El Pequeño Jimmy estaba arrodillado en el confesionario, esperando a que se abriese el ventanuco. Oía vagamente el susurro de una voz de mujer al otro lado, pero no llegaba a distinguir las palabras. En el confesionario estaba escrito el nombre del sacerdote: monseñor William Easton. Jimmy se había colocado en el lado de la derecha y esperaba de rodillas en la oscuridad. Monseñor William Easton era más que un sacerdote y tal vez fuera bastante mayor, por eso había llegado a monseñor. La dignidad siguiente era la de obispo. Jimmy no sabía de ningún obispo que escuchara a los fieles en confesión. Oyó que el ventanuco se cerraba al otro lado. Segundos después, el suyo se abría y pudo distinguir, entre la celosía, al sacerdote que se inclinaba, apoyando la cabeza en la mano, muy cerca de él, pero sin mirarlo.
Monseñor Easton dijo:
—¿Sí?
—Perdóname, padre, porque he pecado —respondió el Pequeño Jimmy, haciendo la señal de la cruz mientras pronunciaba la fórmula para ser admitido en confesión—. Hace veintisiete años que no me confieso. —Guardó silencio, al ver que Monseñor Easton levantaba la cabeza.
—Veintisiete años.
—Sí, padre. Desde entonces he faltado a misa casi mil cuatrocientas veces, aunque a veces iba a la Misa del Gallo en Navidad, si algún amigo quería, y también el domingo de Pascua, cuando aún vivía en mi país, en Cuba.
Monseñor preguntó al Pequeño Jimmy si estaba casado.
—No, nunca he tenido ese deseo.
—¿Y frecuentas la compañía de mujeres?
—No demasiado. Aunque el último año he estado con más mujeres. Me pareció que no sería tan malo, como experiencia nueva.
—¿Y has sido casto todo ese tiempo?
—¿Quiere decir con los hombres, padre? Si el tío me gustaba, no me hacía de rogar.
—Estás diciendo que tienes relaciones con hombres.
—Las he tenido casi toda mi vida.
—¿Lo has contado alguna vez en confesión?
—No, no creía que estuviera pecando. El otro siempre estaba dispuesto. Era soltero. Tonteábamos, no hacíamos daño a nadie.
—Puede que no, pero eso es pecado mortal.
—¿Por qué? En la Biblia no dice que esté prohibido.
—No se dice explícitamente, pero está implícito —respondió monseñor Easton—. ¿Estás metido en la venta de drogas o en cualquier otra actividad ilegal?
—No, apenas las pruebo. Fumo hierba un par de veces a la semana, para relajarme. ¿Actividades ilegales? De eso no estoy seguro. He usado algunos fondos para pagar a los guardias de una prisión, pero no era para mí, y por eso no lo veía como un pecado. Era para mi jefe, que estaba preso en Florida.
Hubo un silencio, tan largo, que el Pequeño Jimmy llegó a pensar que monseñor se había quedado dormido, harto de escuchar la misma historia; aunque seguro que en Venice oía confesiones increíbles.
—¿Puedes decirme —dijo monseñor— por qué llevas veintisiete años sin confesarte?
—La última vez que me confesé estaba en la cárcel, en Cuba, por un delito que no hizo daño a nadie. Tenía miedo de morir a manos de los reclusos que me deseaban en exceso. Pero mi jefe me salvó en esa prisión, en Combinado, antes de que llegase a ocurrirme nada.
—¿Y por qué vienes a confesarte ahora? —quiso saber monseñor.
—Quiero salvar mi alma, confesar que he faltado a misa mil cuatrocientas veces —explicó el Pequeño Jimmy—, porque esta noche voy a una cena en honor a mi jefe. Es posible que él le pida a la adivina, que va a preparar la cena, que me envenene.
Otro silencio.
—¿Es el mismo jefe que te salvó la vida cuando estabas preso?
—Sí. Aunque en el fondo no creo que él quiera envenenarme. Me parece más probable que contrate a alguien para que me pegue un tiro. Lo que pasa es que a veces, desde que está con esta vidente, hace cosas muy raras. Por eso no quiero correr el riesgo si tengo pecados en mi alma.
Tuvo que esperar otra vez la respuesta.
—¿Recuerdas el acto de contrición? —preguntó monseñor.
—Sí, claro. «Señor mío Jesucristo, me pesa de todo corazón haberos ofendido…»
—Espera —dijo monseñor Easton—. Deja que te dé la absolución.
El Pequeño Jimmy salió de San Marcos persignándose con la mano que había sumergido en la pila de agua bendita, y se acercó a su Bentley, aparcado en la puerta. Zorro, que lo esperaba apoyado en el parachoques delantero, de brazos cruzados, se tomó su tiempo antes de abrirle la puerta.
—¿Ya has confesado tus pecados? ¿Le has contado al sacerdote todo lo que has hecho?
—Todo.
—¿Incluso pecados que nunca había oído?
—Nada escandaloso.
—¿Y qué harás como señal de arrepentimiento? ¿Piensas flagelarte?
—No seas desagradable. Rezaré diez padrenuestros y diez avemarías, y Dios me perdonará por todo lo que he hecho para cabrearle.
A las seis, Tico estaba sentado en la cocina de Cundo, bebiendo vino tinto, con Dawn, que para variar no bebía, ni fastidiaba a Tico hablándole de sus vidas pasadas. Tico preguntó por qué Cundo compraba vino de quince dólares —la etiqueta del precio seguía en la botella— cuando podía comprarlo de cincuenta o de cien y deleitar a sus invitados con una cosecha para oler y saborear en copas grandes, después de haberlo aireado bien.
—¿Es un tío tacaño? —preguntó—. Mejor dicho. ¿Es un hijo de puta tacaño? Estoy olvidando mi buena educación. Mi mamá se fue de Arkansas en cuanto oyó cómo hablaban los negros de la gran ciudad. Iban a Tunica, en Mississippi, a gastarse el dinero en las mesas de juego. Cuando entendió lo que decían, se largó de allí. Mi mamá dice que tengo un tono de piel claro, entre broncíneo y costarricense. Dice que tengo que hablar con esos raperos que tienen el culo pelao, aprender las últimas expresiones de los negros, para no ir por ahí diciendo: «¿Qué tal, amigo?», sino «¿Qué onda, hermano?». Y al despedirme decir: «Que la montes bien». Seguro que Foley podría enseñarme a hablar en blanco puro. Esas expresiones se aprenden entre los malos, entre esos pandilleros más chulos que nadie, que andan como si bailaran y se mueren por cargarse a alguien, a cualquiera, lo mismo da.
Estaban sentados a la mesa de la cocina, con dos ceniceros y la botella de vino tinto sobre la superficie limpia y redonda.
—Estás desvariando —dijo Dawn—. ¿Es el vino o son los nervios?
—Soy un hombre laberíntico —dijo Tico, que llevaba una camisa blanca, básicamente desabrochada, y un pañuelo violeta sobre los rizos negros—. Cuando me oigas así quiere decir que me siento bien. Ese tío de tanto carácter te insulta y te pone la tripa morada.
—Y me da una bofetada cuando le viene en gana.
—Que esto sea la venganza de la adivina. ¿Crees que saldrá bien?
—Cielo, lo único que tienes que hacer es servir la comida exactamente como te he dicho, sin quitar la tapa de la fuente de plata, que dejarás delante de Cundo, en un extremo de la mesa. No la destapes.
—Para que no se enfríe la comida.
—Eso es. Cuando te haga una señal con la cabeza, levantas la tapa.
—Nunca he sido camarero, pero lo haré con estilo. ¿Qué está haciendo Cundo?
—Durmiendo la siesta. Se ha tomado unas cuantas La Yumas, lo que él llama ron puro con hielo.
—Está disfrutando de su libertad —señaló Tico, sonriendo—. ¿Y el Pequeño Jimmy?
—Vendrá.
—Tú dices que Cundo lo tiene acojonado. ¿Crees que vendrá?
—Le he dicho que no se preocupe por Cundo, que ya me encargo yo de que se comporte como es debido. Jimmy está enamorado de mí. Ya sabes que soy su primera mujer.
—¿Y Foley?
—También está enamorado de mí, pero eso le está causando problemas.
—Lo que te pregunto es si vendrá.
—Me temo que el doctor Jack se va a perder la fiesta.
—¿No quiere estar aquí si eres tú quien prepara la cena?
—Está probando suerte con Danny Karmanos. Si como espiritista la cosa no funciona, tratará de deslumbrarla contándole anécdotas de su vida delictiva. Como que está a punto de salir del banco y justo en ese momento la policía pasa por delante. Danny se muere por saber cómo consigue escapar.
—¿Y cómo lo hace?
—Tienes que oírselo contar a él. Te lo cuenta para que veas lo listo que es. Uno de sus trucos consiste en decir algo gracioso y acortar la distancia cuando te estás riendo.
—Para pillarte por sorpresa —dijo Tico.
—En el caso de Danny, me imagino que intenta besarla y ella lo para en seco. ¿Quién se ha creído que es, el muy farsante, venga soltar gilipolleces? El doctor Jack no juega en la misma liga, y ella se lo hará saber. Danny es actriz y él es ¿qué?: un puto atracador de bancos.
—¿Eso le dice?
—De buenas maneras —dijo ella.
¿Cómo se lo contó Foley a Danny?
—La vez que estuvieron a punto de trincarme tuve mucha suerte. Era la temporada de lluvias aquí. Me puse una gabardina y guardé el dinero en un paraguas cerrado. Ya estaba casi fuera del banco cuando veo en la puerta un Crown Vic negro y blanco, del que salen dos polis de uniforme para impedir a la gente que entre en el banco, anunciando que se está cometiendo un atraco. Nos indican con la mano a los que estamos justo al otro lado de la puerta que salgamos, y salgo tranquilamente con todos los demás. En cuanto los polis entraron en el banco, me esfumé. ¿Te acuerdas de Gene Kelly en Cantando bajo la lluvia? Pues ése era yo, pisando los charcos de Hollywood Boulevard, con un paraguas lleno de pasta.
Esto fue un poco antes: Foley le contó a Danny historias de delitos reales, en el jardín de su casa, tomando vodkas con zumo de lima, mientras ella sonreía y lo miraba con los ojos brillantes, a pesar de que Peter seguía rondando por ahí.
Hora de darse un chapuzón. La mejor hora, según Danny: cuando empezaba a ponerse el sol. Esta vez Foley llevaba sus escuetos calzoncillos, en lugar de uno de los bañadores de pierna larga de Peter, incluso los que Danny le aseguró que no había llegado a estrenar: prefería parecer un anuncio de Calvin Klein. Danny llevaba una toalla sobre el brevísimo bikini que a Foley le recordaba una cubierta de Sports Illustrated, esa en la que salían todas las chicas en bañador. Foley llamaba bañadores a esos trocitos de tela que cabían en un puño. Su favorita era la que aparecía de pie con el pulgar enganchado en la cinturilla de las braguitas. Aún tenían las toallas encima: Danny enrollada, Foley en la mano. Después se la colgó del hombro. Bueno, vamos allá, si es que vamos.
Estaban de pie bajo el porche, en el patio de la casa estilo hacienda californiana, mirando hacia la piscina, cuando Danny dijo:
—Espera, ahora lo vas a ver. —Dio media vuelta, se protegió los ojos con las manos para mirar al sol y dirigió la vista hacia la piscina—. Mira el agua. El sol le da justo en el ángulo perfecto, y aunque tiene algo que da un poco de miedo, te entran muchas ganas de meterte. ¡Ahí está! Fíjate en la piscina. Parece que el sol la mira por última vez, como si quisiera acostarse allí. Todo se pone oscuro alrededor antes de que se hunda en el agua, y me echo a temblar. Mira, ya estoy temblando.
O fingiendo.
—¿Puedes llorar cuando quieras? Actuar, quiero decir.
—No se me da bien llorar cuando estoy pletórica. Las escenas de llanto de felicidad siempre tienen que reescribirlas. Le dije al director que al renacer me he vuelto dura, aunque puedo dar a entender que algunas cosas me conmueven. Es divertido. Anoche estuve nadando con las luces apagadas.
Sólo la luna iluminando la escena, pensó Foley.
—Con una luna sombría, surcada de nubes oscuras. ¿Y qué crees que me dio por pensar?
¿Y si Peter de verdad está aquí?, adivinó Foley.
—¿Y si Peter de verdad está aquí? —dijo Danny—. Dawn cree que su espíritu sigue en la casa, o el espíritu de otro. No me gusta su actitud: esa manera que tiene de juzgar en tono condescendiente. Pero la mayoría de las cosas que me ha dicho las creo. Tú viste cómo se movía la mecedora.
—Yo prefiero no pensar en eso —dijo Foley.
—Pero yo vivo aquí, con lo que sea.
—Olvídalo. Aunque, si quieres, la próxima vez vendré con un brasero. Dawn jura y perjura que eso ahuyentará a todos los espíritus que estén al acecho. También dijo que si te enfrentabas al fantasma, podías librarte de él. Dile que se vaya, que estás a punto de empezar una nueva vida.
—¿Lo estoy? —dijo Danny, quitándose la toalla. Echó a correr hacia la piscina y se zambulló.
Una escena típica de tantas películas: la chica dice su frase y corre a zambullirse en el mar, no en una piscina, y el tío, o se queda esperando o la sigue. Foley la siguió, sin demasiadas ganas: corrió, entró de plancha, con buen estilo, y fue rozando el fondo hasta la zona de menor profundidad. Dio unas cuantas brazadas por debajo del agua y emergió, apoyando la barbilla en el borde de la piscina. Danny, que se dejaba flotar sin esfuerzo en el otro lado, dijo:
—¿Por qué no vienes y hablas conmigo?
Foley no se creía capaz de hablar y avanzar por el agua al mismo tiempo. Fue sincero, y contestó:
—No soy un buen nadador. Supongo que es porque donde he estado últimamente no había piscinas.
—Pero te gusta zambullirte —dijo ella— y saltar, ¿a que sí? —Parecía saberlo, sin necesidad de esperar la respuesta, y añadió—: A Peter y a mí no nos gustaba mucho saltar sin trampolín. Él nadaba unos cuantos largos, para relajarse, salía de la piscina y decía: «Listo. Ahora ya puedo leer el puto guión sin despedazarlo» —dijo Danny, sonriendo.
—¿Lo hizo alguna vez?
—No, se controlaba mucho. Le sacaban de quicio los guionistas que hacían descripciones literarias. Peter los llamaba «Mira-cómo-escribo». Decía: «Por qué no se fijarán en el guión de los Cohen de No es país para viejos. Es sobrio, pero lo dice todo: sin una sola palabra de más». Aceptaba guiones previsibles de los estudios, como el de Born Again, y ponía a trabajar a su guionista hasta que conseguía escenas que parecían sacadas de un documental. Le encantaba el realismo, y Terry Malick. Días de gloria era su película favorita.
»Oye, eso de que el espíritu de Peter está en la casa lo digo en serio —añadió—. O el de quien sea. Aunque no tan serio como para tomar medidas. ¿No estás cansado de hablar de espíritus?
Salieron de la piscina, y Danny dijo:
—No te muevas. Voy a quitarme el bikini y a ponerme un albornoz. ¿Estás bien? Sírvete lo que quieras en el bar del porche. Te traeré ropa interior seca. Nueva, sin desenvolver. Recuerdo que la compré para Peter.
—Supongo que lo dirás en broma —dijo Foley.
Danny hizo una pausa y contestó:
—No te la pongas, si no quieres.
Foley estaba sentado en el porche, fumando un cigarrillo, sin ningunas ganas de exhibirse con la ropa interior del marido de Danny. Pensó que no debería haberle dicho eso de que estaba a punto de empezar una nueva vida. «¿Lo estoy?», preguntó ella, con aire tímido y coqueto, tal como exigía el guión. ¿Lo estoy? Interpretando su papel. Aunque podría no tener segundas intenciones, quizá hubiese sido una simple reacción.
Ella sentía la presencia de Peter, no como un espíritu, sino en sus pensamientos, y aún no estaba preparada para separarse de él, tanto si era consciente como si no.
Foley pensó iniciar algún acercamiento, y si ella lo miraba con ternura todo iría bien: seguirían viéndose y con el tiempo actuarían como si estuvieran enamorados o camino de estarlo. Podía darle una oportunidad, puesto que se sentían a gusto juntos.
O tal vez ella ya estuviera metida en su nueva vida y preparada para hacer lo que quisiera sin remordimientos. Todo era cuestión de si hacerlo o no hacerlo.
Creyó que la ropa interior de Peter podía ser la clave: si se la ponía y no le valía, o si se sentía ridículo.
También era posible que Danny al final no se la llevara.
Foley sabía esperar. Y esperó, pensando en si Dawn le habría preparado al cubanito alguna especialidad de su país, alguno de sus platos favoritos. Aunque no apostaría por ello.
Vio llegar a Danny con un albornoz y un par de calzoncillos blancos en la mano.