, que habría hallado en su camino, o, tal vez, en el prado de un labriego; una vaca cuyo dueño la echaría de menos, y en busca de la cual vendrían seguramente…!

Inger salió del establo, y dijo, sonriendo con orgullo:

—Es que he traído mi vaca.

—¡Ah! —dijo él.

—He tardado tanto porque con la bestia no podía andar más de prisa por el monte. Espera cría.

—Conque, te has traído una vaca… —acentuó él.

—Sí —respondió Inger, tan satisfecha de sus bienes terrenales, que hubiera estallado de satisfacción—. ¿Crees acaso que te miento?

Isak temía lo peor; pero se contuvo y se limitó a decir:

—Entra, y comerás algo.

—¿Te has fijado en la vaca? ¿No es acaso una hermosura?

—¡Preciosa! ¿De dónde la has sacado? —le preguntó con toda la indiferencia de que era capaz.

—Se llama Cuerno de oro. ¿Qué piensas hacer con esta pared que has empezado? Vas a matarte trabajando, Isak. Sí. Bueno. Ven a ver la vaca.

Salieron. Isak iba en paños menores, pero esto carecía de importancia. Miraron la vaca por todos lados; la cabeza, las ubres, la cruz, los flancos; era roja y blanca, de buena estampa.

Isak preguntó con cierta preocupación:

—¿Cuántos años le echas?

—Te diré exactamente los que tiene. Está en su cuarto verano. La he visto crecer, y ya todos decían que era la ternera más fina que habían visto desde niños. ¿Qué te parece? ¿Tendremos forraje para ella?

Isak empezó a tener por cierto lo que tanto le ilusionaba, y manifestó:

—Por lo que toca al forraje, no ha de faltarle.

Entraron en la casa y comieron y bebieron, y se echaron luego a dormir. Pero hablaron todavía mucho rato de la vaca, el acontecimiento del día.

—Di si no es una vaca de buena estampa. Pronto va a tener un segundo ternero. Se llama Cuerno de oro. ¿Duermes, Isak?

—No.

—Y, fíjate bien, me conoció en seguida, y ayer me siguió como un cordero. Ayer noche tomamos un descanso en el monte.

—Vamos…

—Pero será bueno que todo el verano esté sujeta en el pasto, porque si no, se escapará.

—¿Y dónde ha estado hasta ahora? —preguntó, por fin, Isak.

—Cuidaban de ella mis parientes. Se resistían a dármela, y los niños lloraban cuando me la llevé —respondió ella.

¿Cabía en Inger el mentir tan bonitamente? No. Decía realmente la verdad: la vaca era suya.

Pronto tendría de todo en el próspero hogar. ¡Oh, aquella Inger! Isak la amaba, y ella le correspondía. Eran sobrios, vivían en la edad de la cuchara de madera, y les iba bien. «Vamos a dormir», pensaba. Y en efecto, dormían. Con los primeros destellos del alba se levantaban. No es que les faltaran penas que ahuyentar; el gozo y la pena alternaban, sí; porque así es la vida.

Allí estaban, por ejemplo, aquellas vigas. ¿Probaría de asentarlas él solo? Se proponía añadir un ala a la construcción. Ovejas, vaca, las cabras, que se habían multiplicado, y las que seguirían, toda esta cría desbordaba ya los límites de la construcción. Hacíase urgente una solución, mientras iban a echar flor las patatas y la cosecha del heno no había empezado. Inger echaría una mano en caso de necesidad.

Isak se despierta aún de noche, y se levanta. Inger, después de su jornada a pie, tiene el sueño pesado. Isak visita de nuevo el establo. Ahora ya no habla a la vaca como antes, con adulaciones antipáticas; pero le da unas cariñosas palmadas y vuelve a mirarla por todos lados, para ver si encuentra algún indicio, una marca que denote que pertenezca a un extraño. Pero, al no hallar marca alguna, sale más aliviado.

Allí están los troncos para la construcción. Isak empieza a separarlos rodando, los pone derechos, y un gran rectángulo destinado a cocina comedor, y otro más pequeño para el cuarto, van adquiriendo forma. A Isak le entretenía y solicitaba de tal modo la labor, que llegaba a olvidarse del tiempo. Salía humo de la chimenea; Inger se presentaba, anunciando que el desayuno estaba a punto. «¿Qué piensas hacer?», preguntaba ella. Y él: «¿A qué levantarte tan temprano?». Con todas sus reservas, a Isak le complacía que Inger le interrogara y que tuviera la curiosidad despierta y diera mucha importancia a sus planes. Después de comer, permanecía un rato en la choza antes de volver al trabajo. ¿Qué es lo que esperaba?

—¡Ea! ¿Qué hago aquí sentado? —decía finalmente—. No es que me falte trabajo —añadía, levantándose.

—¿Estás construyendo una casa? —le preguntaba ella.

Isak, sintiéndose muy grande, descomunal, por el hecho de construir una casa y estar al frente de todo, se dignaba responderle:

—Bien ves qué estoy construyendo.

—¡Ah! Sí, sí…

—¿Qué he de hacer, si no? —observaba él—. Tú te presentas aquí con una vaca, pues a mí me atañe procurar que tenga su establo.

¡Pobre Inger, que no poseía el talento de él, de Isak, el señor de la creación! Aun antes de conocerle más a fondo y de interpretar su modo de expresarse, se daba el caso de que ella dijera:

—¡Pero no irás a construir de veras un establo!

—¡Ah…! —decía él.

—Te estás burlando; pues mejor sería que hicieras una casa.

—¿Tú crees? —replicaba él, mirándola con una expresión ausente, como si después de su pregunta le hubiera venido la idea.

—Sí; y entonces podrían ocupar la choza las bestias.

—Creo que será lo mejor —asentía él, una vez había reflexionado.

—¿Ves cómo, al fin —decía la victoriosa Inger—, tengo la cabeza bien sentada?

—No lo dudo. ¿Y qué me dices de un cuarto de estar, junto a la habitación?

—¡Un cuarto de estar! ¡Entonces viviríamos como las demás personas! ¡Ah, si fuera así…!

Y así fue. Isak construía: rejuntaba, golpeaba, colocaba las vigas, daba forma al fogón con las piedras adecuadas. En este último trabajo no estuvo muy acertado, y hubo ratos en que se mostraba descontento de sí mismo. Llegaba la época del heno, tuvo que dejar el andamio para segar la hierba, y se le veía cargado de haces enormes que almacenaba en el henil.

Un día lluvioso Isak manifestó que le era preciso ir al pueblo.

—¿Qué vas a hacer allí?

—Ni yo mismo lo sé de fijo —respondió él.

Partió; dos días estuvo ausente, y llegó, por fin, cargado con un fogón de cocina.

—No te tratas como una persona —le amonestó Inger.

Isak derribó el hogar, que desmerecía de la casa nueva, y colocó en su lugar el fogón.

—No todos tienen un fogón como este —dijo Inger—. ¡Y ahora lo tenemos nosotros!

La cosecha del heno seguía su curso. Isak lo traía en enormes cantidades, porque la hierba de los bosques es, desgraciadamente, inferior a la de los pastos. En medio de esta labor, Isak veíase obligado a trabajar sólo los días lluviosos en la construcción, y esta avanzaba lentamente de modo que, en agosto, cuando tuvo el heno al abrigo del saliente de roca, la casa nueva estaba todavía a medio hacer.

En setiembre, Isak habló a Inger:

—Esto no marcha. Me parece que tendrías que bajar al pueblo y traerme un hombre que me ayude.

A pesar de que últimamente la respiración de Inger se había hecho algo difícil, y que ya no andaba con la agilidad de antes, no hay que decir que se dispuso a cumplir el deseo de Isak.

Pero el hombre mudó de parecer; y lleno de orgullo y altanería, una vez más, se dispuso a hacerlo todo él solo.

—No vale la pena de ir en busca de nadie —dijo—. Yo mismo lo acabaré.

—No; no podrás con todo —replicaba Inger—. ¡Pues, no!

—Basta con que me ayudes un poco con las vigas.

Llegado octubre, dijo Inger:

—¡No puedo más!

Fueron momentos difíciles. Las vigas del techo tenían que estar ajustadas antes de que vinieran las lluvias otoñales. Había que acelerar. ¿Qué le pasaba a Inger? ¿Estaría enferma?

De vez en cuando, elaboraba unos quesos, pero de poco más podía ocuparse, a no ser de llevar varias veces al día la vaca a los pastos.

—Cuando vayas al pueblo —habíale dicho a Isak—, trae una canasta grande, o una caja, o algo por el estilo.

—¿Y qué piensas hacer con ello?

—Lo necesito —se limitaba a responder Inger.

Isak izaba las vigas por medio de cuerdas, ella empujaba un poco con la mano y a él le parecía que ella ayudaba con su sola presencia. La construcción adelantaba lentamente. El techo no era muy alto, pero las vigas eran demasiado descomunales y gruesas para una casa tan pequeña.

El buen tiempo de otoño se mantenía bastante satisfactoriamente; Inger arrancó ella sola todas las patatas, mientras Isak afirmaba el hogar en previsión de las lluvias inminentes. Había sido preciso tener las cabras en la habitación por la noche durante un cierto tiempo; pero pudo hacerse; sí, se hacía y resultaba bien. Los dos moradores no se quejaban. Isak se preparaba para una de sus caminatas hacia el pueblo.

—Tendrías que subirme una canasta grande, o una caja —volvió a pedirle Inger. Era como un humilde ruego.

—Tengo encargadas unas ventanas con cristales, que he de recoger —replicó Isak—. Y he encargado también un par de puertas pintadas —añadió con aire de superioridad.

—Bueno, entonces no tendré todavía la canasta —dijo Inger.

—¿Para qué la quieres?

—¿Para qué? ¿Pero no tienes ojos en la cara?

Engolfado en sus pensamientos, emprendió Isak el camino. A la vuelta, unos días más tarde, no solamente traía una ventana, una puerta para la habitación y otra para el cuarto de dormir, sino que le colgaba del pecho la caja destinada a Inger, y en ella diversos comestibles. Ella dijo:

—¡Con tal que no te mates cualquier día con tanta carga!

—¡Ja, ja! ¡Matarme!

Lejos de la idea de morir de cansancio, Isak sacó del bolsillo un frasco de jarabe y se lo dio a Inger, incitándola a que lo tomara para reponerse. Y allí se descargó de la ventana y de las puertas pintadas que eran su orgullo, y se puso a asentarlas inmediatamente. ¡Ah! ¡Aquellas puertecitas blancas y rojas, qué bonitas resultaban y cómo adornaban la habitación, como cuadros en las paredes!

Pasaron a la casa nueva, y el ganado se repartió en lo que había sido choza y morada. A la vaca se agregaba ahora una oveja con sus pequeños, para que no estuviera tan sola.

Aquella gente de las regiones deshabitadas había logrado ya mucho, muchísimo.