Foley llamó al Pequeño Jimmy para hablarle del cuadro que había que retocar antes de que llegase Cundo; entró en el dormitorio y vio a Dawn desnuda en la pared.
—Está en la habitación donde he dormido desde que llegué.
Jimmy dijo que había tiempo. ¿No tenían más o menos una semana?
—Llega mañana —anunció Foley—. Lo sueltan antes de lo previsto.
La noticia provocó tal alarma en Jimmy que se ofreció a ir enseguida, al tiempo que quería saber el por qué cojones nadie se lo había dicho.
—No te llevará más de tres minutos —dijo Foley—. Un minuto por trazo. Tendrás tiempo, aunque decidas pintar un bañador de una pieza.
Jimmy contestó que se dejara de gilipolleces y de bañadores y le explicara por qué coño nadie le había avisado de que Cundo estaba a punto de llegar.
—Me gustaría pasar a verte —dijo Foley—. Para que me enseñes tu despacho y lo que haces.
Diez años atrás, Cundo le ordenó a Jimmy que comprara el edificio de tres plantas en Windward, a una manzana de la playa, y lo remodelase. Hasta entonces era un albergue juvenil. Jimmy tiró tabiques, reorganizó el espacio, habilitó sus oficinas en el segundo piso y su apartamento en el tercero: una vivienda grande, de estilo art-déco, con mucho color y formas redondeadas. En el tercero estaban también las habitaciones de Zorro, que vivía allí y siempre estaba cerca, por si Jimmy lo necesitaba. La planta baja la ocupaba el Danny’s Venice, un café con un elegante toldo de rayas rojas y blancas, donde Jimmy almorzaba todos los días.
Foley subió al segundo piso. Jimmy lo esperaba en sus dominios, donde se desarrollaba su vida. Le hizo pasar a su despacho, pintado de gris pálido, nada de colores que distrajeran la atención. Incluso las fotografías que decoraban las paredes eran tomas de la playa de Venice en blanco y negro: el paseo abarrotado de turistas, de artistas callejeros, de percusionistas puestos en círculo, chicos de aspecto mexicano, mientras que la pared situada detrás del escritorio de mármol estaba desnuda, con marcas de clavos.
—¿Tenías ahí a Dawn, mirándote por encima del hombro? —preguntó Foley.
Jimmy estaba sentado en su trono de terciopelo negro, en mangas de camisa; llevaba unos gemelos franceses de piedras negras.
—Dawn ya no está en mi vida. No tengo nada que ver con ella, ahora que él está a punto de volver. ¿Lo entiendes? Me ocupo de que reciba su dinero todos los meses; nada más. Coge ese cuadro y destrúyelo.
—Él ya sabe que existe el cuadro.
—¿Se lo dijiste tú?
—Le dije que iba en traje de baño.
—Joder, tío. Aquí no tengo pintura. Tendré que ir a comprarla y pasar por allí más tarde.
—Ella quiere parecer recatada —dijo Foley—. Si es posible.
Jimmy se levantó de la silla, aunque no daba la impresión de saber a dónde quería ir. Se acercó hasta el extremo de la mesa de mármol, que estaba vacía, y se detuvo.
—Cundo me llamó ayer —dijo—. Estaba durmiendo, y me despertó. Me dijo: «He oído que te han robado el coche». Le pregunté de qué coño me estaba hablando. Le dije que el coche estaba detrás, que Zorro lo tenía vigilado. Y me dijo: «¿Estás seguro? Ve a mirar». Salí a la calle, y mi coche no estaba. El Bentley, tío. Me lo robaron mientras dormía. Zorro dijo que no había oído nada. Volví a hablar con Cundo. Me dijo que podía recuperar el coche, pero que eso me costaría doscientos mil. «De tu cuenta —explicó—. No de la de Ríos y Rey, ni tampoco de las apuestas.» Ni de la cuenta con la que pago los favores que pide, como a los guardias de la prisión.
—Te estaba diciendo que los tiempos de sisar han terminado —señaló Foley.
—Le dije que no tenía doscientos mil pavos. Dijo que entonces me quedaría un año sin sueldo.
—Te facilita las cosas, porque te necesita.
—Dice que si vuelvo a robarle se buscará otro contable. ¡Joder!, como si lo único que hiciese yo fuera llevar la contabilidad de los inmuebles, de las inversiones y de las cuentas numeradas. No tiene ni idea de nada.
—Ya te lo he dicho. Cundo no es tonto. No sabe sumar, pero sabe perfectamente cuál tiene que ser el balance. ¿Cuánto tiempo llevas sisándole?
—No mucho, sólo de vez en cuando.
—Y esta vez se te ha ido la mano y alguien te ha delatado.
Foley se sentó y encendió un cigarrillo. Jimmy sacó un cenicero de un cajón y lo dejó sobre la mesa de mármol.
—¿No viste una «Zeta» bien grande, pintada en la pared, ahí detrás?
—¿De qué me hablas?
—Sólo pensaba si Zorro podría haberte robado el coche.
—No te lo tomes a coña, tío. Podrían darme una paliza.
—Se me ocurren dos maneras de ver tu situación —dijo Foley—. Cundo te aprecia, Jimmy, te ha hecho pasar buenos ratos y momentos de mierda, ¿no es verdad?
—Cuando se enfadaba se volvía loco… Cuando estábamos metidos en el negocio de las drogas… Me dejaba tranquilizarlo a mi manera, y se calmaba. En Combinado del Este, y cuando llegamos a La Yuma, me dejaba tranquilizarlo.
—Pero ahora tiene a Dawn para tranquilizarse, y tú mientras sigues rompiéndote el culo por él y vives acojonado por lo que pueda hacerte. Y ahora se le ha metido en la cabeza que le estás sisando otra vez.
—Le prometí que no volvería a hacerlo.
—O cree que le estás jodiendo de otra manera…
—Ordenará que me den una paliza.
—Te aprecia demasiado para hacer eso. No te matará, Jimmy. Te romperá los dedos con la puerta de un coche. Los de la mano izquierda, para que puedas seguir usando la calculadora.
—¡Joder…!
—O te romperá las piernas con un bate de José Canseco. No lo reconocerá nunca, pero sabe que te necesita. Tú puedes seguir como estás y tratar de soportar su arrogancia, si no te importa ser su esclavo —dijo Foley—. Pero también puedes verlo de otra manera, Jimmy. Saca dinero de todas las cuentas que puedas y después ingresa los cheques en un banco de Costa Rica. Yo te daré el nombre del banco de San José, la capital, y te diré cómo enviar el dinero por cable. También puedes transferirlo a mi cuenta y yo lo retiraré para ti. Me marcho allí. Voy a instalarme en un punto de la costa del Pacífico que ya tengo localizado.
—No necesito que me enseñes cómo se maneja el dinero.
—¿De qué cuenta sacaste la pasta para comprar el Bentley?
—De la misma con la que pago los favores de Cundo. Transferí el dinero a esa cuenta desde otras. —Jimmy se acercó a su trono, detrás de la mesa, pero no se sentó—. El otro día, cuando estábamos tomando una copa, dijiste que si me hartaba de cómo me trata Cundo podía vaciar las cuentas y largarme. ¿Te acuerdas?
—Lo que quise decir —explicó Foley— es que si en algún momento te apetece llevarte lo que has estado ganando y desaparecer, yo no te culparía.
—¿En cuánto dinero estás pensando?
—No voy a decirte cómo he llegado a esa cantidad —dijo Foley, que la había calculado a ojo—, pero creo que podría ascender a unos dos millones y medio.
—¡Anda ya! —dijo Jimmy. Cerró los ojos unos momentos, los abrió y dijo—: Entre las cuatro cuentas podría sacar unos seiscientos mil, puede que seiscientos cincuenta.
—¿Nada más? —preguntó Foley—. ¿Con todas la maneras que tienes de hacer dinero?
—¿Con qué fondos respaldo los cheques?
—¿No tenéis ninguna cuenta de ahorro?
—Ya estoy contando con la única que tenemos —dijo Jimmy—. Oye, yo ya he estado en la cárcel. No quiero hacer nada que sea ilegal y volver allí.
—Nunca te pediría que hicieras eso —dijo Foley—. Pensaba en un medio que sea legal, aunque un poco complicado.
—Y Cundo no me matará si se entera, no. Según tú, me romperá las piernas con un bate de béisbol.
—Como los que usan los bateadores de Louisville —asintió Foley—. Mierda —Apagó el cigarrillo y se levantó.
—¿Vendrás a retocar el cuadro?
—Cuando termine de trabajar.
Foley miró a Jimmy, que había apoyado una mano en el borde del respaldo de la silla.
—Las casas son legalmente tuyas. Cundo me lo ha contado más de una vez, para demostrarme hasta qué punto confía en ti.
—¿Quieres que venda las casas para que desahucien a Cundo? ¿Quieres que lo deje en la calle?
—En todo caso, sería en el canal. No, no vendas las casas —dijo Foley—. Úsalas para conseguir créditos. Podrías sacar unos cuantos millones con los que jugar.
—Estás loco —dijo Jimmy. Se sentó en la silla, puso los mocasines de cocodrilo encima de la mesa, bajó las piernas y se inclinó para decirle a Foley, mientras éste se acercaba a la puerta.
—¿Y dónde guardo el dinero para que no lo sepa? ¿Voy pagando las letras de los préstamos, o qué?
—Tendrás que encontrar la manera —dijo Foley.