Dieciséis

Esa noche, un poco más tarde, Foley se sentó con Cundo en el salón de la casa blanca, por fin solos, sintiéndose observado por Dawn desde las fotos que ocupaban las tres paredes. Cundo le abrazó y dijo:

—Lo hemos conseguido, hemos recuperado nuestras vidas y ahora podemos ser lo que queramos, hacer lo que nos dé la gana. —Levantaron sus vasos de vino tinto australiano que Foley había comprado en Ralphs, y el cubano dijo:

—¿Qué ha estado haciendo ese Mike Nesi, el chico malo?

—Tuve que llevarlo al UCLA Medical de Santa Monica —explicó Foley—. Estuvimos un rato jugando en la cancha y se hizo daño.

Cundo sonrió.

—Amagaste y se torció el tobillo al intentar atacarte. Como si lo viera.

—La verdad es que estará fuera de juego una temporada; un par de meses.

Cundo dejó de sonreír.

—¿Decidiste que no me hacía falta?

—Ya no lo necesitas —dijo Foley—. Te daré el ticket del aparcamiento del hospital, para que puedas recoger la furgoneta. Les dije que eras su jefe, que tú te encargarías de la factura. Le pregunté si tenía algún seguro médico de la Hermandad del poder blanco y cree que no.

Cundo volvió a sonreír.

—Eres un hijo de puta muy listo. Te quedaste mudo una temporada, cuando pensabas que ibas a pasarte treinta años en chirona, pero has vuelto a la vida y sigues tan ingenioso como siempre, sin alterarte ni una pizca. Ya te lo he dicho. La señorita Megan te sacó del mundo de los muertos. Verás, contraté a ese anormal porque no sé qué quieres hacer.

—Venías con ganas de pegar a Dawn —dijo Foley—. Lo del cuadro no ha tenido nada que ver. Has vuelto con intención de montar un numerito, de meterle un puñetazo en el estómago y perdonarla… qué tío tan encantador… pero ¿perdonarla, por qué?

—Oye, será mejor que no hables de eso —dijo Cundo—. La he perdonado y punto. No hay más que hablar, ¿vale? No vuelvas a decirlo. Ni a pensarlo. Pensar demasiado te puede joder.

—¿Cómo está Dawn?

—De buen humor, muy divertida, demostrando su amor por mí. Todo como tiene que ser. ¿Me equivoco? Dime qué piensas.

—Me gustaría saber qué piensas hacer con ese anormal del poder blanco.

—¿Está en condiciones de conducir?

—No sé. Puede que le resulte difícil, con los dos brazos escayolados.

—¿Qué coño le has hecho, tío? —dijo el cubano, aunque no parecía que le importase—. No voy a preocuparme por él. Le despediré y que pague él la cuenta del hospital. Oye, a Dawn se le ha ocurrido que podrías participar en una de sus farsas.

—¿Así las llama?

—Sus timos. Librar a una viuda del fantasma de su difunto; echarlo de la casa y cobrarle un montón de pasta —dijo Cundo.

—Algo me dijo.

—Yo iba a ser el experto en fantasmas, pero Dawn dice que tú darás mejor el tipo. Eres un tío guapo, la mujer se enamora de ti, vuelve a ser feliz y paga lo que se le pida.

—¿Y después qué? ¿No volveré a verla?

—¿A la mujer? No. Lo haces y se acabó.

—Y ella se queda igual que estaba.

—Sí, seguro que le romperás el corazón.

—¿Cuántos años tiene?

—No sé, creo que es de mediana edad. Oye, no me vengas con ésas. ¿Es que te da pena? Esa tía tiene todo el dinero que necesita para ser feliz.

—Pero dices que voy a romperle el corazón.

—Bueno, podría ser. Ya encontrará a otro. Su dinero atrae a los tíos como a moscas.

—¿Has trabajado en esto con Dawn alguna vez?

—¿Dónde he estado hasta hoy, tío? Sólo lo habíamos hablado. Si la mujer fuese cubana o portorriqueña, yo haría de experto en fantasmas, me montaría algún rollo de santería. Dawn dice que ésta es alta. No recuerdo su nombre, una mujer muy rica.

—No me entusiasma la idea —dijo Foley—. ¿La enamoro y la dejo tirada?

—No sabes si va a enamorarse de ti o no. Lo mismo se alegra de no volver a verte.

—¿Después de haber sido tan amable con ella?

—Veo que te tienes en gran estima. ¿Tan seguro estás de que vas a romperle el corazón?

Foley no contestó esta vez. Se encogió de hombros.

—¿No pidió el divorcio tu mujer? —dijo Cundo.

—Sí, pero me sigue queriendo.

—Tío, tú necesitas que una mujer te baje los humos. Te vendría muy bien.

—¿A ti te ha dejado alguna?

—Sí, una vez, cuando tenía quince años. Pero creo que me dejó porque su viejo la obligó a dejar de verme.

—Su padre —dijo Foley.

—No, su marido.

—Ahora sí que me pongo a tus pies.

—Cuando quieras —dijo Cundo—. Siempre escuchas lo que digo y después me dices algo que me hace pensar. Por eso me gustas, porque me haces pensar. Amigo, es un placer volver a estar contigo. Siempre haces que me sienta bien.

Cundo asintió con la cabeza.

Foley también asintió, y pensó: Mierda. Pensó: Tienes que salir de aquí.

Fue a Ralphs en el VW a comprar provisiones para unos días: una botella de Jack Daniel’s y una caja de cerveza. Con una botella tiraba casi tres días. Necesita una o dos más si tenía compañía, si alguna vez veía a Dawn o a Cundo, o si a Tico le daba por pasar a verlo. O a Lou Adams… para charlar un rato, si es que lo andaba buscando. Le diría a Adams que tenía intención de marcharse pronto, no sabía a dónde, no tenía la menor idea. O tal vez le dijera que pensaba volver a Florida.

Y al final decidió llevarse tres botellas de Jack Daniel’s, para sus invitados. ¿Qué tal una pequeña de Old N° 7? Le hacía sentirse como en casa.

El tercer día de su regreso al mundo, Cundo cruzó el puente sobre el canal y se sentó con Foley a tomar una copa, mientras le daba las instrucciones de Dawn para manejar a los espíritus.

—Para que te conviertas en un experto.

—¿Tú crees en ellos? —dijo Foley.

—Cuando mueres, el cuerpo deja de ser, pero tu espíritu sigue vivo para siempre. Se dirige hacia la luz, la que yo vi cuando ese capullo de Joe LaBrava me pegó tres tiros. El caso es que el espíritu se queda allí una temporada, o vuelve para decirte algo o para joderte la vida. Tienes que saber que un espíritu no tiene ningún poder sobre ti, a menos que tú se lo permitas, que le demuestres que le tienes miedo.

—¿Y no te asusta la idea de que haya espíritus en tu casa, aunque no los haya?

—Léete esto y sabrás más que yo.

—¿Pero tú crees en los espíritus?

—Si los buscas, los encuentras.

—¿Cómo?

—Lee lo que dice Dawn, si quieres que parezca que sabes de lo que hablas —insistió Cundo, y cambió de tema—. Oye, el mamón del nazi ha vuelto a casa. Vive en el Westside, no sé dónde exactamente. Me ha dicho que te diga que en cuanto le quiten las escayolas vendrá a darte una lección.

—¿Sólo una?

—Por la fractura del brazo. El otro lo tiene pegado al cuerpo para no mover el hombro. Dice que puede sacar la mano entre los botones de la camisa para agarrar algo cuando venga a verte.

—Cuando venga ya no estaré aquí.

—¿Qué me estás contando? —Cundo se incorporó en el asiento y puso mala cara—: Tienes una casa de cine, con techos altos en todas las habitaciones, como quería Dawn. Y no te cuesta nada. Tío, vamos a divertirnos un poco, ahora que hemos salido del talego. En cuanto ganes un poco de pasta te sentirás mejor.

—No creo que estafar a una vieja sea el trabajo que quiero hacer.

—¿Prefieres limpiar un banco?

—No me da buena espina últimamente —dijo Foley—. Tengo la sensación de que estoy gafado y ya no sirvo para eso. Le he estado dando vueltas. Podría atracar un banco esta misma tarde y llevarme cinco de los grandes, pero ya no me daría el mismo subidón. Quiero hacer algo que me motive.

—Otro tipo de robo.

—No, estoy pensando en algo legal.

—Te daré un arma —dijo Cundo—. La mía la tiene Zorro. Atraca un banco con un arma, ¿qué me dices a eso? Será una sensación distinta. Pero más vale que no te trinquen con un arma, porque entonces te caerán muchos años. Por eso creo que ese timo podría ser mucho mejor. Le quitas a esa mujer el maleficio por cincuenta mil pavos, y te los repartes a medias con Dawn. ¿Crees que le vas a romper el corazón? Demuéstrale que puede volver a ser feliz llevándose a la cama a una joya como tú. Tú ponla cachonda, haz una buena farsa y podrás llevarte veinticinco mil, o más, así de fácil.

Dawn, una Dawn nueva, pasó a ver a Foley al cuarto día de la vuelta de Cundo. Con sudadera beige y zapatillas de tenis. Se quedó en la puerta, sonriendo.

—Me muero por saber si ya has aprendido lo suficiente sobre fantasmas para hacer el papel de experto —dijo, volviéndose a mirar al otro lado del canal—. Ya sé lo que me vas a preguntar. ¿Por qué a los espíritus se les presenta siempre como cosas que dan miedo, cuando en realidad se comportan igual que cuando estaban vivos? Y tienen la misma personalidad. A menos, claro está, que el otro dé muestras de tener miedo. Eso les da una ventaja increíble y entonces es posible que intenten asustarte, aunque sólo sea para divertirse. —Volvió a sonreír.

—¿Ni besos ni abrazos? —dijo Foley.

Dawn no se movió.

—Jack —dijo, y volvió a lanzar otra mirada a través del canal, mientras él la cogía del brazo, la metía en la casa y cerraba la puerta. Foley la abrazó, y empezaron a besarse en la boca como un par de adolescentes, hasta que Dawn le puso las manos en el pecho y él se apartó.

—Estamos solos. Cundo no puede vernos, aunque estuviese vigilando la casa.

Dawn negó con la cabeza.

—Sabes perfectamente lo que pasará si nos arriesgamos —dijo ella—. En cuanto bajemos la guardia nos pillará. —Y cambió de tema—: ¿Has leído mis notas?

—De pe a pa.

—¿Cómo sabes si hay un fantasma en la casa?

—¿Me vas a examinar?

—Quiero ver lo que has aprendido.

—Bueno, en cuanto pongo un pie en la casa —dijo Foley—, si hay un espíritu, notaré su presencia. No hace falta que me hablen de cosas que se mueven solas, de libros que caen de las estanterías o de un aroma familiar en el ambiente, de una fragancia. Sabré si el fantasma está en la habitación. O si hay más de uno.

—No está mal. Veo que has practicado.

—Llevo unos veinte años practicando el arte del ocultismo, desde que obtuve mi primer diploma de Investigador Avanzado en Fenómenos Paranormales —dijo Foley.

—No, llevas veinte años practicando el esoterismo. Ponme una copa, un chupito de bourbon nada más. No quiero desinhibirme.

—No sabía que tuvieras inhibiciones.

—Eres un encanto. No improvises cuando hables con ella. No le digas nada distinto de lo que yo le he contado. Ayer le dije que pensaba consultar con un investigador en fenómenos paranormales especializado en apariciones. Espero que en un par de días te sientas en condiciones de verla.

Foley miró a la nueva Dawn, centrada en sus negocios, al tiempo que trataba de aparentar que era la misma de siempre.

—¿Te hizo daño Cundo?

—Tengo la tripa magullada. Me han salido moratones.

—¿Puedo verla? —preguntó, acariciándole la cara.

—Jack, no quiero empezar, ¿vale?

Sus ojos no traslucían ningún sentimiento, y Foley dejó caer la mano hacia el hombro de Dawn, sintiendo el antebrazo bajo la sudadera de algodón antes de retirarla.

—Estoy todo lo preparado que puedo estar —dijo Foley—. Esa Danialle Tynan… ¿sigue haciendo películas?

—Sólo hizo unas cuantas. Dejó la pantalla cuando se convirtió en Danialle Karmanos, la mujer del productor Peter Karmanos. El año pasado hizo su único éxito, Born Again, la historia de una stripper a la que le cae un rayo, desarrolla poderes curativos y monta un programa de televisión. Pone las manos sobre el enfermo, levanta los ojos al cielo y grita: «Señor, cura a esta pobre niña tartamuda». La niña mira a Danialle y dice: «P-p-p-p por favor, Jesús», y el público enloquece.

—Ésa me la perdí —dijo Foley—. ¿Y qué pasa después?

—Yo tampoco la he visto. Conseguiré un DVD. Llevaba sólo unos años casada con Peter; él tuvo un infarto y murió en el plato, cuando estaban rodando la segunda parte: Born Again and Again. Danny se quedó viuda a los treinta y cinco, y forrada de pasta.

—¿Sólo tiene treinta y cinco? —preguntó Foley—. Pensaba que era mayor.

—Se ha abandonado un poco. Está deprimida, buscando el amor en la flor de la vida sin poder encontrarlo.

—Venga ya… ¿está forrada y no tiene novio?

—Puede tener a todos los tíos que quiera. Una gitana le dijo que Peter Karmanos le había echado mal de ojo desde el otro mundo, y Danny se lo cree. Lo que no puede es encontrar el verdadero amor. Lo que sea eso.

—¿Tú le dijiste que había espíritus en su casa y también se lo creyó?

—Introduje a los espíritus para darle más emoción al asunto. Y luego, cuando tú entraste en escena, pensé que no sólo eras el experto en espíritus, sino que también podrías convertirte en su verdadero amor.

—¿Sólo tiene treinta y cinco?

—Esos tenía cuando murió Peter, hace ocho meses. Desde entonces no ha hecho nada más que compadecerse de sí misma. Se pasa los días encerrada en habitaciones oscuras, esperando oír un ruido o ver que algo se mueve. Una mecedora que empieza a balancearse. Una puerta que se cierra de golpe.

—¿Ve cosas raras?

—O se las imagina. De todos modos, es inteligente, es consciente.

—¿Me estás diciendo que en su casa podría haber fantasmas?

—Eso es lo que vamos a descubrir. Tanto si los descubrimos como si no, tú le harás creer que los ahuyentas.

—Y si estás metida en estos rollos esotéricos, ¿por qué no lo haces tú misma y le mandas la factura?

—Porque lo principal en su caso es el verdadero amor. Y ése eres tú, Jack. Lo único que tienes que hacer es conseguir que se enamore de ti, y nos llevaremos cien mil pavos.

—Cundo habló de cincuenta mil.

—El no conoce a Danialle. Cuento con que sea amor a primera vista, como me pasó a mí.

—Tú estabas caliente.

—Bueno, puede que ella también lo esté. Lo digo en serio: si te ve como yo te vi, mi sueño hecho realidad, pedirle doscientos mil no sería exagerado. Creo que te gustará, si consigues animarla un poco. Te encantará su casa. Vive en Beverly Hills.

—¿Y los doscientos mil nos los repartimos?

—Creo que si conseguimos más de cincuenta mil tendremos que darle una parte a Cundo. —Se quedó un momento pensativa y dijo—: A menos que no se lo digamos. Tendrás que vestirte un poco mejor, parecer serio y muy conservador, si quieres hacerte pasar por un cazafantasmas de verdad. ¿Entendido? Y no te olvides del brasero. Iremos a verla esta noche.

Pocos minutos antes del mediodía, Dawn salió a hacer ejercicio: andaba y corría cuatro días a la semana. Iba andando hasta que veía acercarse a algún corredor, entonces echaba a correr, alargaba la zancada y saludaba con la cabeza cuando se cruzaban. Llevaba puestos los auriculares y gemía al son de los Pretenders: «Back on the Chain Gang».

Ese día tomó el paseo marítimo hasta Breeze, dejó el mar a sus espaldas, continuó tierra adentro hasta Broadway y llegó hasta la casa amarilla de la tía de Tico, en el extremo norte de Oakwood Park: tardó treinta minutos en hacer los cerca de cuatro kilómetros y llegó sudorosa para Tico.

Tico le había contado que la casa de madera de su tía, que no valdría más de cien mil dólares en cualquier punto del país, podía venderse lo menos por tres cuartos de millón en Venice. El caso es que su tía se gasta dieciocho dólares al día en tabaco, a razón de seis pavos el paquete. Un día Tico robó dos cajas de Newport de un camión de reparto y se las dio a Tilly, con la esperanza de que muriese antes de haberse cepillado la última. Entonces él vendería la casa y mandaría Venice a tomar por culo.

La puerta se abrió y Dawn dijo:

—¿Tilly ha salido?

—Estará fuera dos horas. Le he dado cincuenta pavos y la he mandado en autobús a Hollywood Park —dijo Tico—. Dígame, señora, ¿quién quiere usted que sea hoy, un negrata o una cucaracha, como llama Lou Adams a los latinos? Ya estoy acostumbrado a hacer de negrata para mi tía. Estás muy guapa y resbaladiza por el sudor, pero hueles bien.

Dawn se quitó la sudadera.

Tico le pasó una toalla y la vio desnuda de cintura para arriba, mientras ella se secaba.

—¿No te secas el resto? ¿Prefieres dejar las zonas inferiores para que resulten más escabrosas?

—Me gustaría beber un vaso de agua helada —dijo ella.

Cuando Tico volvió de la cocina con el vaso, Dawn se había quitado las mallas y se estaba secando la otra mitad del cuerpo. Se bebió el agua y le pidió:

—Otro más, por favor.

El segundo lo bebió más despacio, sentada, mientras Tico admiraba aquella piel blanca y pura que ardía en deseos de acariciar.

—Nos queda una hora y veinte minutos. El tiempo pasa muy deprisa.

—No me has contado cuántas veces te detuvieron por homicidio.

—Tres o cuatro. Te conté la vez que me condenaron. Las otras dos fueron así: entras en una banda y tienes que cargarte a alguien para demostrar quién eres. Después hubo una guerra y tuve que liquidar a otro.

—¿Negro o hispano?

—Latino. En esa época estaba con los negros. Nos trincaron a todos, pero no pudieron probar nada y tuvieron que soltarnos.

—¿Y a quién liquidaste cuando te trincaron?

—Seguro que ya te lo he contado. Al tío que trabajaba en el Saks de la Quinta Avenida y no quiso venderme el traje que yo quería. Era un traje gris oscuro, de raya diplomática, con el que soñaba cuando cumplí los dieciséis años; tenía que ser mío a toda costa.

—¿Por qué no quería vendértelo?

—Porque soy un negro flaco. ¿Cómo iba a tener dinero para pagarlo? Costaba seiscientos pavos.

—Vaya.

—Me fui a casa y volví a la tienda con una pipa. Fui en coche hasta Beverly Hills, ya sabes que Saks está en Wilshire. Y le dije al tío: «¿Me vas a dar ese traje?». Ni de coña, si no me marchaba, avisaría a seguridad. Entonces le dije: «¿Ves esto?». Le enseñé la Walther PPK del treinta y ocho, una pasada de arma.

—Ah —dijo Dawn, con aire sorprendido—. ¿Es la misma que me dejaste probar a mí?

—¿Cuántas crees que tengo? Le dije al tío que me pusiera el traje en una funda con percha. Mientras se fue a por la funda, monté el silenciador. Me costó seiscientos pavos, con el arma incluida, lo mismo que valía el traje. El tío puso unos ojos como platos al verme montar el silenciador en esa pipa tan guapa. Y me dijo: «¿No quiere que el sastre le haga algún retoque?». Le contesté: «No, gracias, ya tengo a mi tía si necesito algún arreglo». Le pegué un tiro en la cabeza y me largué.

—¿No te vio nadie?

—No había nadie más que el tío y yo.

—Tuviste suerte —dijo Dawn.

—¿No te parece la hostia? Sólo tenía dieciséis años.

Dawn se levantó del sillón y tendió los brazos para pasárselos por el cuello a Tico Sandoval, mientras le decía que era el tío más guay que había conocido en toda su vida.

—¿Más guay que el ladrón de bancos?

—¿Qué ladrón de bancos? —dijo ella.