Catorce

Cambiaron las casas a primera hora de la tarde. Foley hizo un hatillo con una manta para llevar su ropa de la casa blanca a la casa rosa y volvió a cruzar el puente otras cinco veces con la ropa de Dawn, todo un muestrario de tendencias que iba desde lo más recatado hasta el estilo de niña tonta. Dejó sobre la cama un cargamento de vestidos elegantes en fundas de plástico. Dawn salió del cuarto de baño con su kimono blanco y rosa abierto.

—¿Ya está?

—Todo.

—Sabes que ésta será nuestra última noche y ya has empezado a ser bueno.

—¿A qué hora llega mañana?

Dawn miró el reloj.

—Más o menos a esta hora, en el vuelo 310 de Northwest Airlines. ¿Quieres que lo hagamos ahora, ya que no tenemos nada que hacer? ¿O prefieres esperar a esta noche? —Sonrió—. ¿Te enfadarás si te digo lo que estás pensando?

—No, dilo.

—Has pensado: «¿Por qué no ahora y también esta noche?».

Sí y no. Foley estaba pensando en el Pequeño Jimmy, tan elegante en su despacho semivacío, con las fotos de Venice en blanco y negro, la mesa ocupada sólo por un ordenador portátil cerrado. Se lo imaginaba solo y pensando. Seguramente estaba pensando. ¿Cómo iba a librarse de Cundo si sólo de imaginarlo se moría de miedo? Necesitaba un poco de estímulo, un poco de ánimo.

En un momento de su visita Foley le dijo: «¿Cómo es posible que manejes tanto dinero, tantos millones, y no tengas siquiera un cuaderno encima de la mesa?».

Y Jimmy contestó: «En el despacho de al lado hay un chico que trabaja con tres pantallas. Va anotando en tiempo real los movimientos de las bolsas de Nueva York y de Tokio, que son las que me interesan. Hace gráficos de barras, tablas, hojas de cálculo… Tiene veinte años. Si quieres saber algo, pregúntale a Gregory».

—¿Quieres o no quieres? —dijo Dawn, y volvió a mirar el reloj—. Son las dos y media. Venga, si vamos a hacerlo —insistió, retirando la ropa de la cama—, no perdamos más tiempo.

—¿Uno rapidito?

—Lo que tu deseo te permita, Jack.

Cundo llegó en una furgoneta Dodge, a las cuatro menos diez, un día antes de lo que Foley lo esperaba. La idea era entrar en casa, después de ocho años, y sorprender a Dawn haciendo la colada o regando las plantas, quizá sentada, con una taza de té, leyendo. O follando con Jack Foley.

El que conducía la furgoneta era Mike Nesi, un tío grandísimo, de metro noventa y dos, que creía en la supremacía blanca pero trabajaba como guardaespaldas para el cubano por quinientos pavos al día. En el aeropuerto, Cundo sacó cinco billetes de cien dólares, le dio tres a Nesi y se guardó los otros dos en el bolsillo.

—El resto te lo daré cuando hayas hecho tu trabajo.

Mike Nesi miró al mequetrefe del cubano y dijo:

—Está bien, con tal de que me lo des. —Se había cortado las mangas de la camiseta negra para lucir sus tatuajes: un crucifijo en un hombro, Cristo sangrando por un bíceps; una esvástica en el otro. En el breve trayecto desde el aeropuerto hasta Venice, el doble tubo de escape de la furgoneta rugía al desacelerar.

—Es mi motor hemisférico de 345 aclarándose la garganta —explicó Nesi.

—Yo tuve un Trans Am que sonaba igual —dijo Cundo—. Negro, con las lunas tintadas. No se veían los putos carteles, pero me encantaba ese coche. Rugía como una mala bestia al ralentí. En cuanto le pisabas un poco, aullaba, y se te pegaba la espalda al respaldo del asiento.

—¿Eso cuándo fue? ¿En los viejos tiempos?

Cundo miró a Nesi: la cabeza rapada, una sombra de barba, el crucifijo azul y rojo desde el hombro hasta el codo.

—Cuando vine de Cuba —dijo— y empecé a amasar mi fortuna, con la que puedo pagar a tíos como tú para que me lleven a donde quiero.

—Creía que me habías contratado para vigilar a un tipo muy mono —dijo Nesi—. Si quieres, le doy una paliza.

—Me basta con que se quede en un sitio y no pueda moverse.

—¿Es el ladrón de bancos?

—Con el que he pasado casi tres años en la cárcel. Foley, es un buen tío. No le gusta meterse en líos ni ensuciarse las manos; no creo que tengas problemas con él.

—He oído hablar de él —dijo Nesi.

—Ha robado doscientos bancos. Es un profesional. Se afeita todos los días, pero no la cabeza. Es limpio y nunca se haría un tatuaje sacrílego en el cuerpo.

Mike Nesi lo miró de reojo.

—Ten cuidado con lo que dices, si no quieres que te deje los ojos como dos pelotas.

—¿Quieres mi respeto —le preguntó Cundo a aquel montón de mierda ignorante— o quieres ganar quinientos pavos al día? No tengo por qué darte las dos cosas.

—Joder, tío, ¿acabas de salir y ya estás con ganas de caña? Será mejor que te tranquilices un poco, hasta que se te pase.

—Tú haz lo que te digo y nos llevaremos bien.

—Y ¿qué coño harás tú, mientras yo vigilo a Foley?

—Ya lo verás —dijo Cundo.

Foley estaba en la cocina, bebiendo una cerveza, descalzo, con los Levi’s, sin camisa.

Dawn estaba en la ducha.

Inclinó la botella, dio un trago de Dos Equis, y allí estaba Cundo, cruzando el patio de baldosas desde el garaje, mirando hacia las ventanas del piso de arriba. Lo seguía un nazi sureño, con unos brazos enormes, que miraba hacia la puerta de la casa. Allí apareció Foley.

—¿Qué haces aquí? Se suponía que no llegabas hasta mañana. —Cundo se acercó para darle un abrazo y Foley vio cómo lo miraba el bigardo de la Hermandad Aria.

—¿Dónde está la chica de mis sueños?

—¿Quién, Dawn? —dijo Foley, bromeando con Cundo como siempre—. Debe de estar arriba. No hemos cambiado de casa hasta hace un rato. Puede que esté colocando sus cosas, ordenando.

Y se acordó del retrato.

Cundo se apartó y entró en la cocina. Foley dijo: «Espera», y Cundo se detuvo para mirarlo.

—¿Te importa esperar aquí mientras voy a ver a mi mujer, a la que no he visto desde hace ocho putos años? Ya hablaremos más tarde. —Cruzó la cocina y continuó por el pasillo hasta las escaleras.

Foley decidió no hacer nada con el cuadro. Reconocería que lo había visto, sí, puesto que ya se lo había contado a Cundo cuando hablaron por teléfono. Optó por olvidarlo y se volvió hacia el nazi.

—Soy Jack Foley.

—Sé quién eres —dijo Mike Nesi—. Un colega mío estaba en Lompoc a la vez que tú. No paraba de decir cuánto le gustaba hablar contigo. Le pregunté de qué hablabais, y me dijo: «De robar bancos, ¿de qué coño si no?». Me contó que eras muy bueno encestando. Yo le dije que seguro que no encestabas ni una si yo estuviera de defensa. Me aficioné al baloncesto cuando estuve en Huntsville, en Texas.

—Ese tío de Lompoc, ¿era Johnny Evans? —preguntó Foley.

—El mismo. Johnny Barrios Altos ¿o era Johnny el Arrabalero? Sí, se dejó crecer el pelo y encontró trabajo como músico. Empezó como saxo tenor, acompañando lecturas poéticas en una librería. ¿Le has visto tocar así alguna vez?

—No lo recuerdo, aunque lo dudo. Quería crear un grupo de rock en Lompoc, pero los de la Hermandad no le dejaron. Sólo le permitían tocar rollo nazi: metal puro.

—Pues sí, salió, se dejó el pelo largo y ahora toca con los Howling Diablos de Detroit. Una vez vi a Kid Rock tocar con el grupo, antes de que se hiciera famoso en el mundo entero con «Devil Without a Cause». Acaba de lanzar otro gran éxito, «Rock N Roll Jesus». ¿Lo conoces?

—Creo que no.

—Los Diablos siguen tocando mezclas grunge en el Motor City. Cuando se ponen a improvisar como locos, te dan ganas de fumarte un canuto o de meterte un éxtasis. O eso que llaman Salvia. Se puede fumar o masticar; te deja como la seda. O te da por reírte sin parar. Es la única pega que tiene.

—¿Qué haces con el cubanito?

—Vigilarte.

—¿Por si me da por hacer qué?

—No sé qué espera que hagas.

—Nos ha sorprendido llegando un día antes.

—Le han soltado hoy mismo, sin avisar. Se le ocurrió aparecer y daros una sorpresa. Y lo ha conseguido. —Miró por encima del hombro de Foley y dijo—: Aquí viene, con su mujer.

Cogidos del brazo.

Dawn llevaba puesto el kimono blanco y rosa, cerrado. Foley dio media vuelta, haciendo amago de acercarse, pero Cundo, que ya estaba cruzando la cocina, estiró la mano libre para impedirle moverse, mientras con la otra mano sujetaba el brazo de Dawn bajo un pliegue de la manga. Se detuvo, con el hombro casi pegado al de ella. Dawn miró a Foley, aunque sus ojos no indicaban nada.

—Has visto el cuadro —dijo Foley.

—Lo he visto, y tú lo has visto cada vez que te metías en la cama. Me dijiste que llevaba puesto un bañador.

—No sabía qué habrías pensado…

—¿Si me decías la verdad? Habría pensado que cada vez que entrabas en la habitación veías a mi mujer desnuda. Le he dicho a Dawn: «Nunca me habías hablado de ese cuadro». Dice que era una sorpresa. Y le he dicho: «Ah, ¿pero lo has dejado ahí para tentar a mi amigo Jack Foley? ¿Querías enseñarle el chichi para que se hiciera una idea?» Y me ha dicho: «Claro que no, lo he colgado hoy mismo para darte una sorpresa». Pero resulta que Jack Foley lo conoce muy bien. Ha estado durmiendo junto a ese cuadro todos los días.

—No voy a negarte que lo he admirado, como pintura.

—¿Te parece bueno? Es muy real. ¿Qué te gusta más, Jack, las tetas o el chichi? No, mejor dime quién la ha retratado desnuda.

—Ha sido el Pequeño Jimmy. No tienes de qué preocuparte —dijo Dawn.

Cundo se alejó medio paso de ella para mirarla.

—Eso es verdad, el Monje no me preocupa. Y tampoco me preocupa que se lo hayas enseñado a mi amigo. Lo que no me gusta es que creas que exhibiéndote así él pueda enamorarse de ti. —Cundo miró entonces a Foley y dijo—: Le he preguntado si ha sido una santa para mí. Y me ha dicho: «Desde luego que sí, para ti, siempre». Pero luego va y cuelga un cuadro en el que sale desnuda al lado de la cama donde duerme mi amigo.

—No ha sido así —dijo Foley—. Yo nunca lo he visto de esa manera.

—No eres tú quien me preocupa, Jack. Tú y yo somos amigos —dijo Cundo—. Sé que te cortarías la polla con un cuchillo de carnicero antes de deshonrarme, de cometer adulterio con mi mujer.

Foley se quedó helado. Sintió la respiración de Mike Nesi a sus espaldas y oyó decir al nazi sureño:

—Si te mueves te destrozo.

—Cundo… —dijo Foley.

—Ahora me dirás que la culpa es mía —dijo el cubano—. Que la he dejado esperando sola demasiado tiempo, y de pronto aparece un tío atractivo… De acuerdo, admito parte de la culpa. Pero ella me ha mentido, Jack. Ahora sé que no puede ser una santa, por mucho que lo prometa. ¿Qué se supone que tengo que hacer, tío? ¿Te acuerdas de ese cuate de Glades al que yo le pagaba por vender porros, liados a máquina, tío, perfectos, a cambio de un paquete de cigarrillos? Sólo que el cabrón cambiaba los porros por una mamada, en vez de por cigarrillos. Y tuve que decirle: «Si tú pides una mamada, ¿qué cojones gano yo?». El tío estaba allí, fumándose mi hierba, la que supuestamente tenía que vender. Y le dije: «Oye, güey, me debes varios paquetes de cigarrillos». Y él dijo, sí, vale, no te preocupes por eso. Ah, ¿que no me preocupe? Gracias.

Soltó el brazo de Dawn. Se volvió hacia la mesa y cogió un cuchillo pequeño del taco de madera donde estaban colocados los cuchillos de cocina, en un extremo. Volvió a sujetarla del brazo, con el cuchillo en la mano derecha.

—¿Por qué iba a preocuparme? Pagué a uno de esos anormales para que se acercasen al pavo en el patio. «Hola, ¿cómo te va?». Para que lo agarrase de los hombros, así —explicó Cundo, poniendo la mano en el hombro de Dawn— y después le clavase un cuchillo en las tripas, así —añadió Cundo, volviéndose con el cuchillo en el puño derecho y hundiendo el puño en el estómago de Dawn, que cayó al suelo de rodillas, abrazándose el vientre, y apoyó la frente en las baldosas del suelo.

Cundo levantó el cuchillo, al tiempo que le decía a Foley:

—El cuate recibió su merecido. Vive, no hay problema, pero no ha vuelto a pasarse de listo. —Lanzó el cuchillo al aire, con un giro de muñeca, y miró a Dawn, mientras el cuchillo hacía un tirabuzón y se clavaba completamente recto en la mesa de la cocina.

—¿Has visto sangre en el cuchillo? ¿Verdad que no? Le he dado un puñetazo, porque un hombre tiene derecho a zurrar a su mujer cuando ella merece un castigo. Así es, y la perdono por lo que ha hecho. Ahora podemos demostrarnos cuánto nos queremos y olvidarnos de esto para siempre. —Y le dijo a Foley—: ¿Nos deseas una vida feliz?

Foley no sabía qué desearle o qué decir. ¡Joder! Se sentía como un muñeco delante de Cundo. Al cubano no parecía importarle lo que dijese o dejase de decir. Ayudó a Dawn a ponerse en pie, le pasó un brazo por el hombro y se la llevó de la cocina, sosteniéndola, sin volverse a mirar.

—¿Sabes cuál es la única diferencia entre los pecadores y los santos? ¿Conoces ése? —dijo Mike Nesi.

—El Hermano Zorro —dijo Foley, sin necesidad de pensar.

—Que a uno se le perdona —dijo Nesi— y al otro no. Aunque a mí no me ha dado la impresión de que ella estuviera intentando que te la follases. Me he dado cuenta de que ya lo has hecho… por eso no te has enfrentado con Cundo. ¿Qué ibas a decirle?: «¿Sí, me he estado tirando a tu mujer, pero no era mi intención?». Nunca he visto ese cuadro que le ha alterado tanto. Aunque ya venía calentito antes de verlo. Como si supiera que te la estabas tirando sin necesidad de ningún cuadro. El cubanito tenía muy claro lo que iba a hacer, y la tomó conmigo para ir entrenándose. Le pregunté: «¿Y tú qué harás mientras yo vigilo a Jack Foley?». Y me soltó: «Ya lo verás». Con ese acento hispano. Seguro que ya tenía bien planeado el numerito: Hacernos creer que la había apuñalado para que dijésemos: «Ay, Dios». Cuando en realidad sólo le había dado un puñetazo.

—Lo ha hecho por mí —dijo Foley—. Para ver cómo reaccionaba.

—Si hubieras reaccionado, yo te habría tirado al suelo y te habría puesto el pie en la garganta. No sé si ya he terminado mi trabajo aquí. Creo que depende de lo que vayas a hacer. Si necesitas ir a alguna parte, puedo llevarte. Si te quedas, creo que él querrá que me quede —dijo Nesi—. ¿Tienes una canasta? Podríamos lanzar unos tiros.

—No puedo dejarla a ella aquí —dijo Foley.

—En ese caso llévatela. Aunque si prefiere quedarse… no sé por qué, pero creo que es posible…, dale un beso de despedida cuando Cundo esté distraído.

El skin era el único nazi al que Foley había conocido que tenía algo parecido al sentido del humor.

—No creo que tu problema sea ella —dijo Nesi—. Ya se ocupará Cundo de que no te la tires, si es eso lo que quieres. A mí ese tío me importa una mierda. ¿No has oído cómo ha hablado del que le dio la paliza al cuate? Lo ha llamado anormal. Y estaba hablando de un tío de la Hermandad. Si quieres, puedo cargarme al cubano. Te costará una buena pasta, pero estoy dispuesto a llegar a un acuerdo contigo.