I

La larga senda que luego de cruzar el pantano penetraba en el bosque, ¿quién la había trillado? El primer hombre, el primer ser humano que pisó esas tierras no halló senda ninguna. Más tarde, uno u otro animal debió de andar sobre las leves huellas que atravesaban charcas y ciénagas, y marcó un poco más la senda, y luego, husmeándola, algún que otro lapón la aprovecharía en sus caminatas de montaña en montaña para vigilar sus renos.

Y así surgió el camino, cruzando aquella anchurosa dula;[1] camino de nadie, a través de la tierra de nadie.

El hombre llega en dirección Norte. Lleva a la espalda un saco, el saco contiene víveres y alguna herramienta. Es un hombre fornido y áspero, con una barba herrumbrosa y unas cicatrices pequeñas en la cara y en las manos. ¿Provienen esas señales del ejercicio de su faena o de la lucha? Acaso acaba de salir de la cárcel y busca dónde esconderse; o es, quizás, un filósofo que busca la paz. Lo cierto es que va de camino un hombre en medio de esa inmensa soledad. Anda y anda; la quietud que le rodea no la turba ni el canto de un pájaro, ni voz de animal alguno. De vez en cuando habla unas palabras consigo mismo. «¡Ay, sí; Dios eterno…!», dice. Cuando llega a tierras pantanosas, a lugares amenos o a claros del bosque, deja abandonado el saco, da una vuelta por el paraje, investiga las condiciones del suelo; vuelve al cabo de un rato, se echa el saco a la espalda y prosigue su marcha. Esto dura todo el día; el hombre conoce las horas rigiéndose por el sol, y cuando cierra la noche se tiende en el suelo, sobre los brezos, y duerme haciendo almohada del brazo.

Pasadas unas horas, reanuda su camino. ¡Ay, sí, Dios eterno! Vuelve a andar en dirección Norte, consulta el sol para saber la hora y se permite una tregua al mediodía para comer un pedazo de pan duro y queso de cabra, bebe agua de un riachuelo y emprende de nuevo la caminata. Y viene otro día de marcha sin interrupción; que son muchas las tierras que ha de examinar para comprobar si son hospitalarias. ¿Qué es lo que busca? ¿Espacio habitable, tierra de cultivo? Será, quizás, un emigrante de las aldeas; pues sus ojos escrutan en derredor, y más de una vez otea en todas direcciones desde la cima de una colina a la que ha trepado. El sol va de nuevo al ocaso.

Se encuentra ahora en la parte oeste de un extenso valle de vegetación mezclada, frondoso a trechos, donde alternan el bosque y los pastos. Y así horas enteras. Oscurece; pero el hombre percibe el rumor de un río, y este leve rumor es como algo vivo y le reanima. Al llegar a lo alto, ve mucho cielo lejano hacia el Sur, y el valle entreoscuro tendido abajo. Y se echa para dormir.

Por la mañana se le revela el extenso paisaje de bosque y pradera. Baja, y desde un rellano verde puede ver abajo un pedazo del río y una liebre que ha pasado de un salto a la otra orilla. Con un movimiento de cabeza, el hombre se manifiesta complacido de que la anchura del río sea tan poca que pueda saltarla una liebre. Aletea de pronto a sus pies una polla de las nieves y silba, arisca, a sus oídos; el hombre vuelve a cabecear con agrado: «¡Aquí hay aves, hay otras bestias! ¡Esto se presenta bien!». Pasa por encima de las matas de arándanos y de recortadas estrellas del bosque y bajos helechos; al detenerse una y otra vez y escarbar en el suelo con un hierro, encuentra aquí una tierra forestal y más allá tierra cenagosa, abandonada desde miles de años con follaje y ramas podridas. El hombre cabecea: ¡Se establecerá aquí! ¡Vaya si se establecerá! Unos días más recorre la comarca, y vuelve cada noche a la ladera donde tiene su lecho de ramas de abeto, al abrigo de un saliente de la roca.

Lo más difícil había sido encontrar el sitio, un sitio que nadie ocupara, todo para él; ahora comenzarían los días laboriosos. Antes que nada se llegó a los bosques algo más lejanos para arrancar la corteza de los abedules, mientras la savia estaba todavía en los árboles; apiló luego las cortezas, muy apretadas, poniendo unas piedras encima, y las dejó secar. Cuando tenía una buena carga la llevaba a la aldea, que distaba de allí algunas millas y las vendía como material de construcción, y subía en cambio a la falda que escogiera como abrigo nuevos sacos repletos de víveres y herramientas: harina, tocino, un puchero, una azada. Incansable, recorría la senda trazada, siempre agobiado. Era un ser hecho para la carga; una gabarra[2] que atravesara los bosques. ¡Ah! Parecía amar su profesión de andar mucho y de ir muy cargado cual si juzgara que la existencia sin llevar algo sobre la espalda era menospreciable e indigna de él.

Un día volvió con su pesada carga a la espalda y, además, con un par de cabras y un macho cabrío atado a una soguilla. Era tal su satisfacción que aquellas cabras le parecían valer lo que un par de vacas, y las trataba muy bien. El primer forastero, un lapón que iba de camino, apareció cierto día. Vio las cabras y adivinó que iba a dar con alguien a quien pertenecían y que se había establecido allí, y preguntó:

—¿Piensas quedarte?

—Sí —respondió el hombre.

—¿Cómo te llamas?

—Isak. ¿Sabrías dónde encontrar una muchacha que quisiera entrar a mi servicio?

—No, pero hablaré de ello en el lugar de donde vengo.

—Sí, hazlo. Diles que tengo animales domésticos, pero que me falta quien los cuide.

—¿Isak, dijiste? Bien.

El lapón parecía dispuesto a cumplir el encargo. El que habitaba en aquella ladera no tenía trazas de fugitivo; de serlo, no hubiera dado su nombre. ¿Él, un fugitivo? En tal caso le hubieran seguido la pista. Era, sencillamente, un hombre laborioso que recogía forraje para el invierno, pensando en sus cabras; empezaba a remover la gleba[3] para convertirla en campo de cultivo, quitaba las piedras y levantaba cercas. En otoño había edificado ya su vivienda, una cabaña de barro, una choza caliente y de gruesa pared; no crujían sus junturas al embate de la tormenta y era de material incombustible. El hombre podía entrar en su morada, cerrar la puerta tras de sí, y permanecer dentro, o, también, podía quedarse a la puerta mostrándose como dueño de su casa a cualquiera que pasara. Estaba la morada dividida en dos partes; la una era su habitación, y la otra para las bestias. En el fondo, al abrigo del saliente de la roca, instaló el henil. No faltaba nada.

Otros dos lapones pasan por aquel sitio, padre e hijo. Se han detenido, y apoyando ambas manos sobre el cayado examinan la choza y la tierra preparada para el cultivo, y oyen allá arriba las esquilas de las cabras.

—Gente ha venido aquí que vale mucho —dicen, después de dar los buenos días. Los lapones son siempre aduladores.

—¿No sabrías de una moza que me sirviera? —pregunta Isak, que no tiene otra idea.

—¿Una moza para las faenas? No. Pero indagaremos.

—Me haréis un gran favor. Diréis que tengo una casa y tierra de labranza, y ganado, pero me falta una sirvienta que me ayude.

Cada vez que bajaba a la aldea cargado de corteza de abedul, buscaba él mismo tal moza, pero no era fácil hallarla. Se había entrevistado con una viuda y con algunas doncellas, ya de cierta edad, pero no se atrevieron a ofrecerle sus servicios e Isak no acertaba a comprender el porqué. ¿Es que, realmente, no lo comprendía? ¿Quién iba a querer servir a aquel hombre, tan lejos, en la tierra desierta, a varias millas de los demás hombres? ¡El lugar habitado más próximo se encontraba a un día entero de viaje! Y él no tenía nada grato en su presencia; cuando hablaba, no era precisamente un tenor con los ojos puestos en el cielo; antes bien, su voz era áspera, tenía algo de animal. Tendría que resignarse a vivir solo.

Durante el invierno fabricaba artesas[4] de madera, las vendía en la aldea, y regresaba a través de las nieves con sacos llenos de víveres y de herramientas. ¡Ásperas jornadas aquellas! ¡Y cuán pesada la carga! Los animales domésticos le impedían estar mucho fuera de su morada. ¿Cómo arreglarse? La necesidad aguza el ingenio; y el hombre tenía un cerebro fuerte, sin desgaste, y lo ejercitaba más cada vez. Lo primero que hacía antes de ausentarse era dejar sueltas las cabras para que pudieran satisfacer el hambre mordisqueando las ramas del bosque. Pues no era este su único recurso; suspendía sobre el río un gran cubo de madera que comunicaba con una reguera estrecha; el cubo tardaba unas catorce horas en llenarse. Cuando iba a rebosar tenía precisamente el peso requerido para bajar, y al hacerlo tiraba de una cuerda que estaba en comunicación con el henil, abríase una escotilla y caían tres raciones suficientes para el alimento de las bestias, y así estas quedaban saciadas.

Tales eran sus recursos. Ingenioso invento, tal vez inspiración divina, lo cierto es que el hombre salía del paso. Esto dio buen resultado hasta muy avanzado el otoño; vino luego la nieve, y la lluvia, y después más y más nieve. La instalación para el suministro del heno funcionaba mal: llenábase el cubo de agua de lluvia, y la escotilla se abría antes de tiempo. El hombre tapó el cubo, que volvió a funcionar por corto tiempo; al llegar el invierno el tubo se heló y la instalación quedó inutilizada.

Como su dueño, las cabras tuvieron que aprender a pasar necesidades.

Fueron días de prueba. El hombre que tanto necesitaba de ayuda, no la recibía de nadie. No por esto se desanimó. Perseverante en el acondicionamiento de su morada, abrió una ventana en la cabaña, una ventana con dos cristales. Fue un día memorable y radiante aquel en que no necesitó ya la llama del hogar para poder ver claro. Ahora podía estar sentado en el interior, y trabajar a la luz del sol en las artesas de madera que trocaba por víveres abajo en la aldea. Esto alivió su situación. ¡Ay, sí, Dios eterno!

No abría nunca un libro, pero Dios ocupaba a menudo sus pensamientos; y es que la confianza y la adoración moraban en su alma. El cielo estrellado, el susurro del bosque, la soledad, las moles de nieve, las fuerzas de la tierra, y por encima de la tierra, ocupaban su ánimo y le movían a la reflexión y a la piedad; sentíase pecador y conocía el temor de Dios. Llegado el domingo, se lavaba para honrar el día festivo, pero trabajaba como los demás días.

Al asomar la primavera, labró su pequeño campo, y sembró en él unas patatas. Había aumentado el número de su ganado, pues cada una de las cabras tuvo pequeños, y eran ahora entre grandes y menores siete cabras. Previsor, ensanchó el establo, y también allí sentó un par de ventanas con sus cristales. Todo lucía más.

Un día llegó la ayuda deseada; antes de atreverse a presentarse vagó largamente por aquella ladera, y ya anochecía cuando se decidió a bajar. Era una muchacha de buena estatura, de ojos pardos; exuberante y tosca, tenía las manos vigorosas y aunque no era lapona, calzaba zapatos de lapón; a la espalda llevaba un saco de piel de ternera. Ya no era joven; por decirlo discretamente, lindaba en los treinta años.

¿Por qué había de tener miedo? Después de saludar, añadió prontamente:

—Iba de paso hacia la sierra, y por eso he tomado este camino.

—¡Ah! —dijo el hombre.

No entendía bien a la moza, porque hablaba con poca claridad y volviendo el rostro.

—Sí —prosiguió la muchacha—. ¡Y qué camino tan largo!

—Sí —respondió Isak—. ¿Y vas a la sierra?

—Sí.

—¿A qué?

—Tengo allí a mi gente.

—¡Ah! Tu gente vive allí… ¿Cómo te llamas?

—Inger. ¿Y tú?

—Isak.

—¡Ah! Isak. ¿Y tú vives aquí?

—Aquí vivo, como ves.

—Pues, no está mal —dijo la muchacha en tono de elogio.

Isak raciocinaba ahora como todo hombre, y se le ocurrió la idea de que alguien había mandado a la moza directamente desde su casa y que no pensaba proseguir su camino. Probablemente tenía noticia de que necesitaba el apoyo de una mujer.

—Entra y descansa —dijo Isak.

Entraron en la choza, comieron de la provisión que ella traía, y bebieron leche de cabra; prepararon luego café del que la muchacha venía provista y, entretanto, reinaba ya la cordialidad entre los dos, antes de retirarse para dormir. Durante la noche, Isak la codiciaba, y ella no se negó.

Por la mañana Inger no continuó su marcha y al día siguiente tampoco; se hacía indispensable, ordeñaba las cabras y restregaba los envases de madera con arena fina, para dejarlos flamantes. Ya no pensó en la vuelta. Ella se llamaba Inger, y él Isak.

Empezó una nueva vida para el varón solitario. Sólo había un pero: su compañera hablaba un poco confuso, y por razón de tener el labio hendido a semejanza de un hocico de liebre, volvía continuamente la cara; pero no cabía lamentarse, porque sin esta boca desfigurada tal vez no se hubiera acercado nunca a él; de modo que aquel labio hendido era, al fin, causa de su felicidad. ¿Y él, no tenía también sus defectos? Achaparrado, y con su barba herrumbrosa, parecía visto a través de un cristal combado. ¿Y quién andaba por el mundo con tal expresión en el rostro? Si parecía estar siempre a punto de echar de sí una especie de Barrabás. Ya era mucho que Inger no se hubiera escapado.

Y no se escapó. Al volver él, terminadas sus faenas, Inger velaba en la choza, ella y la casa eran una y la misma cosa.

Ahora Isak tenía que preocuparse de una persona más, pero las compensaciones bien valían la pena: podía permanecer más tiempo fuera de casa, podía moverse. Había un río cercano, un río amable, no sólo por su aspecto, pues era profundo y de corriente rápida; tenía cierta importancia, y seguramente venía de un gran lago situado en la sierra. Isak se procuró los aparejos, y salió en busca del lago. A la vuelta, ya anocheciendo, llevaba una regular provisión de truchas y salmones. Inger le recibió asombrada, completamente anonadada y, juntando las manos, exclamó: «¡Quién lo diría!». No dejaba de ver el gozo y orgullo que su elogio levantaba en el hombre, y añadió todavía otras frases amables: que en su vida había visto cosa semejante, y que no comprendía cómo había logrado él conseguir tales cosas.

En este y en otros aspectos, Inger era una bendición para el solitario de antaño. No tenía precisamente un rostro bonito y era más o menos inteligente; había dejado en casa de sus familiares dos ovejas con sus corderitos, y fue a buscarlos. Era lo que más falta hacía en aquella morada, ovejas con buena lana, y los corderos: cuatro animales vivos. Maravillaba ver cómo aumentaba el rebaño. Inger no olvidó de traerse también sus prendas de vestir y otros objetos que le pertenecían: un espejo, una pulsera de abalorios de cristal, unas cardenchas[5] y una rueca. De seguir ella así, llenaría la casa del suelo al techo, y la casita no daba para tanto. A Isak, naturalmente, le conmovió mucho la vista de esos bienes terrenales, pero como era de sí parco en el hablar, le costaba manifestarlo. Salió, dio una vuelta a la casa, consultó el cielo, volvió a entrar. Había tenido suerte de veras; y sentía cada vez más intensamente un cálido impulso que subía en su interior: llámesele inclinación, amor o como se quiera.

—¿Para qué traer tantas cosas? —le dijo un día.

—Pues quedan más en otro sitio. Y luego tengo a mi tío Sivert, el hermano de mi madre. ¿No has oído hablar de él?

—No.

—Mi tío es rico; tiene el cargo de tesorero del distrito.

El amor vuelve necio al sabio: Isak anhelaba también mostrarse amable, y exageró.

—¿Qué iba a decirte? —comenzó—. ¡Ah! No eres tú quien ha de cavar las patatas. Lo haré yo esta noche cuando vuelva.

Había tomado el hacha y salió con dirección al bosque. Ella le oyó poco después en la labor de abatir los árboles, pues no estaba muy lejos, y conocía por el crujir que los troncos eran muy grandes. Después de escuchar un rato, salió, y se puso a entrecavar el campo de patatas. El amor hace sabio al necio.

Al caer la tarde, Isak llegó con una viga de gran tamaño, que arrastraba por medio de una cuerda. ¡Vaya con el rudo y bonachón de Isak! Al arrastrar la viga hacía todo el ruido posible para que ella se asomase y quedara un poco admirada de él.

Y logró su intento.

—Creo que estás loco —le dijo, al verle—. No pareces un hombre.

A él no se le ocurrió siquiera replicar. No valía la pena hablar de que, comparado con un tronco de árbol, se es más que un hombre.

—¿Y para qué quieres ese tronco? —preguntó la mujer.

—Pues ni yo mismo lo sé —dijo él, dándose tono.

Pero de pronto, vio que ella había cavado el campo de patatas, para no ser menos activa. Mas Isak no podía conformarse con ello. Aflojó la cuerda atada al tronco, y se fue.

—¿Te vas otra vez? —preguntó ella.

—Sí —respondió él, ofendido. Y volvió con otro árbol. Ni resollaba, ni hacía ruido, sino que lo arrastraba como haría un buey, hasta la choza, al pie de la cual lo dejó. Y fueron muchos los troncos que depositó allí en el transcurso del verano.