Diecinueve

—Cuando estábamos en el trullo —dijo el cubano—, siempre pensaba que en cuanto me soltasen, tío, me iría a South Beach, que estaba a sólo dos horas, y que me quedaría a vivir allí. Pensaba organizarlo todo en unos días, todas las cosas de las que hablábamos cuando estábamos dentro. Las tías de los clubes se preguntarían las unas a las otras quién es ese tío tan guay, con pinta de actor. Sé que algunas de ellas van enseñando las tetas en la playa. Tú sabes que una tía sólo enseña las tetas si está orgullosa de ellas. Como las que salen en el catálogo de Victoria’s Secret. Ésas sí que tienen calidad. No te cansas nunca de mirarlas. Pero también pensaba en venirme aquí, en vez de quedarme en South Beach. ¿Tengo ganas de volver a ser Cat Prince, de andar de gogó por los clubes? ¿O tengo ganas de llegar a casa y estar con Dawn? Pues claro que sí.

—Porque no eres un exhibicionista —dijo Foley.

—Aunque me tentaba la idea. Para vengarme de ella por haberme engañado, porque sé que me ha engañado.

Foley no abrió la boca.

—Lo sé, porque ninguna tía puede aguantar ocho años sin follar cuando le gusta tanto como a ella. A ella le encanta.

—Bueno, puede que algunas sí sean capaces —dijo Foley.

—Sí, pero siempre habrá quien las incite. Me da igual. Estoy en paz con el universo. Me tumbo aquí —dijo Cundo, que estaba tendido en una hamaca, con una copa de champán apoyada en el pecho— a mirar las estrellas. El cielo, adonde estuve a punto de llegar si los de emergencias no me hubiesen encontrado. Yo creo que el cielo debe de estar en alguno de esos planetas que no vemos, detrás de las estrellas. Para que los que están allí no tengan que mirar a la Tierra y pensar: Joder qué suerte he tenido de salir de allí.

—¿Crees que irás al cielo cuando mueras?

—Pues claro que sí. Ya casi estuve una vez.

—Me dijiste que te has cargado a unos cuantos.

—¿Y qué? ¿Nunca has oído hablar del instinto de supervivencia? No pasa nada si te los cargas cuando sabes que quieren verte muerto o liquidarte. ¿Para qué quiero yo ir a los clubes y ver tetas en la playa, si aquí tengo a Dawn? Ella hace todo lo que quiero. Me lía unos porros perfectos; los hace tan bien como el Monje. Ya sabes que los maricones, en general, son los que mejor lían los porros. Eso es indiscutible.

—En general —admitió Foley.

—Lo único que no hace es cocinar.

—¿Estás seguro de que quieres que cocine para ti?

—Antes de que me encerraran y desde que he vuelto a casa, le he preguntado muchas veces, oye, ¿tú no cocinas nunca? Dice que es porque quiere estar conmigo a todas horas, no quiere estar haciendo otra cosa.

—Pues yo me conformaría con eso —dijo Foley.

—Me agota con tanto sexo —dijo Cundo—. ¿Cómo te va con la viuda chiflada y acosada por su difunto marido?

—Ha habido un cambio —explicó Foley—. No se lo he contado a Dawn, pero esta tarde, cuando la señora Karmanos vino a verme, me confesó que está empezando a aburrirse de este asunto. Madam Rosa le dio qué pensar. Decidió creerse que le habían echado mal de ojo y seguirle el juego.

—Espera… ¿quieres decir que se lo ha inventado?

—Todo. Tenía mis sospechas y se lo pregunté.

—¿Y cómo te diste cuenta?

—No sé, fue una intuición. Dijo que al principio le pareció divertido, pero que si íbamos a conocernos, el uno al otro, prefería ser sincera.

—Y tú estás dispuesto, claro.

—Ella se refería a conocernos como amigos.

—Ya —dijo Cundo—. Pero dices que no se lo has contado a Dawn.

—No la he visto desde esta mañana.

Cundo se levantó de la tumbona y apoyó los pies descalzos en las baldosas de la terraza, con la copa de champán en la mano.

—Dawn dice que la señora Karmanos está poseída, puede que un poco pirada, pero que es simpática, es tímida y tiene un montón de pasta que le ha dejado su marido. Dice que está esperando a que la timen.

—Ya no —dijo Foley—. Está dispuesta a seguir con el juego si yo quiero, pero ¿cuánto pagaría por eso?

—¿Por que tú la entretengas?

—¿Como si fuera un acompañante?

—O un toro semental. Vamos —dijo Cundo—, te estoy tomando el pelo. Yo te conozco mejor que la adivina, mejor que la abogada, mejor que nadie que diga que te conozca.

—¿Eso crees?

—Eres mi amigo —dijo Cundo. Se encogió de hombros y bebió un poco de champán—. Eres el único tío al que puedo mirarle a la cara y decirle eso.

—Cuando dábamos vueltas por el patio como dos perros callejeros —asintió Foley—, con esos uniformes azules que tú mandaste que nos arreglaran… éramos los presos mejor vestidos de aquel vertedero. Creo que nunca tuvimos una discusión importante.

—Sólo discutíamos como discuten los amigos. Yo te decía que estabas hasta el cuello de mierda y tú me mandabas a tomar por culo. Así casi tres años.

—Estaba seguro de que tú me propondrías un atraco, que hiciese algún trabajo para ti, para empezar a devolverte los treinta mil que le pagaste a Megan.

—Tío, ya te he dicho —dijo Cundo, con gesto de hastío— que no quiero nada de ti. Pagué ese dinero para que no tuvieras que cumplir treinta años. A mí me trae sin cuidado que Dawn quiera meterte en esos rollos esotéricos. Sé que lo haces para contentarla; nada más. Pero ¿puedes decirle a Dawn que se ha equivocado con la señora Karmanos? A ver cómo se lo dices sin que le dé un ataque y me destroce la casa. A Dawn no le gusta que le señalen que se ha equivocado.

—Lo intentaré —dijo Foley.

Dawn se sumó a ellos, bajo las estrellas, con un vestido negro y largo estilo Morticia y pendientes de perlas.

—Creía que ibais a llevarme a cenar.

—Cuando esté listo —dijo Cundo, que había vuelto a acomodarse en la hamaca—. Hemos estado hablando —le explicó, mientras Foley le servía una copa de champán y ella se sentaba junto a él, alrededor de la mesa.

—Ya he decidido cómo voy a manejar a Danny —anunció Dawn—. Cuando hayamos pasado la fase de los espíritus y del doctor Foley, y seamos todos buenos amigos, el doctor Jack le explicará a Danny cómo librarse de Peter. Seguro que encuentra la manera. Eso se le da bien. Es un Piscis. Kurt Cobain y Albert Einstein eran Piscis. Danny es Tauro. Como George Clooney y Liberace.

—¿Y eso de qué va? —se interesó Foley—. ¿Evel Knievel es Libra porque es un tipo equilibrado?

—El doctor Jack —continuó Dawn— ha estado leyendo un poco sobre su horóscopo y ya cree que lo sabe todo. Lo que voy a decirle a Danny es que, cuando vuelva la vista atrás, los acontecimientos posteriores le indicarán que ha tomado la mejor decisión. Tiene que ver con Venus, que es su planeta dominante, el que rige sus emociones. Presiente el romance en el aire y se alegra de haber escuchado al doctor Jack. Yo la animaré a seguir adelante, le diré que no tiene nada de malo darle una oportunidad al amor.

—«Allá voy —citó Foley—. Ya vuelvo a oír las trompetas…»

Dawn encendió un cigarrillo.

—Sabes que es actriz —señaló Foley.

—Yo la conozco mejor que tú, doctor Jack.

—Pues yo creo que se lo ha inventado todo.

—¿Que Peter la estaba acosando? ¿Que una vez se le subió encima?

—Me lo ha contado.

—¿Te ha contado que se lo ha inventado? ¿Así, sin más? Te ha dicho: «Cielo, ¿no sabías que todo era una farsa?».

Foley se quedó callado hasta que Dawn quisiera terminar.

—¿Te ha dicho que tenía que confesarte algo? ¿Que ha estado mintiendo todo el tiempo? ¿O —continuó ella, dando una calada y soltando el humo por la boca— tú dijiste algo para animarla?

—Disparé al aire —respondió Foley—. Le pregunté si no estaba cansada de fingir que era víctima de un maleficio.

—¿Algo te hizo pensar que se lo estaba inventando?

—Sólo se me ocurrió que era posible.

—Y ella reconoció que te estaba mintiendo —dijo Dawn.

—En el mismo momento dejó de hacerse la deprimida y sonrió de oreja a oreja. Dijo: «Me has pillado». Me pareció que se sentía muy aliviada, contenta de acabar con todo eso.

—Su amante marido muere y a ella le parece divertido fingir que se le aparece —sentenció Dawn.

Foley no pensaba decir nada; no tenía sentido discutir con ella. Pero contestó:

—Decidió que no le apetecía interpretar el papel de viuda desconsolada para el resto de su vida. Tiene sentido del humor y eso le impedía gastar bromas.

—Las criadas me han asegurado que hace cosas muy raras —insistió ella—. Les dijo que había un espíritu en la casa, y se asustaron mucho. Ya sabes que son filipinas.

—Dawn —dijo Foley—, la señora Karmanos se lo ha inventado todo. Me lo ha contado. Ha fingido que estaba en contacto con su marido muerto. Es lo único que sé.

—¿Y también fingió que la mecedora se movía?

Foley tardó un momento en responder.

—Eso es distinto —reconoció.

—¿Ella hizo que dejara de moverse?

—Me preguntó si había sido yo.

—En ese caso, Jack ¿quién crees que estaba moviendo la puta mecedora mientras vosotros dos mirabais?

—No lo sé.

—¿Y de quién sospechas?

—¡Joder! —estalló Cundo, levantándose de la tumbona para ponerle a Dawn los puntos sobre las íes—. ¿Se supone que tú lo sabes todo y no te enteras de eso?

—¿No me entero de qué? —preguntó ella—. ¿De que el doctor Jack no quiere ser un experto en espíritus? ¿De que no le apetece ir por ahí con un brasero en la mano?

—Exactamente —dijo Cundo—. La estafa no es lo suyo. Él es un atracador de primera. Déjalo en paz.

—Lo dejaré en paz —dijo Dawn—, si me explica quién movía la mecedora.

—A él no le importa quién movía la puta mecedora. Esas cosas pasan. La mecedora se mueve y nadie sabe por qué, ni le interesa un carajo. ¿Está claro?

Hubo un silencio.

Dawn se levantó y Cundo dijo:

—¿Adónde vas? ¿A prepararnos la cena? —Miró a Foley, que esbozó una sonrisa cansada.

—Ibas a llevarme a cenar esta noche —dijo ella—. Para eso me he vestido. Pero mañana, de acuerdo, haré la cena. Lo que tú quieras. Que el doctor Jack venga a cenar con nosotros.

—¿Lo que yo quiera? —preguntó Cundo—. ¿Qué tal camarones al ajillo?

—Hoy cenaremos comida cubana y mañana te prepararé una sorpresa, ¿te parece bien? Dadme un momento para peinarme.

Los dejó a solas y los dos se miraron. Cundo parpadeó varias veces.

—¿De qué coño va esto? —preguntó.

—No lo sé —dijo Foley—, salvo que quiera envenenarnos.

Dawn se perfiló los ojos, muy serios, mirándose en el espejo del cuarto de baño. Repasó la línea del párpado, se detuvo y dejó el lápiz en el borde del lavabo, sin dejar de mirarse.

Los chicos empezaban a confabularse contra ella, como si siguieran juntos en el talego, amigos hasta la muerte, fieles al típico rollo de los tíos. Los tíos eran, en su versión común, más grandes que las mujeres, por eso eran los jefes, y el jefe siempre tenía la razón. Desde el principio se temió que les diera por ir de colegas, aunque confiaba en que Foley estuviera por encima de esas chorradas, pero todos llevaban marcado el rollo de tíos desde que llegaban al mundo. Los sacaban del cuerpo de la madre, resbaladizos, y la enfermera los cogía en brazos, anunciaba que era un niño y esperaba que cuando creciese no fuera tan soberbio y arrogante como algunos de esos médicos de mierda. Cundo miraba a Foley para recibir su aprobación cada vez que hacía un comentario. A ti nunca te mira. Y la que estaba en el espejo respondió: «El muy capullo».

A esas alturas, Foley no tenía la más mínima intención de largarse con el dinero de Cundo. Con su fortuna. Se llevaba bien con su amigo. Y la Dawn del espejo dijo: «¿Cuánto tiempo más piensas seguir dedicándole a ese Cat Prince? ¿Has estado esperando ocho años para esto?».

Era hora de tomar sus propias decisiones.

La del espejo parecía muy confiada. «¿Por qué no?», preguntó.

Exacto. En realidad no eran ellos los que tenían el dinero.

El Pequeño Jimmy guardaba las llaves de las cámaras de seguridad: era él quien gestionaba las cuentas de Cundo; él era el propietario de sus casas. Lo que no tenía era pelotas para tirarse el rollo en plan tío. Y la quería. Siempre se moría por llevársela a la cama y enseñarle algún truco. O al sofá, o encima de la tele… A Dawn le recordaba una película porno: la chica estaba a punto de encender un cigarrillo, pero se detenía y le preguntaba al repartidor: «¿Te molesta si fumo mientras comes?».

Dawn volvió a coger el lápiz de ojos, y el rostro vuelto hacia arriba en el espejo dijo: «Espera. ¿Por qué no te pones a tono? Usa el kohl».

El polvo negro. Se lo aplicó sobre la raya que ya había trazado, para darle un toque más exótico; se perfiló el párpado inferior, repitió la operación y volvió a verse con ojos egipcios por primera vez desde que posó para las fotos de Cundo como una faraona rubia con mirada de Hatshepsut.

Fue Marlene Locklear, una espiritista muy renombrada, la que condujo a Dawn en estado de hipnosis hasta una extraordinaria existencia anterior, tres mil quinientos años atrás, en la que había sido Hatshepsut, hija de un faraón y más tarde reina de Egipto: uno de esos personajes a. C. que adoptó atributos viriles, como el khat en la cabeza, la falda shendyt y la falsa barba de rey. Consiguió imponerse al poder masculino y sofocar las revueltas en el Alto y el Bajo Nilo, pero terminó olvidada y sola hasta su muerte en 1458 a. C.