Veinte

Volvieron a la carga contra Dawn al día siguiente. Foley pasó por allí mientras ella preparaba el desayuno, para variar. Cundo protestó porque los huevos estaban crudos y el café aguado, y Dawn le espetó:

—Pues contrata una cocinera, tacaño.

Eso era un insulto a la hombría del cubano, que se tenía por muy hombre. Cundo le dijo a Foley que se sentara a tomar una taza de café aguado. Foley dijo que no, gracias, que sólo había ido a recoger el cheque.

—¿Qué cheque? —preguntó Dawn.

—El de diez mil dólares que te llevaste.

—¿Vas a cobrarlo para los dos?

—Voy a devolverlo.

—¿Y yo no gano nada por los consejos que le he dado?

Foley se volvió a Cundo, que estaba sentado a la mesa de la cocina.

—Nunca me dijo que estuviera fingiendo, y yo he pasado mucho más tiempo con ella que tú, doctor Jack —dijo Dawn.

Entonces pensó que más le valía contenerse un poco, y Cundo le ahorró pasarse de la lengua al ordenarle:

—Dale el cheque.

—Le he dedicado mucho tiempo a este fracaso.

—Dale el jodido cheque.

—¿Ahora haces lo que manda el doctor Jack? —preguntó Dawn.

—No vuelvas a llamarlo así —le advirtió Cundo—. Dale la vuelta al huevo y ve a por el cheque.

—¿Quieres que lo rompa? —le preguntó Dawn a Foley.

—Ya te he dicho que quiero devolvérselo.

—¿Crees que así se quitará las bragas?

—¡Joder! —estalló Cundo. Y apoyó la mano abierta sobre la mesa para levantarse.

Dawn soltó la espátula en el acto y salió de la cocina.

—Quiere quedarse con la pasta —señaló Foley.

—Quédatela tú, así no tendré que darte una asignación —dijo Cundo—. Se ha pasado toda la noche repitiendo que el espíritu del marido está en la casa, tanto si la señora Karmanos fingía como si no. Y tuve que decirle, de buenas maneras: «Cariño, ¿quieres hacer el puto favor de cerrar la boca?». Me he pasado ocho años preso, soñando con ella. Vuelvo, y se comporta como si fuera mi mujer.

—No es asunto mío —dijo Foley—, pero yo no permitiría que pusiera las casas a su nombre.

—¿Te ha dicho algo?

—No, pero estoy seguro de que lo tiene en mente.

—Las casas seguirán a nombre del Monje.

—En ese caso, vigila que no se acerque demasiado a él.

—Anoche no se callaba y tuve que arrearle un bofetón —dijo Cundo—. Me escoció la mano. Después me arrepentí y le dije que procuraría no volver a zurrarla. Aunque quizá no debería habérselo dicho.

Dawn volvió a la cocina y le entregó a Foley el cheque doblado. Al rozarle la mano y sonreírle, Foley la vio transformarse, dejar de ser la mujer que siempre tenía la razón para convertirse en una chica de ojos verdes, perfilados de negro, como aparecía en algunas de las fotos, divirtiéndose, sin segundas intenciones.

—Podría explicarte lo que pensaba hacer con ese dinero —dijo Dawn—. Pensaba comprarle ropa a Cundo, para que estuviera estupendo en su fiesta de bienvenida, un buen desmadre con toda la gente del canal. Será una fiesta de disfraces. Habrá que llevar máscara, porque de todos modos no conocemos a los vecinos. Y ¿por qué crees que será la fiesta del año en Venice? Porque la haremos en la azotea.

—Una fiesta de disfraces —añadió Cundo—, para que ella pueda hacer su numerito egipcio. Y en el tejado, para que alguien se caiga y se mate.

—Pondremos lamparitas de colores en el borde, para que todo el mundo sepa hasta dónde puede llegar. ¿Qué te parece? —le preguntó a Foley.

—¿Un montón de gente borracha y con máscaras tambaleándose a doce metros del suelo? —dijo Foley.

—Podemos hacerla en la calle, donde queramos —dijo Dawn—. Tenemos que celebrar que Cundo ha vuelto a casa.

—Si quieres una fiesta, págala tú.

—Ya lo hablaremos en otro momento —dijo ella—. Recuerda que esta noche preparo la cena para mi chico favorito. Queremos que vengas, Jack, y he invitado también al Pequeño Jimmy. Ah, y vendrá Tico, para ayudarme a servir y a recoger. —Miró a Foley—. ¿Vas a ver a Danny?

—Comeremos juntos.

—¿En su casa?

—En un restaurante de Beverly Hills.

—Así no tenéis que cocinar.

—Ya está bien —dijo Cundo—. Que se quede con el cheque o que lo devuelva y se acueste con ella. Se lo ha ganado, ¿entendido? Que lo rompa o que lo tire a una papelera. Hará lo que le dé la gana, así que deja ya de joder, ¿vale? Por favor.

Foley esperó a que Cundo terminase, dio las gracias y preguntó si podía llevarse el coche.

—Llévatelo —asintió Cundo—. No tengo intención de salir.

—Si vas a recoger a Danny… —dijo Dawn.

—Sí, en su casa.

—Ten en cuenta que el coche tiene marcas de pintura del garaje en el parachoques…

—Esto no hay quien lo aguante —dijo Cundo.

—Porque mi amorcito lo raya de vez en cuando al entrar… un par de veces al día desde que ha vuelto a casa. Me imagino a Danny al ver el coche. Te dirá: «Jack, ¿por qué no vamos en mi Cadillac?». Para darte a entender que no quiere que la vean en un VW de doce años.

—¿Cómo sabes que tiene un Cadillac?

—Vamos, Jack.

Lo que Danny dijo fue:

—Jack, ¿te importa que vayamos en mi CTS?

Le preguntaba si le parecía bien, le mostraba más consideración que Dawn.

—El aparcacoches conoce la matrícula. Me cuidan bien.

—Suena bien —dijo Foley, sin hacer preguntas y sin saber lo que era un CTS.

Dawn estaba en lo cierto: resultó ser un Cadillac. A Foley le gustó el interior, con una pantalla que salía del tablero de mandos.

—¿Ves pelis mientras conduces? —preguntó. Danny dijo que la pantalla de vídeo estaba detrás. Eso era un ordenador. Indicaba cómo llegar a cualquier parte y la música que sonaba en el estéreo. Foley se limitó a decir: ¿Ah, sí? No necesitaba saber nada más. Llevaba unas gafas de sol, su cazadora de quita y pon y una camiseta negra. Se sentía bien. Le agradaba su aspecto. Danialle se había puesto unos vaqueros de talle bajo y una camisa de hombre, blanca, con las puntas atadas en la cintura, enseñando el ombligo y la piel bronceada.

—Se ve que pasas mucho tiempo al sol.

—Sola, en la piscina, con mi pena. Gracias a ti empiezo a ser la misma de antes.

—Yo no he hecho nada.

—¿Estás seguro? —dijo ella, mirándolo. Y añadió—: He pensado que podíamos ir al Sunset Marquis o al Beverly Wilshire, para evitar las multitudes.

—¿No son hoteles?

—Sirven comidas, Jack. O al Spago —dijo Danny, sacando un móvil de un bolso de paja—. Si Wolfgang está allí, nos conseguirá mesa. Quería avisar esta mañana, pero las chicas, mis gemelas filipinas… se cubren la boca con las manos cuando hablan de mí… me están volviendo tarumba. Están empeñadas en que el espíritu de Peter sigue en casa. —Marcó el número y dijo—: Hola, soy Danny Karmanos. Quería hablar con Wolfgang. —Escuchó y dijo—: Es una lástima. Cuando salga de donde se haya metido, dígale que se ha perdido la ocasión de conocer al ladrón de bancos más famoso del país. —Apagó el teléfono—. Lo intentaré en el Ivy.

—Preferiría que la gente no supiera nada de mí, por el momento —dijo Foley, sacándose de la cazadora el cheque doblado, tal como Dawn se lo había dado—. Y me gustaría devolverte esto. No es que no lo agradezca, es que no me lo he ganado.

Ella lo miró un momento, fijó la vista en la calzada, que descendía por Benedict Canyon, y volvió a mirarlo, sin decir palabra mientras cruzaban Sunset Boulevard y se dirigían hacia el sur del Cañón.

Foley empezó a decir:

—Mientras rellenabas el cheque… —Pero Danny lo interrumpió.

—¡Chsss, no digas nada! Estoy pensando.

—¿Dónde vamos a comer?

Danny no contestó, y recorrieron en silencio la zona más bulliciosa de Beverly Hills, flanqueada de tiendas y restaurantes, casi atascada entre Little Santa Monica y Wilshire, donde Danialle anunció:

—Acabamos de pasar por el Spago. —Y giró a la izquierda por Beverly Drive—: Ya sé cuál es el sitio perfecto: la comida es estupenda y el ambiente perfecto para lo que tengo en mente. Seguro que te gusta la cocina italiana.

—A todo el mundo le gusta la cocina italiana.

—Está a la izquierda. Piccolo Paradiso. Tienen mi vino italiano favorito, el Amarone. Y creo que Norberto, el maître, está enamorado de mí.

Entró en un aparcamiento pegado al First Bank de Beverly Hills, justo enfrente del restaurante. Se quedaron un momento en el coche, mientras ella le decía que tenía cuenta en el First Bank.

—Una vez me reuní con un agente en el Piccolo. El tío estaba loco por representarme y quería explicarme sin falta por qué tenía que elegirlo a él. Yo llegué primero. Llegué tarde, pero no lo suficiente. Y vi que me tocaría esperar. Para hacer tiempo, entré aquí y abrí una cuenta corriente. Tengo otra en el Citibank, en frente del Spago. Cuando volví al Piccolo, el agente me estaba esperando, con su botella de agua mineral. Le dije: «Siento muchísimo llegar tarde, Sidney». Y me contestó: «Te esperaría todo el día y toda la noche, Danny». En Hollywood a nadie le gusta esperar, a menos que pueda contar una buena historia.

Cuando cruzaban la calle hacia el restaurante, con tres mesas vacías en la terraza, Danialle dijo:

—¿Sabes a quién vi la última vez que estuve aquí? A Billy Baldwin.

—Estás de coña —dijo Foley, al cabo de un momento.

—Después de comer pasaremos por el banco y abriremos una cuenta para ti. No nos llevará más de un minuto.

Cuando empezaron a tomar el risotto, uno con salchichas y el otro con puré de espinacas y pesto, acompañado de una botella de Amarone…

Dawn había salido a dar su paseo y a correr cuando le apetecía exhibirse. Llegó a casa de Tico y se quitó la camiseta. Tico se le acercó por detrás, con la toalla en la mano, y la rodeó con sus brazos juveniles… La verdad es que el chaval estaba más que bien: cachondo y con ganas de marcha, delgado, un verdadero chollo, pero Dawn le dijo:

—Cielo, sabes cuánto me gustas, pero… no tenemos tiempo. Hoy será nuestra gran noche.

Tico le pasó la toalla por la espalda y alrededor de las costillas, mientras ella levantaba los brazos.

—¿Esta noche, eh? —dijo.

—El momento que buscábamos cuando planeábamos el trabajo. ¿Sacamos las armas cargadas o intentamos ser un poco más sutiles? He estado pensando en una idea que se nos ocurrió una vez, pero he decidido que no. Me parece demasiado simple. He vuelto a repasar uno de los planes que barajamos. Era muy sencillo, pero tenía una pega.

—¿Cómo lo haremos?

Dawn le había susurrado miles de ideas cuando pasaban las mañanas juntos, pero Tico, apretado contra su cuerpo, ni siquiera se enteraba de lo que ella decía.

—¿Qué es lo que queremos, Tico?

—La fortuna de Cundo. Sí, claro, ¿y tú has dado con la manera de conseguirla?

—No toda, pero sí lo suficiente.

—Cuéntamelo.

—Se me ocurrió…

—¿En trance?

—De repente. Estaba empezando a hartarme, a ponerme nerviosa, venga a buscar el modo infalible de…

—Sí, ya me acuerdo… de largarnos con la fortuna del viejo, como tú dijiste.

—Yo nunca lo he llamado viejo —dijo Dawn—. A ti te parece viejo, pero no lo es. No se le escapa una. Tiene hombres que vigilan su dinero, sus cuentas bancarias. Hace las cosas bien y tiene suerte.

—Bueno, ¿qué se te ocurrió?

Dawn se volvió hacia él, envuelta en la toalla, para mirarlo a la cara.

—No puedo creer que sólo te importe eso.

Este comentario hizo sonreír a Tico, que enseñó unos dientes muy blancos.

—Verás, no sé si vas en serio o si hablas por hablar. Porque yo tengo experiencia en estos negocios, pero tú nunca has robado nada —dijo el chaval.

Otro que se ponía machito.

—Esta noche haremos que el Pequeño Jimmy se distancie de Cundo. Ése es el primer paso.

—¿Y…?

—Sin que Cundo se dé cuenta de lo que nos proponemos.

Tico volvió a sonreír, asintió con la cabeza y la miró a los ojos.

—Sí —dijo—. Creo que ya sé lo que vas a hacer.

—No, no lo sabes.

—Creía que iba a costarme un par de botellas de vino convencerte de que es tuyo —dijo Danny, un poco sorprendida, o eso pensó Foley.

O quizá decepcionada, no estaba seguro. Le dijo que quería devolverle el cheque porque no había hecho nada para ayudarla.

—Dawn está convencida de que hay un espíritu en tu casa, pero para mí esto sólo es un juego. —Le tendió el cheque, esperando que Danny insistiera en que era suyo, que se lo había ganado, o algo por el estilo.

Pero ella no insistió.

—Tú sabrás —dijo, como si no le diera ninguna importancia—. Si no lo quieres, rómpelo.

Foley se tomó un momento para pensar.

—Nunca he roto dinero —dijo, intentando sonreír, probando suerte, sin dejar de tenderle el cheque—. ¿Quieres que destruya diez mil dólares?

Ella se acercó para cogerlo y Foley lo introdujo entre sus dedos, que rozaron el papel mientras Danny lo miraba a los ojos y sonreía al ver que él no lo soltaba. Tuvo la impresión de que con esa sonrisa quería darle a entender que estaba jugando, que quería que se quedara con el dinero. Se le ocurrió decir que la recompensaría, pero al momento cambió de opinión: ¡Qué ganas de fastidiarlo todo! Dale las gracias. Ella quería dárselo porque lo encontraba… divertido. Y se limitó a decir:

—Tú ganas —mientras se guardaba el cheque en el bolsillo.

—Me has sacado del papel de pirada que estaba interpretando. No me atrevía a decírselo a Dawn. Pensé que si se lo contaba a quien no debía, correría el rumor y quedaría en muy mal lugar. Sabía que a ti podía contártelo, que tú lo entenderías. No parecías demasiado interesado en lo que estabas haciendo, aunque enseguida nos llevamos bien. ¿Pero, a Dawn? No me da buen feeling.

—Le dije que te lo habías inventado y me contestó: «Que se lo haya inventado no significa que el espíritu no esté en la casa».

—¿Ella cree que sí está?

—Le gustaría.

—Bueno, mis criadas también lo creen. Y al verte pensé que de verdad eras un cazafantasmas. —Se inclinó sobre la mesa para mirarlo a los ojos, de cerca—. Sabes que al fin y al cabo es posible que tenga razón.

—¿Lo dices por la mecedora?

—Y por otras cosas que no parecen del todo normales.

—¿Paranormales?

—Ahora ha hablado el cazafantasmas. ¿Alguna vez has pensado en ser actor?

Foley sentía el acercamiento, notaba la jugada.

—La vedad es que he actuado de vez en cuando, cuando me he visto en la obligación —dijo.

—Ya, en la cárcel, claro —dijo ella, que seguía muy cerca—. ¿En una de esas situaciones en que un preso enorme, apestoso y cubierto de tatuajes quería que fueses su amorcito? ¿Qué hacías? ¿Darle una patada en las pelotas?

—Siempre era un novato. Le decía que soy famoso, conocido entre los guardias y el público en general como el ladrón de bancos más hábil del mundo entero. Y que si intentaba obligarme a satisfacer sus deseos se pasaría noventa días en el calabozo.

—Me has puesto los pelos de punta. Si le contara eso a Wolfgang, tendrías mesa siempre que quisieras.

—Soy conocido en prisión —dijo Foley— y hasta cierto punto también entre los agentes del FBI, pero no entre el público en general. —Casi estuvo a punto de hablarle del libro que Lou Adams estaba escribiendo, más de quinientas páginas llevaba ya.

Pero Danny quiso saber si había robado alguna vez un First Bank, como el de enfrente.

—Es posible, aunque no estoy seguro. Lo que sé es que ese de ahí no lo he robado —dijo, intentando atisbar el banco entre las plantas de la terraza del Piccolo.

—¿Te sentarías aquí para reconocer el terreno?

—Aquí no. Dentro de un coche. Norberto les diría a los polis: «Sí, claro que lo recuerdo. La señora Karmanos dice que es el ladrón de bancos más famoso del país». En todo caso, de ese banco prefiero pasar. El vigilante de seguridad está sentado enfrente.

—Lo vi cuando salimos del coche —dijo ella—. Es un viejo.

—Sí, pero parece buena persona. Yo también me fijé en él. Tiene más de setenta años, pesa ochenta kilos, lleva calcetines blancos y un 38 enorme en el cinturón, y sabe disparar. Se hizo guardia de seguridad cuando se jubiló en la oficina del sheriff.

—Eso lo estás adivinando.

—Y te daré otra razón —dijo Foley—. Desde hace una hora, un coche de policía ha estado pasando cada cuatro minutos. Una vez entró en el aparcamiento para dar la vuelta, en lugar de hacer la U, que es lo que haría si quisieran seguir a alguien que va en dirección contraria.

—Beverly Hills está lleno de coches de patrulla, y de policías patrullando las calles a pie: hombres y mujeres.

—Ya me he fijado en que hay muchos —asintió él—. Pero tienes razón, no llevo aquí tiempo suficiente para reconocer el uniforme de la policía local.

Les llevaron la cuenta. Foley la cogió y Danny le dejó pagar. Pagó con la tarjeta de crédito, que empezaba a agotarse. Mientras firmaba, Danny le dijo:

—Si quieres, podemos pasar por el First Bank. Les diré que tengo cuenta, y no tendrás problemas para ingresar el cheque.

—Creo que mejor ingresaré la mitad y cobraré la otra mitad en metálico. No me gusta salir de un banco sin llevarme al menos cinco mil en la mano. Lo viviría como un fracaso.