Dawn observó a Tico mientras éste preparaba la mesa oval en el comedor: una silla con brazos a cada lado, una silla sin brazos a cada lado y un mantel blanco.
—Aquí caben diez personas —dijo Tico—. Hasta doce. Cuatro quedan demasiado separadas.
—Precisamente lo quiero así —dijo ella.
—¿Y si viene Foley?
—Si viene será porque está perdiendo pie.
—Si viene, que se siente en mi lugar —dijo Tico—. Yo estaré en la cocina, vigilando a Cundo desde allí.
—Desde la cocina lo verás de espaldas. Cundo siempre se sienta mirando a la habitación. Será mejor que te quedes a unos pasos de él. Pero recuerda: después de dejar la fuente en la mesa y levantar la tapa, ponte a un lado. No vuelvas a la cocina. Es posible que te necesite.
—Sí, ya me lo supongo. No le gustará lo que vas a decirle. ¿Dónde he dejado mi pistola?
—No te hará falta —dijo Dawn—. Si se pone histérico, dale un golpe con algo, con una sartén. Espero que se controle. La otra cosa es ¿qué hacemos con el chófer de Jimmy?
—¿Quieres darle de comer?
—Quiero saber dónde está. ¿Tú crees que se quedará en el coche?
—No sé —dijo Tico—. Igual se queda dormido o se va a dar un paseo.
—Tiene que estar cerca, por si Jimmy lo necesita.
—O por si quiere volver a casa —añadió Tico—. ¿Qué te preocupa?
—Nada. Es sólo que odio las sorpresas —dijo ella.
La botella de Old N° 7 de Foley estaba en la mesa de la cocina. Si Dawn se había tomado un par de vasos de bourbon, no se le notaba. Siempre estaba sobria.
Cundo salió de la ducha y vio que Tico lo esperaba con un vaso alto que parecía ser un Collins, decorado con una cereza. El cubano se bebió el cóctel de bourbon de tres tragos, y le pidió al chaval que le preparase otro: se moría de sed. Se afeitó alrededor de la perilla que llevaba unos días dejándose crecer. Al principio pensó dejarse barba, pero lo descartó al ver que tenía muchas canas. Le gustaba más la perilla: era oscura.
Entró en el dormitorio calzándose unas sandalias, donde Dawn le había dejado una camisa blanca extendida encima de la cama, junto a unos pantalones de seda negra, parte de un traje que no se había puesto desde hacía ocho años. Se sentó en el tocador y Dawn apareció tras él para cepillarle el pelo y hacerle la coleta. Retrocedió unos pasos, miró el reflejo de Cundo en el espejo y dijo:
—Así. Perfecto.
—Esta camisa no tiene bolsillo —protestó Cundo.
—No lo necesitas.
—Para los cigarrillos.
—Eso estropearía tu aspecto —señaló ella—. Esa camisa me costó doscientos dólares de mi asignación.
—Pues por esa pasta ya podían ponerle un bolsillo.
Cundo encendió un cigarrillo con un encendedor Bic negro, se miró en el espejo, se inclinó un poco hacia delante y soltó un aro de humo perfecto.
—Cuando salíamos te ponías el traje negro de Palm Beach, con camisa negra y esa corbata amarilla, la fina. Y llevabas un Bic amarillo.
—Sí, el encendedor era amarillo —dijo Cundo—, pero la corbata era más bien ocre. Nunca he visto un Bic ocre. No me importaría tener unos cuantos.
Seguía mirándose, con ojos soñadores. Dawn los llamaba sus ojos del dormitorio.
—¿Sabes cómo te ven los demás? —le preguntó.
—¿Quiénes?
—Los que te conocen. Eres famoso, el último de los Cocaine Cowboys. Has vuelto a casa. Te ven y se preguntan en qué andarás metido.
—En nada —dijo Cundo.
—Eso no se lo creería nadie. Ven cómo vives, en la misma casa. Ven que me compras un coche.
—Intentas llegar a algo que no me apetece oír, así que no lo digas. Dime qué has preparado para cenar.
—Es una sorpresa.
—Veamos. ¿Quién eres? Dawn Navarro: de familia hispana por la vía de Puerto Rico, aunque no lo pareces. ¿Has hecho arroz a la cubana con frijoles?
—No lo adivinarás nunca —dijo ella.
—¿Por qué?
—Porque no quiero que lo adivines.
—¿Por qué no huele a comida?
—Aún no la he puesto al fuego. Empezaré cuando todo el mundo se haya tomado una copa. Nos sentaremos a la mesa y beberemos vino blanco. Tico, el pandillero del pañuelo violeta, nos servirá la cena. Esta noche parece un acompañante de hombres; hasta se ha puesto un poco de colorete. Pero tú eres el invitado de honor, el hombre importante. Sigo pensando que deberíamos haber hecho la fiesta en la azotea. Tampoco hay prisa. Ya lo haremos cuando te apetezca.
—Eso lo dices por lo mucho que me gusta subirme a los tejados.
—Quiero creer por encima de todo —dijo Dawn— que de verdad te has retirado de la vida delictiva, por así decir. Que no te estás tomando sólo un descanso entre golpe y golpe.
—Por así decir —dijo Cundo.
—Saldremos de vez en cuando, desde luego. Pero ya no querrás competir con todos los Tony Montana de traje blanco y camisas desabrochadas. Irás muy elegante, con tu traje negro y tu corbata ocre. No volveré a decir que es amarilla, y si alguien me pregunta diré que quieres que te dejen en paz y hacer las cosas a tu manera.
Cundo seguía sentado delante del tocador. Dawn se acercó para besarlo, mientras él decía:
—Foley cree que debería irme con él a Costa Rica.
Ella le besó en la mejilla, se detuvo un momento antes de incorporarse y lo miró en el espejo.
—¿De verdad?
—Eso me ha dicho.
Tomaron una copa en el salón: vodka con Martini, porque Cundo dijo que el de ginebra emborrachaba demasiado pronto. El Pequeño Jimmy quiso saber si Cundo estaba enfadado con él por algo.
—Si ya te has confesado, yo también te perdono —dijo el cubano. Y lo bendijo, diciendo «Absolvo te», al tiempo que dibujaba la señal de la cruz en el aire.
Tico miró a Dawn, que se disculpó y no volvió hasta pasada media hora, diciendo:
—Todos a la mesa.
Tico vio que se había pintado los ojos como una reina egipcia.
El chaval sirvió el vino, aunque sólo Cundo y el Pequeño Jimmy se habían sentado. Se llevó la botella vacía y se fue a la cocina. Dawn estaba en el fogón, donde bullían dos cazuelas.
—Será mejor que abras otra botella —dijo—. Y lleva el pan a la mesa, por favor. —Estaba encantadora esa noche, a pesar de cómo se había pintado los ojos—. Y la mantequilla. Está en la nevera.
Tico volvió al comedor, dejó el pan y un plato con la mantequilla en el centro de la mesa —Cundo y el Pequeño Jimmy hablaban de balances—, se echó una servilleta por encima del hombro y descorchó la botella de vino barato que compraba Cundo.
De vuelta en la cocina vio las cazuelas destapadas junto a la fuente de plata de patas cortas, lista para llevar.
—Ni una palabra —dijo Dawn.
Tico se puso nervioso. Cogió la fuente por las asas, se acercó a la puerta y volvió la cabeza. Vio que Dawn lo seguía con otra fuente de plata. Sabía lo que llevaba él, pero no tenía la menor idea de lo que había en la fuente de Dawn.
Abrió la puerta con la cadera para dejar paso a Dawn. Dejó la fuente delante de Cundo, tal como Dawn le había ordenado, mientras ella colocaba la otra fuente cerca de donde iba a sentarse, en el otro extremo de la mesa. Pensó que sería la misma comida. Dawn se sentó en su silla con brazos. Miró a Tico, que esperaba la señal, y volvió los ojos hacia Cundo, mientras el chaval destapaba la fuente y se retiraba unos pasos para ver la reacción del cubano.
Cundo se quedó mirando la fuente de macarrones con queso. Las puntas de los macarrones asomaban entre la masa de queso fundido, con un color demasiado intenso para resultar apetecible. Parecía una burda imitación de macarrones con queso, si es que existía tal cosa. Dawn esperó a que Cundo la mirase.
El cubano no sonreía.
—¿No te parece divertido? —preguntó ella.
Tico se echó a reír. El Pequeño Jimmy sonrió. Cundo la miró fijamente, hasta que todos guardaron silencio.
—Creo que ya te he explicado —dijo Dawn— que el planeta que rige a los Escorpio es Plutón. Ésa es la razón por la que tienes una personalidad oscura y esa tendencia a ser siempre tan intenso. El mío es Júpiter. Por eso no sólo soy optimista, sino que tengo suerte y, como bien sabes, también tengo un carácter alegre. Me gusta hacer favores a los demás. Nuestros colores se parecen bastante. El tuyo es el borgoña y el mío el púrpura, desde los tiempos en que era la reina Hapshepsut y gobernaba el Nilo de punta a punta. Tu símbolo, el escorpión, es enigmático y, por supuesto, mortal. La parte del cuerpo que gobierna a los Escorpio son los genitales, y pensé que a nosotros nos iría bien, puesto que a mí me gusta el sexo y tú en la cama eres como un animal.
Cundo encendió un cigarrillo.
Tico se apresuró a acercarle el cenicero.
—Veamos —dijo Dawn—. Escorpio gobierna a los insectos, mientras que Sagitario gobierna a los caballos. Ahí no tenemos mucho en común, pero creí que lo superaríamos. Tú eres terco. Yo me tomo la vida con calma. Te gusta mi estilo, pero no te gusta saber que me divierto si tú no estás cerca. Bien mirado, Cundo, no somos compatibles emocionalmente. Tú quieres tenerme a todas horas agasajándote o cocinando para ti. Te pasas la vida preguntándome si soy una santa. ¿Te acuerdas? «¿Estás siendo una santa para mí?» Yo soy juguetona en cuestión de sexo. Tú eres intenso y necesitas dominar. Si pudieras, me encerrarías en una jaula. Quiero decir que ya está bien. Te he estado esperando ocho años, sin apenas salir a divertirme. Ocho años, Cundo, es mucho tiempo.
—Te has follado a Jack Foley, ¿verdad? —dijo Cundo.
—Ya me has pegado por eso, y me has pegado bien. ¿Qué más quieres? Foley es Libra y el planeta que rige su signo es Venus. No puede evitar ser sociable; es así. Yo sabía que si me acercaba a un Escorpio podía clavarme un aguijón en el trasero. El problema es que tú crees que la única manera de tratarme es tenerme todo el día encerrada y soltarme cuando llega la hora de ir a la cama. Pero yo no estoy dispuesta a consentirlo.
—¿Ah no? —contestó Cundo.
Miró al Pequeño Jimmy.
—¿Te puedes creer lo que estás viendo?
Jimmy no asintió; no dijo una sola palabra. Se había quedado mudo.
—¿Y tú que pintas aquí? —le preguntó el cubano a Tico—. ¿También te la estás follando?
—¿Quién, yo? —dijo Tico, aunque sonriendo, más o menos.
—¿Es que sólo voy a poder fiarme de Jimmy? ¡Joder! ¿O a él también te lo has llevado a la cama? ¿Y esta mujer dice que me quiere tanto?
Cundo aplastó el cigarrillo en la fuente de macarrones con queso y miró a Dawn.
Ella se había levantado. Destapó la fuente que tenía delante y sacó la pistola de Tico, la Walther PPK tan bonita, con el silenciador montado. Apuntó a Cundo.
—¡Joder! —exclamó Cundo—. Si quieres irte, desaparece de mi vista. No te lo impediré.
—No soy yo quien se va —dijo ella—. Te vas tú. —Dirigió la pistola hacia la camisa blanca de Cundo, sin bolsillo, y le metió tres tiros en el pecho. Los disparos silenciados no hicieron más ruido que el de una BB.
—Se acabó —dijo Dawn—. Ya no tendré que volver a follar con ese enano.
Tico levantó la cabeza de Cundo, sujetándolo del pelo, y la sostuvo con el brazo estirado, como un trofeo de caza.
—Creo que aún está vivo —señaló.
—Esta vez no —dijo Dawn. Volvió a sentarse, encendió un cigarrillo y limpió las huellas de la pistola con una servilleta—. Ciérrale los ojos y así no pensarás que te está mirando. ¿Cómo está el respaldo de la silla?
—Limpio —dijo Tico—. Las balas no han salido, siguen dentro. Eso está bien. No habrá que limpiar la sangre.
—El mantel se ha manchado un poco. Quítalo y mételo en agua fría con un poco de vinagre.
Tico sonrió.
—Te sabes los trucos como una buena ama de casa y además sabes disparar. No me lo podía creer. Has sacado el arma de la fuente: pam, pam, pam. Y lo has mandado al otro mundo. ¿Lo ves por ahí?
—Todavía no. Seguramente tiene problemas para que lo admitan —dijo ella, y se dirigió a Jimmy, que se había levantado y estaba mirando a Cundo—: Cielo, ¿te importa ir recogiendo, por favor? Llévate los macarrones a la cocina y tíralos a la basura. Cundo los ha estropeado con el cigarrillo.
Tico vio que Jimmy se acercaba a la puerta de la cocina.
—Parece en trance —dijo.
—Está pensando cómo se ha metido en este lío.
—Creo que te tiene más miedo a ti del que le ha tenido nunca a Cundo. ¡Lo has clavado! Ha sido increíble. Le sueltas un discurso y te lo cargas. Pam, pam, pam.
—Con tu pistola, la misma con la que te cargase al dependiente de Saks.
Vaya, ahora lo estaba amenazando, sin dejar de ser amable.
—Si te cogen dirás: «No fui yo, el arma es de ese chico» —dijo Tico, sonriendo—. Te lo advierto —añadió—: Si se te ocurre hacer eso, lo lamentarás.
—Cariño —dijo ella, fingiéndose sorprendida—, tú eres mi número uno. No habría podido hacer esto sin ti. —Jimmy volvió al comedor, y Dawn le dijo—: Jimmy, quiero que tú y Tico comprendáis que los tres estamos juntos en esto. Confiamos los unos en los otros. Compartimos las ganancias y nos olvidamos de Cundo. Nunca más volverá a tratarte mal, Jimmy. Pero no puedes contarle a Zorro lo que hemos hecho; él no está de nuestro lado, ¿entendido? ¿Lo prometes? —Jimmy asintió con la cabeza, pero Dawn insistió—. ¿Prometes ante Dios que nunca contarás a nadie lo que ha pasado?
—Sí, lo prometo —dijo Jimmy.
—¿Ni a Zorro, ni a nadie?
—Sí, lo prometo.
—¿Con Dios por testigo?
—Sí, con Dios por testigo.
Dawn se acordó de Cundo, de cuando le preguntaba si estaba siendo una santa.
Le tendió la mano a Jimmy, que se acercó y se inclinó para que ella pudiera darle un beso y acariciarle la mejilla.
—Mañana —dijo ella— echaremos un vistazo a los libros, ¿vale? Lo primero que haremos será poner las casas a la venta. Después decidiremos a dónde ir. ¿De acuerdo?
Jimmy asintió y se marchó sin decir palabra. Salió por la puerta de atrás.
—¿No te preocupa Jimmy? —preguntó Tico.
—Sé que es un riesgo, pero no podemos encerrarlo. Si Zorro llega a enterarse, podría pedirle dinero a cambio de su silencio.
—Yo puedo ocuparme de Zorro.
—¿Podrías? —dijo Dawn.
Lo dijo como si fuera una mujer indefensa, después de haberle pegado tres tiros a Cundo. Tico sonrió y dijo:
—Será fácil. Dame mi arma.
Estaba encima de la mesa, donde ella la había dejado, descansando tras la ejecución.
—Foley es otro problema —dijo Dawn—. Querrá saber dónde está Cundo.
—¿Y si todavía viene a cenar?
—Bueno, no creo que nadie los eche de menos a ninguno de los dos. Acaban de salir de la cárcel.
—¿Piensas matar también a Foley?
—¿Crees que no lo haría, si no me queda más remedio?
—¿Serías capaz?
Ella lo miró, con los ojos pintados, y dijo:
—O podrías hacerlo tú.
Dio una calada al cigarrillo y soltó una larga columna de humo, despacio.
—¿Compraste el hielo?
—Dieciséis bolsas. El coche está aparcado en el garaje, al lado del congelador. El hielo está en el maletero.
Dawn sacudió la cabeza.
—Primero metemos a Cundo y le echamos las bolsas de hielo por encima. Si no caben todas, vacías las suficientes para cubrirlo. La cosa es, amor mío, que si vendo las casas en pocos días, tendremos que sacarlo del hielo y celebrar un funeral rápido en el mar.
—Me recuerdas a mi mamá —dijo Tico, sonriendo.
—¿Me parezco a ella?
—En cómo hablas. Y eres igual de divertida que ella. Mi mamá Sierra es una tía guay. Ese poli del FBI me amenazó con detenerla por tráfico de drogas si no colaboraba con él. Es de los que se pasan la vida jodiendo a los demás. Le dije que lo ayudaría, por supuesto, y que me metería donde hiciese falta.
Dawn se volvió a mirar a Cundo, que tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla.
—Creí que le habías cerrado los ojos —dijo.
—Se los cerré. Se le han debido de abrir.
—¿Le buscaste el pulso? —preguntó ella.
—Tú dijiste que estaba muerto.
—Debería estarlo. Tenemos que sacarlo de aquí, pero yo no quiero tocarlo.
—Yo lo llevaré, como a un niño —dijo Tico.
—Mi amor —dijo ella—. No te sienta bien el colorete con ese cuerpo, con esos músculos. —Cogió una servilleta de la mesa, la humedeció con la lengua y le frotó suavemente la mejilla—. ¿Qué tal si metemos al mono en hielo antes de recoger todo esto?
A Tico le gustó cómo le había tocado la cara, mirándolo con aquellos ojos egipcios. Pero también le dio miedo.