Once

Foley bajaba de la azotea con los prismáticos colgados del cuello justo cuando sonó el teléfono. Dawn seguía en la cama y en ese momento abrió los ojos. Foley cogió el teléfono de la mesilla de noche y miró a los ojos de Dawn, que lo observaban atentamente. Dijo hola y dijo que sí, que aceptaba la llamada, esperó unos momentos.

—Cundo, ¿cómo te va? ¿Estás bien? —Escuchó y dijo—: ¿Hoy? No, no la he visto… No he vuelto a verla desde que vino a presentarse —añadió, mirando a Dawn—: No, todavía no hemos cambiado de casa. Ella no ha terminado de recoger sus cosas. Ayer la llamé para ver cómo le iba. Dijo que bien; estaba pintando. —Volvió a escuchar—. ¿Que cómo lo sé? Porque me lo dijo ella. Fue ella quien pintó el retrato que hay en la habitación. —Dawn hizo una mueca con la que daba a entender: «¿Yo?»—. Sí, supongo. No se lo he preguntado. —Escuchó—: ¿Te refieres al cuadro? Lleva puesto un bikini. —Apartó la mirada de Dawn mientras decía—: Habrá ido al supermercado. A lo mejor necesita huevos. Qué se yo. —Esperó la respuesta de Cundo y dijo—: ¿Cómo iba a saberlo? He dicho a lo mejor… Oye, Cundo, lo que he querido decir es que, si no está en casa, quizá haya ido a comprar. ¿No es eso lo que tú pensarías? Vuelve a llamar dentro de un rato. —Miró de nuevo a Dawn, que lo miraba con ternura, pasándose la punta de la lengua por los labios—. No, sólo la he visto esa vez… sí, eso, y hablé con ella por teléfono. —Dejó hablar a Cundo—: Estoy bien. Salgo a pasear y sobre todo, como. —Dawn deslizó la sábana para descubrir el pecho izquierdo y le preguntó moviendo los labios: «¿Quién soy?», mientras Foley le decía al cubano—: Ya sabía que ibas a preguntármelo. No me acuerdo del nombre pero está en Abbot Kinney. Escucha, Cundo, ¿por qué no vuelves a llamar dentro de un rato? Dale tiempo para hacer la compra. —Guardó silencio mientras y dijo—: Espera un momento. —Tapó el auricular, apoyándolo en un costado, para decirle a Dawn—: Vete a casa ahora mismo. Va a llamarte en cuanto cuelgue.

—¿No le has dicho que esperase un rato?

—Llamó aquí primero, no contestó nadie y trató de localizarte en la otra casa, hace casi una hora. —Dawn apartó la sábana y saltó de la cama desnuda. Foley se acercó a la ventana para verla salir. Levantó el teléfono y dijo—: Cundo, dame un minuto, amigo.

Dawn no iba desnuda, pero casi. Salió al jardín como una centella. Se había puesto la cazadora de Foley, la de sesenta y nueve dólares de quita y pon, que le quedaba muy grande. A Foley le gustaron sus piernas desnudas a la luz del sol, mientras corría por el paseo flanqueado de arbustos, de plantas y palmeras, y alcanzaba el puente que se arqueaba sobre el canal. Se detuvo a hablar con alguien a quien Foley no distinguía bien, porque estaba detrás del follaje. Era un hombre. Miró por los prismáticos que llevaba colgados del cuello y vio que Dawn empezaba a cruzar el puente y se volvía a mirar. El hombre se acercó al puente y se detuvo a observarla.

Era Tico, con su pañuelo de pirata violeta.

Foley soltó los prismáticos y levantó el teléfono.

—Cundo, hay alguien en la puerta. No lo veo bien, pero no sé quién es. Ha llamado al timbre… No lo sé. Es lo que quiero averiguar. —Vio a Dawn al otro lado del canal y cogió los prismáticos para verla correr hacia la casa rosa, con la cazadora de sesenta y nueve dólares abierta, aleteando, descalza. Y pensó: «Corre como una niña». Le dijo a Cundo—: Dale diez pavos al guardia y vuelve a llamar dentro de un rato, si quieres que te lo cuente. Estaré aquí… Lo sé, añádelo a la cuenta. Tienes suerte de ser rico. Oye, Cundo, voy a colgar. Me estoy meando. Nos veremos cuando vengas. Te prepararemos una fiesta de bienvenida. Le diré a Dawn que prepare una tarta… Estoy de coña, Cundo. Beberemos margaritas a tu salud, ¿vale? Hablamos más tarde. —Colgó el teléfono y dijo—: ¡Joder!

Vio que Tico salía del puente y se acercaba en esa dirección.

Era extraño que al ver a Dawn corriendo le hubiese parecido una niña.

Foley bajó enseguida al jardín por la escalera exterior y salió a la calle.

Y de repente vio a Karen Sisco, en el bar del hotel de Detroit. La vio sola en una mesa. La vio en el ascensor, atenta al parpadeo que indicaba el número de planta, diciendo: «Date prisa. Me estoy mojando las bragas». La vio correr por el pasillo hasta la habitación, mientras él trataba de alcanzarla y le decía: «Corres como un tío». Y la vio introducir la tarjeta en el lector de la puerta y volver la cabeza para decirle: «Ahora verás lo que hago como una mujer».

Era la primera vez que pensaba en Karen desde que Dawn puso un pie en la casa.

Tenía unos diez segundos antes de que llegase Tico. Esperó junto a la cancela, de espaldas al canal, cronometró y giró sobre sus talones justo cuando Tico pasaba por delante. Embistió con el hombro al campechano portador del pañuelo violeta y lo lanzó hasta la orilla entre los arbustos. El chaval estiró los brazos, tratando de sujetarse a Foley, y cayó al agua, de espaldas. Se revolvió para ponerse en pie, logró incorporarse, y se quedó quieto, con el agua hasta la cintura.

Foley se abrió camino entre el seto para ver cómo Tico se quitaba el pañuelo, lo escurría y se secaba la cara con él, mirando fijamente al que acababa de empujarlo.

—Quería preguntarte cosas de Costa Rica —dijo Foley—. Me interesa saber cómo está el mercado de trabajo. Más que interés tengo curiosidad. Nadie quiere trabajar si no lo necesita. Quiero saber cuánto cuesta un terreno para construir, y también tengo algunas preguntas de geografía. ¿Crees que las erupciones volcánicas son peligrosas? Tengo entendido que hay un volcán activo que es una atracción turística. Y me gustaría saber, por boca de un nativo, cuáles son las mejores playas. Supongo que las del Pacífico. Al parecer esa zona está más animada.

—¿Y crees que yo soy de allí? —dijo Tico, que seguía dentro del agua.

—¿No eres un Tico? He oído que uno puede tener problemas si compra un terreno. Cuando va a construir se encuentra con que lo ha ocupado una familia y está cultivando maíz.

—Allí los llaman precarista —dijo Tico—. Si te encuentras a uno en tu tierra, tienes que buscar un abogado. Pero eso sólo pasa en el campo. Los que ocupan las tierras son siempre campesinos. Hay gringos a montones viviendo en Costa Rica, tío. Puedes vivir en la playa o en la montaña. ¿Quieres irte allí?

—Lo estoy pensando. Instalarme en ese país cuando me retire.

—¿Cuando dejes de atracar bancos?

Quería dejar claro que era un chico listo.

—¿Cuánto tiempo has pasado en chirona? —preguntó Foley.

—En total tres años.

—¿Te encerraron por ser un chico difícil?

—Por un homicidio que no tuvieron inconveniente en rebajar a homicidio sin premeditación. A mí tampoco me importó, la parte del «homicidio», quiero decir. No rajé a ese tío, le pegué un tiro en la cabeza.

—¿Le robaste primero?

—Me faltó al respeto.

—Oye —dijo Foley—, ahora que ya nos conocemos, ¿por qué no pasas un rato? Tomaremos una copa y hablaremos de Lou Adams.

Tico echó una mirada a los arbustos que bordeaban la orilla, buscando dónde poner el pie. Alargó una mano para que Foley le ayudase, pero Foley le dijo que no necesitaba su ayuda.

—¿Por qué me has empujado?

—Sabía que ibas a preguntármelo —dijo Foley—. No tengo una buena razón. La verdad es que no pude evitarlo, porque trabajas para ese fanfarrón. Me refiero a Lou Adams.

—Da lo mismo —dijo Tico—. Ya entiendo lo que quieres decir.

«Tenías razón —pensó Foley—, pero no puedes fiarte de este tío, diga lo que diga. Es un gilipollas. Invítalo a sentarse con la camisa empapada… y dale una toalla. No, mejor no se la des». Se acercó a la orilla del canal y tendió la mano para ayudar al chico, al tiempo que le preguntaba qué le apetecía tomar.

A Tico le daba igual.

Quería ver qué le ofrecía el ladrón de bancos; seguro que cerveza nacional. Pero no fue así: sacó una botella de Jack Daniels’ a la mesa del jardín y un plato con cubitos de hielo, diciendo que también podía ofrecerle un trago de Old N° 7, si no le parecía demasiado temprano. El ladrón de bancos sirvió las bebidas en vasos bajos.

—Háblame de Lou Adams. ¿Está loco? —preguntó.

—Un poco, sí —asintió Tico—. Bebió un sorbo de whisky, volvió a beber, y el ladrón de bancos se acercó para volver a llenarle el vaso.

—Ha apostado que robaré un banco antes de treinta días. Me lo ha contado mi ex mujer. Le pregunté si había aceptado la apuesta. ¿Y sabes qué me dijo?: «No pude». Yo le dije: «Creía que me querías». ¿Conoces a Cundo Rey, el dueño de esta casa?

—He oído hablar de él. ¿Sigue en el talego?

—Hasta la semana que viene. Él también piensa que voy a robar un banco, porque es lo único que sé hacer.

Tico tuvo la sensación de que aquel ladrón de bancos era un tipo con el que se podía hablar.

—Lou Adams quiere detenerte en los próximos treinta días y después retirarse.

—Si lo ves, dile que acepto el reto. Treinta días a partir de hoy. Cien pavos. Si quiere que lo hablemos, puede venir a verme.

Foley bebió un trago y encendió un cigarrillo. El paquete de Tico, empapado, estaba sobre la mesa. Foley le acercó el suyo. Tico lo cogió. Leyó la etiqueta en voz alta. «Virginia, Finos, Suaves, Mentolados». ¿Esto es lo que fumas?

—¿Qué tienen de malo? —dijo Foley.

—Nada; sólo me ha hecho gracia.

—Son de Dawn. Te vi hablando con ella en el puente. ¿Sabes adónde iba?

—A su casa. Llevaba puesta una cazadora de hombre que le estaba muy grande —dijo Tico, mirando a Foley, para ver qué contestaba.

—¿La conoces desde antes de empezar a trabajar para Lou Adams?

—La conocí hace un mes. Había oído hablar de ella, y un día la vi pasear por el Muelle de Venice. Estuvimos charlando.

—¿Te adivinó el futuro?

—Me leyó la mano y me dijo cosas sobre mí, sobre lo que me gustaría hacer. Quién era…

—¿Y si cogiera el coche y en lugar de ir al banco más cercano me largase de aquí?

—¿Eso harías? —A Tico le sorprendió que no preguntara más acerca de Dawn Navarro—. Si te veo en el coche… supongo que te refieres al VW… tendré que avisar a Lou Adams.

—¿Y si nadie me viera?

—Estamos en todas partes. Mis Jóvenes Unidos. En Venice Boulevard y en Dell Avenue. Allí estarán cuando salgas de la zona de los canales. Lo que no entiendo —dijo Tico—, es por qué tiene tanto empeño en encerrarte.

—Él te dirá que es su trabajo. Pero tu colaboración y la de tus ayudantes seguro que le cuesta un dineral. No creo que pueda pagaros con el sueldo que gana.

—Si no colaboro, me deportan.

—¿Ah, sí?

—¿No me crees?

—Te ha ofrecido algo más que tiempo libre —observó Foley—. De lo contrario, te largarías. Como no puede pagarte, te dejará una puerta abierta en otra parte. Puede que en esta casa. Pero no podrás entrar hasta que me haya encerrado. ¿De eso va el trato? Le importa un carajo lo que hagas, con tal de detenerme.

—¿Y tú crees que sabes lo que yo estoy dispuesto a hacer? —preguntó Tico.

—¿Por dinero? Sólo he conocido a otros mil como tú en chirona. Lo único que os importa es dónde está el negocio y cuánto podéis sacar.

—¿Dices que Lou Adams no puede pagarme y a cambio me ha propuesto venir aquí y saquear la casa cuando te haya trincado? —Tico bebió un sorbo de whisky. Lo estaba pasando bien con el ladrón de bancos—. ¿Y qué pasa con tu jefe, con ese Cundo Rey al que has mencionado? ¿Qué clase de trato tienes con él?

—¿Crees que trabajo para él?

—Lou Adams dice que Cundo te ha sacado de la cárcel. Que te lo ha pagado todo, incluso el abogado que ha costado un pastón. Dice que por eso estás en deuda con él y tienes que hacer lo que te pida.

—¿Y tú te lo crees? —dijo Foley.

—Yo creo que un tío que ha atracado doscientos bancos no necesita trabajar para nadie. ¿Cuántos has robado?

—Ciento veintisiete —dijo Foley.

—¿Algunos más de una vez?

—Unos cuantos. Uno de ellos en L. A. No caí en la cuenta de que ya había estado allí hasta que llegué a la ventanilla y reconocí a la cajera, una chica negra, muy guapa, con su nombre escrito en una tarjeta sobre el mostrador. Vi que me reconocía y le dije: «Monique, sólo quiero cambio de veinte mil».

—¿Eso le dijiste?

—Con una voz muy suave: «Monique…».

—¿Y qué dijo ella?

—Nada. Empezó a hacer montones de cien y de cincuenta, sin mirarme, muy concentrada en su tarea. Pensé que, una de dos, o no me había entendido, o había pulsado la alarma y estaba contando el dinero para entretenerme.

—¿Te lo llevaste?

—No tuve más remedio. Era muy fácil coger los billetes y guardármelos en los bolsillos, en la camisa. Le dije: «Gracias por el cambio, Monique».

—¿Y a ella le pareció gracioso?

—No me miró. Le acaricié la mano.

—Seguro que la emocionaste.

—Llegué a la puerta y volví la cabeza. Me estaba mirando. Parecía tranquila. No se puso a gritar ni perdió los nervios. Por un momento, ¿sabes lo que se me ocurrió que iba a hacer? Decirme adiós con la mano. Pero no lo hizo. Salí de allí con la pasta. Gracias, Monique. Pero ¿la robé o fue un regalo? Nunca llegaré a saberlo.

—Eso es increíble, tío. Lo mismo que haber robado ciento veintisiete bancos. Me inclino ante ti. ¿Sabes cuántos bancos he robado yo en toda mi vida? Tres, nada más.

—Cuando lleves unos cuantos, más ya verás cómo acabas cansándote —dijo Foley.

—¿Tú te has cansado?

—Me he aburrido. En todo caso, ten siempre los ojos bien abiertos.

Foley se puso a hablar de Costa Rica.

—¿Sabes cuántos americanos se irían allí mañana mismo si pudieran? —dijo—. Lo menos un millón. Y vosotros lo hacéis al revés: abandonáis la tierra prometida para venir aquí.

—San José no es L. A., tío. Uno se larga en cuanto puede.

—¿Te van bien las cosas?

—A veces. Ya sabes cómo es esto.

—Yo me cambiaría por ti —dijo Foley—. Me he estado informando sobre Costa Rica. Ya no tienen un ejército revolucionario; ni siquiera tienen ejército. Es la Suiza de América Central.

—Sí, es bonita —dijo Tico—, si tienes dinero. Si ganas lo suficiente para vivir allí, seguro que puedes tener una casa grande con criados. ¿Tú piensas irte en cuanto te hagas rico?

Esta pregunta hizo sonreír a Foley, mientras saboreaba su cigarrillo de Virginia, Fino, Suave y Mentolado.

—Pero si no piensas atracar más bancos, porque te has aburrido, ¿de dónde vas a sacar el dinero?

Foley se encogió de hombros y bebió un trago de whisky.

—Lo estás pasando bien husmeando por aquí —señaló—, tratando de averiguar lo que tengo entre manos, ¿verdad que sí?

—Me gusta charlar contigo, de atracador a atracador. —Y esperó que Foley le riera la gracia.

Foley sonrió sólo un momento.

—De vez en cuando hacemos la misma vida —dijo Foley—. Es lo único que puedo decir.

—Es verdad, entramos en la cárcel y salimos. ¿Y ahora qué? Deberíamos buscar algo que pinte bien, algún trabajito interesante. A lo mejor tu amigo Cundo Rey ya tiene algo en mente.

—Acabo de llegar —dijo Foley— y te conozco desde hace… ¿cuánto… media hora?

—¿Y…?

—No es suficiente para que te hable de mis negocios. Lo único que sé de ti hasta el momento, Tico, es que eres un capullo. Lo haces muy bien, pero sigues siendo un gilipollas. No has atracado un banco en tu vida, ¿a que no?

—Pero tengo muchas ganas —dijo, con expresión sincera y ojos inocentes—. ¿Eso no cuenta?

—Para mí no —contestó Foley—. Lo que he oído hasta ahora no me inspira confianza. Nada que pueda considerar. Pero creo que eres buen amigo de Dawn Navarro.

—Yo diría que sí somos buenos amigos.

—Me imagino que Dawn habla bien de ti. Seguro que dice que eres un tío con el que vale la pena charlar.

Foley señaló con la cabeza hacia el canal.

Tico miró hacia donde indicaba Foley y vio a Dawn al otro lado de la calle, pasando junto a los setos, en dirección al puente peatonal, con una camisa y unos vaqueros, la cazadora grande colgada del brazo.

—¿Quieres ponerme a prueba, eh? —dijo—. Pregúntale si somos amigos. Si lo que quieres saber es si me he acostado con ella, la respuesta es no.

—No pierdas la calma, Tico —dijo Foley.