Lou Adams se reunió con el detective de la Brigada Criminal de la policía de Los Angeles en el Firehouse, un bar de Rose Avenue. Había conocido a Ron Deneweth en el funeral de un oficial de policía, y estaban charlando y tomando unas cervezas. Lou conservaba la tarjeta de Deneweth y lo llamó en cuanto tomó la decisión de pasar a la acción.
—¿Sabes que este local era un parque de bomberos antiguamente? —dijo Deneweth.
—¿Ah, sí? —respondió Lou Adams, con ganas de hojear el montón de antecedentes que Deneweth tenía en la mano.
—Es frecuente ver por aquí a alguno de esos fanáticos de la musculación del Gold’s Gym. Se sientan en la barra a beber Red Bull mientras se miran en el espejo, y de vez en cuando sacan un bíceps.
—¿Vas a enseñarme esos papeles? —dijo Lou.
—No sé por qué has acudido a mí, con todos esos programas que tenéis los federales. Podías haber contado con el P.E.S.O., el Proyecto Especial de Seguridad y Orden Público. O con el D.A.D.O., Dispositivo de Acción contra la Delincuencia Organizada. O con el P.A.V.O., el Protocolo de Actuación contra el Vandalismo Orgánico. Y también con el Plan Estratégico contra la Violencia Armada. ¿No debería llamarse P.E.V.A.?
—Debería, pero P-e-v-a no es una palabra. ¿Me dejas ver esos papeles?
—Me olvidaba del G.R.I.T.O., el Grupo de Respuesta e Intervención contra Tácticas de Obstrucción —añadió Deneweth, pasándole a Lou los papeles—. El tipo al que buscas está al principio. Trabaja para la Brigada de Intervención contra Bandas Armadas, un tío muy listo. Dirige un programa conocido como J.U., Jóvenes Unidos.
—Un tipo atractivo —observó Lou, estudiando la foto de archivo de Vicente Sandoval, más conocido como Vincent, o Tico el Niño: veintiún años, metro setenta, setenta y dos kilos, ojos castaños, cara de malo, pañuelo de pirata, pendiente en una oreja y tatuajes de las bandas en las que estuvo cuando era adolescente. Detenido cinco veces por la Brigada contra Bandas Criminales como sospechoso de homicidio; condenado en una ocasión: tres años por homicidio en primer grado, cuando aún no había cumplido los veinte.
—En la zona de Los Ángeles se le conoce como Tico —explicó Deneweth—. En la ficha no figura su lugar de nacimiento. Yo creo que es de Nicaragua, pero podría equivocarme. Supongo que tiene permiso de residencia y de trabajo. De lo contrario lo habríamos deportado.
—¿Y qué ha hecho como trabajador social?
—Poca cosa. Se ocupa de un puñado de adolescentes y les enseña a ser buenos chicos, a no acercarse por la zona de Shoreline Crips para poder convertirse algún día en adultos.
—Tico Sandoval —dijo Lou Adams—. ¿Cómo debo llamarlo, Tico o Sandy?
—Sandy, ¿sabes a cuántos tipos como tú he entrevistado antes de nombrarte mi segundo de a bordo? A tantos como cabrían en una celda de buen tamaño. Cuando me dijeron que eras camaleónico, me pregunté: «¿Vaya, quieres decir que el tío es bisexual?». Pero, no. Lo que querían decir es que lo mismo podías parecer cien por cien latino y bailar la samba, como africano con un hueso en la nariz. Me han contado que hasta hablas chino, aunque no me lo creo. ¿Qué era tu madre?
—¿Que qué era?
El chaval tenía acento hispano.
—¿De dónde era?
—Mi mamá era de West Memphis, Arkansas.
¿De verdad? Porque el tío se convertía en negro delante de sus narices, como por arte de magia. Pasaba de hispano a afroamericano, según le daba. Eso pensó Lou.
—El detective Ron Deneweth me ha contado que la Brigada contra Bandas Criminales te ha convertido en un hombre de paz, y quiero creer que es cierto. Ron dice que intentas unir a los latinos y a los negros, para que resuelvan sus problemas. ¿Es verdad? —preguntó Lou, diciendo estas dos últimas palabras en español.
—Es verdad —asintió Tico—. De la buena. Intento devolver la paz al valle.
—Sandy —dijo Lou—. ¿Te estás quedando conmigo?
—¿Jefe…?
Estaban sentados en el porche de una casa de madera amarilla, en Broadway, cerca de Oakwood Park, en un barrio de Venice donde Tico vivía con una mujer negra, guapa, que supuestamente era su tía.
—Porque si te estás quedando conmigo, Sandy, conseguiré una orden de Inmigración y volverás a dar con ese culo flaco a América Central, volverás a Nicaragua. ¿Eres lo suficientemente espabilado para salvar el culo, Sandy?
—Desde luego que sí, jefe.
Tranquilo. Un machito latino con su pañuelo y su pendiente de plata.
—¿Conoces a Jack Foley?
—No me suena.
—Sólo es el ladrón de bancos más famoso del país. La semana pasada salió de la cárcel de Florida, consiguió documentación falsa y se vino aquí corriendo.
—¿Puedo preguntarle por qué lo busca?
—Porque va a atracar otro banco.
—¿Y eso cómo lo sabe, jefe?
—Porque eso es lo que hace: robar bancos. Estuve en la cárcel de Florida —dijo Lou—. Hablé con los reclusos, con los guardias, con el personal de oficinas. Y todos dijeron lo mismo: «¿Jack Foley? Sí, se ha hecho muy amigo de Cundo Rey; son como dos perros callejeros». Y entonces pensé: Cundo lo está protegiendo. ¿Sabes algo de ese cubano? Todavía está en el talego, pero al parecer tiene propiedades por aquí. Compra y vende casas: se dedica a enriquecerse.
—En Venice… ya lo creo —dijo Tico, en español.
—Habla en inglés. ¿Lo conoces?
—Sólo de oídas.
—Bueno, yo me he estado informando. No tiene propiedades a su nombre. Pero luego vi que figura como socio en una compañía de inversión: Ríos y Rey, Asesores Financieros. ¿Cuándo aprendió ese cubano a sumar una columna de números?
—No puedo ayudarle, jefe —dijo Tico, negando con la cabeza.
—Ese mequetrefe está a punto de cumplir una condena por homicidio en Florida, y al mismo tiempo es un hombre de negocios en California. Sí, muy curioso. Entonces hablé con una mujer muy mona, llamada Tibby Rothman. ¿La conoces? Muy pequeñita.
—Sí, la he visto por ahí.
—Tengo entendido que la sacan en el periódico de Venice siempre que quiere. Le pregunté si conocía a James Ríos. Y me dijo: «¿El Pequeño Jimmy, el contable?». Y sonrió como si hubiese dicho yo algo gracioso. —Lou le preguntó entonces a su segundo de a bordo—: Sandy, ¿tú conoces a ese Pequeño Jimmy?
Tico sonrió esta vez.
—Jefe, todo el mundo en Venice conoce al Pequeño Jimmy. Es lo que se suele llamar un personaje. ¿Sabe usted? Un personaje, jefe.
Aquel federal tan retorcido era como un mal viaje. «¿Te estás quedando conmigo, Sandy?». La pregunta seguía resonando en la cabeza de Tico: ¿Qué narices hacía el tío allí solo? ¿Le habían enviado para vigilar a un ladrón de bancos que acababa de salir en libertad y que podía pasarse el día entero en la playa, mirando a las chicas, o hacer lo que le viniese en gana? ¿Y para eso enviaban a un hombre solo?
Un tío solo no puede. Por eso recurre a Tico, al chico de Jóvenes Unidos, y le pide que vigile al atracador. «Y que te ayuden algunos de esos pandilleros que llevan los pantalones por debajo del culo», le había dicho Lou Adams. «Cuatro por seis son veinticuatro», eso había dicho. «Necesitarás a cuatro negros y a cuatro cucarachas para hacer turnos de vigilancia continuos, de seis horas. ¿Podrás manejarlo? Si no lo haces, volverás a dar con el culo en —¿dónde había dicho?—, ¿en Nicaragua?». No tenía ni puta idea de dónde era Tico.
Shirlene, la mamá de Tico, se marchó a América Central con un latino de piel clara cuando se hartó de West Memphis. Tico nació allí, la madre dejó al padre por otro latino de piel clara, un músico de marimba famoso, y empezó a cantar con su grupo: Los Parados. Shirlene se cambió el nombre por el de Sierra y se hizo famosa cantando funk afrocaribeño en los bares de San José. Pasaba los días con Tico cuando era pequeño, queriéndolo, enseñándole a ser un negro de primera, a llevar el pelo largo y a ponerse un sombrero encima del pañuelo de pirata, aconsejándoles cuál era la mejor plata para los anillos y el pendiente. Sierra hablaba con Tico en inglés, en buen inglés y en inglés de la calle, con intención de prepararlo para el mundo. Le decía: «Cariño, sé tú mismo, seas quien seas. Sé especial». Todos los días le decía: «No hay nadie como tú. No la cagues».
El agente Lou Adams tenía las manos grandes y la cara huesuda. Era de los que se creen que lo saben todo. Hablaba con los dedos enganchados en el cinturón, torcía la cabeza para escupir, volvía a la posición inicial y continuaba con lo que estuviera diciendo. ¿Por qué quería cazar a ese ladrón de bancos? ¿Para hacerse un nombre? ¿A un delincuente famoso del que Tico no había oído hablar nunca? ¿Por qué pensaba que el atracador estaba en una casa que era de Cundo Rey, como todo el mundo sabía? El Llanero Solitario dijo que no, que la casa era del Pequeño Jimmy Ríos. Y Tico le contestó: «¿De verdad?».
—He consultado los archivos —dijo Louis Adams— y he visto su firma: James Ríos.
Y eso, cualquiera que entendiese un poco, lo daba por bueno. Pero si el Pequeño Jimmy pertenecía a Cundo Rey, desde los tiempos en que salieron de Cuba en una balsa, ¿no pertenecerían las casas también a Cundo? ¿Cómo es que el Llanero Solitario no sabía eso? Para tener dos casas increíbles a la orilla de un canal, en la zona más cara de Venice, había que ser millonario, aunque uno viviese en la celda de una cárcel de Florida.
—¿Cuánto vas a pagarnos por este trabajo? —preguntó Tico.
—El precio es que puedas quedarte aquí —dijo Lou Adams—. Que no te mande a casa.
—¿Quiere decir que si no lo hago, me deportarán?
—Me basta con hacer una llamada.
—¿Y a los tíos que me ayuden en la vigilancia les digo lo mismo?
—¿No son ilegales?
—No lo sé. ¿Se celebraría un juicio para averiguarlo? Sé cómo funcionan esas cosas; podría llevar meses.
—Pero mientras se resuelve estarás detenido —dijo Lou.
—Eso lo entiendo —dijo Tico—, pero ¿quién vigilará al ladrón de bancos mientras estemos detenidos?
—Sandy, ¿estás volviendo a quedarte conmigo? Porque puedo mandarte a casa mañana mismo.
—¿Sabe usted que nací en Costa Rica? No, no lo sabía, ¿verdad? ¿Sabe que mi madre nació en Arkansas? Creo que eso sí lo sabía, pero se le olvidó. Eso me convierte en ciudadano estadounidense. Tengo pasaporte.
Tico esperó unos momentos, dando al federal el tiempo para que pudiera responder, viendo que el otro trataba de actuar como un agente del FBI concienzudo. Con intención de ayudarle.
—De todos modos —dijo Tico—, entiendo lo que quiere que haga y creo que podré reunir a unos cuantos chicos. Vemos al ladrón de bancos salir de la casa que sabemos que pertenece a un criminal que no está aquí, que está en prisión. El ladrón de bancos se larga. La casa del delincuente millonario se queda vacía.
—¿Quieres dejar de hacerte el capullo? ¿Quieres saber qué obtendrás a cambio? Haz unas camisetas que pongan en el pecho Jóvenes Unidos y dáselas a tus chicos. Te dejaremos ver a tu madre cuando venga de visita. No la detendremos, ni la exploraremos con rayos X. «Bueno, parece que está usted en buena forma, señora. Salvo por esos globos que lleva en el estómago.» —Lou miró a Tico fijamente—. No me jodas, chaval.