Diez

—Estará aquí a finales de la semana que viene —dijo Foley—, a menos que le dé por quedarse en South Beach y se le vaya la pinza.

—Eso no lo hará. Lo tendremos aquí el mismo día que quede en libertad —dijo Dawn—. Llamaré al Pequeño Jimmy por la mañana y le pediré que se pase a verte, para que lo conozcas. Lo habría llamado hoy mismo si no me hubieras seducido. Empiezo a hablar como tú, ¿no te parece? Eso es un cumplido. ¿Qué fue lo que dijiste? ¿Algo así como sondear nuestra compatibilidad? Tengo que reconocer, Jack, que podrías ser un maestro del buceo.

Estaban en la cama, a oscuras, muy cerca el uno del otro, la noche de su primer día juntos, agotados pero sin poder dormir.

—¿Cómo que podría ser? —dijo Foley.

—Eso ahora no importa. Lo que importa es que nos hemos encontrado.

Foley estuvo de acuerdo. Sin pensar en «¿Y si?» y en posibles imprevistos, Dawn tenía razón. Se habían conocido y se habían encontrado.

Estaba tumbada de costado, mirándolo, con un brazo debajo de la almohada. Foley la oía respirar y quería verle los ojos. Se acercó para alcanzar el mechero de la mesilla, lo encendió y vio sus ojos al resplandor de la llama, esperando.

—No tienes ninguna duda sobre esto.

—Ninguna —dijo Dawn—. Nada más verte supe que podía ocurrir.

—Y dar un golpe juntos.

—Eso ya se verá. Cuando sepamos lo que queremos.

—Cuando él esté aquí no podremos vernos —dijo Foley—. Estarás con él.

—Con él en la cama… en eso estás pensando. No puedo evitarlo. Tendremos que esperar el momento.

—Podríamos irnos mañana mismo —dijo Foley—. Bajar la capota del VW, llegar a México y de ahí a Guatemala, Nicaragua, sin parar hasta Costa Rica.

—Me he pasado ocho años de mi vida esperando para robar un Volkswagen —dijo Dawn. Se acarició la cara y se pasó las puntas de los dedos por los labios—. Tú dices que es tu amigo, tu colega, pero sabes que no puedes fiarte de él. Él me ha dicho que ha invertido dinero en ti y quiere que te ponga a trabajar. Se me ha ocurrido que podrías convertirte en el verdadero amor de una mujer a la que su difunto marido se lo está haciendo pasar muy mal.

—¿Y cómo lo hace?

—Se le aparece.

Foley se quedó mirándola.

—Llevo mucho tiempo organizando reuniones para tías ricas y viejas, nunca más de seis u ocho a la vez. Doscientos por conocer el futuro o el pasado, los deseos más profundos o establecer contacto con los seres queridos que han muerto. Hipnotizo a esas tías flacas que son demasiado viejas para agrandarse los pechos.

—¿Sabes hipnotizar?

—Uso técnicas de visualización. Les pido que anoten en un papel lo que desean más que nada en el mundo. Doblo el papel, sin fisgar mientras escriben. Las miro a todas, una por una por una. Suzanne quiere dejar de fumar. Otra quiere adelgazar… ésas son fáciles. La mejor es Danialle: quiere que su marido muerto deje de fastidiarla.

—¿Cómo lo adivinas?

—No lo adivino. La conocía: era actriz, antes de que su marido muriese. Él era productor de cine. Tú serás el experto en espiritismo. Se enamorará de ti nada más verte y asunto resuelto —dijo Dawn—. Humm, no está mal.

—¿Y yo sé tratar con los espíritus?

—Se te dan muy bien, pero sigamos con Cundo. Quiero decirte lo que sientes por él. Sabes que no es un tío de fiar, pero hay algo en él que te gusta: su confianza, lo chulo que es. Por eso no te hace gracia la idea de timarlo, y mucho menos sin que se entere. Desaparecemos a media noche. Pero crees que Cundo es muy taimado mientras que tú nunca has sabido serlo. Ni siquiera estás seguro de que vaya a empujarte a hacer algo, a pedirte que participes en algún trabajo. ¿Tengo razón?

—Te acercas bastante —admitió Foley.

—¿Robar un banco es muy distinto?

—Eso se hace cara a cara.

—Con la cajera. «Guapa, dame todos los billetes grandes que tengas, por favor.» ¿No es eso lo que te mueve? ¿El dinero? No vas a atracar otro banco, porque sabes que si lo haces te habrás jodido la vida para siempre. Sólo necesitas un móvil: dinero.

—Y tú quieres que lo vea como un trabajo normal y corriente —dijo él.

—Exacto.

—¿Que se la juegue antes de que me obligue a trabajar para él?

—Antes de que se le ocurra un plan para utilizarte. Por eso estás aquí, Jack. Por eso eres su invitado.

Foley seguía sin tener claro cómo lo harían o de cuánto dinero estaban hablando. Esperaba que Dawn le explicase los detalles. Por el momento le bastaba con haber establecido el móvil y con lo que ella había dicho: que se habían encontrado. Pero tenía otra cosa en mente:

—¿Y ésa que va a enamorarse de mí… cuál es su nombre artístico?

—Danialle Tynan.

—¿Sí? La he visto. No estaba mal.

A la mañana siguiente, Foley subió a la azotea con los prismáticos de Cundo y volvió a la cocina, donde Dawn estaba preparando tostadas.

—¿Sabes a quién estás buscando? —le preguntó.

—A desconocidos.

—¿Y no son todos desconocidos? —dijo Dawn. Llevaba una camiseta de marinero, con un rótulo que decía: NACIDO PARA GRITAR. Las letras del mismo color que las braguitas blancas. Le estaba poniendo cachondo, con su ropa de andar por casa, mientras preparaba el desayuno.

—Esperaba ver a algún tío con el pelo bien cortado, traje de Brooks Brothers y corbata, paseando junto al canal. Me habría llamado la atención.

—No creo que trabaje solo. No se me había ocurrido, pero si quieres puedo usar mis poderes.

—Intento pensar como piensa Lou Adams. Si no consigue reunir un grupo de federales, ¿a quién recurriría?

—A los chicos malos —dijo ella.

—Eso mismo he pensado yo: delincuentes a los que pueda chantajear. Tíos a los que amenaza con trincarlos para que se pasen el día dando vueltas por ahí.

Dawn comprobó si el pan estaba tostado.

—En Venice —dijo— tenemos matones de todo tipo. Si te pasas por el centro recreativo de Oakwood, puedes comprar droga en la cancha de baloncesto. El otro día la policía hizo una redada y se llevó a un montón de chavales.

—¿Es ahí donde compras la hierba?

—A mí me la traen a casa.

—Ayer vi a un tío —dijo Foley—, un latino con pinta de pandillero, sólo que llevaba un pañuelo de pirata en la cabeza, violeta. Y se me ocurrió que el violeta es una mezcla de colores de bandas: el rojo de los Bloods y el azul de los Crips. Como si no tomara partido por ninguna de las dos. Estaba en el callejón, hablando con unos negros, adolescentes, y él es latino. ¿Comprendes lo que digo? Estaba pasando el rato, haciendo el tonto, y a los otros les parecía muy divertido. Todos se reían. ¿De qué va esto? Lo normal es que estuvieran matándose a puñetazos.

Dawn sacó la tostada negra, humeante, y la tiró a la basura.

—Podría ser un trabajador social.

—¿A qué se dedican?

—Hacen como que resuelven los problemas entre las bandas. Les encanta llamar la atención.

—Esta mañana he visto al mismo tío paseando por el canal. Se paró a charlar con la criada de al lado, en el invernadero.

—Es mi casa favorita —dijo Dawn—. Tiene cien metros de planta y una piscina interior. —Metió otras dos rebanadas de pan en el tostador—. Viste a ese latino hablando con la criada, y luego pasaste por allí a preguntarle quién era.

—Le conté que lo conocía, aunque no estaba seguro. La criada me dijo que se llama Vincent, pero que lo llaman Tico.

—Porque es de Costa Rica —explicó ella.

—¿Acabas de recibir un mensaje del mundo de los espíritus? ¿Oyes una voz que te dice: «Hola, Dawn. Por si no lo sabías, a los tíos en Costa Rica se les llama Tico y a las mujeres Tica»?. A lo mejor te sirve de algo en tus sesiones de espiritismo.

—¿Sabes? Nunca he estado en Costa Rica —dijo Dawn—. Tendré que leer un poco sobre los Ticos y las Ticas y memorizarlo bien. Tengo muchas cosas en la cabeza, Jack: normales y paranormales; todas mezcladas. A veces necesito pararme y pensar: ¿De dónde narices viene todo eso? —Se volvió hacia el tostador—: El caso es que vas a vigilar a Tico el costarricense.

—Si vuelvo a verlo, tendré unas palabras con él.

Dawn sacó la tostada, menos quemada que las dos primeras, y lo miró por encima del hombro.

—¿Te gustan las tostadas un poco oscuritas?

—Gracias —dijo Foley—. Ya me preparo yo las mías.

Foley estaba en la azotea cuando llegó el Bentley. Quería ver al Pequeño Jimmy antes de encontrarse con él cara a cara. El coche se acercó y aparcó detrás del garaje. Vio a un tío que debía de ser el guardaespaldas, un latino delgado, con gafas de sol, que salió del vehículo y echó un vistazo alrededor antes de abrir la puerta a su jefe. Por fin se decidió a rodear el Bentley gris plomo metalizado, por la parte de atrás.

El Pequeño Jimmy no era como Foley lo había imaginado. En las fotos en color que Dawn le había enseñado, el tío se parecía a Al Pacino en el papel de Tony Montana, en Scarface: con un traje blanco, camisa de cuello ancho, el pelo oscuro sobre la frente, igual que Tony. Ese día el Pequeño Jimmy tenía otro estilo. Llevaba un traje oscuro, entallado y abotonado, con el cuello de la camisa alto y rígido, nada que ver con el de Tony; los pantalones estrechos y rectos y unos mocasines de cocodrilo relucientes, con tacón cubano.

Foley se había puesto una camiseta, unos Levi’s nuevos que le resultaban muy cómodos y unas Reebook blancas que Adele le había enviado hacía más de un año. Llegó al patio justo cuando el Pequeño Jimmy aparecía en el camino que rodeaba la casa. Dawn lo estaba esperando. Lo besó en la boca y dejó que su mirada se fundiera con la de él, antes de volverse hacia Foley.

—Jack, éste es mi amigo, el Pequeño Jimmy, conocido también como el Monje. ¿Verdad que es una monada? Se tiñe el pelo, pero ¿quién no? Y éste es Jack Foley, el ladrón de bancos más famoso del país. Se ha retirado y jura que nunca volverá a atracar un banco.

¿De dónde se había sacado esa idea? Era verdad que, en su fuero interno, Foley se decía que no habría más bancos, pero nunca lo había jurado. Se acercó a Jimmy Ríos, que posaba con las manos en las caderas, los dedos hacia atrás, los hombros caídos de manera informal, como si no tuviese nada que demostrar. Foley decidió que era un tipo simpático. ¿Por qué no?

—Dawn me ha enseñado una foto tuya, Jimmy, de cuando todavía estabas en Florida. Y pensé: «Joder, es igualito que Tony Montana». —Vio que el otro sacudía la cabeza, harto de oír siempre la misma historia, aunque sonrió de todos modos. Se pasó una mano por el pelo, negro y denso, peinado a raya y caído sobre la frente, sujeto con una diadema de carey por detrás de las orejas. Raro, aunque no le quedaba mal—. Veo que estás hasta las narices de que te comparen con Tony.

—Pues sí. Verás —dijo Jimmy—, en esa época todo el mundo se creía Tony Montana. Hasta los que no se le parecían querían hablar como él. Tony decía: «Lo único que tengo en este mundo son mis pelotas y mi palabra. Y no estoy dispuesto a romper ninguna de las dos cosas por nadie, ¿lo has entendido?».

—Eres él, tío; eres Tony —asintió Foley. Y añadió—: «Ya tú sabes que he enterrado a esas cucarachas». ¿Cuántas veces has visto esa peli?

—Suelo decir que más de veinte. Es posible, aunque no lo sé. Hasta que nos hartamos. Un día dejé de verla. De pronto me pregunté: «¿De verdad lo dices en serio? ¿Por qué quieres parecerte a ese patán? Es un capullo. Ni siquiera sabe por qué la cagó».

Dawn se fue a la cocina a preparar unas margaritas. Jimmy se quedó mirándola mientras ella entraba en la casa, antes de seguir hablando con Foley.

—Cuéntame de Cundo. ¿Cómo le va?

—Es el mismo de siempre. Lo verás a finales de la semana que viene.

—¿Sí? ¿Y cómo está de salud?

—Nunca le he oído quejarse.

—¿Qué dice de mí? ¿He sido un buen chico?

—Dice que está orgulloso de ti y que por eso te protege. Eres su chico.

—¿Y tú lo crees? ¿Que soy su chico?

—Eso lo dice él, no yo. Me contó que te dejaba dirigir el negocio y que estabas haciendo un trabajo increíble.

—Me protege… ¿eso te dijo? ¿Y que me deja dirigir el negocio? ¿Como si él entendiese algo de negocios?

—Si eres tú quien dirige la función, espero que te esté pagando bien —dijo Foley.

—¿Sabes cuánto me da para vivir?

—No, no lo sé. Aunque puede que se haya dado cuenta de que le estás sisando. Si no ha dicho nada es porque le parece bien que te lleves algo. Sé que te respeta. Insistió mucho en convencerme de que eras cien por cien leal y siempre haces lo que se te dice.

—Verás —dijo Jimmy—, lo único que me dijo, aparte de pedirme que pagara sus facturas, es que tenía que hacer un juramento de sangre, tío. Tuve que jurar que nunca le dejaría, ni le engañaría, ni le robaría.

—¿Qué clase de juramento?

—Nos hicimos un corte en las manos, aquí, y las unimos. Cundo dice que ahora somos uno, que somos familia, que tengo que serle siempre leal.

—¿Y si no lo hicieras?

—Dice que me pasará algo. Que podría atropellarme un camión.

O te pegarían un tiro en la cabeza, pensó Foley, mientras entraba con Jimmy en la cocina, donde Dawn estaba sirviendo el martini.

—He cambiado de opinión —dijo Dawn—. No hay tequila, luego no hay margaritas. He preparado una jarra de balas de plata, el cóctel favorito del Pequeño Jimmy y de mi nuevo amigo, Jack Foley, el primer ladrón de bancos que conozco.

—Quieres decir tu nuevo amante, ¿no? —respondió el Pequeño Jimmy—. Si todavía no te lo has tirado, lo quiero para mí —y levantó su copa hacia Foley, diciendo—: Salud.

Foley levantó la suya. Vio que Jimmy daba un sorbo, chasqueaba los labios, se bebía el resto del Martini de un trago y volvía a mirarlo.

—¿Todo el tiempo que has pasado con Cundo, habéis vivido siempre juntos?

—Estábamos en módulos distintos, pero nos veíamos casi todos los días. Paseábamos por el patio.

—Él necesitaba a alguien y tú estabas allí.

—Sólo una vez tuve que darle un azote en el culo —dijo Foley—, y fue para que hiciese un poco de ejercicio, para que corriese por el patio. Y me dijo: «¿Para qué? Toda mi puta vida he pesado sesenta y dos kilos». Quiero que sepas —añadió— que Cundo y yo éramos amigos allí dentro…

—Y le debes treinta mil pavos. Me dijo que no podías devolvérselos.

—Más de treinta —señaló Foley—. Pero nunca le diré cómo te sientes. ¿Sabes por qué? Porque no te culpo.

—Sí, me ordenó que pagase a tu abogado. ¿Y sabes qué más? Me pidió otros veintiocho mil para los guardias, por los favores. En los cinco años que pasó en Starke me gasté casi diez mil pavos en regalos. Doscientos dólares para un sastre en Glades. ¿Te lo puedes creer?

—Así funcionan las cosas. En la vida normal ¿uno paga por lo que quiere? Si no paga, no lo consigue. Cundo gana algún dinero allí dentro vendiendo alcohol y recogiendo apuestas cuando hay partido. Fuera lo gana con el mercado inmobiliario, comprando y vendiendo casas. —Y Foley tuvo la impresión de que al Pequeño Jimmy estaba a punto de darle un ataque.

—¿Y tú crees que eso se le ocurrió a él, a un gogó de mierda? ¿Crees que tiene alguna idea del negocio, del mercado inmobiliario, de las oportunidades de inversión? No; lo suyo son las apuestas, con esos viejos que trabajan por teléfono. Como si nunca hubiera salido de Miami. Le expliqué cómo nos iban las cosas. Le propuse cerrar el negocio de las apuestas. Dejar de competir con Las Vegas y los casinos online. Le dije que deberíamos comprar acciones de empresas extranjeras y estar atentos al euro. «¿Cómo lo ves?», le pregunté. ¿Y sabes lo que me contestó, muy serio?: «¿Has visto alguna vez a una serpiente comiéndose a un murciélago?».

—Le pasaba coca a la gente del cine —dijo Foley—. Recuérdaselo.

—¿Sabes por qué no lo llevaron a juicio?

—Porque no querían descubrir al soplón.

—¿Eso te ha dicho? —dijo Jimmy—. No lo han hecho porque no les interesa perder el tiempo para trincarme sólo a mí. Yo soy quien hace las entregas. Yo me quedo en la cocina liando porros mientras él se divierte con los artistas. ¿Y sabes qué? A mí podrían haberme encerrado, pero ¿quién coño soy yo? ¿Quedarse sin un buen soplón sólo por mí? No tienen pruebas suficientes para condenar a Cundo, por eso lo mandaron a Florida, porque allí podían condenarlo a perpetua o electrocutarlo, o eso se figuraban.

—Pero al final sólo cumple siete años y medio y sale la semana que viene —dijo Foley.

Jimmy sacudió la cabeza.

—¿Quién crees que encontró a esa abogada? No aceptaba menos de cincuenta mil: tanto si ganaba como si perdía.

—Megan Morris —asintió Foley.

—La misma. Megan hizo una oferta a la fiscalía que parecía un buen acuerdo para evitar el juicio. Pero yo creo que lo hizo para asegurarse de que él cumplía al menos unos años. Sólo finge que él le cae bien.

—Sí, también llevó mi caso —dijo Foley—. Se levanta todos los días dispuesta a ganar. —Se volvió a Dawn y le contó lo del pacto de sangre que Jimmy había hecho con Cundo—. Le he preguntado qué pasaría si se cansaba del juego. Si decidía vaciar las cuentas y largarse.

—Teme que Cundo vaya tras él —dijo ella.

—No es que lo tema —dijo Jimmy—, lo sé. Me lo ha dicho.

—¿Qué crees que haría? —preguntó Foley.

—Matarme. ¿Qué crees tú?

—Jimmy está seguro —dijo Dawn.

—Se ha cargado a seis tíos —le recordó Jimmy—. ¿Qué importa uno más?

—¿A seis? —dijo Foley—. Creía que sólo eran cuatro.

—Cuando estaba en Starke pagó para que liquidaran a dos presos. Prendieron fuego a sus celdas y se quemaron vivos, tío. No pudieron hacer nada más que gritar.

—¿Eso te lo ha dicho él?

—¿Quién crees que pagó a los que provocaron el incendio? Escucha, todo lo que Cundo te ha contado no lo hizo él, lo hice yo.

—Pues ponle las cosas claras cuando venga —dijo Foley—. Te estás ocupando de todo… dile que quieres un aumento de sueldo.

—Yo hablaré con él —le dijo Dawn a Jimmy—, si crees que te mereces una compensación. A Cundo nadie le dice nada. Otro se lo dice, pero la idea es siempre suya.

—Sabe leer un extracto bancario —dijo Jimmy—. Lo único que le interesa saber es cuánta pasta ha ganado.

—No te conviene pensar que es un capullo… —le aconsejó Foley, pero se interrumpió, al darse cuenta de que Dawn podía oírlo.

Ella estaba atenta a Jimmy. Lo cogió del brazo.

—Jimmy —le dijo, muy tranquila—, tú sabes que Cundo te adora. Por eso espera tu lealtad. Piensa en todo el tiempo que lleváis juntos, casi como hermanos.

Foley no sabía a qué atenerse. ¿Qué pretendía Dawn?

—Lo que yo he visto, Jimmy —continuó ella—, es que te ha dado la oportunidad de ser importante en su vida, de seguir con él pasara lo que pasara. Yo creo que eso se lo debes.

—¿Y crees que Cundo no le debe nada a Jimmy? —preguntó Foley.

Dawn lo petrificó con una mirada.

—¿No acabo de decir que hablaría con Cundo? —dijo—. A lo mejor no estabas prestando atención, Jack.

Con voz fría y asesina.

—¿Por qué no le consigues un aumento de sueldo —propuso Foley—, para que no tenga necesidad de sisar nada? Estoy seguro de que Jimmy conoce a Cundo mucho mejor de lo que ni tú ni yo llegaremos a conocerlo nunca, ni siquiera leyéndole el pensamiento.

Volverían a estar los dos de maravilla en cuanto Jimmy se hubiera marchado. Foley no tenía la menor duda.

Terminaron la jarra de martini y Foley salió con Jimmy al callejón. El guardaespaldas no pareció sorprendido al verle saludar con la mano y sonreír mientras lo acompañaba hasta el Bentley. Foley le preguntó cómo se llamaba.

—Zorro —dijo el tío.

Era delgado, de la edad de Cundo.

—¿Y dónde está tu espada? —quiso saber Foley.

—Soy otra clase de Zorro.

—¿De verdad? —Vio que el apodo le venía por la cara estrecha y la mirada astuta, allí plantado, con la chaqueta abierta, paciente. Y dijo—: Me cae bien Jimmy. Espero que lo cuides bien.

—Por supuesto que sí —dijo Zorro.

—¿Qué llevas, una Glock?

—A veces. Normalmente un Colt Python.

—¿Es una arma grande?

—Impone respeto.

—¿Jimmy te pone en situaciones difíciles?

—El señor Ríos es un hombre prudente. Sabe ser responsable.

—¿Nunca se mete en líos?

—Yo cuido de él. No suele meterse en líos, menos cuando está con Dawn, con la bruja.

—No te gusta.

Zorro se encogió de hombros.

—¿Pero tú respetas a Jimmy?

—Mientras no le dé por ponerse cariñoso conmigo.

—No quiero que le pase nada —dijo Foley—. Que lo atropellen mientras cruza la calle.

—Eso no pasará —dijo Zorro. Se sacó un cigarrillo del bolsillo de la camisa—. ¿Conque tú eres el ladrón de bancos, eh?

Foley volvió a la casa con el ceño fruncido y una mala sensación hacia Dawn. Decidió preguntarle, de buenas maneras, por qué se había puesto tan cariñosa con Jimmy, y estar muy atento al tono de su respuesta: a ver si era el mismo que usaba Adele, y puede que todas las mujeres, cuando lo miraban a uno por encima del hombro.

La ventaja de Dawn era que tenía ese don espiritual, y encima era vidente y médium. Convencía a los demás de que sabía cosas de su pasado y de que también podía adivinarles el futuro. Que podía llenarle a uno la casa de fantasmas, aunque no los hubiera, y cobrar diez de los grandes para librarlo de ellos. La Reverenda Dawn timaba a mujeres ricas. Aunque ella diría que sólo las entretenía. Les hacía sentirse mejor que nunca, y eran ellas las que insistían en pagar.

Pero ¡ay del que le llevase la contraria una sola vez! Dawn era capaz de hacer mucho daño sin necesidad de levantar la voz.

A lo mejor no estabas prestando atención, Jack.

¿Qué había sido del «Nos hemos encontrado, Jack»?

Dawn seguía en la cocina. Justo cuando entró Foley se apartó del fregadero. Él pensó que si usaba ese otro tono que a veces emplean las mujeres, con el que dan a entender que son pacientes, para explicarle qué se proponía con el Pequeño Jimmy…

—¿Me sigues queriendo, Jack? —le preguntó.

Foley no lo vio venir. Se paró en seco y se le fueron de la cabeza todas las acusaciones.

—No he entendido a dónde querías ir a parar.

—Lo siento, Jack. ¿Sabes lo que me preocupaba? ¿Y si le calentamos a Jimmy los cascos más de la cuenta, diciéndole que él es el que vale y que Cundo es un imbécil que no se entera de nada? Jimmy podría decidir vaciarle las cuentas de la noche a la mañana… hasta tú lo sugeriste… y largarse con todo. ¿En qué lugar nos dejaría eso?

—No tratas a Cundo como se merece —dijo Foley.

—Tienes razón. Para dar un golpe no tiene un pelo de tonto. ¿Te importa que utilice esa expresión? A mí me encanta. Nosotros vamos a dar un golpe. —Sonrió, pero enseguida volvió a ponerse seria, y dijo—: No me malinterpretes. No busco emociones fuertes, ni una nueva aventura en mi vida. Llevo mucho tiempo pensándolo. —Volvió a sonreír—. ¿Estás conmigo, Jack?

Foley no contestó. Hasta ese momento había pensado que era ella la que estaba con él.

—Cuando nos conocimos y empezamos a hablar —dijo Dawn—, no me lo podía creer. Eres el hombre perfecto para este trabajo, el profesional entregado.

Eso sonaba mejor, pero ¿entregado a qué? ¿A volver a la cárcel?

—Quiero que sepas que tú mandas —dijo ella—. Se hará lo que tú digas.

—¿Puesto que tú nunca has dado un golpe?

—Jack, no te burles de mí.

—No me burlaré si tú dejas de leerme el pensamiento. —Esta vez sonrió, volvió al juego, sintiéndose mejor con su socia. Y dijo—: Jimmy todavía no está preparado. Tiene que reunir un poco de valor. De momento se lleva un poco de pasta y no pasa nada; así le va bien. Pero si decide jugarse el todo por el todo, llevarse todo lo que pueda, se convertirá en un forajido comparable a John Dillinger. Se lo pensará bien, hasta que se convenza de que no le queda otra y vea que necesita ayuda.

—¿Eso crees? —preguntó Dawn.

—Si no se da cuenta, ya se lo indicaré yo.