Quince

Cundo llevó a Dawn al dormitorio, se la tiró y repitieron la faena a última hora de la tarde. La primera vez ella se sintió como cuando tuvo su primera experiencia, en el asiento trasero del Buick del padre de un chico. El chico estuvo un minuto jadeando en su oreja, y eso fue todo. No se acordaba de cómo se llamaba el chaval, que se las daba de experto, pero sí recordaba que le oyó decir: «¿Ya está? ¿Nada más?».

La segunda vez, Cundo se puso encima, sosteniéndose con los brazos estirados, al tiempo que le decía: «No quiero aplastarte tu pobre tripita». Dawn pensó que su pobre tripita no tenía nada que ver con aquella manera de cernirse sobre ella. Lo que quería Cundo era mirarla, para ver lo que estaba sintiendo.

—¿Mi niña, eso son lágrimas?

Lo eran. Dawn era capaz de llenarse los ojos de lágrimas en menos de doce segundos, ofrecer una sonrisa triste, muy a tono con las lágrimas, y dar a su tristeza una apariencia de esperanza. En pocos momentos sincronizaría sus jadeos y sus gemidos a las embestidas del asesino, confiando en no pasarse de rosca y sobreactuar. Le encantó la idea de considerar el primer polvo como un ensayo y darle al tío un respiro antes del segundo. Quería ofrecerle a Cundo el mejor polvo de su vida, para que él se olvidara de lo que acababa de ocurrir.

La verdad es que el gogó no estaba mal. Tenía su punto, aunque era bajito, y a veces se movía bastante bien. Dawn estaba segura de poder ayudarle a liberarse de su papel de macho dominante y hacerle que viviera la situación como si fueran dos niños que se divertían en la cama.

Si Cundo tuviera el aspecto de Foley, si se pareciese en algo a Foley, Dawn ya podía esperar sentada y olvidarse del plan. Se acordó de cuando le dijo a Foley que volvería a hacerle sentirse el mismo de siempre, y él le contestó que nunca había dejado de serlo. Quizá fuese verdad. Foley no parecía fingir. Se ceñía a su papel y siempre se mostraba natural. Nada más verlo, supo que era el hombre que estaba esperando, y allí seguía, esperando el momento de pasar a la acción. Pero no ponía todo su corazón en el empeño de separar a Cundo de sus millones.

El cubanito no era mal parecido. Tenía algo: tranquilo y al mismo tiempo muy seguro de sí mismo. A Dawn le gustaba su arrogancia, su manera de andar. Hubiese preferido que fuera un poco más alto; no se veía con zapato plano el resto de su vida. No entendía que Foley ni siquiera le hubiese gritado a Cundo, que no hubiese manifestado ninguna emoción al ver que trataban a su amante como a una puta. Quiso decir algo, pero Cundo le interrumpió. Le sorprendió mucho lo bien que había interpretado el cubano la escena: sabiendo de antemano lo que iba a decir, convencido de que ella se había acostado con alguien en esos ocho años. Se quedó pasmado al ver el cuadro. Al instante se imaginó a Foley, durmiendo en esa habitación, con la mujer desnuda en la pared.

¿Pero qué hizo Cundo a continuación? Lo convirtió en cosa de tíos, soltó el típico rollo de colegas carcelarios, seguro de que su amigo se la cortaría antes de caer en la tentación, y Foley se quedó allí con cara de palo, preguntándose: «¿Me la cortaría?».

Esos dos eran de armas tomar. Dawn quería que le salieran moratones en la tripa, para poder exhibirse desnuda y que el asesino viera lo que le había hecho. Pero no diría una sola palabra sobre el puñetazo. Ni quejas, ni explicaciones. Sabias palabras de Henry Ford II.

Estaban en la cama, desnudos, incorporados sobre las almohadas: Cundo con un cigarro habano sujeto entre las mandíbulas, ensuciándose bien el aliento, al tiempo que giraba entre las manos una copa de coñac; Dawn acurrucada contra él, bebiendo a sorbitos un bourbon Collins en vaso de tubo, sedienta tras el ejercicio.

—Cariño, si no tienes cuidado vas a poner a Ricky perdido de coñac.

Era Ricky cuando estaba fláccido, Ricardo cuando alcanzaba el tamaño necesario para entrar en acción. A Cundo le encantaba que Dawn hubiese puesto nombre a su polla. Masculló algo, con la boca llena de humo, puede que en inglés, puede que no.

—Si se quema, tendré que curarlo —dijo ella.

Cundo parecía de buen humor, satisfecho de su actuación. Dawn bebió un trago de whisky, dejó el vaso en la mesilla y encendió un cigarrillo.

—Quiero que sepas —dijo— que me había olvidado por completo de que ese cuadro estaba ahí.

Él dio una calada al cigarro, con la vista al frente.

—¿Sí…?

—He estado viviendo en la otra casa. Sólo vine a esta habitación para colgar el cuadro. No sabía que ese Foley o como se llame vendría y… Me olvidé del retrato. Jimmy quería venderlo en la playa, dijo que podría sacarle mucho dinero. Y yo le dije: «¿Se te ha ido la olla? Es para mi hombre». Le recordé que para eso lo había pintado. Le dije que quería darte una sorpresa. Y luego ese Foley lo fastidió todo al hablarte del cuadro. Quería que Jimmy me pintase un bañador encima.

—¿Y qué dijo cuando te vio desnuda?

—¿Foley? Lo primero que preguntó fue: «¿Ésa eres tú?». Le dije que no, pero vi que no me creía. Y dijo: «Me ha parecido que era mi vecina en la cama». Yo quería quitar el cuadro y guardarlo hasta que tú vinieras, pero él dijo que no valía la pena, por tan pocos días. Y añadió: «Sé que a Cundo le va a encantar, aunque no seas tú».

Cundo volvió la cabeza para mirarla, apuntándola con el cigarro.

—¿Eso dijo Jack Foley?

—Sabía que era para ti… ¿para quién si no? Quiero decir que lo sabía incluso antes de que yo se lo dijera. Te juro que no lo dejé aquí para ponerle cachondo. Es tu amigo —dijo Dawn—, él nunca te haría daño.

—Ni me pondría en ridículo —dijo Cundo—. Bueno, ya te he perdonado. Me gusta tu pelo oscuro: es el tono más natural para una Navarro. Así no eres una de tantas rubias. ¿Qué más quieres?

—A ti —dijo Dawn—. Quiero que me ames y que confíes en mí. —Pensó añadir que, si no la creía, si la echaba de allí… no podría hacer nada más que meterse en el mar, adentrarse lo más lejos posible y no volver nunca. Sólo que el hijo de puta del enano podría decir: «Ah, ¿te apetece nadar?». Y entonces tendría que derretirse en sus brazos. Demasiado esfuerzo.

Cundo volvió a girar la copa de coñac, inclinándola sobre el pene desmadejado. Dawn puso una sonrisa ladina y volvió a decirle:

—¿Estás intentando verter un poco encima de Ricky? Espero que no se queme.

—Si se quema, ya me lo curarás tú —dijo él.

Dawn apagó el cigarrillo en el cenicero y se volvió hacia Cundo con la misma sonrisa.

—Claro —asintió, sabiendo de memoria lo que tenía que decir—, pero entonces tendríamos que despedirnos del pequeño Ricky, decirle, hasta luego, amigo.

Cundo empezó a sonreír, saboreando la idea.

—¿Y entonces?

—¿No lo sabes? —dijo ella, abriendo mucho los ojos, fingiéndose sorprendida. En momentos así se sentía idiota de remate, aunque mantenía la cabeza bien alta.

—Quiero que me lo digas tú —dijo él.

—Pues entonces, antes de que nos diéramos cuenta —dijo Dawn, preparándose para entrar en faena— tendríamos que saludar a tu amigo Ricardo el tuerto.

—Me vas a matar —dijo Cundo.

Ojalá fuese así de fácil. ¡Joder! ¡Mira que tener que entretener al enano mientras se moría por saber qué estaría haciendo Foley!

Foley estaba en la casa rosa, al otro lado del canal. Le resultaba extraña la distribución, las habitaciones. Aún no había tenido tiempo de echar un vistazo ni de subir al piso de arriba. Mike Nesi no se apartaba de él. Estaba sentado con la bestia de cabeza rapada en el salón, una habitación agradable, con las paredes tostadas y el sofá y las butacas de colores suaves. Foley ocupaba un sillón amplio y bajo, amarillo pálido, frente a Nesi, que estaba en el sofá, bebiendo cerveza directamente de la botella, separados el uno del otro por la mesa de cristal, mientras el nazi decía que la vida estaba muy bien si uno no se ablandaba y empezaba a hacer caso de la mierda que soltaban los demás, siempre diciendo lo que había que hacer, qué camino tomar. Iba por la cuarta cerveza.

Foley se había tomado un par de chupitos de Jack Daniel’s. Hubo un silencio. No sabía de qué hablar con aquel tarado, pero lo escuchaba y al mismo tiempo se preguntaba qué narices pintaba allí y cuánto tiempo se quedaría y si debía… no si debía… si era buena idea contar con Dawn cuando estuviera listo para actuar. Tenía que descubrir en qué momento de su vida se encontraba. Si aún servía para algo.

Le gustaba la vida que llevaba diez años atrás, antes de que lo detuvieran. Pero al momento pensó: «No, nada de volver atrás. Hay que ir hacia delante». Seguía siendo el mismo de siempre. No tenía nada que ver con la edad; estaba bien. Y Cundo era Cundo. Pero las cosas habían cambiado. Tenía que esperar a Dawn, hablar con ella.

Mike Nesi había apoyado los pies en el borde de la mesa ovalada. Llevaba unas botas de faena, con punteras de metal.

—Mike, ¿te importaría quitar los pies de la mesa? —dijo Foley. Estuvo a punto de pedírselo por favor, pero cambió de opinión a tiempo.

—¿Qué coño te importa, si no es tuya?

—Es del tío que te paga.

A ver si eso le causaba alguna impresión.

—A Cundo no le importa dónde ponga los pies.

—Ya, pero a mí sí —dijo Foley—. Me gustaría que quitaras los pies de la mesa. —Esperó a que Nesi diera un trago a su cerveza y preguntó—: ¿Para qué llevas esas punteras? —Sabía que era un arma de los skins.

—Me siento cómodo con ellas —dijo el nazi.

—¿Te importaría quitarlas de la mesa?

—Y si no las quito, ¿qué? ¿Me vas a pegar? —Echó un vistazo alrededor y dijo—: Ahí tienes un candelabro de bronce. A ver si puedes cogerlo.

—¿Por qué íbamos a llegar a los puños tú y yo? —preguntó Foley.

—Puños, cuchillos o bates de béisbol. Lo que prefieras.

—¿A qué viene eso? —dijo Foley—. No tengo intención de discutir contigo. Sería lo mismo que darme cabezazos contra la pared. Tú y yo tenemos distintas visiones sobre las verdades fundamentales de la vida. No quiero discutir ni pelear contigo. De todos modos, sí quiero que quites los pies de la puta mesa.

—No sé en qué estarás pensando —contestó Mike Nesi—, pero en cuanto te pongas de pie te voy a tirar al suelo y te voy a enseñar para qué sirven mis punteras.

—O podríamos bajar a la playa y echar unas canastas. Incluso apostar un poco.

Fueron a las canchas en la furgoneta de Nesi. El nazi no paraba de decir que ya era casi de noche, hasta que llegaron a la playa y vio la franja de luz en el borde del Pacífico. Foley, con la pelota en el costado, dijo que no, que aún tenían tiempo de sobra.

—¿Qué te parece si nos ponemos en el centro de la cancha y me demuestras si eres capaz de meter un triple, con salto o en bandeja? Y no pensaras que por no tener un árbitro vas a poder hacer faltas a la primera de cambio, ¿verdad? —dijo Foley, sonriendo, puede que en broma, puede que no.

—¿Quieres decir que hay reglas? ¿Cómo que no puedo agarrarte de la camiseta o pisarte las zapatillas si se me presenta la ocasión? Que yo sepa el juego consiste en que tú intentas meter la bola en el aro y yo quiero impedir que marques, ¿no es así? Así se juega a baloncesto. Pero si no hay árbitro, no tenemos por qué preocuparnos de las reglas, ¿no crees? Apostamos cien pavos por barba y jugamos a veintiuno. ¿Qué te parece? El que primero llegue a veintiuno se lleva la pasta —dijo Nesi. Foley le preguntó si había jugado con negros alguna vez. Y el otro dijo que ni siquiera en sus pensamientos—. Los negros juegan para lucirse, lanzan desde donde les da la gana, mientras que nosotros, los blancos, preferimos acercar la bola a la canasta.

Entraron en una de las canchas y calentaron un rato lanzando tiros. Foley casi siempre en suspensión desde fuera del área, Nesi botando la pelota con fuerza antes de saltar para lanzar el tiro. Tiraron una moneda al aire. Foley cogió la bola y metió una canasta de tres puntos, con las manos de Nesi en la cara.

Saque de Nesi, que intentó un mate, con un salto pesado, y falló.

Saque de Foley, que esquivó a Nesi mientras se acercaba a la canasta, pero éste lo agarró por detrás, lo sujetó del bolsillo del pantalón y le hizo fallar el tiro.

Saque de Nesi. Foley vio que se le venía encima y se apartó para dejarle sitio. El nazi le pasó muy cerca y Foley se pegó a él cuando estaba a punto de colar la bola, saltó para desviar el tiro, agarró a Nesi de la muñeca y le dobló la mano hasta hacerle tocar el aro, mientras el nazi aullaba de dolor y los dos caían al suelo, Foley encima de Nesi, que aterrizó con el hombro contra la pista de hormigón, con el brazo debajo del cuerpo. Soltó otro aullido. Estaba en el suelo, mirando a Foley.

—Me has roto el puto brazo.

—No te he roto el puto brazo —dijo Foley—. Te lo has roto tú solo.

—Y me has roto la puta clavícula.

—Creo que tú te has dislocado la puta clavícula —dijo Foley—. Dame el brazo. Te daré un tirón, a ver si puedo colocártelo.

—No me toques —dijo Nesi el nazi, protegiendo el brazo roto y mirando a Foley con cara de perro, para que no se le acercara.

Tomó aire y lo soltó despacio, tratando de tranquilizarse, con el brazo derecho fracturado en varios puntos y apoyado en el estómago, evitando mover el hombro que debía de dolerle de cojones.

—¡Joder! —le dijo a Foley—. ¿Con quién has jugado tú a baloncesto?

—Dijiste que si no había árbitro no había reglas. A eso estábamos jugando.

Se sentía mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Mucho mejor, actuando con naturalidad, volviendo a ser el de siempre. O puede que una nueva versión del que era, empezando a saber dónde estaba.

—¿Qué quieres que haga contigo? —le preguntó a Nesi.