Dieciocho

Esa noche, cuando volvían a casa, Dawn le dijo a Foley:

—La próxima vez que quieras que haga las tareas domésticas, avísame primero. Te recuerdo que yo no limpio casas, ni siquiera con fines espirituales.

—No me veía purificando la casa con un brasero —contestó él.

Dawn le había explicado que tenía que abrir las ventanas y recorrer toda la casa mientras quemaba en el brasero un montoncito de salvia seca. «Para limpiarla de energías estancadas.» Al mismo tiempo, tenía que recitar un sortilegio: «Fuera de aquí, energías negativas y los espíritus que las causan», balanceando el brasero como un monaguillo el incensario. Esa parte no le resultaba fácil a Foley: la de recitar el sortilegio y hablar en voz alta con los espíritus.

—Se hace así desde la Edad Media —dijo Dawn, con sólo un punto de condescendencia, mientras circulaban por Sunset Boulevar en dirección a la 405. Se notaba que estaba enfadada en cómo agarraba el volante: parecía que hiciese falta una palanca para soltarle las manos. No miraba a Foley, ni cuando hablaba ella ni cuando hablaba él. No le dirigió una sola mirada, a pesar de que estaban solos en la oscuridad del coche.

Foley le contó lo que había pasado con la mecedora.

—¿Se movió? —preguntó Dawn.

—¿Quién la hizo moverse? —dijo él.

—¿Tú quién crees?

—Danialle dijo que era Peter, para indicarle que está allí —respondió Foley.

—O quizá fuese la pobre viuda —dijo ella.

—Me preguntó si era yo quien la estaba moviendo.

—¿Se te ha ocurrido que pudiese ser ella, sin ser consciente de lo que hacía? ¿Cómo describirías su estado de ánimo?

—Está convencida de que Peter le está haciendo sufrir. Le dije que hablara con él, que le explicara cómo se sentía, y él dejaría de molestarla. Ella creía que fui yo quien detuvo la mecedora.

—¿Y qué le dijiste?

—Dejé que se lo creyera.

—Muy bien, ése es el camino —dijo Dawn, sin mirarlo.

—Me da lástima esa mujer —dijo él—. Todo esto lo está provocando ella misma.

—Da lo mismo de dónde venga la energía, siempre que tú seas su salvador.

—No sé —dijo Foley.

—¿Por qué? ¿No has notado ningún signo de que tu encanto diera frutos?

—Quiero decir que no me gusta la idea de engañarla.

—Eso quiere decir que confías en que tu encanto está dando resultado. Pero como sólo eres un humilde atracador de bancos, no quieres parecer engreído, tocar la bocina.

¿A qué jugaba Dawn?

Unos días antes le tomaba el pelo, pero lo miraba con amor, y lo hacía con gracia, con naturalidad. Foley y la vidente, que se habían encontrado y habían urdido un plan. Aunque el plan cada vez tenía menos sentido para Foley, sentía curiosidad por saber qué se traía Dawn entre manos.

—Son las once y media —dijo ella—. Cundo Rey, el amante enano, me estará esperando puesto de puntillas.

Foley no dijo nada. Unos días antes le habría hecho gracia.

Al día siguiente, a las diez y media, una Dawn distinta le llamó por teléfono.

—Jack, perdona si te he despertado. A Cundo le gustaría que vinieras a desayunar con él. Ven de todos modos, aunque ya hayas desayunado. Te prepararé un espresso. —Parecía muy contenta, Cundo debía de andar cerca—. ¿Sabes qué? Ha llamado Danialle Karmanos. Quería tu dirección para enviarte una nota de agradecimiento. Por resolverle el problema, según ha dicho. No ha vuelto a saber nada de él… que descanse en paz y deje de joder… desde nuestra visita.

—Yo sólo le dije que le explicara cómo se sentía —dijo él.

—Pues es evidente que se lo ha dicho. Espera un momento. —Se apartó del teléfono y después dijo—: Cundo quiere saber si le dijiste a Peter que se largara. No te imagina hablando con un espíritu. Yo le he dicho que no se preocupe por ti, que eres astuto y muy ingenioso. Oye, le he dicho a Danialle que estás pasando una temporada en la casa de enfrente, que se sienta con libertad para dejarse caer por aquí cuando le apetezca… si le entra el yuyu. Y me dijo: «¿De verdad?». Le he dicho que siempre estás en casa, escribiendo un libro sobre la identificación de signos que revelan la presencia de espíritus. Para que uno pueda saber si lo están observando mientras se da un baño. Jack, tenemos que alargar un poco la historia, para que el exorcismo no parezca tan sencillo. La próxima vez que vayamos a ver, tú detectarás a Peter merodeando por la casa y hablarás con él. —Se quedó un momento callada y dijo—: Te paso a Cundo.

—¿Vienes o qué? —dijo el cubano.

—Desayuné hace dos horas.

—¿Ya no sigues los horarios de la cárcel? Oye, le he dicho a Dawn que no te imagino hablando con un puto fantasma, tío.

—Creo que nunca le he dicho a nadie «Fuera de aquí».

—No, tú más bien dices «Lárgate cagando hostias». Pero, oye, ¿qué te pareció esa ricachona, la señora Karmanos?

—Parece agradable.

—¿Es lo que quieres, una chica agradable? Oye, yo no pienso meter la nariz en tus asuntos, en tu vida privada, lo que tú hagas en ese sentido…

—¿Quieres decir que yo tampoco la meta en los tuyos? —dijo Foley—. A ver qué me sueltas ahora. Si no me gusta, puedo mandarte a tomar por culo.

—¿Qué? —dijo Cundo—. ¿Qué cojones estás diciendo? ¿No me crees capaz de decirte a la cara lo que me dé la gana? ¿Qué te has creído que estaba insinuando?

—Te he interpretado mal —se disculpó Foley—. Lo siento. Voy para allá en dos minutos.

No podía quitarse de la cabeza la idea de que Dawn estaba tramando algo. Por cómo le había dicho a Cundo: «Jack es astuto». Estaba pensando la manera de jugársela; seguía enfadada por lo que había pasado la noche anterior.

Llamó por teléfono. Dawn contestó, y Foley dijo.

—No hagas el espresso, voy a dar un paseo.

—¿Estás nervioso, Jack?

Echó a andar en dirección a Dell Avenue, una calle estrecha que atravesaba sucesivamente los cuatro canales. Se preguntó si se encontraría con Tico husmeando por ahí. Vio dos figuras en el puente que cruzaba el canal, una apoyada en el muro de hormigón bajo, con la corbata colgada por encima del hombro. Foley supo que era Lou Adams antes de que éste se incorporara y levantase la mano. No estaba seguro de quién era el otro: llevaba una camisa de sport y gafas de sol, relajado, con las manos en los bolsillos, pero se figuró que sería un poli. No vio ningún problema y subió las escaleras para adentrarse en la calle. Lou Adams volvió a inclinarse sobre el muro del puente, mirándolo por encima del hombro. Esperando. Si te acercas, se dijo Foley, pensará que estás preocupado.

Lo estaba. Decidió acercarse.

Lou se incorporó y se volvió hacia Foley.

—Jack, éste es Ron Deneweth, acaba de retirarse, después de treinta años de servicio en la policía de Los Angeles. Ron me puso en contacto con Tico, para que lo nombrara mi segundo de a bordo. Colabora conmigo también en otras cosas.

—¿Qué tal? —saludó Deneweth, sin acercarse para estrecharle la mano—. He leído mucho sobre ti. Una historia increíble. Volviste a Angola y te pasaste veintidós meses en ese agujero apestoso. Creo que eras el chófer de tu tío Cully, el que te inició en el negocio.

—Ron ha estado investigando para mí —explicó Lou—. Me está ayudando con mi libro. Estoy tomando notas sobre tu vida, hasta el día de tu primera comunión.

—¿Estás escribiendo un libro? —preguntó Foley.

—Creí que ya te lo había contado. A Tico sí se lo conté. Ya sé cómo fue tu vida anterior, tu vida en prisión y lo que te propones hacer ahora.

—Lou está esperando a que metas la pata por última vez —dijo Deneweth, sonriendo.

—Eso es —asintió Lou—. El ladrón de bancos más notorio del país, preso de por vida.

—¿Estás escribiendo un libro sobre ladrones de bancos?

—Menciono a algunos, pero el libro es sobre ti.

—¿Ya lo has terminado?

—Llevo más de quinientas páginas.

—Le he dicho que tiene que numerarlas —dijo Deneweth—. Ya sabes, no sea que una ráfaga de viento se las lleve y las desperdigue.

—Ya he hablado con una chica para que lo pase a máquina y las numere cuando haya terminado —dijo Lou Adams—. Tengo un montón de anotaciones en los márgenes.

—Dile que lo ponga a doble espacio —le aconsejó Deneweth.

—¿Y dices que ese libro es sobre mí? —preguntó Foley.

—¿No has robado más bancos que nadie? Cuando mi libro esté terminado serás el ladrón de bancos más famoso de la historia. Te comparo con John Dillinger y con Willie Sutton…

—¿Willie Sutton? ¿Estás de coña?

—Hoy es más famoso que tú, pero cuando haya terminado… no tendrás de qué preocuparte. Se lo consulté a mi agente y me dijo que sí, que incluyese también a Willie.

—¿Tienes un agente?

—Jack, sin un agente estás jodido. ¿Cómo crees que consiguen vender sus libros todos esos escritores que no tienen ni puta idea de cómo son los delincuentes? Una vez mi agente subastó un libro entre varios estudios de cine, antes de que nadie lo hubiese leído. El negocio editorial no tiene nada que ver con la escritura, Jack. Se trata de vender libros.

—Pero ¿ese libro habla de mí, de mi carrera?

—Principalmente de tu vida de delincuente, y confío en que tenga un gran final.

—Tú no sabes nada de mi vida.

—¿Cómo que no? Tengo tu expediente.

—En mi expediente no hay nada personal. Mi expediente no dice que yo quería tener un barco de pesca, pero empecé a trabajar como chófer de mi tío. ¿Sabes que Cully cumplió una condena de veintisiete años y murió en el Charity Hospital? Si quieres, puedo contarte lo que se siente cuando por fin te trincan. Es verdad que he llevado una vida delictiva, sí, y pensaba que podría librarme del castigo —dijo Foley, sacudiendo la cabeza—. Lou, ¿tú nunca cometiste ningún error cuando eras joven?

—Has aprendido la lección.

—Enfrentarme a una condena de treinta años me abrió los ojos.

—¿No crees que un poco tarde? Me gustaría incluir en el libro esa declaración. Creo que hacia el final. Tendrá más sentido cuando haya contado cómo volví a mandarte a la prisión federal de una patada en el culo. Supongo que para el resto de tu vida.

—Lou, el día en que tú mueras de fracaso, atracaré un banco por última vez, para honrar tu memoria. Le diré a la cajera: «Guapa, esto va por el memo aunque entregado agente especial Lou Adams».

—Si no es un banco, Jack… —dijo Lou—. Deja que lo piense un momento. Eres el invitado de ese cubano, de ese delincuente habitual que acaba de salir por varios homicidios y es el clásico ex presidiario sin remedio. —Miró a Ron Deneweth y le dijo—: Cuéntale a Jack lo que hiciste anoche.

—Os seguí a ti y a la adivina hasta Beverly Hills —explicó Deneweth—, hasta casa de la señora Karmanos. Su marido murió el invierno pasado y le dejó una fortuna. Vive cerca de Benedict Canyon en una casa que antes era de… Lou, ¿cómo se llamaba aquella actriz?

—Ingrid Bergman —apuntó Lou Adams—. Ron cree que ahora te dedicas a la estafa, que estás tratando de timar a esa pobre mujer de alguna manera. En cuanto tengas la pasta, la dejarás plantada. Le dije que me parecía probable. Aunque también le dije que, si yo te conocía bien, tú ibas a atracar un banco. No puedes evitarlo.

El teléfono sonó en la zona del cuarto de baño donde estaba el inodoro, con la cisterna más rápida que Foley había visto en su vida, al lado del bidet. Justo en ese momento salía de la ducha, secándose, y se acercó a la pared para descolgar.

Ella no dijo, hola, soy Danialle Karmanos. Dijo:

—¿Está usted en casa? Llamé hace un rato y…

Foley contestó que había estado una hora andando a buen ritmo, que había recorrido unos siete kilómetros. Danialle dijo que ella también lo hacía, aunque le gustaba más correr. ¿Un poco de jogging? No, corría de verdad. A veces hasta nueve o diez kilómetros.

—Ya vi que estaba usted en buena forma —señaló Foley— y que cuidaba su alimentación.

—¿Y eso lo sabe sólo con verme? —dijo ella.

Esta vez pareció que estaba coqueteando.

—Me lo contó la señorita Navarro —dijo Foley.

—A mí me dijo que podía pasarme a verlo. Dijo que cuando quisiera, pero no quería interrumpirle si está escribiendo.

Si estaba escribiendo. Lo mismo que Lou Adams. Y por primera vez se preguntó si Lou Adams de verdad estaría escribiendo un libro y tendría un agente literario.

—Últimamente he estado practicando más que escribiendo, como ya sabe. ¿Cómo se encuentra?

—De eso quería hablarle. Puedo pasar un rato, ¿si está usted libre?

—Cuando quiera.

—Estoy en el coche. Tardo unos minutos.

Se sentaron en el sofá, entre los almohadones, con una botella de vino tinto sobre la mesa de cristal. Danialle saboreó el vino y dijo hummmm. Foley se sentía bien: peinado, con el pelo todavía húmedo, deleitándose con el aroma del Caswell-Massey N° 6, aunque sin exagerar. Sabía que cuando se sentía bien resultaba atractivo, pero no tenía ninguna prisa. Decidió dejar que Danialle, viuda desde hacía ocho meses, marcase el ritmo.

—Le pregunté a un artista al que conozco —dijo ella—, a Richard Guindon, si creía que debería esperar un año antes de empezar a salir con alguien. Y Richard me dijo: «¿Es que eres siciliana?». Le dije que no, pero que acabaría convirtiéndome en una viuda chapada a la antigua si no me libraba de Peter, Dios lo proteja. —Levantó su vaso—. Y usted hizo que desapareciera. Fue increíble. Ni siquiera me di cuenta de cómo lo hacía.

—A mí me pareció que estaba atenta —dijo Foley, pero se interrumpió y decidió soltarle el rollo sobre la manera de enfocar los fenómenos paranormales y la comunicación con los espíritus—: Fue usted quien lo consiguió, al apartar al espíritu de su pensamiento.

—¿Yo? —dijo ella, en tono dubitativo, aunque sin mostrarse preocupada ni especialmente inquieta.

Foley aprovechó la ocasión, sin dejar de mirarla.

—Yo creo que está cansada de fingir que sufre el maleficio de un espíritu —dijo.

Ella reaccionó al instante. Sonrió y dijo:

—Me ha pillado. Aunque la idea del maleficio me gustaba. De lo que me cansé enseguida fue de Madam Rosa, de cómo intentaba engañarme para que hiciese donativos a su iglesia. Por diez mil dólares haría que todos los gitanos rezasen por mí y el maleficio se esfumaría. Decidí prescindir de ella y ceñirme al maleficio y al espíritu de Peter. Cuando interpretaba esa parte del papel, me acordaba de su abuela y me sentía como una niña asustada. —Y de buenas a primeras, le preguntó—: ¿Estás loco por mí, Jack?

¿Ves lo fácil que era? Foley sonrió. Danialle le gustaba.

—Dawn me dijo que querías hacer una limpieza espiritual en mi casa —continuó ella—. Le dije que la casa estaba limpia, que Peter había dejado de atosigarme. Dijo que hablaría contigo. —Danialle levantó el vaso de vino—: ¿Te gustaría limpiar mi casa? —preguntó, mirándolo por encima del borde del vaso.

—Cuando quieras —dijo él—, pero no limpio las ventanas. —Y vio que ella parecía sorprendida.

—Tú no te lo tomas tan en serio como Dawn, ¿verdad?

—Ella es auténtica, es vidente.

—Y da un poco de miedo cuando se pone a hablar de la realidad del mundo invisible. Existe en una frecuencia vibratoria superior a la nuestra. Se mantiene a una temperatura constante de veinticinco grados y no hay insectos, pero sí animales, mascotas. En ese mundo todo, tú y yo, está hecho de vibraciones. ¿Lo sabías?

—No estaba seguro —dijo él.

—¿Tú crees en el cielo?

—Como recompensa, por cambiar a tiempo mi forma de vida.

—Tendrás que hablar con Dawn, decirle que la he engañado, aunque le pagaré por su tiempo. A menos que decidas seguir con esto. Por mí no hay inconveniente. Te pagaré por ocuparte de Peter. Estuviste increíble. Tú no estás metido en el mundo de los fenómenos paranormales.

Foley dijo que no, mientras ella giraba la cadera para sacar un talonario del bolsillo del pantalón.

—Espero que Peter no se diera cuenta cuando estuve en tu casa —dijo Foley. Al ver que Danialle se inclinaba sobre la mesa para extender un cheque, añadió—: Lo digo en serio. Nunca cobro por la primera vez cuando trato con espíritus. —Ella no sonrió o puede que no estuviera prestando atención. Firmó el cheque y lo dejó encima de la mesa, boca abajo.

—¿Si no te dedicas al ocultismo, qué haces?

Foley la miró con franqueza.

—Atraco bancos.

Danialle entreabrió los labios.

—No puede ser —dijo.

Se incorporó sobre los almohadones.

—No te creo —insistió.

—Sí me crees —dijo él.

Se quedaron mirándose, separados por una distancia de poco más de un metro.

—He robado más bancos…

—¿Sí?

—Que nadie en este país.

—¿Más que Willie Sutton?

—¿Willie Sutton? ¡Joder!

—Te creo —dijo ella.

Parecía impresionada.

—¿Cuántos has robado?

—Ciento veintisiete. Lo más probable es que no vuelva a hacerlo, pero nunca se sabe.

—Increíble.

—¿Puedo hacerte una pregunta? —dijo Foley—. ¿Cómo hiciste que se moviera la mecedora?

—No fui yo, fuiste tú… ¿o no?

Se tomaron otro vaso de vino australiano, mientras Danialle sugería preguntarle a Dawn por qué se había movido la mecedora, y Foley pensaba si no deberían pasar directamente al Jack Daniel’s para aprovechar el momento de intimidad y acelerar las cosas. Al final decidió que era mejor esperar.

—Dawn cree que la moviste tú, sin saberlo.

—¿Cómo iba a hacer yo eso?

—No tengo ni idea.

—Lo que sí es cierto es que me lo inventé todo. Peter nunca me gritó.

—Parecías convencida de que era él quien movía la mecedora.

—Porque no podía explicarme que se moviera.

—Quizá fuese él.

—¿Te parece posible?

—No hay manera de saberlo —dijo Foley—, y como no la hay, no voy a preocuparme.

—Creo que tienes razón. Peter siempre decía: «No te preocupes por nada cuando no puedas cambiarlo». —Y añadió—: ¿Por qué no me llamas Danny, ahora que estamos conspirando y quizá decidamos continuar con el juego? —Miró el reloj—. Tengo que irme. Me paso el día reuniéndome con nuestros abogados.

Foley la acompañó hasta detrás de la casa, donde esperaba el Mercedes blanco, descapotable.

—Puedes venir a limpiar la casa cuando quieras —dijo ella—. O podemos nadar un rato y sentarnos en la piscina a beber daiquiris helados… ¿Cuál es tu favorito?

Foley no estaba seguro de haber bebido nunca un daiquiri helado, pero contestó:

—El de piña.

—Hummm —dijo Danny—. El mío también.

—¿No te importa relacionarte con un ex ladrón de bancos?

—No lo sé. Eres el primero —respondió ella. Le acarició la cara y dijo—: Hueles muy bien. —Le dio un beso en la boca, sonrió, se subió al Mercedes y salió en dirección a Beverly Hills.

Foley se olvidó del cheque que Danialle había dejado en la mesa. Quería devolvérselo. Mientras ella lo extendía, se preguntó cuánto le estaría pagando por conspirar, por seguir adelante. Por continuar con el juego, había dicho exactamente.

Sí, le daría tiempo a Danialle para que comprendiera que había invitado a un ex presidiario a bañarse en su piscina. Aunque ella no llegó a preguntarle si había estado en prisión. Foley pensó que no volvería a verla. Danny se despertaría y se preguntaría: ¿Qué estoy haciendo? Y él le enviaría el cheque por correo, para que lo rompiese.

Pasó por la cocina y entró en el salón, donde Dawn lo esperaba sentada en el borde del sofá, con el cheque en la mano. Miró a Foley, que estaba al otro lado de la mesa, y luego miró el cheque:

—¿Esto es lo que hemos sacado?

—No pareces muy complacida —dijo Foley.

—¿Por qué lo has aceptado? Ya te expliqué cuál era el plan.

—Empezó a rellenar el cheque… intenté impedírselo.

—Bueno, pues esto no basta.

—¿Cuánto ha puesto?

—¿No lo has mirado?

—Tenía prisa y la acompañé hasta el coche.

—Algo me dice —dijo Dawn— que no tenías intención de hablarme de este cheque.

—¿Lo quieres? —dijo Foley—. Es tuyo.

—Quiero mucho más que esto. ¿Cuál es la próxima jugada? ¿Empieza a responder a tus encantos?

—Me ha dicho que puedo ir a limpiarle la casa.

—Pues eso harás. Pero lo principal es que se vuelva loca por ti, Jack, si queremos conseguir lo que hemos planeado. —Se levantó del sofá con el cheque en la mano, diciendo—: Le enseñaré a Cundo lo que vales como experto en fantasmas.

—¿De cuánto estamos hablando?

—De diez mil. En realidad, no está mal como anticipo.

—¿Tú has ganado eso alguna vez en media hora?

—Yo he ganado eso, Jack, en menos de diez minutos. Por eso soy yo la que dirige la función.

Se marchó con el cheque.

Diez de los grandes. Foley reconoció que no se dedicaba a los fenómenos paranormales, pero Danny ya había empezado a escribir el cheque y él se preguntó a cuánto ascendería. Creyó que a un par de cientos, no más de quinientos. Pero si ya sabía que no era un experto en fantasmas, ¿cuánto pensaba pagarle por la limpieza de la casa? Al revés. ¿Por qué aceptaba él su dinero? ¿O es que lo había tomado por un acompañante de lujo? ¿Le estaba pagando Danialle por su compañía? No quería parecer un acompañante y en eso se había convertido, en un puto acompañante de lujo. Si le devolvía el cheque, el rollo esotérico se terminaba. No tendría ninguna razón para volver a verla.

Y quería volver a verla.

Tampoco le importaba quedarse con el cheque.