Veintiuno

Era la primera vez que Foley entraba en un banco para abrir una cuenta. Fue muy distinto de los tiempos en que retiraba sus fondos con una nota. Le presentaron al director, otra novedad, un joven agradable que al principio pareció sorprendido y después encantado de ver a la señora Karmanos, le estrechó la mano con mucha cordialidad, hizo lo mismo con la de Foley y les hizo pasar a una sala de reuniones acristalada. Las cajas estaban al otro lado del vestíbulo; las cámaras de seguridad detrás, en la pared. En cuatro de las ventanillas se atendía a los clientes, que guardaban su turno sin que ningún cristal los separase del dinero. Otras tres ventanillas estaban cerradas. Esperaron en torno a una mesa a que volviera el director con los papeles y los cinco mil dólares de Foley en billetes de cien, cincuenta en total. Foley pensaba decirle que le gustaban los billetes nuevos.

—Es estupendo ser rico —dijo—. No hay que hacer cola.

A Danny le había sorprendido que el director se acordase de ella. Foley la miró con expresión neutra, y ella insistió:

—Es verdad, sólo he estado aquí un par de veces.

—Haciendo gestiones, para llegar tarde a una cita —señaló él.

—Jack, cuando tu nombre es el primero en el cartel de una película y los productores te envían guiones, puedes permitirte llegar con puntualidad a una comida. No sé por qué, pero has hecho que me entren ganas de volver a trabajar. Creo que es tu energía. Lo noto.

—Mi energía.

—Estoy dispuesta a retomar las cosas donde las dejamos Peter y yo, en Born Again and Again.

—Dawn me contó que están buscando otra actriz para el papel de curandera.

—Jack, ¿por quién crees que lo sabe Dawn? Le dije que no tenía intención de trabajar al menos en un año. Pero después pensé, ¿por qué no?: Has tenido un gran éxito, hay que aprovechar el impulso. Ofrécele un papel a tu amigo Jack Foley. Ya te estoy viendo, acercándote al borde del plató, con la cabeza baja. Y te digo: «Mírame a los ojos, Jack Foley». Tú estás arrodillado a mis pies. Te levanto la cabeza entre las manos y miro hacia los focos, como si Dios me estuviera indicando lo que tengo que hacer mientras te palpo la cabeza, la siento, entro en contacto contigo, y antes de que te hayas dado cuenta, estás curado. Te abrazas a mis rodillas, y hay que tranquilizarte.

—¿Y qué me pasa? ¿La lepra me está comiendo la nariz? —preguntó Foley.

Danny sacudió la cabeza, sin responder, miró hacia las ventanillas de la sala.

—No —dijo entonces, volviendo a mirarlo con los ojos chispeantes—. Tienes un deseo irresistible de robar un banco y yo te quito la idea de la cabeza. He estudiado muchas películas de Oral Roberts, de los años cincuenta. Su manera de poner las manos me resulta muy inspiradora. Era tan apasionado que daba la impresión de que un domingo cualquiera acabaría rompiéndole el cráneo a alguno de sus fieles. Pero —Danny hizo una pausa— se me ha ocurrido una idea. En lugar de curarte y de que tú te abraces a mis rodillas, me dejas participar en tu próximo atraco. Lo digo en serio. Se lo voy a contar al guionista de Peter, un chico joven que gana un millón y medio por cada película, además de un porcentaje sobre los beneficios si da dinero. Fue el que escribió When the Women Come Out to Dance, un guión fantástico, que no llegó a producirse. Según me han dicho, los ejecutivos de los estudios no lo entendieron y decidieron descartarlo. Le contaré mi idea a ese guionista y pensará que estoy de coña. A esas alturas de la película yo estoy empezando a perder la fe en mis poderes, pero hay algo en el ladrón de bancos que me fascina, y decido irme con él. Lo que sucede durante este interludio es el and Again del título. Vuelvo a nacer en la primera película y vuelvo a nacer en la segunda parte.

—¿Y consigues que un ladrón de bancos te devuelva la fe? ¿Tú crees que eso funciona?

—Ya se le ocurrirá algo al guionista.

—Yo no quiero hacer películas —dijo Foley—. Me gusta ser quien soy.

—Y eso harás. Serás el que eres. Es posible que incluso te hagan más ofertas.

—¿Para hacer de ladrón de bancos?

—La primera vez que apareces en pantalla se te ve en un coche aparcado enfrente del banco. Te quedas muy quieto cuando ves pasar un coche de policía muy despacio.

—Me quedo muy quieto.

—Jack, ahora mismo estás en un banco sin intención de atracarlo; estás siendo el que eres. Creo que lo harías bien.

—¿Y tú tienes tanta influencia para decirle al guionista y al nuevo director cómo quieres que se hagan las cosas?

—Tengo bastantes posibilidades. Born Again se hizo con un presupuesto de treinta millones de dólares y recaudó doscientos millones en todo el mundo. Llevo una blusa con cuello estilo Peter Pan y una falda larga, negra, abierta hasta las rodillas, para poder moverme por el escenario. Soy la estrella y en esta película volveré a serlo. Pero hacen falta ideas frescas, giros inesperados de la trama. He estado pensando: ¿Qué pasaría si una mujer de la congregación se me acerca con un bebé en los brazos? El bebé está muerto, Jack, y me pide que le devuelva la vida. En ese momento estoy a punto de tirar la toalla. Si pongo las manos en el bebé y no pasa nada, se me acabó el negocio. Pero si ni siquiera lo intento… La escena no tiene sentido.

—Pero si lo coges en brazos —dijo Foley— y empieza a llorar…

Danny negó con la cabeza.

—Ningún curandero tiene esos poderes. El público no se lo creería.

—Sí, si el bebé todavía está vivo, si todavía respira —insistió él—. El bebé rompe a llorar cuando tú lo levantas hacia el cielo. La congregación enloquece y tú puedes seguir con tu negocio.

Danny se quedó mirándolo, considerando la propuesta.

—¿Y por qué la madre cree que el bebé está muerto?

—Qué sé yo. Pregúntaselo a ese guionista millonario. Dile que quieres terminar la película con esa escena, tu mayor milagro hasta la fecha.

—Pero podría acabar en la cárcel.

—¿Por devolver una vida?

—Por estafa. Por ganar dinero con engaños.

—Muy bien, pues le explicas a la multitud, en cuanto se haya tranquilizado, que el bebé estaba vivo. Que tú no lo has resucitado. Ni siquiera hace falta que le estrujes la cabeza. Admirarán tu honradez, más aún, tu humildad, y tú recobrarás tu fe. —Foley asintió con la cabeza—. Eso del bebé muerto que no está muerto es un buen golpe. Y ahora que ya hemos resuelto el problema, dime dónde está el guardia de seguridad. ¿El viejo que a mí me ha parecido un ayudante del sheriff retirado?

—¿Qué pasa con él? —preguntó Danny, mirando hacia la mampara de cristal.

—Que ya no está.

—Habrá ido al baño.

—¿Cuánto apuestas? —dijo Foley.

Lou Adams bajó del Chevy, aparcado en doble fila delante del Piccolo Paradiso, y cruzó hasta el aparcamiento donde estaban retenidos Foley y la señora Karmanos, no por el tráfico sino por media docena de polis de Beverly Hills que los rodeaban, con las armas a punto. Ron Deneweth echó a andar hacia la calle al ver que Lou Adams se acercaba.

—Dime, Ron, ¿tú crees que esa mujer tiene pinta de atracadora? Es una actriz, ¡joder! —dijo Lou.

—Está con Foley. No sabía que fuese una actriz. No supe que era la señora Karmanos hasta que registramos el coche.

—Te dije que él nunca va armado, y tú te presentas con todo el departamento de policía de Beverly Hills.

—Le he dicho que esperase hasta que tú vinieras.

—¿Se ha puesto chulo? —preguntó Lou.

—Dice que estaba abriendo una cuenta.

—¿Quién es el viejo con el que están hablando Foley y Danialle Tynan?

—El guardia de seguridad del banco —dijo Ron—. ¿Tynan es su nombre artístico?

—Es su apellido de soltera. ¿De quién crees que se están riendo, de ti o de mí?

Foley le dijo algo a la señora Karmanos y la dejó con el guardia de seguridad. Ella tenía una mano apoyada en el hombro del viejo. Los policías que los rodeaban se pusieron nerviosos; no sabían qué hacer cuando Foley se alejó en dirección a la calle.

—Diles a los chicos que no los necesitamos —le dijo Lou a Ron—. Has interpretado mal la situación.

—¿Conque he metido la pata, eh? Ahora ya sabes por qué dejé la policía —dijo Ron, alejándose cuando llegaba Foley.

—¿Piensas incluir esto en tu libro? —preguntó Foley.

Lou Adams parecía casi dispuesto a sonreír.

—Capítulo cincuenta: «De cómo pensaba que lo sabía todo, pero la cagué» —dijo Foley.

—Las cosas no siempre son lo que parecen —contestó Lou—. En la morgue de Cook County hay una foto de John Dillinger, cubierto por una sábana. A la altura de la entrepierna la sábana se levanta unos treinta centímetros, como si tuviera una polla del tamaño de un palo de tienda de campaña. Ese tío es tan legendario que la gente lo creía capaz de empalmarse incluso después de muerto.

—¿Alguien quiso gastar una broma? —preguntó Foley.

—No, eran las manos, entrelazadas debajo de la sábana. Y tú, que eres un delincuente famoso, llamas la atención de la policía cuando te ven entrar en un banco.

—Me ven porque los llevo siempre pegados a mis talones —dijo Foley—, no por otra razón. Si tuviera la urgente necesidad de atracar un banco, no te enterarías hasta que lo vieras en el periódico.

—Apostemos algo. Si leo que se ha producido un atraco que lleva tu marca, un tipo encantador que se larga con cinco mil pavos, te juro que no avisaré ni a la poli ni a los federales, y tampoco iré a por ti. Lo que haré es regalarte esa pistola cromada del 45 que me regalaron mis colegas por liquidar a tres haitianos que habían secuestrado a un niño de cinco años. Pedían trescientos mil y amenazaban con hacerlo pedacitos y mandarlo a casa en una bolsa. Disparé a matar, y es la única vez que no me arrepentí. Te daré la pipa y te diré: «Has ganado, socio». Y no volveré a molestarte. ¿Cómo lo ves?

—¿Me estás retando a que no lo haga o me estás regalando tu cromada? ¿Por qué no se te mete en la cabeza que estoy fuera del negocio?

—Verás, si acepto eso —dijo Lou Adams—, tendría que pensar que lo has dejado por algo peor. Si vives con delincuentes, Jack, acabarás lleno de mierda.