Tal vez hubiera sido un error decirle a Foley que su amigo estaba en el congelador. Parecía que ya lo sabía, pero tampoco daba la impresión de creérselo, o no quería enterarse. De pronto se ve implicado en un homicidio y la policía empieza a investigar. Pero Foley no tenía un pelo de tonto. Sabría cuándo hablar y cuándo callar. El globo se iría desinflando poco a poco. Las nubes pasan y el sol vuelve a brillar, pensaba Dawn. Pero había algunos problemas:
No quería darle a Foley la mitad de lo que sacara por la venta de las casas. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa para librarse de él.
Pero lo necesitaba para deshacerse de los cadáveres. Ya estaban los dos en el congelador, después de arrastrar a Tico hasta el garaje, sacar las bolsas de hielo para hacer sitio y vaciárselas por encima para cubrirlo. Comprobó que no había sitio para tres. Era una mierda lo difícil que se lo estaba poniendo el destino. Pero no estaba dispuesta a darse por vencida, tras ocho años de espera. En todo caso, Foley no era parte del plan: estaba tonteando con la actriz, escondiendo la colita. No debía de ser fácil ponerla a tono. Fue un error introducir a los fantasmas en el juego. Hubiera sido mejor convertir a Foley en otra clase de experto. De los que saben manejar maldiciones sencillas y darle la vuelta a la situación.
Y pensó: ¿Y si le ofrecía la casa de dos millones y se reservaba para ella la que valía cuatro y medio?
¿Por qué, si él no había movido un dedo para ayudarla? Se dejaría convencer por ella en la cama. Parecía más dispuesto. Dawn creyó que podría convertirlo en una estrella, si se lo proponía.
O buscarse a otro tío. Seis millones eran mucho mejor que cuatro. Hacer un juramento de sangre con el Pequeño Jimmy y dejarle que se quedara con el edificio de la oficina y con todo el negocio. Se le ocurrió que, si lograba seducir a Zorro, podría convencerle para que tirase los cadáveres al mar. Sin restos de los desaparecidos, sin cadáveres, no había caso. No tendría que comparecer ante ningún tribunal. El modo más sencillo de librarse de Foley era matarlo y arrojarlo al canal. No al que separaba las dos casas de Cundo, sino a otro. En realidad, podía tirar los tres cadáveres en distintos canales. Sería muy emocionante seguir el hilo de la investigación. Hummm, ¿están los tres relacionados? Tres cadáveres: dos por herida de bala y uno que se ha caído de un edificio.
Había guardado la pistola en el cajón, con el silenciador puesto. Pero esta vez no pensaba esperarlo oyendo música cubana. Eso si es que volvía por allí. Tal vez fuera mejor guardar la pistola en la cocina. Estaba segura de que él aceptaría una copa.
O llevárselo a la cama, frente a su retrato desnudo. Mientras él se fuma el cigarrillo después del furor… sacar la pistola de la mesilla y pum o bang. Luego envolverlo en las mantas y arrastrarlo hasta el coche.
Ocho años antes no lo veía como un esfuerzo físico. Tiraría los tres cadáveres desde el puente y, cuando recibiera la llamada de la policía estaría en Las Vegas. O quizá el sheriff de Nevada llamase a la puerta. ¿Cómo? ¿Quiere decir que se han ahogado?
No, arrojarlos al mar era la única manera de evitar la investigación. Tenía que encontrar el modo de hacerlo. Meter en el coche a sus tres amantes y llevarlos a Marina del Rey. Sabía cómo se llamaba el dueño del barco. O desperdigar los cadáveres por el desierto. Los tres son convictos y tienen enemigos.
Empezó a llover y oscureció antes de lo acostumbrado.
Podía quedarse en casa, esperando la visita de Foley. O ponerse la gabardina de Cundo, con bolsillos muy profundos, y pasar a verlo.
Foley y Lou Adams estaban en el salón, tomando una cerveza y buscando un final para el libro de Lou. Foley le preguntó qué casos estaba llevando en ese momento, alguno del que él pudiese tener noticia.
—¿Te refieres a cómo manejamos las pruebas?
—Pensaba más bien en detenciones —dijo Foley—. Situaciones difíciles en las que te hayas visto envuelto. Una vez estaba en un banco, alguien pulsó un botón y la poli llegó en un segundo: no dejaban entrar a nadie y obligaron a los que salían a marcharse corriendo.
—Y tú te largaste con cinco mil pavos en el paraguas —dijo Lou—. Esos polis, los muy capullos, nunca habían oído hablar de un atracador que llevase un paraguas. No habrías escapado si yo hubiese estado allí. Habría reconocido al famoso Jack Foley, mejor dicho, al infame Jack Foley, y lo habría trincado.
—¿Cómo lo sabías?
—Me lo contaste una vez, cuando te pedí que hicieras una lista de los bancos que habías limpiado. Te pedí que enumeraras los casos, para poder cerrarlos, pero no dijiste ni mu.
—¿Por qué página vas?
—Ya te lo dije, llevo quinientas seis páginas, más o menos.
—Viniste a verme al Gun Club —recordó Foley—. Y me dijiste que eras de La Ciudad de la Media Luna. Se suponía que al ser los dos de Nueva Orleans yo tenía que contarte cuántos bancos había atracado.
—Cuéntamelo para el libro y no volveré a molestarte. El número de bancos.
—Ciento setenta y seis.
—¡Joder! ¿En veinticinco años?
—Descontando el tiempo que he pasado en prisión serían más bien quince años. Eso da una media de once y medio al año. Si excluimos las Navidades, el Cuatro de Julio y los días de fiesta, nos sale uno al mes. Cinco mil al mes, a veces más, y viviendo en la costa. Sólo me faltó casarme y tener una familia. En eso la cagué. A menos que todavía me case con alguna más joven. Debería fijarme en la edad. ¿No crees? El problema es que nunca te has encargado de ninguno de mis casos. Lo que necesitas, para tu libro, es verte envuelto en una situación difícil, en la que corras peligro de morir.
—Me he visto en ésas más de una vez —dijo Lou—. Una vez fuimos a detener a un tío que estaba como una puta regadera y sabíamos que iba armado. Lo abordamos en la cocina de la casa de su novia. La chica se llamaba Louise. El tío abrió un cajón y metió la mano. Parecía que era donde guardaban los cuchillos. Le dije que sacara la mano del puto cajón. Y contestó: «Estoy buscando un Kleenex. Necesito sonarme la nariz». Y sacó la mano del cajón con un Kleenex. —Lou hizo una pausa—: En realidad era un pañuelo de otra marca.
Foley esperó a que continuara.
—Con la otra mano intentó sacarse una Smith de los pantalones. No llegó a sonarse la nariz.
—Viste el arma a tiempo.
—La vi cuando ya lo habíamos abatido y lo registramos. —Miró a Foley y dijo—: Él se lo buscó.
—Quizá pudieras incluirme en alguno de tus casos —dijo Foley—, sólo que nunca he llevado un arma. Puede que una o dos veces le haya dicho a la cajera que iba armado, pero no era verdad. Se lo decía en broma. Vamos a tener que seguir pensando un final para tu libro.
Lou Adams se levantó para marcharse.
—Júrame que no volverás a robar un banco y me largo de aquí.
—No puedo hacer eso —dijo Foley—. Podrían pasar años, hasta que un día me viera viejo y arruinado. ¿Esperarías tanto tiempo?
—Olvídalo. Ya se me ocurrirá un final —dijo Lou. Y se fue.
Foley se levantó y se alejó de la mesa, donde estaban las botellas de cerveza vacías y el cenicero lleno de colillas. Se acercó al teléfono de la encimera y llamó a Jimmy Ríos. Contestó Zorro.
—Me dispongo a ver a la encantadora Dawn —dijo Foley—. Tico está fuera de juego, de manera que Jimmy no corre ningún peligro. No puede pasarle nada y no volverá a ver a Dawn. Cuéntaselo y dile que se ponga.
Esperó, mirando por la ventana. Era casi de noche y empezaba a instalarse la niebla.
—Jack, dime cómo piensas manejar la situación con Dawn —dijo Jimmy.
Foley no estaba seguro. En realidad no tenía la menor idea.
—Primero cuéntame qué pasó anoche.
Dawn llevaba las manos en los bolsillos de la gabardina de Cundo. Con la derecha sujetaba la Walther, sin el silenciador. La pistola no cabía en el bolsillo con el silenciador puesto. No le importó: esta vez quería oír el disparo. Aunque decidió llevarlo por si acaso, en el bolsillo izquierdo.
La gabardina negra de Cundo, abotonada, le llegaba casi hasta las rodillas. Se miró en el espejo del dormitorio, de cuerpo entero. Estaba estupenda de negro, con el pelo oscuro y los ojos egipcios. Se vio en su papel de Hatshepsut, la reina que se convirtió en faraón. La Dawn del espejo dijo:
«Hola, Jack, estaba por el barrio y se me ha ocurrido pasar a verte».
Y al momento cambió de opinión: «¿Estás de coña? ¿Pasar para qué? Limítate a sacar el arma y pégale un tiro».
No pensaba disparar nada más verlo. Quería divertirse un poco antes, tirarse el rollo de niñita. Excitarlo.
¿Estaba a punto la pistola?
Lo comprobó. Cargada, amartillada, lista para disparar.
Aún no has probado a sacarla de la gabardina.
La sacó. El gatillo se enganchó en la costura del bolsillo. Lo soltó y volvió a sacarla. Bien: salía con facilidad. Dispararía sin amartillar. Salvo que tuviera que decir algo primero. Entonces sí amartillaría, para mayor dramatismo, justo antes de decir: «Hasta la vista, Jack. Ha sido…».
«¿Divertido?»
«¿Genial?» «Me alegro de haberte conocido.»
Y dijo: «¿Me alegro de haberte conocido?».
Y dijo: «Me gustó mucho ducharme contigo».
Se estaba complicando demasiado. Debería decir algo sencillo, en vez de darle tantas vueltas. ¿Qué tal si decía: «Te quiero, Jack, pero no vales seis millones de dólares»? No sonaba mal. Él lo entendería.
Le dijo a su imagen en el espejo:
—¿Alguna vez pensaste que eras tan ambiciosa?
—La verdad es que no.
—¿Pensaste que eras una bruja fría?
—Sólo cuando tengo que serlo. Aunque en realidad no tengo nada de fría. ¿Tú crees? Cuando te has pasado ocho largos años viviendo sola…
—Pobrecita.
—Es verdad. Me he pasado ocho putos años esperando que ocurriese algo y he tenido que hacerlo todo sola.
—Pobre, pobrecita.
—Cállate.
—¿Estás preparada?
—Adelante, bonita.
Cruzó la puerta principal, con las manos en los bolsillos: una sujetando la Walther; la otra el silenciador. Salió a la calle en dirección al puente y se detuvo. Había alguien en la acera, al otro lado del canal, acercándose al puente. Con una cazadora clara y sin forma. Foley. Tenía que ser…
—¿Jack?
Y supo que había metido la pata. Él no la había visto.
Foley se detuvo.
—¿Dawn? —dijo, al cabo de un momento—. ¿Qué llevas puesto? Casi no te veo.
Si hubiera montado antes el silenciador… Pero aún tenía tiempo.
—Llevo la gabardina de Cundo. Es de mi talla. —Giró, como si estuviera exhibiendo un modelo, y montó el silenciador. Se volvió otra vez hacia Jack, con la pistola en un costado. Ojalá pasara un avión camino del aeropuerto de Los Angeles. Se oían pasar aviones a todas horas. El aeropuerto estaba a sólo once kilómetros al sur de Venice—. ¿Adónde vas? —preguntó.
—Iba a verte —dijo Foley.
En ese momento… pasó un avión y Dawn levantó la pistola.
—Yo también iba a verte —dijo. Disparó, oyó el ruido sordo, el pop, y vio que Foley se daba la vuelta y miraba hacia la casa que había a sus espaldas.
—¿Qué ha sido eso? Ha sonado como un cristal roto.
No había luces encendidas; no salió nadie.
—Yo no he oído nada —dijo ella.
No iba a ser fácil acertar en la oscuridad: había demasiada niebla. Estaba a menos de dieciocho metros y había fallado.
—Vuelve a casa, voy para allá —dijo Foley.
Eso le daría tiempo para desmontar el silenciador y retomar el plan original. Ponerle a tono, enseñarle el ombligo y cargárselo después.
Foley pensó en el ruido del avión que se disponía a aterrizar y en el ruido del cristal al romperse, y se preguntó si lo uno había causado lo otro. Pero enseguida espabiló y cayó en la cuenta: ha sido un disparo. Ha sido Dawn, disparando la pistola de Tico con un silenciador. De lo contrario, habría resonado en todo el canal. Erró el tiro y le dio a una ventana de una casa. Foley estaba justo delante.
Tenía un arma: la Glock que le había quitado a B.P. A ver cómo explicaba eso: un ex presidiario armado se carga a una chica porque, según dice, ella intentó matarlo.
Foley oyó que Dawn lo llamaba, y salió a la puerta con una botella de Jack Daniels, un par de vasos bajos y un trapo colgado del hombro.
—El negro es tu color. Te sienta de maravilla —le dijo a la chica que esperaba en la puerta de la cocina con aire de niña buena.
—¿Tanto como para comerme?
—Sí, si no estuvieras aquí por asuntos de negocios. Dame la gabardina.
—No hace falta, no me quedaré mucho rato. —Se desabrochó la gabardina con las dos manos. Foley sirvió un par de dobles. Dawn se acercó, cogió uno de los vasos, se bebió la mitad y lo dejó encima de la mesa.
—El FBI ha estado aquí —dijo Foley.
Dawn vaciló unos momentos.
—¿De verdad?
—Lou Adams ha despedido a sus perros. Le he estado ayudando a encontrar un final distinto para su libro.
La gabardina ya estaba abierta, y Dawn volvió a meter las manos en los bolsillos, sujetando el arma contra una cadera. Foley echó un vistazo a las bragas diminutas y a la camiseta corta, justo por encima del ombligo.
—¿Qué tendrá el ombligo de una chica que uno no puede dejar de mirarlo?
—Supongo que es porque está justo en el centro del campo. No me has llamado. Me pareció que eso significaba que no volveríamos a estar juntos. Si me quedo sola, Jack, las dos casas son para mí.
—¿Cómo piensas conseguir las escrituras?
—El Pequeño Jimmy me adora. Hará lo que le pida.
—Yo apuesto a que no.
—Créeme, Jack. Lo hará.
—Jimmy ha cambiado —dijo Foley. Cogió el vaso de Dawn, se lo ofreció y vio que lo cogía con la mano izquierda.
—No creo que puedas quedarte con las casas.
—Tú no conoces a Jimmy. Me dará las casas y yo le dejaré que se quede con la oficina.
—¿Sabes qué pensaba Cundo de eso?
Dawn se bebió el whisky y le pasó el vaso a Foley. Se puso en jarras, con las manos por debajo de la gabardina, ofreciendo un buen espectáculo.
—Soy su heredera, Jack. Me he pasado ocho años esperándolo. Vuelve a casa y me pega.
—Más te valdría ser la heredera de Jimmy. Todo está a su nombre.
Foley se acercó y apoyó las manos en los hombros de Dawn. Notó que al principio se tensaban y luego se relajaban poco a poco.
—Hace un momento intentaste matarme. Fallaste y rompiste la ventana de un vecino.
—¿Crees que debería pagarle el cristal?
—Creo que, si quieres matarme, antes tendrás que aprender a disparar —dijo Foley. Se acercó un poco más a Dawn y notó el cañón de la pistola en el estómago—. El caso es que no tienes ninguna razón para matarme. Jimmy por fin se ha decidido a demostrar su hombría. Me ha contado cómo mataste a Cundo y cómo le obligaste a recoger la mesa. Ha roto su promesa, pero eso no importa. Zorro le dijo que eres una bruja, y por lo tanto no tenía por qué cumplir ninguna promesa. Puedes matarme, lo digo para que comprendas la situación, pero eso no te acercará más a Jimmy. Aunque le pongas la carita entre tus tetas y ronronees, Jimmy no te dará las casas. Dice que antes prefiere morir. ¿Y tú qué dices? ¿Que quizá él también tenga que morir?
—No, yo diré que te vi empujar a Tico desde el tejado.
—No creo que puedas hacer ni siquiera eso —dijo Foley—. Siento tener que decírtelo, pero me parece que estás fuera de juego.
—Jack —dijo ella, con voz melosa—, eso no lo dices en serio.
—Te recomendaré a una abogada, aunque no sé si puede ejercer aquí. Tu problema es que llevas ocho años pensando en cómo matar a Cundo. A pesar de todo, estoy seguro de que Megan consigue que no te caigan más de veinticinco años. —Foley se explicaba con la mayor naturalidad—. Jimmy me ha contado el numerito que montaste en la cena. No tenía la menor idea de lo que te proponías.
—Jack, no me hagas esto.
Dejó que Foley le deslizara la gabardina sobre los hombros y la espalda, hasta que se oyó un ruido, al chocar la pistola contra el suelo. Foley sacó la Glock de B.P. del bolsillo trasero del pantalón, se inclinó para dejarla encima de la mesa y cogió el paquete de cigarrillos. Dawn aceptó uno y Foley le dio fuego con una cerilla.
—Sabes que nunca podría matarte —dijo ella—. Sólo quería darte un buen susto; nada más.
—Y me lo has dado.
—Quería que me ayudaras. Apunté por encima de tu cabeza.
—¿Que te ayudara a qué, a escapar?
Le dio la idea, y ella la cazó al vuelo.
—Sí, a desaparecer.
—Pero ¿has aprendido algo?
—Que era demasiado impaciente —dijo. Lo miró con ojos suplicantes—. Jack, tú y yo pensamos igual. Podríamos desaparecer juntos, cambiar de aspecto…
—¿Dejarnos barba?
—Somos doctores en parapsicología —dijo Dawn—. Tendrás que buscar otro nombre. Algo que suene más exótico que Foley. Tengo todo el dinero que necesitamos para ir tirando, casi cien mil. Nos vamos a Costa Rica, y cuando estemos allí decidimos qué queremos hacer. Un banco —dijo, sonriendo ante la ocurrencia—. Nunca he atracado un banco. Pero iríamos a por la cámara acorazada, no a la ventanilla. Esta vez lo haremos a lo grande, para variar.
Se sentó en el sofá, con sus braguitas blancas. Se sirvió una copa y volvió a dejar la botella encima de la mesa, cerca de la pistola de B.P.
Foley tomó nota y le contó:
—Buddy, mi antiguo socio, y yo, una vez pensamos hacerlo a lo grande, meternos los dos en la cámara acorazada. Pero Buddy dijo: «¿Quieres entrar ahí, ponerte a gritar para que todo el mundo se tire al suelo y quedarte mirando el reloj mientas se abre la cámara acorazada? ¿Eso quieres hacer, con la cantidad de cosas que podrían salir mal?». Le di la razón y no volvimos a hablar del asunto.
—Un golpe como ése, Jack, hay que planearlo con mucho cuidado, contar con todas las posibilidades. Seguro que si voy un par de veces a un banco se me ocurre la manera de hacerlo bien.
—¿Es un atraco o es un golpe?
—No te rías de mí, ¿vale?
—Querías quedarte con los seis millones y medio que valen las casas y me dejaste por un tarado que juega a la pelota en la azotea. ¿Para qué? ¿Para reducir gastos? Mejor cíñete a las estafas, sigue sacándoles la pasta a las mujeres ricas —dijo Foley—. Estaba dispuesto a darme una oportunidad contigo. A veces tengo momentos de debilidad. Pero le has tendido a Cundo una trampa y lo has matado por un par de casas. Ése es tu estilo; no el mío.
—¿Lo dices porque lo conocías? —dijo Dawn—. No tenías nada en común con él. Te lo dije: «Piensa que Cundo es un banco que vas a atracar». No es nada personal.
—Hemos pasado casi tres años juntos en la cárcel. Él creía que yo seguía cubriéndole las espaldas, y yo andaba por ahí jugando al experto en espíritus.
—Pero él no era como tú. Era malo, había matado. Y me pegaba.
—Tú te lo buscaste —dijo Foley—. Y yo también. Podría habernos pegado un tiro a los dos y quedarse tan ancho, pero no lo hizo. Te echó la culpa a ti, porque era un machista.
—Ya estamos con el típico rollo de los tíos —dijo ella—. Me parece increíble que fuerais amigos. No lo puedo entender.
—Yo no lo juzgaba. Paseábamos por el patio con los ojos bien abiertos —dijo Foley.
Comprendió que Dawn ni lo entendía, ni lo entendería jamás.
Y eso le hizo volver a lo que de verdad importaba.
—¿Crees que puedes quitarle la casa a Jimmy? No lo conseguirás nunca.
—¿Qué quieres decir? ¿Es una advertencia? —dijo ella. Dejó el vaso encima de la mesa, cogió la Glock y apuntó a Foley.
—Tú no escuchas las advertencias. Lo que me ha gustado es que me preguntes si pienso echarte toda la mierda encima. Y te digo que no. No soy un chivato. Nunca lo he sido. Pero la ley siempre termina por pillarte.
Dawn sujetaba la Glock con las dos manos, apuntándole al pecho.
—¿Quieres matarme?
—No quiero, pero te estás interponiendo entre mi recompensa y yo. Ya tengo suficientes problemas, Jack, sin necesidad de los que tú me causas.
—¿Crees que la pistola está cargada?
Ella le apuntó a la cara y lo miró a los ojos, para leerle el pensamiento.
—¿Crees que si lo estuviera la habría dejado encima de la mesa? —insistió él.
No estaba segura. ¡Qué difícil era leer a Foley!
—¿Y qué se supone que tengo que hacer? —dijo Dawn—. ¿Dejarla? La llevabas en el bolsillo, con intención de disparar si tenías que hacerlo. Por eso has actuado con tanta frialdad. —Volvió a apuntarle al pecho, a una distancia de un brazo, y soltó su frase:
—Hasta la vista, Jack.
Foley no se movió, no se encogió ni se apartó mientras ella apretaba el gatillo y oía el sonido del cargador vacío, un clic; deslizó el disparador y dejó que se cerrara con un chasquido; volvió a apretar el gatillo y oyó otro clic, pero ningún ruido a continuación, por más que volvió a apretar el gatillo varias veces seguidas.
—Mierda —dijo, y se dejó caer en el sofá.
—Ya sabía yo que no me creerías —dijo Foley—. ¿Y ahora qué? ¿Piensas teñirte el pelo de rojo y ponerte unas gafas oscuras? Adelante, no diré nada a la policía. Me traes sin cuidado.
—¿Jack…?
—¿Te queda alguien en tu mundo que pueda esconderte? ¿O están todos muertos? Eso te vendría bien: adentrarte en el mundo de los espíritus y hablar con mujeres que hayan muerto en la cárcel. Así podrás hacerte una idea de lo que te espera.
—¿No podrías ayudarme, Jack? ¿Sacarme de la ciudad? Te pagaré.
—¿Cuánto?
—Diez mil.
—Eso lo gano ahuyentando espíritus.
—Vamos, Jack, ayúdame.
—Hace sólo un momento dijiste: «Hasta la vista, Jack». Pensabas que podías matarme. ¿De dónde te has sacado esa idea? ¿De alguna película? Te advertí que la pistola no estaba cargada. Sólo tenías que haberme creído. Tú eres vidente, Dawn. Se supone que deberías saber que la pistola estaba vacía.
—Lo sabía, pero no tenía sentido. ¿Para qué ibas a llevar una pistola sin balas?
—Tú llevas un arma, pero sé que puedo quitártela. No necesito una pistola. Hace dos semanas era un presidiario. No quiero armas. ¿Lo entiendes? Y ahora intentas sobornarme para no acabar entre rejas.
—¿Qué tiene eso de malo?
—No te culpo. Te volverías loca.
—Entonces, ayúdame —repitió Dawn—. ¿Sabes lo que veo en tu futuro? ¿En nuestro futuro? La mejor época de nuestra vida, en una playa de Costa Rica.
—Sí, y una noche me pegas un tiro mientras duermo. ¿Sabes lo que veo yo en el tuyo? —dijo Foley—. Una tapia con alambre de espino. Y a un montón de tías corpulentas, pasando revista a la recién llegada.
—No tiene gracia —dijo ella. Y se tomó unos segundos, antes de levantarse del sofá—. ¿Eso ves?
—Es lo que pasa en la vida. Cuando uno la caga.