¿Qué le dice un Investigador Avanzado en Fenómenos Paranormales a una mujer a la que le han echado mal de ojo y recibe la visita de fantasmas? Una vez hechas las oportunas presentaciones, Foley le preguntó a la señora Karmanos:
—¿Se acuerda de Gene Wilder en El jovencito Frankestein? Está admirando la puerta del castillo y dice: «¡Vaya par de aldabas!». Y Terry Garr le contesta: «Gracias, doctor».
Danialle pareció sonreír, aunque Foley no estaba seguro. Parecía colocada o con resaca.
—Tiene usted las mismas aldabas en la puerta —señaló Foley—, con ese sonido metálico.
Mientras iban camino de casa de la viuda, en el Saab que Cundo había adquirido en leasing para Dawn, la adivina le dijo a Foley que Danny Karmanos no se drogaba ni bebía en exceso, sólo parecía agotada, desesperada. Eso sí, se alteraba mucho cuando se le preguntaba por las manifestaciones de los fantasmas, sobre todo por el espíritu de su marido, y por lo que Peter le pedía que hiciese.
Se encontraron en el vestíbulo. Danialle llevaba un jersey de cachemir negro, holgado, unos vaqueros y unas bailarinas plateadas, con lazos; el pelo rubio, con mechas, sin peinar ni cepillar ese día, o en varios días, capeado al estilo de las niñas ricas, un estilo que una actriz podía llevar como se le antojase. Quizá estuviese deprimida, pero a Foley le pareció que tenía buen aspecto a pesar de todo. Les hizo pasar al salón, donde las luces, muy tenues, mostraban cómodos asientos en tonos ocres y rojos, con algo más de color en los almohadones desperdigados sobre los sillones y el sofá.
Foley la siguió, diciendo:
—¿Se acuerda de Marty Feldman en la misma película? ¿El de los ojos saltones? Los otros dos bajan del tren y Marty les dice: «Síganme». Y Gene y Teri Garry tratan de andar igual que Marty, como si tuvieran la columna torcida y arrastrasen un pie.
Dawn le lanzó una mirada con la que quiso decirle: ¿Qué estás haciendo?
Danialle esta vez lo miró con una sonrisa inequívoca, comenzando a dar signos de volver a la vida.
—Dígame una cosa, señora Karmanos —dijo entonces Foley—. ¿Tiene miedo?
—Claro que tengo miedo.
—¿De qué?
La viuda miró a Dawn, sin contestar.
—Del espíritu de Peter —dijo la adivina—. Está molestando a Danny. A mí me da mucha pena de él —añadió, volviéndose hacia Danialle—. No puedo evitarlo, porque sé lo mal que lo está pasando. Usted era el amor de su vida y no quiere que se enamore de otro. Pero ese comportamiento es intolerable. —Y le dijo a Foley—: Espero que tengas una conversación con él.
—En cuanto consigamos localizarlo —asintió Foley—. ¿Por qué no echas un vistazo, para ver si encuentras algún indicio, Dawn? Yo iré luego y le pediré que se vaya de aquí. Pero antes quiero hablar con la señora Karmanos.
—Ya tengo toda la información que necesitamos, doctor —respondió Dawn.
—Eso está muy bien. Pero cuando me piden mi opinión las cosas se hacen a mi manera. Hablaré con la señora Karmanos mientras tú buscas indicios. Tengo la sensación de que la casa puede necesitar una buena limpieza espiritual. Después iré a por el brasero. Lo he dejado en el coche. O hazlo tú misma, Dawn. Confío en que la señora Karmanos pueda decirme si estamos en presencia de un caso de hipnogogia. Quiero estar completamente seguro de que es así.
Dawn se quedó de piedra, como si no supiera qué contestar, pero dijo que de acuerdo, que adelante.
—Te lo agradezco —dijo Foley, mientras Dawn se marchaba. Y, dirigiéndose a Danialle, añadió—: ¿Dónde nota la presencia de su marido?
—En todas partes.
—¿Siempre que está usted aquí?
—Sí, siempre aparece.
—¿Y siempre está con usted?
—No, no siempre.
—¿Lo ve en sueños?
—Casi todas las noches. Aparece y… es como un sueño, pero tampoco es igual.
—¿Se pone agresivo?
—Me grita, y nunca me gritó cuando estaba vivo. Cuando tengo la sensación de que va a aparecer, trato de no dormirme.
—¿No se va a la cama?
—Al final no tengo más remedio.
—Hay una droga que se llama marrón-marrón —dijo Foley—. Es africana: una mezcla de cocaína y pólvora. Te deja varios días inconsciente.
—¿Podría conseguirla?
—Yo no se la recetaría a nadie —dijo el doctor Foley—. Es sólo que al verla tan alterada me ha venido a la cabeza.
Danialle lo llevó al dormitorio principal, en el segundo piso, donde, según explicó, Peter hacía sus apariciones más amenazantes. Foley se la imaginó escondida en la cama, que era enorme, mientras el espíritu de su marido buscaba a tientas por debajo de las sábanas… a la viuda guapa, joven y desesperada por ser libre y encontrar el amor. ¿Dónde estaba el problema? Esa mujer podía encontrar la solución en cualquier parte, desde un flirteo sin importancia hasta un amor de largo recorrido. Podía tener lo que quisiera si conseguía librarse de Peter. Incluso el verdadero amor. Parecía una mujer de mente abierta, alguien que no estaba cargado de normas o de defectos graves, como Adele, que cuando sabía que se estaba quedando sin argumentos, siempre decía: «No quiero hablar más de eso». Puede que el defecto de Adele tampoco fuese tan grave: sólo dejaban de hablar cinco minutos. La cama estaba sin hacer como es debido: sobre la colcha, que sólo se había estirado hasta las almohadas, había un camisón corto, y en una de las almohadas se veía la huella de una cabeza, donde Danialle dormía o pasaba la noche en vela. Foley se la imaginó con el camisón: se imaginó los muslos desnudos, sin aquellos vaqueros ajustados, no tan robustos como los de Adele, aunque los muslos de Adele no estaban nada mal una vez que uno se acostumbraba. Danialle lo llevó hasta una mesa en la que había un tablero de ajedrez de taracea, con las piezas colocadas.
—¿Juega usted? —preguntó Foley.
—Jugaba con Peter de vez en cuando. Era un maestro. A mí no me gusta demasiado.
—¿Y ésa era la mecedora de Peter?
Se parecía a la mecedora en la que Foley había visto sentado en algunas fotos al presidente Kennedy, con la cabeza recostada.
—La infame mecedora —dijo Danialle—. El estrado de Peter.
—¿Se ha movido un poco? —preguntó Foley, al cabo de un momento.
Se había movido, al principio muy poco, mientras Foley miraba la mecedora vacía, de madera natural. Pero el balanceo fue cogiendo impulso hasta que adoptó un ritmo regular.
—¿Cómo hace usted eso? —preguntó el experto en fenómenos paranormales.
—¿Cree que lo hago yo? —respondió la viuda—. Es Peter. Nos está indicando que está aquí. Eso significa que esta noche se me aparecerá y me reprochará mi conducta irreverente.
Foley no sabía qué pensar de una mecedora que se movía sola o que se movía impulsada por un espíritu. Danialle no parecía darle importancia. ¿No había un tío que doblaba cucharas? Foley nunca se había imaginado que vería una cosa así, y decidió preguntárselo a Dawn. Por el momento, tenía que utilizar a Danialle para seguir adelante con la farsa.
—La razón por la que el espíritu de un difunto sigue apegado a la tierra —explicó Foley— suele ser que se siente solo y necesita indicar que todavía está cerca. O quizá quiera decirle algo.
—¿Sabe cuál es el mensaje de Peter? Pórtate bien. Deja de portarte como una golfa. No he tenido ni una sola cita desde que Peter falleció… y dice que soy una golfa.
—¿La acusa de andar coqueteando por ahí?
—¿Quiere saber lo que me repite siempre? ¿El mensaje que me envía desde el otro mundo? Que le pertenezco. Es categórico.
—¿Y dice usted que se le aparece en un sueño?
—Es más real que un sueño. Tengo la sensación de que todavía estoy despierta.
—¿Puede moverse?
—Apenas.
—Siente que algo la está sujetando.
—Sí, y me entra el pánico.
—Está sufriendo hipnogogia —señaló Foley, recreándose en la pronunciación de la palabra que había tomado de las notas de Dawn—. No sabe si está soñando o está ocurriendo de verdad. Se siente poseída por el espíritu de su difunto marido —añadió, mirándola a los ojos, muy serio— y no puede hacer nada por evitarlo.
—Eso es. Exactamente —asintió ella—. ¿Podrá usted acabar con esto? ¿Pedirle, por favor, que me deje en paz?
—¿Habla usted con él? —preguntó Foley, mirando la mecedora, que seguía balanceándose, aunque un poco más despacio—. Quiero decir, cuando sabe que está aquí.
—Le he dicho que lo siento. Pero cuando salgo de la habitación, viene detrás de mí. No consigo hacerle entender cómo me siento. Él sabe que no estoy coqueteando con nadie. No tengo ninguna prisa, aunque me gustaría rehacer mi vida. ¿Está mal desear eso?
—No, desde luego que no —dijo Foley, adoptando decididamente una sonrisa triste, una sonrisa triste y sabia—, siempre que responda a su verdadera naturaleza y no actúe mecánicamente. Preste atención a sus sentimientos y a lo que le dice su razón; si lo hace, irá por buen camino.
No estaba mal. Eran palabras que acababa de sacarse de la manga, pero sonaban muy parecidas a las cosas que decía Dawn cuando soltaba el rollo esotérico.
—Pero estoy asustada —dijo ella—. Nunca había pensado en la otra vida y ahora parece que vivo allí. La señorita Navarro, Dawn, seguramente le habrá dicho que está preocupada por el estado en que ve a Peter en este momento; se está convirtiendo en un íncubo, en un demonio.
Y el demonio, cuando era femenino… Foley repasó mentalmente sus notas… ¿Se llamaba súcubo?
—Lo que a usted le parecen malas intenciones —explicó el doctor Foley—, para Peter son absolutamente razonables. ¿Por qué? Porque su marido, señora Karmanos, sigue profundamente enamorado de usted. Dígame, ¿se le ha puesto encima alguna vez, cuando estaba dormida?
—¿Quiere decir con intención de tener sexo? No, no, nunca —respondió ella, con un punto de nostalgia—. Cuando no puedo moverme es porque me quedo paralizada por el peso de sus palabras. Peter me sermonea, me dice que deje de pensar en volver a casarme. Y yo le dijo que eso no es verdad. Que no tengo ninguna intención de hacerlo. Pero no me cree. Y entonces siento la fuerza de ese maleficio que me ha lanzado. Llámelo como quiera: es una maldición.
La maldición de la gitana.
—Cuando usted habló de esto con Madam Rosa —dijo Foley—, ella le dijo que Peter le había echado mal de ojo. ¿Por qué la creyó?
—Porque es verdad, porque me está pasando y me está volviendo loca, ¡joder! —exclamó, y se disculpó al momento—: Lo siento, doctor, nunca empleo esa palabra. La verdad es que no suelo decirla. Estoy desesperada, doctor; me siento impotente. No sé qué hacer.
—¿Y él ya le estaba haciendo la vida imposible antes de que usted hablase con Madam Rosa, o después?
—La primera vez que me acosó, como si pudiera leerme el pensamiento, fue el día del funeral, aquí en casa. Cuando todos se marcharon, me quedé sola en el salón, junto al féretro.
—Llorando su pérdida.
—Y también pensando en mi futuro, en la vida que me quedaba por delante, en que probablemente iba a desperdiciarla si me quedaba paralizada.
En ese momento, por primera vez, Foley se preguntó cómo lo vería Danialle Karmanos en su papel de espiritista, con su cazadora de sport, sus vaqueros impolutos, una de las camisas negras no del todo abotonada y unas botas camperas que había comprado en un rastrillo, de segunda mano, con la puntas dobladas hacia arriba, pero aún brillantes. Foley pensaba que su manera de vestir inspiraba confianza: se presentaba como un hombre agradable y natural. Hola, soy el doctor Foley, pero puedes llamarme Doc. Un espiritista conservador, a su manera.
—Cuénteme cómo fue su primera entrevista con Madam Rosa.
—Fue unos meses después. Quiero decir, después de que él muriese.
—Usted le contó que Peter no la dejaba en paz.
—Ella se dio cuenta nada más verme. Me preguntó: «¿Verdad que no puede respirar?».
—Aunque lo eche mucho de menos —dijo Foley—, usted preferiría que él se quedase en el mundo de los espíritus…
—Y que me dejase en paz —asintió ella—. Me niego a hacer el papel de viuda afligida y a llevar luto el resto de mi vida. Tengo varios trajes negros de Óscar de la Renta, pero necesito un respiro.
—Y quiere que Peter comprenda cómo se siente.
—De todos modos, siempre lo llevaré en mi corazón, y créame que pienso en él, mucho. Pero me niego a llevar una vida de sufrimiento, como esas griegas viejas, con un rosario entre las manos, siempre llorando mi pena y sin ningún aliciente en el mundo.
—Pero no se lo ha dicho a Peter.
—Todavía no, aunque tengo intención de hacerlo.
—¿Y a qué espera? ¿A que él le dé permiso?
Danialle no contestó. Miró hacia la mecedora, que dejó de moverse.
Esta vez fue ella quien preguntó:
—¿Cómo lo ha hecho?